Capítulo 2

Los treinta y cinco rebeldes juzgados localmente recibieron penas leves; todos sabían que a los magistrados les interesaban más los caudillos que sus adeptos. Los quince restantes debían comparecer ante el tribunal de Bodmin. Entre los quince había varios que eran amigos de Sam y Drake, que los habían conocido cuando vivían en Illuggan. Los dos hermanos comentaban el asunto una tarde, mientras se dirigían a Sawle para ver la primera recogida de sardinas.

La pesca de la sardina había sido mediocre durante cinco o más años. Esta primera redada reanimó las esperanzas generales en el sentido de que el verano cálido y las aguas más tibias harían la prosperidad de la costa. Las redes se habían recogido por la mañana temprano, pero todavía se trabajaba en la clasificación y el empacado, y como casi toda la gente que allí estaba, los hermanos esperaban conseguir pescado barato. Aún faltaba una hora para la puesta del sol. La multitud colmaba la playa, mirando, ayudando y comentando.

La captura se llevaba a la costa en canastos llenados con el contenido de las redes. Luego era cargado en carretillas que después eran empujadas pendiente arriba en dirección al sótano —en realidad, un amplio almacén, no un sótano— y allí las mujeres lo recibían, lo clasificaban y ordenaban. El pescado roto o dañado era separado para venderlo barato a quienes deseaban comprar, y el excedente se amontonaba y mezclaba con sal de desecho y se vendía a los campesinos al precio de siete u ocho chelines el carro, para ser usado como abono de los campos.

Otras mujeres, que trabajaban con rapidez pero al mismo tiempo con exactitud, disponían el pescado bueno formando capas apiladas sobre el piso del almacén; los pescados formaban hileras ordenadas, y cada capa se rociaba con sal antes de iniciar la formación de la capa siguiente. Tres personas formaban un grupo de trabajo, una mujer que clasificaba y transportaba el pescado, otra que lo empacaba y una jovencita o un muchacho que traía la sal y colaboraba en todo lo posible. Un grupo formado de este modo podía clasificar y apilar setecientos u ochocientos pescados en una jornada.

Cuando llegaron los Carne se había ejecutado ya gran parte de la tarea y las sardinas formaban una pila regular de un metro y medio de altura que se extendía de un extremo al otro del almacén. Estaban dispuestas con tal cuidado —a pesar de las evidentes variaciones de tamaño— que se hubiera podido contarlas. Por supuesto, ese era el comienzo del trabajo. El pescado quedaba allí un mes, y durante ese lapso perdía el aceite, que era recogido y conservado. Después, se lo retiraba, lavaba y comprimía en barricas, cada una con unas 2500 sardinas; se esperaban ocho días más, de modo que perdiesen el último resto de aceite, y finalmente se cerraba la barrica. Además de la fuerza de trabajo, el costo de la sal y otros materiales, cada barrica representaba un gasto de trece o catorce chelines. Y a mediados de septiembre, cada una, con un peso aproximado de cinco quintales, se vendía por más de cuarenta chelines. Es decir, en tiempos normales. Habitualmente, la cuarta parte de la captura total se exportaba al Mediterráneo. Pero ahora el Mediterráneo estaba cerrado a los barcos ingleses, y nadie sabía muy bien qué ocurriría.

Pero siempre era una reserva, y además había que considerar el abundante pescado que no se ajustaba a las normas. En la multitud había muchos pobres que esperaban el fin de la jornada. Al atardecer, cuando todo hubiese concluido, los pescadores regalarían los últimos centenares de pescados dañados.

Sam observó satisfecho que Mary Tregirls y uno de sus hijos trabajaban apilando las sardinas. Así, la buena mujer tendría un poco de dinero y podría ofrecer a toda su familia, incluso al rencoroso Lobb, algo un poco mejor que la terrible pobreza en que él los había visto últimamente.

Drake se había acercado y estaba comprando un saco de peces dañados a uno de los pescadores. El regateo exigía ingenio y Sam se sintió complacido al ver que Drake reía y bromeaba como no lo había hecho durante mucho tiempo. Después de la visita a la señora Warleggan en Truro, las persecuciones habían cesado por completo. Nadie turbaba su trabajo, nadie molestaba a los clientes ni destruía sus empalizadas. Era un alivio bienvenido. Contra lo que Sam había previsto, la visita había cumplido su propósito. Pero el campesino que vivía en la vecindad no había restablecido el curso original del arroyo, y en ese tiempo seco Drake sufría escasez de agua. Pero Sam había aconsejado a Drake que no intentase nada. Mediante la administración cuidadosa del agua del pozo, y el uso repetido de la misma porción de líquido, podía arreglarse. Un hombre tenía derecho a desviar su arroyo.

