Capítulo 10

Mientras las sombras del desastre se cernían amenazadoras sobre Inglaterra, las sombras de principios del verano se acortaban y el sol brillaba más luminoso. En la flota habían estallado nuevos motines, mucho peores que los primeros. En muchos barcos la tripulación había detenido a sus oficiales, y la mayoría enarbolaba la bandera roja. Una revolución inglesa análoga a la francesa ya había comenzado, mientras en el Texel se reunía una flota holandesa con 30 000 soldados, preparándose para una invasión, incluso se afirmaba que la Guardia se disponía a ocupar la Torre y la Casa de Moneda.

Hacía buen tiempo… un tiempo perfecto para la invasión. Y la vida cotidiana continuaba como de costumbre: los campesinos cuidaban de sus animales y las cosechas, los mineros extraían el mineral, la gente caminaba por las calles para hacer sus compras pero compraba cada vez menos y pagaba cada vez más, las damas se quejaban del calor bochornoso; en los distritos rurales escaseaba el agua, el mar lamía la costa férrea, un mar dócil que apenas formaba espuma; los pescadores tendían sus redes y se preparaban para la temporada de la sardina. Pronto debía realizarse la fiesta de Sawle, y a pesar de las amenazas bélicas tendrían la procesión de costumbre, las carreras y los concursos atléticos. Tholly Tregirls estaba organizando algunos encuentros de lucha; Jeremy Poldark al fin enfermó de sarampión y contagió a su hermana, pero en ambos la enfermedad fue benigna y no hubo complicaciones. Dwight Enys parecía haber mejorado, pero para variar Carolina no se sentía bien. Demelza esperaba que el mal de su amiga no fuese la frustración.

Las frustraciones de Ross eran diferentes, pero tampoco se aliviaban. No era grato, explicó a Demelza, mandar una compañía de haraganes. Sin embargo, si se retiraba de los Voluntarios y se incorporaba a los Defensores, podían trasladarle a cualquier punto de Inglaterra prácticamente sin aviso, de modo que tendría no sólo que abandonar su mina y sus actividades comerciales sino dejar indefensos a su esposa y sus hijos. Si llegaban los franceses, los holandeses o los españoles, podían elegir esa costa tanto como cualquier otro sector, y Ross prefería estar cerca para hacer lo que pudiese.

Si se veía obligado a salir de Cornwall era mejor que regresase al ejército regular. En ese momento, cuando la mitad de la marina se había rebelado, el ejército de pronto había recobrado su popularidad.

—No le tengo aprecio al ejército —fue todo lo que dijo Demelza—. No hace todavía dos años desde el día que regresaste de tu última aventura.

Así pasaba el verano. En Cornwall, el mar mostraba un color azul intenso si el tiempo era cálido y estable, y era probable que continuara así. No era ese cobalto brillante que aparece cuando se levanta viento del noroeste, ni el verde transparente de las brisas que vienen del este. Tampoco había brisa; durante varios días reinó una calma total, como si la península hubiera sido un gran barco inmovilizado en medio del mar. Los árboles inclinados mantenían sus posturas de costumbre, como recordando al amo que de pronto se había retirado. Los pastos se mantenían inmóviles, los olores eran más intensos, el humo se elevaba en lánguidas espirales.

Un día de junio, después que Ross había partido para Falmouth —debía entrevistarse con varios jefes militares y pensaba pasar la noche en casa de Verity— Demelza fue con los niños a un estanque que estaba a orillas del mar, cerca de Damsel Point, y todos se bañaron en las frías aguas color verde botella, para después ponerse a pescar camarones y otras interesantes criaturas que se escurrían entre las algas y las anémonas marinas.

Por supuesto, el estanque no era profundo, ni mucho menos. Durante su infancia Demelza había visto el mar sólo de lejos y por eso nunca había aprendido a nadar. Ross le habría enseñado mucho antes, pero la marejada constante de playa Hendrawna casi impedía intentarlo. En el estanque, la profundidad permitía que Jeremy nadara, pero no era tanta que Clowance se sumergiese del todo. Y Demelza solía bañarse en un estanque más profundo que estaba cerca, y allí lograba pasar de una orilla a otra sin ahogarse.

Aún era temprano, apenas las diez, cuando volvieron a la casa, alegres y relucientes. En el cielo se habían formado algunas nubes de bordes imprecisos, pero todos sabían que más valía no tomarlas en serio, pues pronto se desflecarían, impulsadas por alguna ráfaga de aire caliente. Los dos niños habían entrado gritando en la casa; insatisfechos con el paseo matutino, ahora se proponían salir con dos de los niños Martin y dos Scoble, bajo la vigilancia de Ena Daniel. Irían a la playa para levantar un gran muro de arena que luego debería afrontar el embate de la marea. Demelza había llevado una silla a la sombra del viejo árbol que se levantaba al lado de la puerta principal, y estaba peinándose los cabellos húmedos cuando vio a dos jinetes que subían por el valle.

