Capítulo 9

Los Warleggan permanecieron en Trenwith hasta la tercera semana de abril. Entretanto, las lesiones de Drake curaron. El corte en la cara se convirtió en cicatriz, las manchas oscuras y rojas del cuerpo se decoloraron, y consiguió caminar cojeando. Pero parecía improbable que su rostro volviera a ser jamás el mismo. En el mentón tenía un bulto que no cedía, y en la ceja izquierda había un corte que sería permanente.

Demelza se enteró sólo durante la segunda semana, y entonces se encolerizó terriblemente al ver que podían ocurrir cosas parecidas. Se conmovió al ver a su hermano y sufrió porque parecía imposible que Drake evitase la mala suerte que le había perseguido desde el día que había conocido a Morwenna. Le atacó con fiereza a causa de su afirmación de que no conocía a los tres hombres que le habían agredido, y de que tampoco podría identificarlos si los veía de nuevo. Demelza dijo que no creía una palabra; ¿acaso habían sido los guardias de Warleggan?

—Yo misma tuve cierta vez una experiencia desagradable —explicó— con Garrick, y cuando Ross volvió a casa fue a Trenwith y advirtió a George que si el hecho se repetía él mismo tendría dificultades. Intenté evitar la intervención de Ross —agregó Demelza—. No quería que hubiese más dificultades entre las familias, pero él no me hizo caso y fue igual.

—Yo tampoco quiero más dificultades —dijo Drake.

—De modo que fueron ellos.

—No digo eso.

—Así es todavía peor.

—Lo que digo es que no debes hablar de esto con el capitán Ross. No importa que hayan sido guardias o vagabundos; importará si le dices que estoy herido, pues sospechará con la misma rapidez con que lo hiciste tú.

—Sabrá que estás herido, y para eso poco importa que yo se lo diga o no. De todos modos, está con los Voluntarios y no volverá a casa hasta el viernes.

—Si sabe algo, dile que no fue nada. Dile que recibí uno o dos golpes y que no es nada grave.

—Pero si fueron los guardias, y no algunos vagabundos, puede volver a ocurrir.

—No si tengo cuidado. Y tendré cuidado, Demelza.

El constante viento del este soplaba barriendo el patio, originando pequeños remolinos de polvo y ceniza y logrando que la forja resplandeciese sin necesidad de los fuelles. Demelza se abrigó mejor con la capa, y retiró de los ojos un mechón de cabellos.

—Esas… persecuciones…

—Creo que terminarán.

—¿Cómo? ¿Qué las detendrá?

Él le dirigió una sonrisa torcida.

—Con paciencia, hermana. Recuerda lo que Sam siempre dice:

«Afrontando peligros ocultos, trabajos y muerte, Tú, Señor, me indicaste bondadosamente el camino».

—Oh, Sam… quiero mucho a Sam y —¿quién puede dejar de quererlo?— pero no es el hombre más apropiado para afrontar a individuos perversos. Además, sólo le importa el espíritu.

—Quizá. Pero confío en que no necesitaré su ayuda, espiritual o material. Tengo un plan.

—¿Qué plan?

—Es mejor que no lo diga, hermana. Si fracaso, no por eso estaré peor.

Demelza miró fijamente a su hermano. En los últimos meses Drake había madurado mucho. Y ella lamentaba que una parte tan considerable de ese inefable y juvenil encanto se hubiese disipado.

—Cuídate —dijo—. Pues si aparecen nuevas dificultades, hablaré con Ross, con o sin tu aprobación.

—Me cuidaré.

II

Para Drake fue fácil saber qué día los Warleggan se dirigieron a Truro. Apenas recogió la información correspondiente, tomó un poco de pan y queso e inició la marcha. Ahora que el señor Warleggan ocupaba un escaño en el Parlamento, uno nunca podía saber de seguro cuánto tiempo permanecían en Cornwall; pero era razonable suponer que, antes de dirigirse a Londres, pasarían por lo menos un par de días en la casa de Truro.