Cuando el sol enviaba los últimos rayos sobre los bordes de los riscos, los hermanos comenzaron a atravesar el valle, cada uno cargando un saco. Alrededor, la gente murmuraba y charlaba, reía y conversaba. Otros iban y venían por el sendero, la mayoría cargada del mismo modo. De pronto, Sam vio a cuatro personas que dejaban atrás el último de los cottages bien construidos; la senda era tan estrecha que no podían evitarlas. Tholly Tregirls, Emma Tregirls, Sally Tregothnan —la «Caliente»— y Tom Harry. Tom Harry y Tholly llevaban jarras de ron.

Cuando vio a Sam y a Drake, Tom Harry dijo algo que provocó la risa general. Los hermanos habrían seguido de largo, pero Tholly los detuvo alzando el gancho.

—Ah, Peter, precisamente el hombre a quien buscaba. Ni más ni menos. Creo que usted es un hombre fuerte y servirá para lo que estoy pensando.

—Sam —dijo Sam.

—Sam. Por supuesto. Tengo muy mala memoria. Pienso una cosa y me sale otra…

—Drake Carne —dijo Tom Harry, haciendo una mueca a Drake—. ¿Qué le pasó en la cara, eh? ¿Qué bicho le picó la ceja, eh? —Miró a Emma, buscando su aprobación, y la joven rió, pero no era un risa franca. El sol arrancaba reflejos cobrizos a los cabellos de Emma.

Detrás venía media docena de hombres, entre ellos Jack Hoblyn, Paul Daniel, su primo Ned Bottrell y uno de los hermanos Curnow. Todos habían estado en la taberna de Sally y habían decidido ir a ver la recogida de la sardina antes de que oscureciera.

—¡Cerrado! —gritó la viuda Tregothnan a una mujer que se asomó por una ventana—. ¡Mire, cerrado! Me tomo una hora libre. ¡Y echo a todos estos vagabundos antes de que caigan borrachos! —Rió de buena gana.

—Bien, Peter —dijo Tholly—. Sam, maldito sea. Sam, muchacho. Me ocupo de los juegos de la fiesta de Sawle, que empiezan el jueves de la semana próxima. Usted sabe luchar. Creo que será una buena atracción. ¡Y con premios! Ya tenemos la promesa de seis muchachos que participarán, algunos de Santa Ana, y los hermanos Breague, de Marasanvose. Su hermanito sabe luchar, ¿eh?

—Es bueno sólo para escapar, ¿verdad, muchacho? —dijo Tom Harry—. ¡Claro que a veces lo atrapan y entonces recibe su merecido!

—Déjalo en paz —intervino Emma—. ¡Déjalo en paz, gran estúpido! —Aplicó un codazo a Tom—. ¿Cómo está mi viejo predicador? —preguntó a Sam—. ¿Ha predicado mucho últimamente?

—Todos los días —dijo Sam—. Por usted. Y por todos los hombres. Pero especialmente por usted.

Al oír estas palabras Sally la Caliente rió con voz sonora. Era una mujer robusta, de buen carácter, de unos cuarenta y cinco años, y buena amiga de Emma. Pertenecían al mismo tipo. Esa amistad había determinado que Emma tuviese más ocasiones de frecuentar a su padre; y había aprendido a tolerarlo.

—Eh, ¿qué quiere decir? —preguntó Tom Harry, acercando su rostro a Sam—. ¿Rezando por ella? ¡No permitiré que ningún roñoso metodista se dedique a rezar por mi muchacha! Vea una cosa…

—¡Basta ya! —repitió Emma, y esta vez dio un empellón a Tom Harry. Había bebido un par de copas y estaba tan escandalosa como Sally—. No soy la muchacha de nadie… todavía… y será mejor que lo recuerdes. No seas tan tonto, Tom. Es una tarde hermosa, y queremos ver las sardinas. Conseguiste un saco lleno, ¿verdad, Sam? Déjame ver.

Sam abrió el saco, y varios de los presentes espiaron el contenido, riendo y bromeando. Ned Bottrell dijo:

—Char Nanfan consiguió algo este mediodía, pero creo que no son tan buenas como estas. Sam, ¿es cierto que luchas?