Ayudada tanto por el instinto como por la visión, Demelza supo instantáneamente quiénes eran; se puso de pie, corrió hacia la casa y cambió la bata suelta que tenía puesta por un vestido de hilo verde, sencillo pero elegante. Se encontraba ya en el salón, terminando el arreglo y el peinado de sus cabellos, cuando entró Jane para informar que había llegado un caballero.

Hugh Armitage con un lacayo. Hugh, con una chaqueta de montar de color gris claro, pantalones negros y botas de montar. Llevaba desabrochada la chaqueta y no usaba chaleco. Parecía más viejo y menos apuesto. Pero después, Hugh sonrió y se inclinó para besar la mano de Demelza, y ella supo que su atracción se mantenía intacta.

—¡Demelza! Qué suerte encontrarla en casa. ¡Y qué alegría volver a verla! ¿Está Ross?

—No… ahora no. ¡Qué sorpresa esta visita! No sabía…

—El lunes llegué a Tregothnan. Y vine tan pronto pude.

—¿Está de permiso?

—Bien… en cierto modo sí… ¿Cómo está? ¿Cómo le han sido los últimos meses?

—Todos estamos muy bien, gracias… —Se miraron, inseguros—. Por favor, siéntese. ¿Beberá algo?

—Por ahora no, gracias. Estoy… en fin, no necesito beber nada.

—¿Y… su criado? ¿Tal vez una cerveza, o limonada?

—Estoy seguro de que aceptará, pero no hay prisa. —Esperó a que Demelza se sentara y después hizo lo propio. Aunque estaba bronceado Demelza pensó que no tenía buen aspecto. O quizás era sólo que le molestaban sus ojos cuando la miraba.

—¿Cómo están sus tíos?

—Perdóneme —dijo Hugh—. Olvido mis buenos modales. En realidad, cuando la veo lo olvido todo. Le envían sus saludos más sinceros. Recordando la antigua invitación, mi tía pensaba acompañarme hoy, con los dos niños, pero John-Evelyn, el menor, tuvo un acceso de fiebre estival, y la señora Gower pensó que no convenía traerlo. Por mi parte, pensé esperar un día o dos pero ahora el tiempo es tan bueno que uno teme desaprovecharlo.

—Ross salió hace apenas dos horas; sentirá no haber estado aquí para recibirlo… ¿Nuestra invitación? ¿A qué se refiere?

—Ross nos invitó… ambos nos invitaron a venir un día de este verano, para ver las focas.

—¿Cómo? —Demelza sonrió—. Dios mío, ya me imaginaba que era eso. ¡Qué lástima!

—¿Cuándo regresará?

—Fue a… en fin, tal vez no vuelva hasta la noche. No lo sé con seguridad. —Demelza no deseaba que se creyese que Ross estaba muy lejos.

—Quizás en otra ocasión. Pero cuánto me alegro de volver a verla… Mis recuerdos más vivos se renuevan ahora. Es como visitar un verde oasis en un árido desierto.

—¿Acaso los desiertos no tienen esas cosas llamadas… quiero decir… espejismos?

—No se burle de mí —dijo Hugh—. Por lo menos al principio. Por lo menos hasta que me haya acostumbrado a verla otra vez.

La respuesta de Hugh la impresionó. Enarcó el ceño y dijo cautamente:

—¿No es extraño de qué modo la alegría parece una cortina que cubre otros sentimientos? Por supuesto, Hugh, me alegro de volver a verlo. Pero es un día de verano y más propicio para la alegría que para el romanticismo. ¿No deberíamos sentarnos al fresco y charlar un rato? Así, usted podrá ordenar a su lacayo que vaya al establo, y desensille y descanse, preparándose para el regreso.

Ambos salieron de la casa, él con movimientos un tanto torpes, como si necesitara imponerse a cierta rigidez del cuerpo. Acercaron otra silla, Demelza tomó un abanico y Jane les llevó naranjada fresca; y durante un rato conversaron amablemente.

Hugh informó que le habían concedido permiso indefinido y nadie sabía cuánto podía prolongarse. Le habló de los episodios del servicio, y de una breve pero sangrienta batalla que había durado una hora, el único combate durante esos nueve meses en el mar. Gracias a Dios, parecía que los motines de Nore y Plymouth y otros puertos habían terminado. Después de varios días durante los cuales el destino del país había pendido de un hilo, un barco tras otro habían arriado la bandera roja y permitido que los oficiales asumieran nuevamente el mando. Se había arrestado a los cabecillas, y se los juzgaría. Muchas de sus peticiones serían atendidas.

