Capítulo 1

Ross estuvo ausente tres noches y no una. Pasó la primera en casa de Verity, según se había convenido. Como las reuniones con varios caballeros, dedicadas a organizar la defensa, habían dejado sin resolver muchos asuntos, pasó la segunda en el castillo Pendennis, que se levantaba sobre el promontorio rocoso frente al puerto de Falmouth. Llegó allí invitado por el gobernador John Melville. El gobernador Melville apenas llegaba al botón más alto del chaleco de Ross, vestía un uniforme escarlata y estaba tocado con un bicornio que usaba incluso en las comidas. El muñón del brazo izquierdo descansaba sostenido por un pañuelo de seda negra, de modo que un ordenanza tenía que cortarle el alimento. La cuenca del ojo derecho estaba cubierto por un parche de seda negra con cinta de satén. Caminaba con aire marcial, como en un desfile, y ladraba sus órdenes como un pequeño terrier. No era un tipo que agradase a Ross, pero representaba un cambio grato después de la actitud indiferente de la mayoría de los oficiales aficionados a quien se había encomendado la tarea de organizar la defensa de la región. Al día siguiente, llevó a Ross a ver el campamento de prisioneros de guerra franceses, establecido en Kergillack, cerca de Penryn. Albergaba ahora a más de mil hombres, muchos de ellos marineros; a Ross le interesó comparar el lugar con los horrores de Quimper. Muchos hombres tenían tiendas, y como era verano y había buen tiempo se los veía tostados por el sol y bastante sanos. La comida era apenas la indispensable, pero la situación cambiaría radicalmente en ese lugar alto cuando llegase el invierno y comenzara a soplar el viento.

Después fueron a ver al señor Rogers, en Penrose, y allí cenaron. Como ya caía la tarde y le esperaba una cabalgata de cuatro horas, Ross pensó aceptar la invitación de dormir allí, pero poco después llegó un jinete que traía un mensaje de lord de Dunstanville. Todos debían ir inmediatamente a Tehidy, pues se había suscitado un problema nacional urgente. Todos los comensales supusieron que los franceses habían desembarcado y que sería necesario levantar en armas a la población de la región; pero el mensajero explicó que se trataba de los desagradables disturbios que habían estallado en Cambóme, y que lord de Dunstanville necesitaba ayuda para reprimirlos.

De los presentes todos menos tres personas eran individuos de cierta edad, y el gobernador Melville opinaba que no correspondía que él, en vista de su condición de militar, interviniese en la represión de un desorden civil, a menos que fracasara la autoridad; por lo tanto, Ross, el propio Rogers y dos hombres más partieron con el mensajero en dirección a Tehidy.

Aunque la región rural que atravesaron parecía bastante pacífica, en Tehidy había mucha actividad. En realidad, los desórdenes habían estallado la víspera. Una multitud de irritados mineros, calculados en cinco o seis mil individuos, muchos acompañados por sus esposas, se habían reunido y descendido sobre la aldea de Cambóme, en cuyo vecindario muchos propietarios tenían sus molinos, y habían exigido cereal a un precio establecido por ellos mismos. Los molineros habían pedido la ayuda de los caballeros locales, pero los que allí estaban habían temido hacer algo. De modo que, con el acompañamiento de cantos rebeldes, la multitud se había apoderado del cereal y lo había distribuido, pagándolo a un precio arbitrariamente bajo. Y lo que era peor, los hombres habían irrumpido en algunas casas y establos, habían robado los artículos almacenados, y diferentes personas que intentaron impedir el hecho habían sufrido considerable maltrato.