Ned era el más sólido y el más sereno del grupo. Era un nuevo miembro del rebaño de Sam, y este se sentía muy contento con su conversión.

—No, hace muchos años que no lucho —dijo Sam—. Casi desde que…

—Vamos —dijo Paul Daniel—. Creo que te vi una vez, cuando estuve en Blackwater. Recuerdo tu cabeza. Eras muy fuerte. Tu hermano sabe luchar, ¿verdad, Drake?

—Quizás ya se ha olvidado —dijo Emma, los ojos centelleantes—. De tanto rezar por almas perdidas como la mía, un hombre se fatiga, ¿no es así, Sam?

—Yo había pensado —gritó Tholly, tratando de imponerse a los que hablaban—. Yo había pensado… —Tuvo un ataque de tos, y mientras duró encogió los cuadrados hombros y jadeó horriblemente.

—Vamos, vamos, querido —dijo Sally Tregothnan, mientras le palmeaba alegremente la espalda—. Vamos, mi viejo enamorado, escupe eso. Bebes demasiado rápido, ese es tu problema…

—Encomendamos a Tholly la organización de los juegos —dijo Ned Bottrell a Sam—. Antes de perder el brazo fue campeón de lucha. Creemos que vendrá mucha gente. Como sabes, es a beneficio de la iglesia. Nada impide que tengamos un poco de diversión, ¿verdad?

—Nada —ratificó Sam—. Mientras nos regocijemos en el Señor a través del trabajo y el juego. Pero, Ned, la principal alegría es la salvación del espíritu en el arrepentimiento…

—Sí —dijo Paul Daniel, un converso que había vuelto a caer en pecado—. Te vi en Blackwater. Hace cuatro o cinco años. Sam, ¿cuántos años tienes?

—Veinticinco.

—Entonces, tenías apenas veinte cuando te vi. Creo que…

—Yo creo —gritó Tholly entre jadeos—, que tenemos que organizar una fiesta como nunca se ha visto. Sam, ¿quiere luchar? ¿Y usted, Drake? Nos divertiremos mucho. Y usted, Tom; y usted, Ned. Cuanto más…

—De todos modos, siempre estoy dispuesto a luchar —dijo Tom Harry, con una mueca agria—. Lucho contigo también, ¿verdad, Emma?

—¡Vete al infierno! No verás el día…

—Es mejor que nos vayamos —dijo Sam a Drake—. Hay una reunión al anochecer…

—Vamos —dijo Tom, y se acercó—. ¿Qué dice el hermanito? No aprendió a luchar, ¿eh? Tiene miedo de ensuciarse los pantalones, ¿eh?

—Tengo miedo de luchar con usted —dijo Drake—, cuando son tres contra uno.

Rojo de furia, Tom quiso atacar a Drake, pero Sam y Ned se interpusieron. Durante unos segundos todo fue confusión y ruido. Cuando se pudo separar a los hombres, se oyó a Tom que gritaba que estaba dispuesto a pelear con cualquiera de los Carne con una mano atada a la espalda, y que les rompería el pescuezo. Las dos mujeres se habían mezclado también en la pelea y el único que no intervenía para nada era Drake, que estaba precisamente en el centro de todo, el rostro compuesto y sereno.

De pronto, vio que Tholly Tregirls lo miraba atentamente; la nariz aplastada y la arrugada cicatriz conferían a Tholly el aire de un actor enmascarado que representaba al demonio en un entremés medieval.

—Nadie quiso ofenderle, joven Carne. Tom es un poco arisco, pero no quiso ofenderle. ¿Quiere luchar el jueves de la semana próxima? ¿O correr? Parece que sabe correr.

—No —dijo Drake—, no deseo participar en la fiesta.

Tom Harry y Sam se miraron. Emma sostenía el brazo de Harry, aunque era difícil determinar si lo hacía para contenerlo o para apoyarse ella misma.

—Qué le parece si luchamos, ¿eh? —dijo Harry—. Lucha justa y limpia. Si su hermanito no quiere luchar, podemos hacerlo usted y yo. Si tanto le preocupa que yo no me meta con su hermanito.

—Amigo, si yo peleo con usted no será en lucha libre —dijo Drake.

—No, hermano —dijo Sam—. Dejemos esta querella inútil. A nadie beneficiará. Pero aun así yo esperaba que…

—¡Pelearemos como quiera! —rugió Harry a Drake, desnudando los dientes—. Con los puños, con palos o cuchillos…

—Basta, basta… —Emma puso la mano sobre la boca de Harry. Emitió un chillido cuando él le dio un mordisco juguetón—. Sam, ¿por qué no peleas con él y le demuestras quién sabe más? ¡Gran bestia! ¡Me lastimaste los dedos! ¡Pelea con él Sam! Quiero decir, en lucha libre. Una pelea justa y limpia.