—Coincido totalmente con las quejas formuladas —dijo Armitage—; la marina se ha visto gravemente descuidada. Siempre se le dispensó un trato vergonzoso; muchos reglamentos tienen varios siglos de antigüedad. Pero a esos sinvergüenzas de Nore, de buena gana los ahorcaría.

—Usted se muestra muy severo —dijo Demelza.

—Si me permite decirlo, la guerra es cosa muy severa. Estamos luchando por nuestra vida, y no sé si venceremos. Se diría que el país ha perdido la fe en sí mismo, que ya no está dispuesto a luchar por los principios en los cuales creía. Como nación, nos mostramos perezosos, o sencillamente estamos dormidos. —Hizo una pausa y se le suavizaron los rasgos faciales—. Pero ¿por qué la molesto con estos pensamientos? Sólo porque creo que usted es demasiado inteligente para satisfacerse con la charla ociosa. Hábleme de lo que usted hizo desde la última vez que nos vimos.

—Eso sería charla ociosa.

—Bien, me gusta escuchar lo que usted pueda decirme. Puedo decir que, sentado aquí, me siento bastante feliz.

Demelza comenzó a relatar algunas cosas, pero no hablaba con su habitual fluidez. En general, era buena conversadora, se las arreglaba bien cualquiera que fuese el nivel de la conversación, pero no era el caso ahora y se alegró de interrumpir la charla cuando oyó gritos, risas y voces infantiles detrás de la casa.

—Son mis hijos y algunos amiguitos —explicó—, se proponen construir un gran muro de arena antes de que suba la marea.

—¿Pensaba acompañarlos?

—No, no. Otra persona los cuidará. Hace un rato los llevé a nadar en un estanque.

Él se había puesto de pie, se frotaba los ojos y miraba hacia la playa.

—¿Ya crece la marea?

—Sí. Llegará a los arrecifes poco después de mediodía. Pero no es la marea alta. Aquí, las mareas altas llegan siempre alrededor de las cinco de la tarde.

Durante un momento se hizo el silencio. Demelza contempló a una abeja que libaba de una flor. Se arrastraba, sostenida por las patas pesadas y perezosas, de un estambre al otro, como un soldado gordo agobiado por el exceso de botín. Las flores ya comenzaban a amustiarse, pero el aroma impregnaba el aire.

—¿No podríamos ir hoy?

II

Cuando rememoraba el episodio, Demelza recordaba bastante bien las defensas un tanto desorganizadas que ella había opuesto a las pretensiones del joven. Como tenía la mente bloqueada por sentimientos inesperados, había carecido de la agilidad necesaria para comprender que ante la sugerencia no necesitaba ninguna defensa, era suficiente una negativa directa y cortés. En cambio, formuló toda una serie de excusas, cada una de las cuales sonaba más endeble que la anterior; y en definitiva, enfrentada a las soluciones que él ponía a esas excusas, se descubrió diciendo:

—Bien, creo que podríamos ir.

En el camino hacia la caleta de Nampara, con el angosto arroyo que murmuraba tenuemente a un lado y el alto lacayo que llevaba solemne remos y encajes, Demelza se preguntaba si en efecto había sido impropio que ella aceptara la sugerencia. La conducta de la aristocracia era algo que ella aún no conocía muy bien. Tal vez a Ross no le gustara cuando lo supiera. El resto poco importaba. Pero ¿qué daño podían hacer? Incluso sin el corpulento criado, las focas se encargarían de representar el papel de carabinas.

—¿Por qué el agua del arroyo tiene esa coloración rojiza? —preguntó Hugh.

—Son los restos del estaño lavado en la mina.

Pero cuando llegaron a la playa pedregosa, y retiraron el bote para echarlo al agua, Demelza comprendió que por lo menos el lacayo no cumpliría la función de carabina.

—¿Cuánto tardaremos?

—Oh… quizás una hora. Nunca se puede estar seguro. Quizá no encontremos ninguna.

—Bien, quédese aquí, Masón. Necesitaré su ayuda para retirar el bote del agua.

—Sí, señor.

—Oh, yo puedo ocuparme de eso —dijo Demelza—. Ya lo hice muchas veces.

—Masón puede quedarse aquí lo mismo que en la casa.

—¿No debería acompañarnos y remar?

—No… si usted me lo permite, remaré yo mismo. Demelza vaciló.

