Poco antes de Pascua, Drake supo que los Warleggan habían regresado a la casa Trenwith y decidió visitar a la señora Warleggan.
Geoffrey Charles no había ido por Navidad porque sus padres estaban en Londres. Drake sabía que las fiestas de Pascua en Harrow tenían apenas dos semanas de duración, de modo que no era probable que el joven estuviese en Trenwith.
Drake de ningún modo deseaba que su visita tuviera el carácter de un gesto presuntuoso. Por el contrario, se proponía aclarar ese punto desde el comienzo mismo; sólo deseaba unos minutos para hablar respetuosamente con la señora Warleggan acerca de Geoffrey Charles y de la persecución cada vez más grave de la cual se le hacía objeto. Después de haber visto de lejos más de una vez a la señora Warleggan y de saber que era respetada en las aldeas, Drake no podía creer que ella fuera cómplice de lo que estaba ocurriendo.
Deseaba destacar primero que, aunque su simpatía y su estima por Geoffrey Charles eran grandes, la continuación de esa amistad no era algo que él buscase especialmente. Pero como ahora vivía en el taller de Pally, mal podía desairar al joven o negarse a hablarle cuando le visitaba. Apreciaba la amistad de Geoffrey Charles y confiaba en que continuaría mientras ambos viviesen; pero si, como parecía ser el caso, el señor y la señora Warleggan desaprobaban absolutamente esa relación, Drake les rogaría que ellos adoptasen las medidas pertinentes para ponerle fin. Si deseaban eso, y prohibían las visitas de Geoffrey Charles al taller de Pally, el asunto terminaría definitivamente. De ningún modo Drake intentaría renovar la amistad. Pero ¿sabía la señora Warleggan que la granja contigua al terreno dónde se levantaba el taller había sido comprada por cierto señor Coke que, según todos sabían, era testaferro de los Warleggan, y que en consecuencia el arroyo que atravesaba el terreno del taller había sido desviado y por lo tanto con tiempo seco él no tenía agua suficiente para practicar su oficio? ¿Sabía que se habían realizado intentos, con cierto éxito, de envenenar el pozo de agua arrojando ratas muertas? ¿Sabía que a menudo los carros y otras cosas que él reparaba para sus clientes aparecían destruidos al día siguiente? ¿Sabía que ciertos habitantes de la región ya no acudían a él porque temían las consecuencias?
Drake confiaba en la posibilidad de explicar todo eso, y de hacerlo tranquila y respetuosamente, y deseaba pedirle después que ella hiciera algo para suspender esos actos. Y si ella le decía que todo eso no era más que una persecución que él imaginaba, Drake tenía pequeñas pruebas que demostrarían su versión.
Sabía que corría el riesgo de que no le permitieran entrar en Trenwith. Sabía que no era más que un humilde artesano, y tenía conciencia de la poca simpatía que le dispensaba el señor Warleggan. Por eso mismo, había esperado un día o dos, confiando en que la suerte le favorecería y podría encontrar a la señora Warleggan cuando ella visitaba la aldea. Pero no la vio.
Finalmente, el Jueves Santo decidió hacer su visita. Era un día luminoso, pero soplaba un fuerte viento del este, de modo que uno caminaba de prisa bajo el sol y temblaba a la sombra. Durante la noche se había formado una fuerte marejada, las olas se levantaban cada vez más altas y enviaban al aire chorros de espuma, y el viento dispersaba miríadas de gotas de agua. El cielo mostraba un azul intenso, y el paisaje parecía una sábana incolora.
Como su visita tenía carácter formal, Drake no siguió el atajo prohibido, y en cambio se acercó a la entrada y avanzó por el sendero principal. Era el camino que había recorrido muchas veces para ver a Morwenna y Geoffrey Charles, dos años antes. Siempre que atravesaba la entrada, se repetía la mezcla de dolor y placer evocada por el recuerdo. Avanzar por el sendero hacía aún más acerbo ese sentimiento.
Cuando llegó a la vista de la casa un hombre se cruzó en su camino; venía del bosque, el lugar donde Drake había recogido las campanillas. Drake reconoció a Tom Harry y apretó levemente el paso para evitarlo.
—¡Eh! —gritó Harry.
Drake casi había alcanzado la segunda entrada, que se abría sobre el jardín.