—Vamos, Drake —dijo Sam, y comenzó a caminar.

Tom Harry trataba de enlazar el talle de Emma, pero ella le dio un fuerte empujón para librarse y el hombre cayó sobre Daniel, que lo maldijo porque le había pisado el pie.

—¡Eso mismo! —dijo Tholly—. ¡Eso mismo! Un encuentro especial, ¿eh? Una guinea para el vencedor. ¿Qué le parece, Sam? Una guinea para su casa de oraciones si gana. ¿Qué me dicen de…?

—¡Apuesto un chelín a Sam! —gritó Ned Bottrell, que ya había tenido sus roces con ambos hermanos Harry—. Es buen dinero.

Vamos, Sam. ¡Todos estaremos allí y cuidaremos de que la pelea sea limpia!

—Sí, vamos, Sam —intervino Daniel—. Será interesante, ¿no? ¡El predicador que lucha!

—¡Una guinea para el vencedor! —gritó Sally—. No, ¡serán dos guineas!

Como el sendero era estrecho y considerable el movimiento de personas, se había reunido un grupo de unos treinta individuos, otros comenzaron a pedir que se organizara el encuentro. Dos motivos contribuían al entusiasmo: en primer lugar, un encuentro especial de lucha con cierto ingrediente de rencor en los participantes era muy atractivo; segundo, a pesar de sus esfuerzos por participar de la vida de la aldea, Tom Harry era apenas menos antipático que su hermano, y la gente veía con agrado la perspectiva de que lo humillasen.

Pero Sam no participaba de la actitud general. Con su sonrisa grave, explicó a todos que su actitud ya no era la apelación a la violencia, y ni siquiera a la violencia del deporte. Que otros participaran en los juegos; a pesar de sus escasos méritos personales el Señor le había elegido como testigo de la gloria de Dios, y para trabajar temprano y tarde por la liberación de las almas…

Emma, que se había liberado de las garras de Tom Harry y ahora estaba de pie frente a Sam, con sus largos cabellos sueltos, interrumpió este sermón improvisado y gritó al joven.

—¿Y qué dices de mi alma?

Sam le sonrió, aunque de pronto se le oscurecieron los ojos.

—¿La tuya, Emma? He dicho hace un instante que todas las noches ruego por ella.

—De mucho me sirve —dijo Emma, y la risa fue general—. No me siento mejor. Te lo digo de veras, Sam. ¿Por qué? Todas las noches lustro mi alma y brilla como el picaporte de una puerta. Y sin embargo, no sirve de nada.

Todos volvieron a reír.

—Hermana, deberías venir a las reuniones. Así podríamos rezar juntos —dijo Sam.

—Quizá lo haga, ¡si le vences! —Con un gesto señaló a Harry. Este esbozó una mueca.

—Hermana —dijo Sam—, discúlpame, pero esto no es cosa de broma. Si mis palabras llegasen a tu corazón, todo sería diferente…

—Oh —dijo Emma—. Creí que hablabas en serio. Creí que querías salvarme.

—Lo deseo. Sabes bien que lo deseo. Es uno de mis anhelos más profundos…

—Muy bien —dijo Emma, las manos sobre las caderas—. Pelea contra este asno y véncelo el jueves de la semana próxima, ¡y yo iré a tus reuniones!

Hubo un coro de carcajadas y unos pocos vivas. Drake tomó el brazo de Sam y trató de apartarlo.

Pero en medio de todo el desafío dos personas se disponían a formular un desafío mayor.

—¿Hablas en serio? —preguntó Sam.

Emma asintió.

—Hablo en serio.

—Habla el vino —insistió Sam.

—¡Hablo yo! —dijo Emma—. Maldición.

—Bien —dijo Tom Harry—. ¿Qué gano yo si venzo? ¿Te casarás conmigo?

—Tal vez —dijo Emma—. Y tal vez no. Ese es tu problema.

—Vamos ya, Sam —dijo Drake—. Ahora.

—Un encuentro especial, ¿eh? —gritó Tholly—. ¡El vencedor se lleva a mi hija!

Otra salva de risas.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Sam.

—¿Cuánto tiempo qué? —preguntó Emma.