En el gran salón de Tehidy se habían reunido unos treinta hombres, a quienes se tomó juramento como condestables. Ese número aumentó a medida que los mensajeros del lord de Dunstanville trajeron más reclutas de distritos alejados: campesinos, empleados, intendentes, administradores, en una palabra todos los que podían ser convocados con el fin de que cumpliesen su obligación cívica en una situación urgente. Ross pasó al salón donde se recogían las declaraciones de los molineros, y fue acogido con gesto cordial pero al mismo tiempo severo por Basset, quien evidentemente atribuía gravedad al desorden. Posiblemente, pensó Ross, no se trataba de la seriedad de los actos cometidos, pues de acuerdo con las declaraciones no se había ejercido demasiada violencia y los robos no eran importantes; lo que molestaba profundamente a Basset era la pasividad de los magistrados. Si el pueblo comprobaba que los magistrados no querían o no podían enfrentarse a la turba, desaparecería el más mínimo atisbo de autoridad. El propio Basset acababa de llegar de Londres —la víspera había pasado la noche en Ashburton— y había decidido que la ilegalidad y la anarquía no debían tolerarse en el distrito en que él era el principal terrateniente y en el que ejercía la autoridad del rey.

Cuando se enteró de los hechos, el señor Rogers adoptó la misma postura, y los hombres reunidos allí parecieron más decididos y resueltos; algunos eran los mismos que la víspera nada habían hecho. Les faltaba un jefe que demostrase energía y coraje, y ahora lo tenían.

Acuciado por sus acostumbradas contradicciones, Ross se hubiera disculpado de buena gana y habría regresado a su casa. Los molineros y los comerciantes eran individuos bien alimentados, y no formaban un grupo que le inspirasen tiernos sentimientos. Pero retirarse ahora habría equivalido a tomar partido contra su propia clase en una situación en la cual las alternativas ya no estaban bien definidas. En realidad, no hacía mucho que él había provocado personalmente un disturbio; pero los motines en la marina —y sobre todo los últimos, en los que hombres como Parker habían actuado como pequeños dictadores, con actitudes apenas diferentes de las que adoptaban sus análogos franceses— habían afirmado los sentimientos de Ross contra la ilegalidad de la turba; y si ahora que estaba aquí se negaba a colaborar, eso equivalía a apoyar ideas a las que había llegado a detestar.

De modo que cooperó, aunque de ese modo tuvo que intervenir en episodios que le parecían cada vez más desagradables. Como se trataba de un distrito rural, se conocían los nombres de la mayoría de los jefes, indicados por los molineros en sus declaraciones. Por lo tanto, no era difícil establecer la identidad de cada uno. Juraron ochenta condestables y Basset los dividió en diez grupos, a cada uno de los cuales asignó la tarea de arrestar a cinco de los revoltosos. Si por la mañana cincuenta jefes habían sido apresados, no se correría el riesgo de que estallasen nuevos desórdenes. Basset encabezó un grupo, Rogers otro, un tercero estuvo a cargo del señor Stackhouse, de Pendarves y Ross dirigió un cuarto grupo.

En definitiva, todo se hizo del modo más pacífico. Se completaron los detalles de la organización alrededor de la una de la madrugada, y eran casi las dos cuando se procedió al último arresto. Los mineros estaban acostados y durmiendo, excepto uno o dos que trabajaban en el turno de la noche; fueron golpeados, tomados de sorpresa y arrestados sin resistencia, en general sin protestas. Por tratarse de una operación organizada con el apremio del momento, Ross tuvo que reconocer que todo había estado muy bien hecho, y debió admitir que Basset era un organizador capaz. Al amanecer, todos los hombres estaban encerrados en los calabozos. Ross rechazó la oferta de un lecho en Tehidy, y dormitó en una silla durante una hora, hasta que llegó el momento de regresar a su casa. En camino, se detuvo en Killewarren, y encontró despierto a Dwight, aunque Carolina todavía estaba acostada; se sintió aún más incómodo cuando supo que la noche anterior habían convocado a Dwight, pero este se había negado. Después que Ross relató con expresión hosca los hechos ocurridos durante la noche, Dwight dijo:

—Bien, su situación y la mía eran muy distintas. Usted estaba allí, y yo no. Yo tenía una excusa, y usted no. Usted es terrateniente de la región, y yo lo soy desde hace muy poco a causa de mi matrimonio. Creo que procedió bien cuando decidió ayudar.

Ross gruñó.

—Bien, de ningún modo me agradó despertar a golpes a esos hombres medio muertos de hambre, y detenerlos en medio de la oscuridad y el frío. No es un recuerdo que me será grato evocar en los próximos tiempos.

—¿Qué se proponen hacer con ellos?