En efecto, acertó. A la mañana siguiente llamó a la puerta de la casa y descubrió que Elizabeth estaba allí. Indicó su nombre a la criada de la cocina, y después al lacayo que apareció un momento más tarde, con una mirada hostil y pétrea, y que trató de intimidarlo. Drake se limitó a preguntar si podía ver a la señora Warleggan, y no quiso indicar qué asunto lo traía. Supuso que difícilmente podían despedirlo sin una consulta previa a la señora, y que Elizabeth, que sabría inmediatamente de quién se trataba, no se inclinaría a rechazarlo, pues supondría que su asunto tenía algo que ver con Geoffrey Charles.

Lo recibió en el amplio salón del primer piso. Elizabeth vestía de blanco, con el estilo que era su favorito: una blusa sencilla y una falda recta, ajustada en la cintura, con encajes en la garganta y las muñecas. Tenía una expresión serena, como si la vida no la hubiese rozado; aunque Drake ya la había visto muchas veces, en la iglesia y montando a caballo, se sintió impresionado, como era el caso de la mayoría de los hombres, por su belleza y su aparente juventud. En cambio, ella había visto a Drake sólo de lejos. También se sintió un poco impresionada: un joven alto y pálido, de ojos oscuros y rostro marcado, con su suave acento de Cornwall y sus modales modestos pero serenos; había semejanzas con la mujer que desagradaba a Elizabeth, pero en el joven todo era diferente. Mientras él hablaba, Elizabeth recordó las insultantes pretensiones de ese joven en relación con la prima Morwenna, y todas las dificultades que él había provocado entre George y Geoffrey Charles. Y también comprendió la insoportable pretensión implícita en esa visita.

De modo que apenas escuchó lo que él decía, cerró los oídos y se dispuso a tocar la campanilla para ordenar a un criado que lo echase. Pero de pronto, una frase aquí y otra allá, comenzaron a penetrar en su mente. Alzó una mano.

—¿Usted sugiere… tiene la osadía de sugerir que esta… esta persecución de la cual habla es obra de nuestros criados?

—Bien, sí, señora. Lamento molestarla, pero creo firmemente que usted no sabe nada. Si…

—¿Que yo no sé nada? ¿Y afirma por lo tanto que todo eso ocurre por instigación del señor Warleggan?

—Señora, no puedo afirmarlo. Quizás otra persona ordenó al señor Coke que comprase la propiedad contigua a la mía y cortase mi suministro de agua. Y a Tom Harry, Michael Kent y Sid Rowe, que me golpearan y pateasen hasta desmayarme. Y esta ceja, señora. Y este costado de la nariz por donde ahora no puedo respirar.

—¿Y qué hacía usted cuando, según dice, le atacaron?

—Venía por el sendero, señora, esperando verla y proponer no volver a hablar con el señorito Geoffrey Charles, si me dejaban vivir mi vida en paz.

Con un movimiento colérico, Elizabeth se acercó a la ventana. Aún deseaba echar al joven; deseaba intensamente negar todo lo que él había dicho y acusarlo de mentiroso. Pero la dificultad consistía en que ella no estaba segura de que mintiera. Sabía que George miraba con muy malos ojos la presencia del joven en el taller de herrería y que también demostraba resentimiento, casi celos, ante la permanente y apasionada amistad de Geoffrey Charles. George pensaba o fingía pensar que intencionadamente habían puesto a Drake en un lugar donde representaba una molestia y un desafío. También sabía que se había ordenado a los guardias que tratasen con dureza a quienes encontrasen sin permiso en las tierras de Trenwith.

¡Pero no podían agredir a un hombre que caminaba a plena luz del día por el sendero principal, con el propósito de verla! Elizabeth se preguntó hasta dónde podía confiar en la versión de Drake Carne. Quizás había venido para sembrar cizaña. Después de todo, él había tenido el descaro de visitar regularmente la casa dos años antes, cuando allí sólo estaban Morwenna y Geoffrey Charles. No convenía fomentar la impertinencia. Se volvió y miró en los ojos a Drake. ¿Hasta dónde su propio hijo era buen juez de un carácter? Este era el joven a quien Geoffrey Charles consideraba una compañía más deseable que cualquiera de sus propios condiscípulos. Carne no parecía un mentiroso arrogante. ¿Cómo se le podía juzgar?