—Me complace tanto conversar con usted, que desearía gozar del privilegio de la intimidad.

—Oh, está bien.

Acostumbrada a trepar a un bote descalza y mojada hasta las rodillas, Demelza se sintió bastante divertida cuando los dos hombres la embarcaron con el mismo cuidado que si ella hubiera sido de porcelana. Se sentó a popa y se ató los cabellos con un pañuelo de seda verde, mientras el bote se deslizaba sobre el agua.

Bajo los rayos del sol, el mar apenas se movía alrededor de ellos. Hugh se había quitado la larga chaqueta y remaba en mangas de camisa, los antebrazos pálidos con un atisbo de vello oscuro a lo largo del hueso. La primera vez que lo había visto, en Tehidy, ella había pensado que era un hombre de rostro aquilino; pero ahora sus rasgos agudos parecían un poco menos predatorios. Los delgados huesos eran demasiado finos, la forma del rostro aristocrática más que agresiva. En el bote no usaba sombrero, tenía los cabellos atados sobre la nuca con una cinta.

El bote tenía mástil y una pequeña vela que podía izarse, pero ese día el único movimiento del aire era el que ellos provocaban al pasar. Muy pronto Hugh comenzó a transpirar, y aunque vestía ropas muy livianas, la propia Demelza sentía calor.

—Déjeme remar un rato —sugirió Demelza.

—¿Qué? —Sonrió—. No puedo permitirlo.

—Puedo remar muy bien.

—Me parece que sería impropio.

—En ese caso, reme con calma. Es apenas un kilómetro y medio.

Él disminuyó el esfuerzo y sin fatigarse demasiado dejó que los remos guiaran el bote. Avanzaban hacia el oeste, en dirección a Sawle, y se mantenían a unos cien metros de los altos riscos. Aquí y allí algunas playas mostraban retazos de arena en sus caletas a las que podía llegarse sólo por mar. No había botes en las cercanías. Los pescadores de Sawle, aficionados y profesionales, siempre obtenían mejores resultados en las aguas que estaban más allá de Trevaunance.

Hugh interrumpió el movimiento de los remos y se pasó el antebrazo por la frente.

—Me alegro de que haya venido conmigo. No fue Dryden quien dijo: «Afronta lo peor mañana, pues ya has vivido hoy».

—Bien, quizás el buen tiempo no dure mucho.

—No es el tiempo, mi querida Demelza. Otras son las cosas que debo decirle.

—Confío en que no serán cosas que usted no deba decir.

—Hay cosas que no deseo decir. Créame.

Ella demostró sorpresa, y Hugh volvió a sonreír. Después movió los remos y se miró las palmas.

—Es extraño qué escasa práctica de remo realiza uno cuando es oficial. Antes era un jovencito de manos callosas; pero eso ya pasó.

—¿Qué desea decirme?

—Lamentablemente, debo decirle que mi permiso en la marina no es indefinido. Es permanente. Me dieron de baja. Por supuesto, si no fuera así no habría podido visitarla. En efecto, en tiempo de guerra rara vez se conceden licencias para bajar a tierra.

—¿Dado de baja?

—Bien, no exactamente por rebelde. En nuestro barco no hubo dificultades. El capitán Grant es un hombre del calibre de Collingwood y Nelson. Pero hasta cierto punto puede hablarse de motín… O por lo menos de ineficiencia.

—¿Ineficiencia? ¿Usted? ¿Cómo es posible?

—Su incredulidad me reconforta. Bien, no, pero como ya dije es en cierto modo una insubordinación. Mis ojos están mostrando mala conducta. Cierta vez rehusaron identificar una bandera a doscientos metros… y ahora no la ven a cincuenta metros. Como cualquier marinero rebelde, no responden a la disciplina.

Demelza lo miró.

—Hugh, lo siento mucho… Pero ¿qué intenta decirme?

Hugh volvió a remar.

—Digo que apenas veo la línea de tierra… Indíqueme si vamos bien.

Demelza continuó mirándolo en silencio. Había hundido la mano en el agua y ahora la retiró y dejó que las gotas salpicasen el asiento.

—Pero ¡los médicos habían dicho que mejoraría! Así lo afirmó usted la primera vez que nos vimos.

—Debí mejorar, pero en cambio empeoré. En Londres me revisaron dos médicos, uno de ellos un cirujano naval y el otro un médico privado. Concuerdan en que no es posible hacer nada.

De pronto, Demelza sintió frío.

—Pero aunque sea corto de vista, podrá realizar tareas en tierra o…

—No es posible, en vista del veredicto. Creen que tengo poco tiempo.