—¡Eh, usted! ¿Adónde va?
Tenía que detenerse. Harry estaba armado con una vara, y ahora apresuró el paso, el rostro hinchado y la expresión muy agria.
—¿Bien?
—Vine a preguntar si la señora Warleggan tiene la bondad de concederme unos cinco minutos —dijo Drake.
—¿A usted? ¿Para qué?
—He venido a pedirle un favor. Relacionado con un asunto que me interesa mucho. Iré por la puerta del fondo y preguntaré. Si no desea recibirme, me iré inmediatamente.
—¡Se irá inmediatamente antes de llegar a la puerta! —dijo Harry. Su desagrado por los hermanos Carne se había acentuado durante el último año. En primer lugar, Sam, el predicador de la Biblia, había intentado quitarle a Emma, y había pretendido convertirla en metodista; y aunque había fracasado y pese a que ella se reía de Sam cada vez que lo veía, Tom no estaba muy convencido de que durante ese período no hubiese ocurrido algo y de que Emma no hubiese sido víctima de alguna maloliente e inmoral magia religiosa, pues aunque ella era todavía la muchacha de Tom, aún no aceptaba casarse. A veces se mostraba hosca y malhumorada, y su risa franca y sonora se oía mucho menos que antaño.
Y en segundo lugar, en segundo lugar, hacía más de un año que la gente había comenzado a murmurar, y los rumores finalmente habían llegado a los sucios oídos de Tom Harry; afirmaba el rumor que todo el asunto de los sapos, todas las dificultades que Harry había tenido que afrontar como consecuencia de los malditos sapos eran obra de Drake Carne, el hermano menor, el que ahora estaba frente a él reclamando con su descaro arrogante, insolente y perverso el derecho de entrar en Trenwith y hablar con la señora Warleggan. Era más de lo que un hombre decente podía soportar. En todo caso, era más de lo que Tom Harry estaba dispuesto a soportar. Se llevó los dedos a la boca y emitió un silbido penetrante.
Drake lo miró fijamente. Ese era el encuentro que había deseado evitar. Con o sin vara no temía a Tom Harry; pero lo que menos deseaba era que su visita desembocara en una pelea. No podía seguir su camino si el corpulento guardia le cerraba el camino; y sería difícil convencer a la señora Warleggan de la justicia de su queja si dejaba en el campo a uno de sus criados con los labios rotos y la nariz sangrando, y él mismo se presentaba ante ella en un estado más o menos parecido.
—Bien —dijo—, si no me permite el paso tendré que volver otra vez. Vengo a hacer una petición pacífica y no deseo entrar por la fuerza. De modo que ahora mismo me marcho. Buenos días.
—Oh, no, todavía no —dijo Tom Harry con una sonrisa tensa—. Todavía no. Los entrometidos como usted tienen que recibir una lección por entrar sin permiso en propiedad privada. ¡Por mucho menos podrían encarcelarle!
Drake oyó pasos detrás y cuando se volvió descubrió que otros guardias se acercaban. Eran parecidos a Harry, y Drake los había visto juntos en Grambler y Sawle.
—Muchachos, tenemos a un entrometido —dijo Harry—. Seguramente es cazador furtivo. Creo que estuvo poniendo sus trampas en nuestros bosques. Muchachos, hay que ajustarle las cuentas. ¿Qué os parece?
Uno de los dos que acababa de llegar tenía un bastón. Y el tercero una correa. Se acercaron a un par de metros de Drake y lo rodearon. Miraron a Drake y después al jefe, no muy acostumbrados a que se les pidiese opinión, y tampoco conscientes de que en realidad no era ese el caso.
—Creo que será mejor llevarlo a la casa —intervino uno de ellos.
—No —dijo Harry—. No. No queremos tratarlo demasiado mal, ¿verdad? Sobre todo necesita una lección. Para que no se le ocurra volver por aquí. Vamos a sacudirle el polvo… Sujetadlo.
Drake amagó súbitamente hacia Harry y después, rápido como el rayo, se lanzó entre los dos guardias restantes. Una mano le aferró la chaqueta, tiró, desgarró y volvió a tirar, y de pronto Drake se desprendió de la prenda y echó a correr. Una vara le había golpeado las piernas y se las adormeció, pero Drake sólo trastabilló, sin caer. Corrió hacia el bosque.