—Empiece otra vez —dijo—. Todo, desde el principio. ¿Cuándo comenzaron las persecuciones que usted menciona?

Él repitió su relato.

—¿Y qué pruebas tiene?

—La tía Molly Vage, la que vive en la colina, cerca del taller, dice que vio a varios hombres destruir mi empalizada cuando yo no estaba en casa. Dice que eran hombres de Trenwith; los conoce por las ropas. Jack Mullet dice que todos lo saben, saben que lo que yo reparo los hombres de Trenwith vuelven a romperlo. Nadie los vio… ese día nadie vio a Tom Harry, Sid Rowe o Michael Kent, pero tengo marcas que son pruebas. Si usted me disculpa, señora, lo hicieron hace casi tres semanas, pero usted puede ver mi cara, y si me disculpa…

Se abrió la chaqueta y retiró la camisa, y mostró las manchas oscuras sobre las costillas.

—Suficiente —dijo Elizabeth, casi sin aliento—. Es suficiente. Supongo que usted…

—¿Qué hace aquí este hombre? —preguntó George Warleggan desde la puerta.

Drake se sonrojó y con la chaqueta ocultó la camisa desarreglada.

George avanzó un paso o dos hacia el centro de la habitación, y después se detuvo, con las manos en la espalda.

—Es Drake Carne. Pidió verme y… —dijo Elizabeth.

—Sé quién es. ¿Con qué derecho se le permitió la entrada en esta casa?

—Pensaba decírtelo. Pidió verme, y me pareció conveniente saber qué deseaba. —Hizo un gesto a Drake.

—Creo que ahora debe marcharse.

—Claro que tiene que marcharse —dijo George—, y ordenaré que si vuelve a poner el pie en esta casa, lo expulsen sin más trámites.

—Ahora, váyase —dijo Elizabeth.

Drake se pasó la lengua por los labios.

—Gracias, señora. No quise ser irrespetuoso… Lo siento, señor. No pretendí molestar a nadie. —Caminó lentamente hacia la puerta, y pasó cerca de George. Un joven alto, fuerte y delgado, e incluso en esa situación, no desprovisto de dignidad.

—Espere —dijo George.

Drake esperó. George tocó la campanilla. Después de unos instantes apareció un criado.

—Ponga en la puerta a este hombre —dijo George.

III

Después que Drake salió, George se retiró de la habitación sin decir una palabra a Elizabeth. No volvieron a verse hasta la hora de la cena. El rostro de George tenía una expresión pétrea, pero hacia la mitad de la comida pudo observar que la expresión de Elizabeth era aún más pétrea. George había ordenado un carruaje para las ocho de la mañana, de modo que el equipaje debía quedar preparado durante el día. Finalmente, cuando no había criados que lo oyesen, George preguntó a su esposa si había terminado el arreglo de su equipaje.

—Esta tarde no he hecho nada —contestó Elizabeth.

—¿Por qué?

—Porque no permitiré que en presencia de terceros me hablen como tú lo hiciste frente a Drake Carne.

—¡Si apenas te hablé! Además, jamás debió permitirse que Carne entrase en esta casa.

—Permíteme decidir eso por mí misma.

George enarcó el ceño. Percibió ahora la intensidad de la cólera de Elizabeth.

—¿Qué tenía que decir ese joven pretencioso?

—Que tú has estado tratando de echarlo de su taller.

—¿Lo crees?

—No si tú me dices que no es cierto.

—No es del todo falso. Su presencia allí es una afrenta intencional. Y como tú pudiste comprobarlo, le permitió continuar su amistad con Geoffrey Charles.

—¿Era necesario que apelases a… a formas de presión como cortarle el suministro de agua… dañar la empalizada que él había levantado, y amenazar a los aldeanos que le dan trabajo?