—Gracias a Dios no soy juez. En fin, presumo que todo será muy razonable. Basset habló de juzgar sumariamente a unos treinta y cinco, y enviar a Bodmin a una docena, que son los principales culpables. No es un hombre vengativo, y ahora que ha conseguido ejercer su autoridad creo que se sentirá satisfecho aplicando sentencias leves.

Dwight apretó los labios.

—Esperemos que así sea. Son malos tiempos para los hombres que infringen la ley.

Ross se puso de pie para salir.

—Mis respetos a Carolina. Confío en que habrá superado su indisposición.

—No del todo. Creo que está anémica, pero es una paciente difícil. Sospecho que arroja por la ventana la mayoría de mis pociones.

—¿Por qué no hacen un viaje? No tuvieron una verdadera luna de miel, y usted está mucho mejor.

—Tal vez el año próximo.

—Para eso falta mucho. Vea, mientras usted estaba en la prisión Carolina decayó como una flor cortada a la que privan de agua. Cuando usted regresó, ella volvió a florecer. Creo… en fin, sin duda, usted pensará que todo esto es impertinente.

—Todavía no.

Ross miró a su amigo antes de seguir hablando. Deseaba hablar claramente. Quizá las molestias y las incomodidades que había afrontado durante la noche…

—Bien, creo que es una joven en quien la apariencia y la salud dependen sobre todo de su buen o mal ánimo. Usted padeció mucho en Quimper… pero me aventuro a afirmar que espiritualmente no tanto como ella aquí. Usted tuvo… el carácter y el ánimo necesarios para mantenerse siempre atareado. En cambio, a ella sólo le quedó la posibilidad de esperar, sufrir ansiedad, y atender a un moribundo que durante meses no se decidía a morir. Creo que a su manera ella aún padece esa situación, del mismo modo que usted sufrió físicamente las privaciones del campo de prisioneros. Dwight, Carolina necesita un cambio, un estímulo.

Dwight se había sonrojado.

—Doctor Poldark.

—Sí… siento mucho afecto por Carolina. Durante estos años la he tratado bastante, y creo que después de usted soy quien mejor la conoce. Quizás en cierto modo la conozco mejor, porque tengo con ella una relación más distante.

—Carolina y yo hemos conversado no hace mucho de este mismo asunto… me refiero a la dificultad de adaptar nuestros respectivos modos de vida. He intentado… satisfacerla de diferentes modos.

Ross gruñó, como si no estuviera convencido. Dwight dijo con cierta aspereza:

—Si usted atribuye su salud a su estado de ánimo, está señalando la causa evidente de su depresión. A saber, que nuestro matrimonio no es el éxito que debería ser. ¿Y quién soy yo para afirmar que usted no está en lo cierto?

Ross recogió su látigo de montar.

—Si no es el éxito que todos hemos esperado, me limitaré a agregar la palabra «todavía». El hecho de que ustedes se enfrenten en muchas cosas, no es el fin del mundo, y ni siquiera el fin de un matrimonio. Usted lo sabe, y ambos lo supieron desde siempre. Hasta ahora, han tenido menos de dos años para adaptarse. Se necesita sólo tiempo y paciencia. Sé que Carolina no se caracteriza por su paciencia, pero ambos disponen de tiempo. Y creo que usted, Dwight, debería acompañarla más. Está bien, está bien, en ese caso diré: aún más. Usted tiene que aceptar que ha sido un matrimonio conveniente, y afrontar las consecuencias… Sé que este sermón es el colmo de la interferencia y que usted tendría derecho a retarme a duelo; pero recuerde que tengo un interés creado en la felicidad de los dos.

—Pues sin su intervención —dijo Dwight—, no nos habríamos casado. Por lo tanto, doble derecho.

—Doble derecho —concordó Ross—. Es una idea que conviene recordar.

—De modo que no lo retaré a duelo —dijo Dwight—, y me limitaré a pedir su caballo. Y le pediré que siga su camino, y no haré alusiones innecesarias a su propio matrimonio.

—También he afrontado tormentas —dijo Ross—. No se equivoque. Ninguno llega a puerto sin haber corrido el riesgo de naufragar.