Era mucho más rápido que cualquiera de los tres hombres y se hubiera distanciado con facilidad de no ser por una cosa. Atravesó el primer campo, completamente liso, y después tuvo que salvar un muro de mediana altura que dividía el primer campo de una parcela arada, antes del bosque. Normalmente podría haber saltado la pared apoyándose en una mano, pero había advertido que algunos músculos aún estaban entumecidos por el golpe de la vara, provocando que rozara las piedras del borde del muro. En lugar de caer ágilmente, de hecho se desplomó, y todo el peso cargó sobre el tobillo. Una llamarada de dolor le atravesó la pierna derecha. Se arrodilló, quiso incorporarse apoyándose en un pie, pero este cedió y Drake volvió a caer. Intentó otra vez, saltando en un pie. Pero entonces ya sus perseguidores habían caído sobre él como una carga de ladrillos, abrumándolo a puñetazos y golpes de vara. Lo derribaron al suelo y después, furiosos porque casi se les había escapado, le dieron de patadas hasta que perdió el conocimiento.
II
Permanecieron alrededor de él, jadeantes, los rostros enrojecidos por el esfuerzo. Sólo uno de los tres, un hombre llamado Kent, se sentía un tanto inquieto por el entusiasmo feroz de sus compañeros.
—Tom, ya es bastante. Creo que tardará en recuperar el sentido. Dejémoslo ahora.
—¿Dejarlo? ¡No en nuestra tierra! Faltaríamos a nuestro deber.
—Creo que tendrán que curarlo.
—No. A las ratas nadie les hace daño. ¡Aplástales todos los huesos; se meten en sus agujeros y al día siguiente salen a olfatear como si nada hubiese ocurrido!
—Entonces ¿lo llevamos a la casa? —preguntó el otro guardia.
Tom Harry movió la cabeza. Quizás el señor Warleggan creyera que se habían excedido en el cumplimiento de su deber. Y si por casualidad la señora Warleggan lo descubría, incluso podían perder el empleo.
—No. Lo echaremos al estanque. Seguro que eso lo refrescará.
El estanque estaba del otro lado del bosque, adyacente al camino principal que corría entre Sawle y Santa Ana. Lo usaban todos los campesinos que poseían ovejas o cabras, y era también donde llevaban a beber al ganado vacuno de Trenwith. Del otro lado del camino se encontraba la amplia parcela de tierra común usada para celebrar reuniones o festividades; y hasta donde lo permitía la escasa vegetación, para apacentar animales. La tierra común desaguaba en el camino, y esta en el estanque, el cual cuando el tiempo era húmedo tenía unos cien metros de largo, y una profundidad de un metro o más. Con tiempo seco, sobre todo después de un período de muy escasas lluvias como era ahora, se reducía a la cuarta parte de su extensión habitual y a la mitad de su profundidad, y sus aguas se enturbiaban con el limo verde y las excreciones de los animales que venían a beber.
—Vamos, muchachos —dijo Tom Harry.
Cargaron a Drake, rodeando el bosque, y llegaron al borde del estanque; después de balancearlo un par de veces para cobrar impulso, arrojaron el cuerpo inerte.
La impresión del agua lo revivió. Drake giró sobre sí mismo, y se sentó, jadeando y escupiendo, la cabeza y los hombros sobre el nivel de las aguas lodosas.
—¡Tirad al turco! —gritó Tom—. ¡Tirad al turco! ¡Diez bolas por un penique! ¿Eh, muchachos? ¡Diez bolas por un penique!
Incitó a los otros dos, pero Kent no quiso intervenir. Tom y el segundo guardia recogieron piedras y lodo y comenzaron a arrojar proyectiles a Drake. Algunos erraron, otros dieron en el blanco, Drake trató de incorporarse, no lo consiguió, se desplomó otra vez, volvió a sentarse, y con movimientos lentos y dolorosos comenzó a acercarse a la orilla opuesta del estanque. Lo persiguieron, muertos de risa, desafiándose mutuamente a mejorar la puntería, discutiendo acerca de los premios que habían ganado. Como el estanque se angostaba hacia el extremo, también la distancia disminuyó y una piedra de buen tamaño arrojada por Tom golpeó a Drake en la sien y el muchacho comenzó a hundirse lentamente en el agua. Allí la profundidad era escasa, pero Drake cayó primero de boca, y después pareció volverse y flotar con la cara hacia arriba, una parte sumergida y otra expuesta al aire. En la superficie se formaron burbujas.