—¡Santo Dios, no conozco los detalles! Dejo a cargo de otros los detalles. Quizás excedieron los límites que les impuse verbalmente.

Elizabeth se limpió la boca con la servilleta, y pensó en su propio resentimiento contenido, aunque en realidad sólo en parte procuraba contenerlo.

—George, si eres demasiado importante para considerar detalles, ¿no eres también demasiado importante para descender a mezquinos recursos con el propósito de intimidar a un joven que te desagrada?

—Veo que el hermano de Demelza es persuasivo.

El empleo del nombre fue intencional, e implicaba reavivarlas antiguas antipatías de Elizabeth, recordarle que ellas existían.

—¿Y era necesario también —dijo Elizabeth— que tú contratases a un grupo de matones para que apalizaran a un joven y lo desfiguraran, quizá para toda la vida?

George se sirvió una porción de torta, la dividió y se llevó un pedazo a la boca.

—De eso, nada sé. Como tú ya lo habrás comprobado, no creo en la brutalidad. ¿Qué te ha contado ese hombre?

Elizabeth repitió el relato, sin apartar los ojos de George.

—Por supuesto, sus intenciones no eran buenas. Esa es la verdad. Como tú sabes, él echó los sapos en nuestro estanque.

—¿Lo ha confesado?

—¿Es probable que lo confesara? Pero hay pruebas suficientes. Estoy seguro de que se proponía hacer algo ilícito cuando Tom Harry lo sorprendió. Es un advenedizo que sabe hablar, y sin duda consiguió ofrecerte argumentos convincentes.

—Pero aunque estuviera cazando en vedado, Harry no tenía derecho a tratarlo así.

—Si es cierto, lo reprenderé.

—¿Eso es todo?

—¿Qué más deseas?

—Que se le despida.

—¿A causa del testimonio de este individuo?

—Habrá que verificar su versión. George, creo que cometes un error terrible.

—¿En qué?

—Yo… he vivido en Trenwith casi la mitad de mi vida. Como sabes, no fui feliz con Francis; pero los Poldark residieron allí doscientos años y se crearon la reputación de… de que eran considerados con los aldeanos. Tu actitud es distinta. No te critico el deseo de tener más intimidad, de fijar límites mejor definidos, de poner más distancia entre los aldeanos y nosotros. Es tu actitud, y como soy tu esposa, también es la mía. Pero… no creo que desees inspirar antipatía y odio… y eso es lo que Tom Harry y sus matones lograrán si no te desembarazas de ellos. Los ves únicamente cuando pasamos aquí las vacaciones. ¿Cómo se comportan cuando no estamos aquí? ¿Qué actitud tuvieron frente al amigo de Geoffrey Charles? ¿Te imaginas lo que Geoffrey Charles sentirá si se entera de esto? ¿Qué amistad puede crearse entre tú y él, cómo puedo abrigar la esperanza de restablecer cierta amistad entre mi hijo y mi marido si pueden ocurrir cosas como esta… ya que no por tus órdenes, al menos con una leve expresión de desaprobación de tu parte una vez que ocurrieron? Explícamelo, George. ¡Explícame eso!

La llegada de un criado que vino a despabilar las velas y de otro que se ocupó de servir el brandy impidió que George contestara. Permanecieron sentados, en un tenso e irritado silencio, uno frente al otro, las miradas desviadas y deformadas por las luces parpadeantes. Los criados parecían formar una caravana interminable, y uno entraba y otro salía. Elizabeth rehusó el brandy y se puso de pie. George también se puso de pie, y permaneció en esa postura cortés hasta que ella abandonó la habitación. Después, volvió a sentarse y cerró las manos alrededor de la copa, calentando el brandy y moviéndolo apenas para que desprendiese su aroma. Sabía que le amenazaba una crisis en su relación con su mujer.