II

Cuando Ross llegó, Demelza estaba enseñando las primeras letras a Jeremy. Es decir, tenía al niño sobre las rodillas y le enseñaba las letras de un libro abierto mientras Clowance, que no tenía el más mínimo deseo de cooperar, golpeaba rítmicamente el piso con una vieja taza de estaño que se había encontrado. Demelza había inaugurado esta rutina ese mismo verano, y así Jeremy se veía obligado a aprender un poco antes de que se le permitiera tomar su primer baño.

La llegada de Ross interrumpió la escena y Demelza lo besó cálidamente mientras Jeremy le aferraba la pierna y Clowance aceleraba el ritmo de su repiqueteo al tiempo que canturreaba. Si hubiese prestado atención, Ross habría advertido una calidez especial en el beso de Demelza y en el hecho de que sus manos aferradas a la chaqueta de su marido, le habían sujetado más tiempo que de costumbre. Pero como ignoraba que en su casa hubiese ocurrido nada inquietante, y en cambio traía muchas noticias de la región, concentraba la atención en los episodios de la noche anterior, y deseaba informar de ellos a Demelza.

Relató las novedades mientras desayunaba, y después los dos esposos fueron a sentarse en el jardín. Ross se quitó la chaqueta, y Demelza trajo una sombrilla y hablaron de esto y de aquello, y durante la conversación ella mencionó que Hugh Armitage había venido el martes.

Ross enarcó el ceño.

—¿Sí? ¿Cómo está? —Una pregunta evidentemente retórica.

—Muy mal —respondió Demelza—. No me refiero a su salud general; pero tuvo que abandonar la marina.

—Lo siento. ¿Qué ocurre?

—¿Quién era Milton?

—¿Milton? Un poeta. En todo caso, hubo uno llamado así.

—¿Perdió la vista?

—Sí… Sí, creo que sí.

—Dicen que es lo que le ocurrirá a Hugh.

—¡Santo Dios! —Ross la miró, preocupado—. ¡Lo siento! ¿Cuándo lo supo?

—No lo sé con seguridad. Vino con un lacayo, y creo que lo trajo a causa de su vista. No quiso quedarse a almorzar, pero durante la mañana lo llevé a la Caverna de las Focas. Me pareció que deseaba ir, y pensé que no podía negarme.

—¿… Quieres decir que fuisteis en el bote de remos?

—Sí. Dijo que la señora Gower había pensado venir con los niños, pero uno de estos enfermó y ella tuvo que quedarse.

—¿Visteis las focas?

—Oh, sí… Más focas que las que yo jamás había visto.

Ross pareció aún más preocupado, y se hizo un silencio tenso y ominoso.

—¿Ha consultado a Dwight?

—¿A Dwight? —preguntó aliviada Demelza.

—Bien, sé que Dwight no es especialista de ojos, pero posee una intuición tan fina, un conocimiento tan cabal de las cosas físicas, que en nada perjudicará a Hugh si lo consulta… ¡Santo Dios, qué desgracia! ¿Dice que es resultado de sus penurias en la prisión?

—Así lo cree.

Ross se inclinó hacia adelante y palmeó a Garrick, que estaba agazapado a la sombra de la silla.

—Ciertamente, un mal asunto. A veces, el mundo parece muy cruel. Ya es bastante cruel con el hombre, sin necesidad de que los propios humanos inventen otras crueldades…

Demelza recogió una enagua de satén azul cuyo vuelo debía repararse. Comenzó a coser. Una abeja —y ella pensó si sería la misma que había visto días atrás— volaba de una flor a otra.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Ross.

—¿Hugh? Yo… no sé. Creo que volverá a la casa de sus padres, en Dorset.

—¿Sigue enamorado de ti?

Ella le dirigió una rápida mirada, tímidamente.

—Ahora…, no lo sé.

—¿Y tú?

—Como es natural, lo compadezco mucho.

—Ten cuidado. Dicen que la compasión se parece mucho al amor.

—No creo que él desee jamás que le compadezcan.

—No. Tampoco yo pensaba en eso.

Garrick se incorporó, se apartó de la silla con sus patas huesudas, cubiertas de pelo negro, y entró en la casa balanceándose.