—¡Malditos seáis, mataréis a ese muchacho! —murmuró Kent, y se acercó al borde del estanque, comenzó a vadearlo, tomó a Drake por la pechera de la camisa manchada de sangre, lo arrastró hacia la orilla y lo dejó acostado sobre el blanco limo. Una mancha rojiza tiñó el agua donde él había flotado.
Kent se limpió los dedos, se enderezó y miró a los otros dos, que estaban acercándose. Tom y su amigo contemplaron la figura inconsciente, en cuyos labios comenzaba a formarse una espuma sanguinolenta.
Tom Harry escupió a Drake y dijo:
—Esto es por los sapos, amiguito. La próxima vez piénsalo mejor. —Después se volvió, pero los otros dos se retrasaron.
—¡Dejadlo estar! Se arreglará. ¡Dejadlo estar! Que el hermano predicador de la Biblia se ocupe de él.
III
Por extraño que pudiera parecer en una región donde rara vez pasaba inadvertido el movimiento de un ser humano —o cualquier movimiento— nadie presenció el incidente del estanque. Uno de los hijos de Will Nanfan fue el primero en ver la figura, se acercó cautelosamente para mirarla y después corrió y llamó a su madre. Char Nanfan, la vigorosa y apuesta mujer de los hermosos cabellos dorados —ahora encanecidos por los años— salió del cottage con dos de sus hijitas, y exclamó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —y puso de espaldas a Drake, le limpió el lodo y la sangre de la boca, las fosas nasales, y ordenó a su robusto hijo de diez años que le ayudase a transportarlo hasta el cottage.
Allí, lo depositaron sobre el piso de tierra de la cocina, le salpicaron el rostro con agua fría del pozo, le palmearon las manos, y al fin consiguieron que mal o bien recuperase la conciencia. Llamaron a Will Nanfan, que estaba cuidando sus ovejas, y el hombre examinó al muchacho, buscándole huesos rotos, y después dijo que mandaría llamar al doctor Choake.
Drake rechazó enérgicamente la idea de llamar al médico, y tampoco suministró datos acerca de la identidad de los atacantes. Se limitó a decir que tres vagabundos le habían agredido e intentado robarle. No los conocía y difícilmente podría identificarlos si volviese a verlos, pues habían mantenido los rostros cubiertos con pañuelos. Se atragantó con la ginebra que le dieron de beber, y pareció al borde de un nuevo desmayo. Finalmente, pidió que le diesen diez minutos para recuperarse para después irse caminando. Will Nanfan dijo que mandasen llamar al hermano, pero Drake afirmó que Sam seguramente trabajaría en la mina hasta las seis, y que no había que molestarlo; si le concedían diez minutos, se repondría del todo.
Char dijo que todo eso era una verdadera vergüenza; más de una vez había admirado con ojos muy femeninos a ese apuesto joven, y ahora se preguntaba si como consecuencia del ataque quedaría desfigurado para siempre. Tenía un corte en la mejilla y los labios muy hinchados; un ojo negro y una ceja partida. Char aplicó a la mejilla un tosco vendaje para contener la hemorragia, puso una compresa fría sobre el tobillo hinchado y dijo que debía descansar una hora o dos antes de dar un paso. Drake afirmó que sólo necesitaba diez minutos, pero después de decirlo dos veces más, con intervalos regulares, al fin cedió y se sumergió en un estupor del cual emergió cuando llegó Sam.
—¿Mandaron llamarte? —dijo Drake—. No debieron hacerlo —pero Sam dijo que eran más de las seis y que venía directamente de la mina, a lo que Drake observó:
—Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo? ¡Se habrá apagado mi fuego!
Así, media hora después partieron hacia el taller de Drake. El sol ya descendía sobre el horizonte como una moneda al rojo vivo que se hunde en el mar brumoso.
En el camino, Sam escuchó el relato de su hermano. Drake, que tenía puesta una chaqueta prestada, y que avanzaba con paso tan lento que se hizo noche antes de llegar, obligó a Sam a jurar secreto.