IV

La crisis culminó en el dormitorio de Elizabeth. George entró y la encontró cepillándose el cabello. Era una rutina nocturna que ella no confiaba a ninguna criada. Se lo cepillaba suave, rítmicamente; le producía un efecto soporífico y la preparaba para el sueño. Elizabeth siempre se quejaba de que perdía cabellos; todas las noches cuando ella había terminado, encontraba finas hebras adheridas al cepillo. Pero volvía a crecerle, de modo que los abundantes mechones nunca raleaban. Y hasta ahora, tampoco se había atenuado demasiado su color.

George dijo con medida cortesía:

—Aún no has terminado la preparación de tus maletas. Polly dice que no le impartiste las instrucciones necesarias para hacerlo en tu lugar.

—No. No, no lo hice.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Porque dudo de que me convenga ir contigo mañana.

George cerró la puerta y se sentó en una silla, cruzó las piernas y encorvó levemente los hombros, con esa actitud formidable que adoptaba cuando debía resolver un conflicto. Ella le daba la espalda, pero cada uno podía ver el rostro del otro en el espejo.

—¿En qué te beneficiará quedarte aquí?

—Ya que según parece nos separamos cada vez más —en la conducta, la simpatía y la comprensión— quizá sea más apropiado separarnos también de hecho.

—¿Todo esto… tu actitud actual… proviene exclusivamente de la visita de un muchacho vengativo?

—No —dijo Elizabeth con voz serena—. Pero es la gota… ya sabes… la gota que colma el vaso.

—¿Crees que su visión de las cosas es más aceptable que la mía?

—De ningún modo. Pero su visita y lo que me dijo destaca las… las diferencias, las divisiones que se han ahondado entre nosotros.

—Explícate un poco mejor. Sugieres que nuestra vida está fracasando por el tipo de criados a quienes empleo, las normas que les impongo, las restricciones con las cuales limito el acceso libre y desembarazado de todo el mundo a mi… a tu propiedad. Esa es la causa actual de tu agravio. Ahora, dime el resto.

Ella dejó de cepillarse, bajó los ojos para mirar la mesa de tocador y después los alzó para encontrar la mirada de George en el espejo.

—Creo que nuestra vida conyugal está fracasando a causa de la sospecha y los celos.

—Eso es un ataque a mi persona, no a mis criados.

—Oh, George… tus criados no son más que un síntoma. ¿No es así? Debes reconocerlo, porque de lo contrario no obtendremos ni siquiera la base indispensable para discutir. Esta antipatía que sientes por Drake Carne… Conozco todo lo que puede decirse contra él. No me agrada ese joven, y lo único que deseo es desembarazarme de él. Pero esta… esta mezquina persecución… y cosas aún peores… ¿no se originan en realidad en su condición de hermano de Demelza… y por lo tanto en su condición de cuñado de Ross?

—¡Ah! —exclamó George, y descruzó las piernas—. Me preguntaba cuándo llegaríamos a eso.

—¿A qué?

—A la afirmación de que mi antipatía hacia el joven Carne responde al hecho de que es el cuñado de Ross. ¿Acaso la confianza con que aceptas lo que él te dijo, tu defensa de su persona contra mis criados, no se origina en la misma fuente?

Elizabeth depositó el cepillo sobre la mesa. El corazón le latía como si hubiese tenido que bombear un fluido más espeso que la sangre.

—Dije que nuestra vida conyugal estaba fracasando a causa de la sospecha y los celos. ¿No acabas de confirmarlo en este mismo instante?

—¿Crees que sospecho de Ross, que siento celos de él?

—Por supuesto. Por supuesto. ¿No es así? ¿Ese sentimiento no está carcomiéndote, destruyendo todos tus éxitos, emponzoñando la vida de familia, convirtiendo en bilis todo lo que consigues?

—¿Y todas mis sospechas son infundadas?

Ella se volvió para enfrentarlo, los cabellos descendiendo en cascada sobre los hombros.

—Dime cuáles son, y te contestaré.

El cuerpo de George se estremeció a causa de la cólera.

—Creo que todavía amas a Ross.

—¡Eso no es todo! No es eso todo lo que piensas.

—¿No es bastante?