—¿Cuánto tiempo asistirás a las reuniones?

—Si vences. Crees que vencerás, ¿verdad?

—Tal vez.

—No tiene ninguna esperanza —intervino Tom Harry—. Lo partiré en dos pedazos.

—No lo harás si yo soy el arbitro —dijo Tholly—. Si yo soy el arbitro será un encuentro limpio. Eso, o nada.

—Tres meses —dijo Sam.

—¡Eh, caramba! —dijo Emma—. ¡Tres meses! ¡Una condena a cadena perpetua!

—Nada menos —dijo Sam—. No puedo hacer nada por ti en menos tiempo. Tendrás que aprender a rezar.

Emma se echó a reír.

—¡Qué me cuelguen! ¡Creo que es más de lo que podré soportar!

—¡Huye, muchacha! —gritó alguien.

—Bien —dijo Sam—. La idea fue tuya. Si ahora deseas retirarte, yo también me retiraré.

—¡No! —exclamó Emma en un súbito gesto de cólera—. Que sean tres meses. Pero no lo olvides… ¡primero tienes que vencer!

—¡Hurra! —gritó Tholly—. Sam, ahora no puedes retirarte. No lo harás tú tampoco, Tom. ¡El encuentro está arreglado, pero aún tenemos que resolver los detalles!

II

Quince rebeldes comparecieron ante el tribunal de Bodmin. De acuerdo con el fallo de los jueces, cinco no eran culpables de las acusaciones formuladas contra ellos, y se los liberó. Diez fueron hallados culpables y sentenciados, tres a varios períodos de cárcel, cuatro a destierro y tres a la horca. La noticia sorprendió a las aldeas; poco después se supo que una vez concluido el juicio lord de Dunstanville lo había manipulado todo con los jueces y que juntos habían convenido en que para obtener el efecto deseado, que era evitar nuevos alzamientos, sería suficiente ejecutar a uno de los tres; por lo tanto, se conmutó la pena de los dos restantes por la de destierro, lo cual en esos tiempos de guerra significaba la incorporación a la marina.

Los dos hombres cuyas penas de muerte se conmutaron eran William «Rosye». Sampson y William Barnes. El condenado a muerte era John Hoskin, de Cambóme, apodado «Gato Salvaje». El veredicto decía que se condenaba por «atacar con violencia a cierto Samuel Phillips, molinero, y por robar artículos por un valor mayor de cuarenta chelines de un cobertizo perteneciente a una vivienda». Hoskin era el hermano mayor de Peter Hoskin, asociado de Sam en la Wheal Grace, y Sam recordaba la última vez que él había visitado a su familia con mensajes para Peter, y John Hoskin y «Rosye». Sampson habían llegado, muy excitados, de una asamblea de protesta. Y ahora habían terminado en esto.

Esa semana Ross fue a ver al barón de Dunstanville. Tenía en mente dos o tres asuntos, y trató de llegar alrededor de las cinco, pues sabía que a esa hora Basset solía trabajar en su estudio. Pero lo llevaron a un comedor donde aún no había concluido el almuerzo, a pesar de que las damas ya se habían retirado. Allí estaban seis hombres: dos desconocidos, dos personas a quienes apenas conocía, el propio Basset y George Warleggan. Todos habían bebido bastante, y de mala gana Ross permitió que lo convencieran de que ocupase una de las sillas dejadas por las damas y aceptara un vaso de brandy. Fue presentado al resto del grupo. Eran hombres originarios del norte de la región, y Ross necesitó unos minutos para comprender que se trataba de una reunión de los miembros del Parlamento a quienes Basset controlaba: Thomas Wallace y William Meeks, representantes de Penryn; Matthew Montagu y el honorable Robert Stewart por Tregony, y George por Truro. Comprendió el propósito de la reunión cuando Basset le dijo que Pitt había disuelto el Parlamento y que en septiembre se celebrarían elecciones.

George no había mirado a Ross después de la primera y fría reverencia, ni Ross a George, pero pese a la llegada del visitante la conversación continuó en un nivel parlamentario. Aparentemente, estaban realizándose grandes esfuerzos para derrocar a Pitt. Después de varios años en el cargo, él deseaba que el país confirmase con su voto de confianza su mayoría y su política. Aunque muchos de los nobles whig habían repudiado a Fox y apoyado al gobierno —era el caso de Basset— la amplitud de la oposición y la fatiga provocada por la guerra alcanzaban a dificultar bastante la posición de Pitt. Más aun, en el país estaba muy difundida la idea de que ya no era posible ganar la guerra, porque las fuerzas armadas estaban al borde de la rebelión, muchas regiones del país carecían de alimentos, los bancos quebraban y Europa entera cerraba filas contra Inglaterra. A todo eso Pitt había contestado: «No temo por Inglaterra. Resistiremos hasta el día del Juicio». Pero ya era un hombre muy cansado.