—No le gusta el calor —dijo Demelza.

—¿A quién? ¿A Hugh?

—No, no, no, no.

—Disculpa; no quise bromear.

Demelza suspiró.

—Tal vez fuera mejor que bromeáramos. Quizá tomamos la vida demasiado en serio… Ross, cuánto me alegro de que hayas vuelto. Ojalá no te ausentaras tantas veces. ¡Ojalá siempre estuvieses aquí!

—Lo mismo digo. Mis salidas sólo me acarrean disgustos.

Esa noche, cuando todavía las últimas luces del día se reflejaban en las aguas del mar, hicieron el amor; y aunque nada dijo, él advirtió que ella había recuperado cierta calidez que había estado ausente todos esos meses, aunque fuera en mínima medida. No por primera vez Ross tuvo conciencia de que en su esposa había luces y sombras sentimentales que no se dejaban clasificar en categorías, que no admitían denominaciones específicas, quizás originadas en la sensualidad y el sentimiento, pero en esencia alimentadas por un caudal más profundo de su temperamento en un nivel que él no alcanzaba a comprender. La sencilla hija del minero ciertamente no tenía un carácter simple.

Serenos y contentos, hablaron un rato de cosas triviales, y después él se durmió. Tras permanecer un rato con los ojos fijos en la luz cada vez más tenue del cielorraso, ella abandonó el brazo protector de Ross, se deslizó fuera de la cama, se puso la bata y se acercó a la ventana. Las estrellas brillaban luminosas en el ancho cielo y la playa y las rocas formaban una extensión oscura y vacía. Una mancha de espuma dividía el mar de la arena. Algunos pájaros nocturnos volvían a sus nidos.

Se estremeció un poco, pese a que la habitación estaba tibia, y pensó en la enormidad de lo que había hecho el martes.

Para ella, Ross había sido siempre algo más que un marido. Por así decirlo, él casi la había extraído de la nada que ella había sido otrora, esa mocosa hambrienta apenas capaz de ver o pensar allende el horizonte de sus necesidades inmediatas, analfabeta, tosca, comida por los piojos. En el lapso de trece años, alentada por Ross, se había convertido en una mujer de cualidades modestas, una persona que sabía leer y escribir y hablar buen inglés, tocar el piano, cantar y relacionarse no sólo con los caballeros rurales, sino últimamente con los aristócratas. Más aún, él la había desposado, le había ofrendado su amor —casi siempre—, y su atención afectuosa siempre; su confianza, un hermoso hogar, criados que se ocupaban de las tareas que ella no deseaba ejecutar, y tres hermosos hijos, dos de los cuales vivían. Y ella había traicionado todo eso en un súbito e inesperado acceso de piedad, amor y compasión por un hombre a quien apenas conocía, un hombre que simplemente había venido a pedirla.

No era verosímil. Varios años antes, cuando Ross había ido a ver a Elizabeth, cuando había abandonado a su esposa, esta había ido sola a un baile en casa de los Bodrugan, decidida a vengarse del único modo que se le ofrecía, arrojándose a los brazos de un oficial escocés llamado Malcolm McNeil. Pero cuando llegó el momento, cuando se encontró sola en su habitación con un extraño que intentaba afectuosamente desnudarla, lo había rechazado apelando a la fuerza, lo había mordido como la chicuela que en realidad era, y después había huido. Había descubierto enfurecida que, no importaba lo que Ross hiciera, ella era la mujer de Ross, y no quería ni podía aceptar a otro hombre. En ese momento, cuando disponía de la justificación necesaria, cuando la certeza absoluta de la infidelidad de Ross le quemaba el alma, no había podido responderle con su propia infidelidad.

Y ahora, cuando a lo sumo abrigaba la sospecha de que Ross de nuevo se reunía a escondidas con Elizabeth, Demelza se había permitido incurrir casi sin vacilar, en la infidelidad que antes le parecía imposible.

Espió la noche. La oscuridad no era más densa; detrás de la casa estaba saliendo la luna.