—¡Es más que suficiente! ¡Imagino que por eso has ordenado que me sigan cuando estoy en Truro, que tus secuaces me espíen como si yo fuese un criminal sospechoso de un terrible delito, acerca del cual aún no se han reunido pruebas suficientes! ¡No fuese que me encontrase con Ross en un rincón oscuro! ¡No fuese que estuviese viviendo con él una aventura amorosa! Por supuesto, es suficiente. —Se puso de pie; se le había quebrado la voz; se llevó la mano al cuello, como si tratase de dominar las vibraciones de sus cuerdas vocales—. ¡Pero eso no es todo! ¿Deseas que… te induzca a decir el resto?

En el último instante la prudencia innata de George, su sentido común comercial, lo indujo a mantener el terreno, pero sin ir más lejos. No estaba dispuesto a expresar sus peores sospechas al precio de perder a Elizabeth. La situación comenzaba a descontrolarse. George no estaba acostumbrado a permitir que sus sentimientos se le impusieran. Uno sabía instintivamente cómo resolver una crisis comercial común, pero no esto. Esa crisis con una mujer, era como verse arrastrado por el oleaje.

Se puso de pie.

—Ya basta. —Habló con voz imperativa—. Hemos dicho bastante. Podemos volver a hablar por la mañana, cuando nos hayamos serenado.

—No —dijo ella con idéntica decisión—. Si hay algo que decir, debemos decirlo ahora mismo.

—Bien, haré un trato contigo —dijo George—. Partamos mañana, de acuerdo con lo convenido, y antes de salir escribiré a Tankard ordenándole que en adelante se abstenga de molestar a Carne. Los restantes problemas, otras dificultades, pueden resolverse después.

—No —repitió Elizabeth—, George, no hay después. Es nuestra última oportunidad.

Él se acercó a la puerta, pero Elizabeth le cerró el paso. Tenía los labios manchados a causa de su propia palidez. Las buenas intenciones de George se esfumaron y alzó una mano como disponiéndose a golpearla. Ella no se amilanó.

—¿Por qué tratas a tu hijo como si no fuera tuyo?

—¿A Valentine?

—A Valentine.

George se pasó la lengua por los labios.

—¿Es mío?

—¿Cómo podría pertenecer a otro hombre?

—Tú tienes que decírmelo.

—¿Y si lo hago?

—¿Si lo haces?

—¿Me creerás? Durante un segundo, sólo un segundo, ¿creerás que lo que te digo es la verdad que viene del fondo de mi corazón? ¡De ningún modo! ¡Por eso digo que los celos están recomiéndote! ¡Por eso digo que la vida en común ha llegado a ser imposible! ¡Esto debe terminar! ¡Y terminará esta noche!

Él dejó caer la mano y la miró con la profunda hostilidad de un toro aguijoneado.

—Debes decírmelo, Elizabeth. ¡Debes decírmelo! ¡Tienes que decírmelo!

Ella vaciló, se volvió y entró en su tocador, los cabellos flotantes a causa del movimiento del cuerpo. Durante un momento George creyó que ella daba por terminada la escena, que había concluido con él y se proponía abandonarlo, su posesión más preciada perdida para siempre. Pero regresó con la misma rapidez con que había salido. En la mano tenía una biblia. Se acercó a él, depositó la biblia sobre una mesa.

—Ahora —dijo—. Escucha esto, George. ¡Te digo que me escuches! Juro sobre esta biblia, como cristiana creyente y con la esperanza de mi salvación definitiva, que nunca, nunca entregué mi cuerpo a ningún hombre, salvo a mi primer marido, Francis, y a ti, George. ¿Te basta eso? ¿O crees que mi juramento no es suficiente para convencerte?

Hubo un silencio prolongado.