De pronto, Ross dijo:

—¿Qué hay de esa ley de ayuda a los pobres? ¿Qué destino tuvo?

Basset pareció desconcertado, como si durante un momento no pudiese recordar la medida. George sonrió astutamente.

—Se refiere a…

—Al fondo de pensiones para los ancianos, y los préstamos de las parroquias con el fin de permitir que los pobres compren una vaca. Las escuelas de artes y oficios…

—Oh… Eso está acabado. Se retiró el proyecto con el fin de modificarlo y no es probable que reaparezca. Suscitó mucha oposición.

—¿De quién?

—Bien, creo que de la mayoría de las personas autorizadas. Sobre todo de los magistrados. Era un proyecto bien intencionado pero mal concebido, que hubiera destruido la moral pública. El señor Jeremy Bentham formuló muchos argumentos razonables contra el proyecto; y otro tanto hizo la mayoría de los hombres que conocen leyes.

—Quizá no tenían adecuado conocimiento de la compasión.

Basset enarcó el ceño.

—No creo que la compasión o la falta de ella fuese la esencia de la objeción. Sea como fuere, la crisis financiera de este año determinó que el proyecto careciese de sentido práctico. Los impuestos y las gabelas ya son excesivos. Ahora, el objetivo principal es ganar la guerra.

Ross dejó la copa vacía sobre la mesa llena de alimentos.

—Yo creía que esa medida era uno de los pasos más positivos para ayudar a ganar la guerra… pues impediría el descontento interno.

—Tenemos nuestros modos de impedir el descontento interno —comentó George.

Poco después abandonaron la mesa y salieron a la terraza. Lady Basset y sus amigas no aparecieron. Ross se habría excusado y partido si no hubiese sido evidente que los restantes invitados se disponían a hacer lo mismo. George comenzó a hablar, en actitud un tanto expansiva en él, de las piezas teatrales que había visto en Londres, del señor Kemble y la señora Jordán, de los teatros privados de Westminster y de las piezas de aficionados que se representaban allí. Ross sospechó que el discurso estaba destinado a él. Después, cuando ya se retiraron, George le dijo:

—Oh, Ross, supe que tu cuñado participará en un encuentro de lucha con uno de mis guardias.

Ross no apartó los ojos de los verdes árboles del parque.

—Eso creo.

—Es una actitud imprudente, por no decir otra cosa. Tom Harry es campeón y ha ganado muchos premios.

—A juzgar por el volumen de su vientre, yo diría que ya no está en forma.

—No creo que tu cuñado llegue a la misma conclusión.

—Habrá que verlo.

Los presentes demostraron cierto interés en el asunto; Ross explicó que la fiesta local se celebraba la semana siguiente y que como se había formulado un desafío, Sam Carne, minero y cuñado suyo (como lo había señalado el señor Warleggan), y el guardabosques Tom Harry habían convenido sostener un encuentro, establecido por un total de tres puestas de espalda. Los cuatro restantes miembros del Parlamento, ninguno de los cuales había nacido en Cornwall, hicieron algunos comentarios acerca del método de lucha que Ross explicó y del procedimiento en general utilizado. Wallace creía haber visto algo parecido en Londres, y hubo que convencerlo de que no era así.

En medio de esta conversación, George dijo a Ross:

—¿Entonces, crees que tu cuñado metodista puede vencer?

Al fin, Ross lo miró.

—Así lo espero. Ya es hora de que alguien enseñe buenos modales a tu guardabosques.

—Quizá quieras apostar una suma al resultado del encuentro.

—¿Al que tú consideras tan desigual?

—Si piensas de otro modo, respalda tu opinión con algunas guineas.

Los demás escuchaban, en parte divertidos y en parte con una actitud grave, conscientes de la acritud de la conversación. De Dunstanville tomaba rapé y fruncía el ceño.

—¿Qué sugieres?

—¿Cien guineas?

Ross volvió los ojos hacia el jardín.

—Acepto… con una condición.

—¡Ah!…

—Que quien pierda entregue el dinero a lord de Dunstanville, quien lo destinará a una caridad que beneficie a los mineros.