Pero, a fuer de ser honesta, ni siquiera podía concederse el lujo de imputar su caída a la murmuración de Jud o a las entrevistas secretas de Ross. Por supuesto, todos esos meses la sospecha había estado en el fondo de su mente corroyéndola; y acostada sobre la arena blanda, a pocos metros de la Caverna de las Focas, rodeada de altos riscos, con un hombre arrodillado en la arena, mirándola, la conciencia del episodio había pasado bruscamente a primer plano y había debilitado su voluntad. Pero lo había hecho sólo porque en su propia persona ya existían los impulsos que esperaban una excusa para abrirse paso. Estaba segura de ello: se trataba de una excusa. Buena o mala, ¿quién podía saberlo? Pero era una excusa para justificar lo inexcusable.

Tampoco podía fingir ante sí misma que el abordaje romántico de Hugh la había confundido. Naturalmente, era muy grato verse convertida en el ideal caballeresco de un hombre. Pero el temperamento de Demelza no la inducía a atribuir mucha importancia a ese aspecto. Sabía muy bien que esa visión poética del amor era insostenible, y en el curso de sus conversaciones con Hugh se lo había aclarado inequívocamente. Más aun, aunque encantadoras, las extravagancias de Hugh tendían a ser contraproducentes. (¿Era injusto con él suponer que había intentado seducirla, envolverla con la magia de sus bellas palabras, hipnotizarla con actitudes idealistas? Quizás en efecto era injusto, pues mal podía dudarse de su sinceridad). Fuera lo que fuese, ella había rehusado dejarse hipnotizar. Pero en definitiva no se había negado a él. Se había entregado con calidez y sensual desenvoltura. Había demostrado escaso pudor, quizá ninguno. Todo había ocurrido cuando estaban apartados del resto del mundo, bajo el cálido sol.

Entonces, ¿cuál era el motivo? La atracción, la mera atracción física, la que ella había sentido desde el momento de conocerlo, el año precedente, la tristeza a causa de las noticias acerca de su salud, la oportunidad, que se había posado sobre ellos como un ave extraña. El aislamiento cobraba perfiles irreales y ella sentía que no era un ser definido, sino una mujer anónima poseída por un hombre anónimo.

Excepto la primera, ¿eran estas razones algo más que simples excusas? Desde el momento de verla él la había deseado, y ahora la había conseguido. Tal vez eso lo curase. Quizás ahora que él la había rebajado al nivel de otras mujeres, podría marcharse y olvidar. Un viejo proverbio afirmaba que todas las mujeres eran iguales cuando se apagaba la vela. Había dado a entender que había conocido a muchas otras mujeres; ahora, Demelza era una de ellas. Ahora, él podía orientar su idealismo hacia otra joven. Quizás haberse entregado a él en definitiva podía ser provechoso, pues debía calmar el deseo, permitirle reconciliarse consigo mismo, y en definitiva olvidar.

Demelza deseaba creerlo. O casi lo deseaba. En realidad, una mujer no desea pensar que cuando se entrega a un hombre de ese modo agota la atracción que ejerce. De todos modos, ese desenlace parecía hoy menos probable que la víspera. Esa tarde, mientras Ross dormía, tratando de olvidar algunas de las frustraciones y las amarguras de la siniestra noche, el mismo lacayo de elevada estatura había aparecido otra vez, y los cascos de su caballo habían repiqueteado sobre los adoquines, frente a la puerta principal. Gracias a Dios, venía solo, pero de todos modos había entregado sin disimulo un mensaje en el cual Ross muy bien podía haberse interesado. Ciertamente, la nota adjunta era bastante formal; se trataba de una carta cortés agradeciéndole la hospitalidad dispensada el martes, y expresaba la esperanza de que ella y Ross fuesen a cenar a Tregothnan antes de que Hugh retornase a su hogar. Pero con la carta venía otro poema. ¿Y quién había podido prever que ella tendría la destreza suficiente para deslizaría en su bolsillo sin que la viesen?

El metro había cambiado, pero el estilo era el mismo.

Cercado por mar y arena

Y ante mí la belleza

Me acerqué a tomarla, y fui

Mariposa en la ardiente llama.

Cuerpo cubierto de caricias,

Alas candentes del deseo,

Labios unidos a mis labios,

Relatan de nuestro amor la historia.