—¿Poco tiempo?

—Oh, me lo dijeron con mucho latín… pero de la opinión de los médicos se desprende que detrás de los ojos algo no funciona bien, y que dentro de seis meses, poco más o menos, seguiré los pasos de Milton, aunque sin compartir su talento.

III

—¿Estamos en la época en que nacen las crías? —preguntó Hugh.

—No en esta especie. La mayoría de las focas tiene ahora sus crías pero estas… generalmente nacen después… en septiembre u octubre. Por lo menos, eso es lo que he observado. A decir verdad, no sé mucho de estos animales.

—¿Y la temporada de celo?

—Más o menos lo mismo. Ya podrá oírlas… se reúnen y arman un gran escándalo.

—Demelza, no se entristezca así, lamentaré haber hablado.

—¿Acaso mi actitud puede ser otra?

—Quizá se equivocan. Incluso ahora los médicos saben muy poco. Y hoy el día es maravilloso; recuerde lo que dijo Dryden.

—En ese caso, ¿por qué me lo dijo? ¿Por qué?

—Porque nadie lo sabe todavía… no dije una palabra a mi familia… y tenía que decírselo a alguien… y usted es mi mejor amiga.

Demelza estudió y percibió las tensiones y la amargura bajo aquel tono airoso.

—Eso empeora las cosas.

—Hábleme un poco más de esta caverna.

—Estamos cerca. Casi medio kilómetro. Si usted usa el remo izquierdo… es una caverna grande. Antes había una mina que drenaba en la caverna, pero está clausurada desde hace aproximadamente medio siglo. Más avanzado el año se puebla… las rocas se pueblan de focas. Ahora… bien, espero que tengamos suerte.

—Por favor. Lamento haber hablado.

—¿Pretendía que me alegrase y actuase como si nada ocurriera?

—No… lo siento. Fue egoísta de mi parte no comprender lo que significaría para usted. Me siento… muy halagado.

—No tiene derecho. No me siento impresionada para halagarlo.

Hugh hundió los remos y respiró hondo.

—Bien… pero no debemos echar a perder el día. Por supuesto, debí escribirle, explicárselo. Pero míreme… escúcheme un momento…

—Bien… —Ella alzó la vista.

—Vivimos en un mundo incierto —dijo amablemente Hugh—. En el mejor de los casos, la vida es breve. Los franceses o los holandeses quizá desembarquen mañana, y destruyan, maten e incendien. La semana próxima puede estallar una epidemia de cólera en un barco anclado en Padstow o Falmouth. O aparecer viruela. ¡Seis meses! Aunque no hayan errado el diagnóstico, aún tengo seis meses. ¿Cuánto darían los amotinados de la marina que ahora esperan ser juzgados por seis meses de vida y alegría? «Afronta lo peor mañana, pues ya has vivido hoy». ¿No puedo convencerla de que olvide lo que dije… o por lo menos que no le haga caso?

—Bien, es más fácil decirlo que hacerlo.

—Por favor, sonríame. La primera vez que la vi, no sonrió durante todo el almuerzo, y sólo después, cuando bajamos al lago… Fue como si alguien arrojase diamantes.

—Oh, tonterías, Hugh.

—Vamos, por favor. Sonría un poco. No remaré si usted no sonríe.

—Yo también puedo remar —dijo Demelza.

—Eso sería motín en alta mar, y poco me costaría ahorcarla.

Demelza sonrió insegura, y él profirió un breve grito de alegría.

—¡Silencio! —dijo Demelza—. Las asustará. Se asustan muy fácilmente, y después de haber venido hasta aquí no verá ninguna.

—¿Las focas? —preguntó Hugh—. Ah, sí, eso fue lo que vinimos a ver.

Hugh movió los remos y obedeciendo a las instrucciones de Demelza comenzó a enfilar el bote hacia los riscos.

El sol estaba alto, y casi no había sombras. A causa del ángulo que la costa formaba con el sol, la faz del risco estaba totalmente iluminada, e incluso a tres metros de las rocas el sol les bañaba totalmente. Demelza de nuevo reclamó los remos, pues sabía que tenían que acercarse en ángulo a la caverna para no perturbar a la presa. Pero Hugh continuó remando. Diez o doce grandes focas hembras se habían deslizado de las rocas al agua cuando ellos se aproximaron.

Sobre las rocas, cerca de la entrada de la caverna, podían verse los restos de una nave. Casi todo el maderamen había sido destrozado mucho antes por los golpes del agua, pero unos pocos costillares y la proa habían quedado empotrados en un lugar que los protegía del movimiento del agua, y de ellas colgaban algas como jirones de la mortaja de un cadáver. Enfrente, se extendía una faja de fina arena, a lo sumo de diez metros de ancho, circundada por paredes de roca cortada a pico.