—Estoy totalmente de acuerdo —se apresuró a decir Basset, mientras se limpiaba la nariz con el pañuelo—. Debe ir al fondo destinado al nuevo hospital. —Estornudó—. ¡La contribución inicial!

Ninguno de los dos hombres podía oponerse francamente a la pronta solución de Basset, de modo que se cerró la apuesta. La conversación continuó más o menos diez minutos. George y Ross no volvieron a hablarse y después uno tras otro los demás se retiraron de modo que sólo quedó el terceto local. Al fin, de mala gana, George pidió su caballo y se alejó al galope.

Basset miró la figura que se alejaba y dijo:

—El desagrado que siento ante esta disputa entre vecinos no contribuye a calmarla; pero en esta ocasión parece que yo seré el benefactor.

—Para satisfacción de ninguno de los dos apostadores —dijo Ross.

—¿Por qué no?

—Si ganara, George no querría que el beneficio se consignara a ninguna caridad. Por mi parte, si ganara preferiría una ayuda que beneficiara a los mineros de un modo más directo e inmediato que un hospital que aún no ha sido construido.

Basset sonrió.

—Felizmente, me adelanté a ambos.

—Sospecho que yo pagaré las guineas. Pero ¿quién sabe? Puede ocurrir lo inesperado.

—Si se trata de un encuentro desigual, no fue muy escrupuloso de su parte imponerle la apuesta.

—Felizmente, como usted dice, los mineros se beneficiarán, aunque no directamente. Es un resultado más útil que los trabajos que realizamos hace tres semanas.

De Dunstanville apretó los labios.

—Son ambos aspectos del mismo objetivo. Recompensar y ayudar a quienes lo merecen, doblegar y reprimir a los que se toman la justicia por propia mano.

Unas pocas nubes cubrían el sol, pero aún hacía calor, y la suave brisa traía el aroma de las rosas desde el jardín que prolongaba la terraza.

—En principio —dijo Ross—, concuerdo en que se trata de un propósito deseable. En la práctica —en este caso particular—, me pregunto si en realidad nos beneficia la muerte de un hombre.

—¿Hoskin? Oh, ya está todo decidido. Como usted sabrá, después del proceso examinamos cuidadosamente el asunto y decidimos perdonar a dos hombres. Adoptamos la decisión después de sopesar los hechos con mucho cuidado y de llegar a la conclusión de que la justicia podía atemperarse con la compasión, y de que bastaba ofrecer un ejemplo utilizando para el caso al más perverso y rebelde de los tres.

—Sí… —dijo Ross—. Sí…

Basset continuó:

—Es lamentable para el buen nombre de la justicia británica que el delito por el cual se condena a un hombre a menudo sea sólo un aspecto insignificante de su mal comportamiento. Oficialmente, Hoskin morirá por haber entrado en una vivienda y robado trigo por un valor superior a cuarenta chelines. Pero en realidad hace años que se conocen sus protestas, ya que toda su vida estuvo en dificultades. Tiene bien merecido el sobrenombre de «Gato Salvaje».

—Tal vez yo deba señalar por qué me interesa —dijo Ross—. John Hoskin tiene un hermano, Peter, que trabaja en mi mina. Peter afirma que su hermano, si bien es un poco levantisco y de ningún modo tiene un carácter intachable, nunca cometió actos delictivos. Es posible que el juicio de un hermano no sea muy objetivo, pero creo que a menudo ocurre en estos casos de disturbio y conmoción que los más ruidosos no son los peores. Sin embargo… —Se interrumpió cuando advirtió que Basset deseaba hablar.

—Continúe.

—Quería decir que su suerte me inspira un interés más egoísta… a saber, el deseo de dormir tranquilo por las noches.

—¿En qué lo afecta este asunto?

—Ocurre que yo estuve a cargo de los condestables que fueron al cottage de Hoskin.

Lady de Dunstanville salió a la terraza, pero el marido le indicó con un gesto que se alejara.

—¡Mi estimado Poldark, es absurdo que asigne carácter personal a este asunto! ¿Cuáles cree que son mis sentimientos? En Bodmin se me asignó injustamente la tarea de sentenciar o perdonar. ¡Tuve que adoptar una decisión muy desagradable! ¡Y le aseguro que todo esto ha representado una preocupación que afectó bastante mi sueño! Si…

—En ese caso, ¿por qué no tratamos de tranquilizar nuestra conciencia?

—¿Cómo?