La historia interminable

Que en el amor prolonga nuestra vida.

Y si este día fuese el único

Será orgulloso mi recuerdo

Será orgulloso mi palio funerario.

Aparentemente, su actitud aún no había cambiado, y Hugh de ningún modo estaba «curado». Y ella, ¿se había curado? Pero ¿de qué? ¿Del impulso sensual y compulsivo de acostarse con otro hombre por lo menos una vez en su vida? ¿Del deseo perverso de ser infiel al hombre a quien amaba? ¿Del deseo de dar felicidad, si era posible, a un ser gravemente amenazado? ¿Una súbita caída moral, acostada en la arena tibia, mientras el agua salada se secaba sobre su cuerpo?

Cosa extraña y un tanto desconcertante, ella no se sentía muy segura de que tuviese nada de qué curarse. No amaba a Ross menos que antes, quizás, aunque pareciera perverso, un poco más. No se sentía distinta, o la diferencia era muy escasa, respecto de Hugh Armitage. Él la atraía, la reconfortaba con su amor; y Demelza retribuía una parte. La experiencia, la experiencia física, si era posible separarla por lo menos mentalmente de la tensión sobrecogedora y la dulce excitación del día, en esencia no era distinta de la que ella había conocido antes. No creía que estuviese convirtiéndose en una mujer frívola. No veía en ello un episodio que pudiera repetirse. Era un tanto desconcertante que como resultado de la experiencia ella no sintiera que había cambiado.

Lo cual no implicaba afirmar que después del episodio había vivido dos días felices. A veces, la incomodidad y la aprensión que sentía hubieran podido confundirse con el remordimiento que emanaba de la culpa. Lamentablemente, el remordimiento era algo que ella debía esforzarse por evocar más que una sensación originada naturalmente en su conciencia. La verdadera incomodidad provenía de otra cosa. Por el momento, lo que había ocurrido el martes era un hecho aislado, desvinculado del pasado, sin nexo con el futuro. Pero si Ross se enteraba, o incluso se limitaba a sospechar, desaparecería del todo el anonimato de la experiencia, ya no habría nada parecido al aislamiento y la vida en común de Demelza con Ross caería despedazada.

No era un pensamiento grato, y de pie frente a la ventana, el cuerpo recorrido por breves escalofríos a pesar de la noche tibia, Demelza no se sentía muy complacida consigo misma. Le parecía que si había cometido adulterio no era por razones válidas; y si lamentaba haberlo cometido, su reacción también respondía a motivos erróneos.

El martes, era más de la una cuando abandonaron la playa. Habían remado directamente de regreso al punto de partida.

Hugh dijo en el bote:

—No me invitaste a almorzar, pero no me quedaré. Si Ross regresa, me sentiré incómodo; y a decir verdad, lo único que deseo ahora es estar solo.

—Tu lacayo se habrá cansado de esperar.

—Yo también me cansé de esperar. ¿Cuándo puedo volver a verte?

—Creo que antes de que ello ocurra pasará mucho tiempo.

—Mucho tiempo será demasiado para mí.

—¿Cuándo vuelves a tu casa?

—¿A Dorset? No lo sé. Mi tío cree que habrá elecciones dentro de poco, y quiere proponerme que represente a Truro.

—Pero tú… oh, ¿imagino que no sabe nada?

—Todavía no. Sea como fuere, si la elección se realiza este verano, creo que aún podré engañar a los electores. Y sospecho que otras veces hubo diputados ciegos en el Parlamento.

—No digas eso.

—Bien, más tarde o más temprano habrá que decirlo.

—¿No servirán de nada los anteojos? Todavía no me explicaste bien cuánto puedes ver.

—Hoy he visto bastante.

—Hugh, por favor, no debemos hablar así… No necesito pedirte que abandonemos este modo de hablar apenas lleguemos a la playa.

—Demelza, no necesitas pedírmelo. Amada mía, puedo asegurarte que nada de lo que yo diga llegará a herirte.