Podían oír los gruñidos cavernosos de las focas y de tanto en tanto un gemido extraño que parecía provenir de un ser humano angustiado, como si en la caverna se ocultasen marineros ahogados hacía mucho tiempo. Aquí, a pesar del tiempo sereno, uno tenía conciencia de la creciente y la bajante del mar, que no era tanto una sucesión de olas como la respiración de un océano.

—Creo que no las hemos molestado —dijo Demelza, cuando doblaron un recodo.

A la entrada de la caverna, soleándose sobre las rocas, había una veintena o más de focas grises, algunas grandes y otras aún no del todo desarrolladas. Hugh dejó de remar y el bote derivó lentamente hacia ellas. Al principio pareció que los mamíferos no advertían a los intrusos, y después que sólo sentían curiosidad, y que de ningún modo estaban alarmados. Una tras otra, las focas volvieron los ojos hacia el bote. Tenían rostros humanos, o semihumanos, y al mismo tiempo viejos y jóvenes, aniñados y bigotudos, inocentes pero sabios. Una de ellas emitió un extraño mugido y una foca pequeña, cría de la anterior, respondió con una suerte de balido. Otra bostezó. Del interior de la caverna llegaron distintos ruidos.

Demelza dijo en voz baja:

—Dicen que son muy aficionadas a la música. Afirman que a veces Pally Rogers viene aquí con su flauta y todas se reúnen alrededor del bote.

Se habían acercado demasiado a una hembra y esta se movió, curvando hacia arriba la espalda, y subió por las rocas con una serie de movimientos convulsivos. Hacía demasiado calor, y por eso la foca no deseaba salir al mar.

—Ojalá estuviese aquí mi tía —dijo Hugh—. Y los niños.

Aunque me inquietaría un poco la posibilidad de que este grupo de focas se echara de pronto al agua y volcara el bote.

—Es posible.

—¿Sabe nadar?

—… Creo que podría mantenerme a flote.

Después de unos momentos Hugh dijo:

—Lamento que no estén aquí, porque les encantaría. Pero me alegro de que no hayan venido porque yo estoy encantado.

—Me alegro de que así sea.

—Oh, no con las focas, aunque nunca creí que podría verlas a tan corta distancia, y le agradezco que me haya traído. Mi encanto proviene de que estoy pasando la mañana con usted.

—Bien —dijo Demelza, insegura—. La mañana casi ha terminado, y creo que debemos internarnos un poco más en la caverna y después volver a casa.

El bote se había detenido y rozaba contra una roca cubierta de algas marinas. En ese momento el océano cobró nuevo impulso y Hugh tuvo que realizar un movimiento brusco con un remo para sortear el peligro. Fue suficiente para las focas. Una tras otra arrastraron laboriosamente sus lerdos cuerpos sobre las rocas, apoyándose en las patas delanteras, y se deslizaron, se zambulleron y se hundieron en el mar. Durante unos instantes hubo mucha conmoción; las cabezas y los cuerpos giraban y resoplaban cerca del bote; este se balanceaba, saltaba y el tranquilo mar sembrado de rocas hervía agitado por pequeñas olas. Después, con la misma rapidez con que había comenzado, la agitación se calmó, el bote recobró el equilibrio y Demelza y Hugh se encontraron mirando las rocas vacías, en medio de un silencio quebrado únicamente por el grito de una inquieta gaviota marina.

Demelza se rió y trató de limpiar las salpicaduras de agua de mar de la cara y el vestido.

—¡Usted ha sido la más perjudicada! —dijo Hugh.

—El agua me refrescará. No creo que hayamos alarmado a los machos que están al fondo de la caverna. Pero reme con prudencia y no se interne demasiado.

Alrededor, el mar mostraba matices azules iridiscentes perforados por las sombras oscuras de las rocas, pero en la entrada de la caverna, donde no daba el sol, se convertía en un límpido verde jade que iluminaba el techo de la gran caverna con una suave luz refleja. A medida que se internaban en ese mundo, la luz se debilitaba y, forzando la vista acostumbrada a la luz brillante del sol, alcanzaban a ver que la caverna se prolongaba en la oscuridad lejana. Pero a corta distancia, hacia la izquierda, se abría otra galería, con una playa de guijarros sembrada de maderas traídas por las aguas, algas marinas y huesos de calamares. Allí descansaban grandes formas oscuras. Hugh bajó los remos para aminorar el movimiento del bote, mientras veinte o más rostros grises los espiaban, rostros más antiguos que los que habían visto afuera, más fieros, más agobiados por el conocimiento del bien y el mal, de la búsqueda de la vida y la muerte inevitable.