—Promoviendo una petición de que se conmute la pena de Hoskin. Aún disponemos de cinco días. Un movimiento iniciado desde arriba es el único que podría producir cierto efecto. Hay tiempo de sobra. Muchos hombres se salvaron al pie del cadalso.

Siguieron mirándose. Basset volvió a apretar los labios, pero no habló.

—Sé que no es un momento muy apropiado para la compasión —dijo Ross—. Hace poco ahorcaron a varios amotinados de la marina. Y con razón. Los hombres como ese caudillo, Parker, aunque hablan mucho de libertad, serían los primeros en imponer un orden más rígido que el que procuran eliminar. Pero los primeros motines fueron actos destinados a protestar contra las condiciones insoportables; y el Almirantazgo, que se ha mostrado tan estúpido en tantas cosas, tuvo la discreción de tratar benignamente a los primeros amotinados. Este disturbio… estos disturbios de Cornwall no se parecen a los últimos de la marina, y sí bastante a los primeros. Los vientres vacíos, los fuegos apagados, las esposas enfermas y los niños hambrientos son argumentos importantes en favor del desorden ilegal. Creo que Sampson, Barnes y Hoskin están dispuestos a respetar la ley. Tienen agravios, no contra usted ni contra mí o contra las autoridades. Protestan contra los mercaderes y los molineros que engordan mientras la mayoría muere de hambre. Conmutar la pena del único condenado a muerte no sería signo de debilidad, y en cambio convencería a todos de que se ha servido bien a la justicia.

Basset se había apartado, como si quisiera no sólo desviar el rostro sino también cerrar su mente a los argumentos que estaba oyendo. Finalmente dijo:

—Poldark, usted afirma que estos hombres poseen espíritu patriótico. ¿Sabe que el mes pasado se formó en Cambóme un Club Patriótico? Según me dijeron, todos sus miembros son jóvenes, y todos usan botones traídos directamente de Francia, con las palabras libertad e igualdad. Cantan una canción que elogia la Revolución y todo lo que ella representa. Piense en eso, todo lo que ella representa, su perfidia, su tiranía y el derramamiento de sangre. Más aún, aclaman entusiasmados las victorias francesas en tierra o mar y reciben disgustados los triunfos ingleses. ¡Y no se reservan sus opiniones! Hablan con los mineros y los pobres, y difunden su evangelio de sedición y disturbio. Sé que tenían relaciones con los jefes de este desorden. De no ser por esos clubs y por la existencia de estas personas, quién sabe lo que podríamos hacer… pero ahora, no.

El cielo estaba ensombreciéndose. En lugar de dispersarse, como a menudo había ocurrido durante el verano, ahora las nubes se agrupaban y amenazaban lluvia.

—Milord, respeto su opinión. Las cosas se han complicado tanto que nadie puede decir con certidumbre cuál es la actitud acertada y cuál la errónea. Pero lo que… lo que sin duda provocó la revolución en Francia fue la degradante pobreza de la gente común comparada con una corte licenciosa y un gobierno débil que al mismo tiempo era cruelmente severo. Ahora, tenemos aquí condiciones de pobreza y necesidad que apenas son mejores que las que había en Francia en mil setecientos ochenta y nueve. Por eso el proyecto de ley de Pitt parecía un rayo de esperanza, y por eso creo también que es trágico que se haya abandonado. De todos modos, nuestro gobierno no es débil. ¿Es necesario, o siquiera político, que además parezca severo?

—No nos hemos mostrado severos porque condenamos a un hombre. Hemos sido compasivos porque salvamos a dos.

—Es un modo de ver las cosas.

Basset comenzaba a irritarse.

—¿Se cree con derecho a juzgar a los jueces?

—Lo que menos deseo es juzgar a nadie. Por eso yo habría sido muy mal magistrado. Pero ahora no pienso en el acto mismo de juzgar. Pienso en la clemencia, si consideramos el asunto en un sentido estricto y si se trata de ver las cosas con amplitud, busco la sabiduría.

Basset apretó los labios.

—Alguien dijo… creo que fue un gran jurista… que los hombres que juzgan a otros deben carecer de cólera, de amistad, de odio y de blandura. A mi modo, he tratado de reunir esas condiciones. Lamento que usted me considere desprovisto de dichas cualidades.

—No dije eso…

—Estoy seguro de que habla movido por la convicción. Usted sabe que también yo actúo por convicción. Quizá discrepamos… Ah, querida, acércate un momento. El capitán Poldark ya se va.