—Ahora —dijo Elizabeth, y las lágrimas al fin comenzaban a afluir—, ya lo hice. ¡Sé que ni siquiera eso sirve de algo, que es pura pérdida de tiempo! Por la mañana iré a Trenwith. Podemos arreglar algo… nuestra separación. Puedo ir a vivir con mis padres. Tú harás lo que te plazca. Es el fin…

George dijo con voz espesa:

—Elizabeth, no debemos permitir que esta situación nos domine. Escúchame. —Sentía que estaba pisando arenas movedizas—. Si me he equivocado…

—¡Sí te equivocaste…!

—Bien, sí. Bien, sí. Si lo que dices… Debes concederme tiempo para pensar… —Tosió, tratando de eliminar la flema que se había reunido en su garganta.

—¿Pensar qué?

—Por supuesto, acepto lo que dices… naturalmente, lo acepto. Imagino que estuve un poco desorientado… quizá me he mostrado absurdo. Como tú dices, en el fondo hubo sospechas y celos…

Elizabeth esperó.

—Pero tú sabes…

—¿Qué sé?

—La sospecha y los celos… puedes condenarlos y con razón… pero aunque sea de un modo deformado indican el fondo de mis sentimientos. Es cierto. Tal vez no lo creas, pero es cierto. El amor… el amor puede ser muy posesivo cuando se ve amenazado. Sobre todo cuando lo que lo amenaza… es más precioso que la vida misma. Oh, sí —se apresuró a continuar porque vio que ella quería hablar—, es muy fácil decir que uno no demuestra amor con la falta de confianza. Pero la naturaleza humana no es tan sencilla…

Ella medio se volvió. George la siguió.

—Mira —dijo—. La intensidad misma del sentimiento que tú me inspiras origina una fiebre contraria que ninguna certeza… es decir, la certeza común… puede curar. No llores…

—¡Cómo puedo evitarlo! —gritó Elizabeth—. Durante meses… meses interminables… tu amarga crueldad… la frialdad que me demostraste y que mostraste a tu hijo…

—Eso terminará —dijo George, conmovido por un profundo sentimiento que barrió con su cautela natural—. A partir de ahora. Desde esta noche misma. No es demasiado tarde. Después, podremos reanudar nuestra vida.

—Ahora —dijo desdeñosamente Elizabeth—, quizá piensas así ahora. Pero ¿qué me dices de lo que ocurrirá mañana, y después? Todo recomenzará. ¡No puedo… no quiero continuar!

—Tampoco yo. Eso sería imposible. Te lo prometo, Elizabeth. Escúchame. No llores…

Ella rechazó el pañuelo que le ofrecía George, y se enjugó las lágrimas con la manga del camisón. Volvió a la mesa de tocador, y con un movimiento brusco tomó el cepillo y volvió a dejarlo.

—No deseo separarme de ti —dijo Elizabeth—. De veras, no lo deseo. Todo lo que dije cuando nos casamos es verdad. Más que antes. Pero te dejaré, George. Juro que lo haré si esto…

—No lo harás. Porque esto no se repetirá. —De nuevo él la había seguido y arriesgándose le besó los cabellos, pero ella no lo apartó.

—Bien —dijo Elizabeth—. ¡He formulado un juramento! No es posible hacer más. ¡Jura tú también! No mencionar jamás, ni alimentar ideas ni perversas sospechas…

—Lo juro —dijo George, la mano sobre la biblia. Sus sentimientos le impulsaban. En toda su vida nunca se había sentido tan conmovido. Al día siguiente, a pesar del juramento, y de acuerdo con las predicciones de Elizabeth, volvería a pensar lo mismo. Pero quizá nunca del mismo modo. No debía ni podía volver a eso, pues había estado al borde del abismo. Después de todo, Valentine… George aceptaba el juramento de Elizabeth. En vista de sus serenas pero firmes convicciones religiosas, era inconcebible que ni siquiera para salvar su matrimonio ella arriesgara el alma mintiendo con la mano sobre la biblia. Así, sus sentimientos lo acorralaron por ambos extremos. La pérdida casi inminente y la enormidad del triunfo. Tenía los ojos húmedos y trató de hablar, pero se le cerró la garganta y no pudo decir palabra.

Ella se inclinó sobre el cuerpo de George y este la abrazó y la besó.