Uno de ellos emitió un gemido terrible y grave en la oscuridad. Era un grito que venía del viento y las olas, y sin embargo se hubiera dicho que, lo mismo que el mar, expresaba humanidad. Era un grito que carecía de hostilidad, pero también de esperanza. De pronto, las formas se movieron: una avalancha de cuerpos inquietos pareció desencadenar un ataque al bote. Este se agitó desordenadamente, casi se sumergió en el agua espumosa, fue arrojado hacia un lado y hacia el otro en un frenesí de mugidos y gruñidos amplificados por las paredes de la caverna hasta golpear fuertemente contra la pared de roca. Después, nuevamente comenzó a equilibrarse, y los dos humanos miraron fijamente a las grandes y relucientes criaturas grises que chapoteaban y giraban en el agua, mientras huían en dirección al mar.

IV

El espectáculo había concluido. Hugh remó y llevó el bote de regreso a la luz del sol. Había quince centímetros de agua en el bote, pero el joven examinó el costado, donde había golpeado contra una roca, y el único daño estaba representado por unas pocas muescas en las sólidas tablas. Ambos estaban mojados y reían de buena gana. Las focas habían desaparecido.

—Ahora más que nunca —dijo él—, me alegro de no haber traído a la señora Gower. ¿Invita a todos sus amigos a realizar esta maravillosa experiencia?

—¡Yo misma nunca había estado en la caverna! —contestó Demelza.

Él volvió a reír.

—Bien, me alegro de que hayamos entrado. ¿Pero había modo de regresar si perdíamos el bote?

—Supongo que podríamos haber trepado el arrecife.

Hugh frunció el ceño y miró los riscos.

—Estoy acostumbrado a trepar a los árboles, pero no me agradaría subir esas rocas. Lamento que usted se haya mojado tanto.

—Y yo lamento que usted se haya mojado tanto.

Hugh miró alrededor.

—Esa faja de arena. Podríamos desaguar el agua del bote. De lo contrario, durante todo el viaje de regreso usted tendrá los pies mojados.

—No es importante. No enfermaré.

Pero Hugh remó hacia la playa y desembarcó. Cuando ella lo imitó, el océano realizó uno de sus habituales movimientos, y con irónica suavidad levantó el bote, de modo que quedó en tierra firme sin ningún esfuerzo de sus ocupantes. Desechando sus opiniones anteriores acerca de la fragilidad de Demelza, Hugh permitió que ella le ayudase a volcar el bote para desaguarlo. Después, ambos se sentaron en la arena, mirando las ropas que habían puesto a secar al sol.

—Demelza —dijo Hugh.

—Sí.

—Quiero que me permita hacerle el amor.

—Santo Dios —dijo ella.

—Oh, sé que… está mal que yo diga eso. Sé que es injusto e indiscreto que yo formule este pensamiento. Se diría que aprovecho de un modo imperdonable la bondad que usted me demuestra. Sé que parece —tiene que parecer— absolutamente despreciable que yo amenace o piense en amenazar la virtud de una mujer casada con el hombre que me salvó de la prisión. Sé todo eso.

Demelza se apresuró a decir:

—Es mejor que regresemos ahora.

—Concédame cinco minutos… aquí, sentado con usted.

—¿Para decir qué?

—Quizá para explicarle lo que siento… y así tal vez usted no piense demasiado mal de mí.

Demelza deshizo el puñado de arena que había recogido. Tenía la cabeza gacha y los cabellos le cubrían la mayor parte de la cara. Se había quitado los zapatos y había hundido los pies en la arena.

—Hugh, no pienso mal de usted, aunque no comprendo cómo puede decir tales cosas, y especialmente hoy.

Él estrujó el agua de su camisa.

—Ante todo, permítame explicarle algo. Usted cree que es terrible pedirle que sea infiel a Ross. Y en sentido estricto, lo es. Pero… ¿cómo puedo explicárselo? Cuando usted otorga amor, no lo disminuye. Si me ama, no por eso destruirá su amor a Ross. El amor crea y se enriquece, nunca destruye. No traiciona su amor a Ross si me otorga una parte. Lo enriquece. La ternura no es como el dinero. Cuanto usted da a uno, más tiene para otros. Siente algo por mí, ¿verdad?

—Sí.

—En ese caso, dígame… ¿podría sentir lo mismo por mí, la misma calidez e idéntica comprensión, si no hubiese amado a Ross?

—Quizá no. No lo sé.