—No me preocupo por mí mismo; pero mira, no debemos provocar querellas entre ellos y nosotros. Quizá me equivoqué al creer que…
—Fue absurdo —dijo amablemente Sam—. Muy absurdo. Tendría que haberte acompañado. Ese Tom Harry es un hombre lamentable, un hombre lamentable hundido en sus pecados. El infierno se apoderará de él. Pero no podemos impedir que hayan diferencias…
—No podemos impedirlo, pero es importante que el capitán Ross no se entere de esto.
—Sí… sí… De todos modos, es difícil guardar el secreto en esta aldea. ¿Nadie te vio?
—Creo que no. Me parece que no. Mira, ya hay suficientes dificultades entre los Poldark y los Warleggan. Si llegara a saberse esto, ¿qué ocurriría? Debemos mucho al capitán Ross. Si llega a enterarse de esto, Dios sabe lo que hará. Y eso no debe ser, Sam. Por Demelza y por él.
—Es deber cristiano comer el pan del perdón. Pero Drake…
—Ayúdame, en seguida continuamos la marcha. ¿Qué decías?
—También es nuestro deber seguir el camino que Dios omnisapiente nos trazó. Levantarnos temprano, interrumpir tarde la labor, practicar la industria y el trabajo responsable, es lo que nuestro Padre Celestial nos impuso, después de haber limpiado nuestras almas. Pero… es difícil ver cómo puedes continuar siendo herrero en este vecindario, con tanta persecución. Lo que haces casi inmediatamente lo destruyen. Ahora…
Drake se puso de pie y continuaron la marcha.
—Bien, te diré una cosa. No abandono.
—No… —Sam miró el rostro lastimado de su hermano—. Pero temo por ti.
—¿Temes por mi alma?
—También eso, como bien sabes. Pero sobre todo temo por tu supervivencia y tu bienestar terrenales. Se habría necesitado poco más para ahogarte hoy. O para destrozarte las costillas. Pido perdón a Dios si me preocupa demasiado el bienestar carnal y la vida mortal de mi hermano; pero confieso que yo habría sufrido mucho si te hubiera ocurrido algo. No veo que nos beneficie a ninguno de los dos que pases tus días en el temor porque amenazan tu vida y tu seguridad… Tal vez, si vendes el taller, no sería difícil encontrar un lugar parecido en Redruth o Camborne… más cerca de casa. En ese caso, tú podrías…
—No abandono —dijo Drake.
No volvieron a hablar hasta que llegaron a la herrería. Sam no quiso subir a su hermano al primer piso, pues corría el riesgo de que al día siguiente se sintiese tan dolorido que no pudiera descender.
Trajo una estera y una manta. En la cocina había un pedazo de conejo hervido, y Sam lo calentó y lo sirvió con patatas y pan de cebada. Le complació ver que Drake ingería algunos bocados.
Después de comer, Sam retiró los platos y rezó una plegaria. Se proponía pasar allí la noche, pero antes de acostarse a dormir quiso saber qué pensaba Drake. La obstinada decisión de permanecer allí ya no parecía viable. Además, la persecución podía agravarse. Así lo explicó a su hermano menor.
Drake asintió.
—Sí, es cierto.
—Y Ross y Demelza… Comprendo tu actitud —dijo Sam—. Pero si no quieres complicarlos en esto…
—Haré lo que me propuse hacer hoy, ver a la señora Warleggan.
—Iré contigo. Si vas solo, se repetirá todo, pero peor. Juntos…
—No… Sam, no te mezcles en esto. Trataré de usar otra forma.
—¿Qué forma? Quizá la encuentres cuando sale a caballo, pero no creo que le agrade…
—Cuando ella vuelva a Truro… la veré allí. No puede tener guardias en una casa en la ciudad.
—Habrá lacayos. Y pueden ser tan perversos como estos guardias.
—No me reconocerán. Creo que aceptará recibirme. Le explicaré todo y pediré su ayuda.
Sam reflexionó un momento.
—¿Nunca hablaste con ella?
—No, nunca.
—Te tiene antipatía por lo de Geoffrey Charles.
—Sí, pero permitió que él viniese a verme el verano pasado.
—¿Por qué crees que te ayudará?
Drake se volvió, el rostro contraído por el dolor, con infinita paciencia.
—Tengo la impresión de que no le gustan estas cosas.