Finalmente, habían desembarcado, y el impasible lacayo, que los había esperado sentado a las sombras de las rocas, se acercó con gesto grave a ayudarlos. Después de guardar el bote en la caverna subieron por el estrecho valle en dirección a la casa, charlando de las focas y otros hechos menudos. Él rehusó entrar y permaneció charlando con ella en la puerta hasta que trajeron los dos caballos. Después, Hugh y el lacayo montaron y comenzaron a alejarse por el valle. Hugh no la había saludado con la mano al irse; en cambio, se había vuelto para mirarla fijamente varios instantes, como si tratara de memorizar lo que quizá nunca volviese a ver.

Demelza se apartó de la ventana del dormitorio y paseó la vista por la habitación tan conocida. Las vigas de teca que sostenían el techo, la nueva cortina de terciopelo verde sobre la puerta, el asiento de la ventana con la esterilla rosada, la puerta entreabierta del guardarropa y un extremo del vestido, el vestido verde que asomaba como revelando un secreto; la cabeza morena de Ross y su respiración regular. Amado mío, no sufrirás por lo que yo pueda decir. Pero ¿y las cosas que escribes? En el medio social de Hugh, posiblemente un criado traía las cartas sobre una bandeja, y todos estaban muy bien educados y no preguntaban quién había escrito, y mucho menos se ocupaban de examinar el contenido. Pero en la casa de Nampara prevalecía un sentimiento tan cordial y amistoso que Ross siempre le pasaba las cartas que había recibido; y las pocas veces que ella recibía correspondencia hacía exactamente lo mismo. Aunque viniese disimulado por otra carta, el último poema era muy peligroso. Las caricias que cubrían el cuerpo. Las alas candentes del deseo. Los labios unidos a los labios. ¡Judas! ¡No podía extrañar que ella temblase a pesar de la tibieza de la noche!

Hubiera debido romper inmediatamente la hoja de papel. Era como un cartucho de pólvora que esperaba la chispa casual. Pero a veces las precauciones eran excesivas. Y ella no lograba decidirse a destruir el poema. Aquel incidente podía llegar a significar mucho o poco en el futuro, pero de todos modos el poema significaba algo. Significaba algo para ella, y Demelza no podía resignarse a perderlo. De modo que lo reunió con los restantes poemas que había recibido y que guardaba en un bolsito de cuero hallado muchos años antes en la vieja biblioteca. Le parecía que allí estaba bastante seguro, pues sólo ella usaba el cajón donde guardaba el bolso.

Regresó a la cama. Durante un momento pensó que quizá no había atribuido la debida importancia a los sentimientos románticos de Hugh. ¿Qué había dicho el joven? Cuando uno da amor, no lo disminuye. El amor se acrecienta por sí mismo, y nunca destruye. La ternura no se parece al dinero; cuanto más uno la ofrenda más tiene para otros. Quizás en todo eso además de poesía había sólido sentido común. Sí, así era, si uno podía imponerse a la lealtad, al sentimiento posesivo, a los celos y a la confianza. Pero ¿era posible? ¿Qué hubiera ocurrido si Ross se hubiese acostado con Elizabeth? ¿Y si no fuera cierto que había estado colaborando en el arresto de los mineros, y en cambio pasado la noche en brazos de Elizabeth? ¿Qué habría sentido ella? ¿Que el amor de Ross por ella había crecido gracias a su intimidad con el cuerpo de otra mujer? El amor crece en su propia manifestación, y nunca destruye. La ternura no es como el dinero. Pero, Hugh, tampoco la confianza se parece a la ternura, tampoco la confianza. Ni la lealtad. Uno puede entregarlas, y desaparecen para siempre. Aunque son sólo parte del amor, son una parte fundamental, acumulada, almacenada, acrecentada a lo largo de años, como algo que crece alrededor del amor, de modo que lo protege y lo conforta, y le confiere una fuerza y un sabor distintos. Si se ceden esas cosas, desaparecen para siempre…

Apartó la delgada sábana y se deslizó al lado de Ross, tratando de evitar que despertara. Durante un momento yació de espaldas, los ojos abiertos, respirando con cautela, los ojos fijos en el cielorraso en sombras. Después, Ross se movió, como si hubiera sabido que ella acababa de regresar. No la abrazó, y en cambio sin que él despertara su mano fue a descansar sobre la de Demelza.