—El amor no es algo que pueda atesorarse. Se ofrece. Es una bendición y un bálsamo. ¿Conoce la parábola de los panes y los peces? Siempre se interpreta mal. Cristo distribuía pan espiritual. Por eso hubo suficiente para cinco mil personas. Es el milagro que se repite constantemente.

—Cinco hogazas de amor —dijo Demelza—; ¿y cuáles serán los dos pececillos?

—Demelza, usted se muestra muy dura.

—No, no es así.

Una gran gaviota de lomo negro voló bastante bajo, y sus alas ocultaron un instante el sol. Dos más chillaron en lo alto del arrecife. El calor del día había decolorado el cielo. Se hubiera dicho que en la caverna no había aire.

—Usted afirmó que no podía comprender que yo pidiera eso, y sobre todo hoy. Lo pido hoy porque no hay otro día, y nunca lo habrá. No a causa de mis propias debilidades, que probablemente me destruirán, sino en vista de las circunstancias. Nunca habrá otro día igual. Usted puede creer que yo me muestro… injusto… cuando le pido esto por compasión. Es cierto. Pero no… no sólo por compasión a un hombre que quizás está perdiendo la vista. Por compasión a un hombre que la ama como ama al Cielo y teme verse arrojado eternamente de las puertas del paraíso.

Demelza se movió, casi con irritación.

—¡Eso no es cierto, Hugh! ¡En el amor no hay paraíso! Es… usted equivoca el camino. El amor… la clase de amor que usted me pide… es concreto y terrenal. Quizá bello… a veces uno siente que está explorando una mina de oro. Pero es terrenal… Es un error hablar del paraíso. El amor puede ser lo más parecido al cielo que está al alcance de los seres humanos… pero continúa siendo algo que pertenece a este mundo… porque es humano… y se pierde con facilidad… y funciona de un modo que podemos llamar animal, aunque es más, mucho más que lo que hace el animal. A menudo… eleva, transporta… pero… no debemos equivocarnos. Es un… un terrible error afirmar que es algo muy diferente.

Se hizo el silencio. Él la miró con sus ojos oscuros y sensibles.

—Entonces, usted cree que usé argumentos equivocados. ¿Cree que mi razonamiento es especial?

Ella lo miró a través de sus cabellos y sonrió.

—No sé qué quiere decir con esa palabra. Pero supongo que así es.

—Entonces… ¿cómo desea que la persuada, cómo me aconseja que lo haga?

—Pero yo no deseo que me persuadan.

—¿Hay en ello algún riesgo?

—No se trata de riesgo. Riesgo es una palabra equivocada.

—Entonces, esperanza.

—Tampoco esperanza. Pero Hugh, sin duda usted sabe que me perturba, me conmueve… y no por compasión. Ojalá… ojalá fuese sólo compasión.

—Me alegro de que no sea sólo eso.

—Todas esas bonitas palabras que usted pronunció acerca de que el amor es… ¿cómo dijo? Divisible. ¿Puedo preguntarle si cree que otras cosas también son divisibles… por ejemplo la lealtad… o la confianza?

Hugh se adelantó, y apoyó el cuerpo en los talones. Las grandes manchas húmedas de su camisa de batista estaban secándose.

—No —dijo humildemente—. Usted me ha derrotado. —Movió la cabeza—. Usted me ha derrotado.

Demelza comenzó a dibujar figuras en la arena. El corazón le latía como un tambor. Tenía la boca tan seca que no podía tragar. La desnudez de su propio cuerpo bajo el vestido le parecía de pronto más evidente, como si hubiese florecido. Emitió un leve gemido y trató de reprimirlo, pero no lo logró del todo.

Él la miró, a un pie de distancia.

—¿Qué pasa?

—Por favor, vamos.

—¿Puedo besarla?

Ella irguió la cabeza y se recogió los cabellos.

—Estaría muy mal.

—Pero ¿me lo permitiría?

—Quizá no pueda impedirlo.

Se acercó a ella, y apenas la tocó supo que algo había vencido y ganado la batalla por él. Le tomó el rostro entre las manos, lo sostuvo como una copa de la cual podía beber, y la besó. Con la boca seria, sin sonreír, rozó los párpados, las mejillas y los cabellos, y suspiró, como si por el momento la aceptación de Demelza fuese todo lo que importaba y en él no existiese otro deseo.

—Hugh…

—No hables, amor mío, no hables.

Deslizó la mano izquierda hacia la curva del cuello de Demelza, sosteniéndola, hasta que lentamente ella aceptó el apoyo y yació sobre la arena. Después, torpemente, con la mano derecha, él comenzó a desabrochar los botones del vestido.