Capítulo 7

Una semana después de estos acontecimientos, una fuerza invasora francesa de cuatro navíos, que transportaba una tropa heterogénea y poco veterana, bajo mando norteamericano, desembarcó por sorpresa en Ilfracombe y Fishguard, y sembró el desconcierto durante breve lapso antes de retirarse de nuevo a Francia. Se difundió el rumor de que Bristol y el oeste habían sido invadidos, y de que grandes extensiones de territorio estaban ocupadas por el enemigo. Muchos habitantes rurales ya habían retirado su dinero de los bancos, y atesoraban el oro en lugares que creían mejor defendidos de la invasión. Comenzó una carrera en todo el país y los bancos se vieron asediados por los clientes que trataban de retirar su dinero antes de que fuese demasiado tarde. Pensaban que la nación estaba al borde de la quiebra, y como para justificar tales temores, el Banco de Inglaterra suspendió los pagos.

La situación era muy tensa en Truro, donde los tres bancos estaban presionados; el problema era determinar si todos podrían capear la tormenta, o si uno o dos de ellos tendrían que cerrar sus puertas. En definitiva, se vio que los dos bancos más importantes y más modernos sortearon mejor las dificultades, sobre todo gracias a la riqueza y el poderío industrial de los Warleggan, y a la riqueza y el prestigio de lord de Dunstanville. El tercer banco, el más antiguo y más pequeño, conocido aún como el banco de Pascoe, vaciló peligrosamente al borde del desastre. De acuerdo con la versión suministrada por Harris Pascoe, pareció que, lejos de ayudarle, o por lo menos de mantener una actitud neutral, los dos bancos restantes estaban usando su poder para minar el crédito del banco de Pascoe, con el propósito ulterior de garantizar su propia salvación. Pero después de varios días de tensión cada vez mayor, lord de Dunstanville llegó de Londres, sobrevino un cambio de actitud y el banco de Pascoe obtuvo nuevos créditos que salvaron la situación.

Ross estuvo en Truro un día después de la crisis. Encontró a Harris Pascoe más delgado y canoso, como si desde la última vez que se habían visto hubieran transcurrido dos años en lugar de dos meses.

Durante un rato Pascoe pareció con ganas de hablar, no de sus dificultades personales, sino del problema más general; se hubiera dicho que se tranquilizaba viendo las cosas en perspectiva, porque de ese modo calmaba sus propias emociones.

—Pitt ha estado caminando años enteros en la cuerda floja. La presión de la guerra sobre toda la economía… Tenía que sobrevivir una crisis.

—¡Desencadenada por un puñado de franceses que desembarcaron, incendiaron unas cuantas casas y después se retiraron!

¡Eso no habría ocurrido en tiempos de Isabel!

—Fue la gota que desbordó el vaso. De todos modos, habría ocurrido. Ross, es una crisis de nervios. Excepto la última, hemos tenido una serie de malas cosechas… y ha sido necesario comprar en países extranjeros. Dos millones y medio de libras esterlinas para comprar cereales, sólo durante el año pasado. Además, el costo de mantener nuestras fuerzas y apoyar a los aliados —en un año hemos prestado a Austria seis millones de libras esterlinas— y también sostener a Irlanda. Todo se ha mantenido con dinero prestado; y el aumento de los precios y la caída de la producción han ido de la mano. Ahora todo es más caro, y es menor el número de personas que dispone del dinero necesario para comprar. Incluso la ayuda a los pobres es mucho más costosa, porque ahora hay más pobres. Asimismo —un hecho bastante lamentable— mientras la moneda francesa se depreciaba, aumentaba la inversión extranjera en Inglaterra. Ahora, se ha formado en Francia un gobierno diferente, y en vista del éxito de los ejércitos franceses, el franco empieza a parecer más estable y disminuye el flujo de oro a Inglaterra.

—¿Qué ocurrirá?

—¿Ahora? Continuaremos así un tiempo. El Banco de Inglaterra ha recibido autorización para emitir billetes de una y dos libras esterlinas, de curso legal. Además, han declarado que disponen de activos más que suficientes para satisfacer todas las demandas. El país se reorganizará. Pero ¿se satisfará la gente con el papel moneda cuando estaba acostumbrada al oro? En todo caso, no será así en las provincias. Y menos aún aquí.

—¿Cree que en Truro ya pasó lo peor?

—Sí, hasta donde es posible preverlo. Felizmente, hemos aplicado una política prudente de crédito y descuento de documentos, pues como usted sabe ningún banco puede afrontar todas sus obligaciones si se ve obligado a hacerlo con escaso preaviso. Naturalmente, esta situación nos impuso graves pérdidas, pues tuvimos que vender importantes valores a un precio muy inferior al real, con el fin de conservar nuestra solvencia.

—Hace un año o dos todos ampliaban sus operaciones, había dinero barato, las tasas de interés eran reducidas…

—Las condiciones cambian, la gente adinerada sopesa la situación y extrae discretamente sus propias conclusiones. Y de pronto, uno de ellos comienza a limitar sus compromisos, a reducir el crédito que otorga, a acumular sus propios recursos y a exigir el pago del dinero que se le debe y, finalmente, a convertir su papel moneda en oro. Nadie sabe quién empieza, pero así ocurren las cosas, y uno influye sobre otro, y este sobre un tercero y comienza la avalancha. Y cuando ha comenzado, nadie sabe dónde se detendrá.

—¿George Warleggan está en Truro?

—Volvió más o menos una semana antes de que comenzara el pánico. Regresó a Londres con la diligencia que partió esta mañana.

—¿Y… Elizabeth?

—Creo que continúa en Londres.

—¿El banco de Basset le ayudó?

—Hacia el final. Si no lo hubiera hecho, habríamos quebrado, y sólo por unas cinco mil libras esterlinas.

—Por lo tanto, es evidente que no le guarda rencor por la actitud que usted adoptó en la elección.

Pascoe miró en los ojos a Ross.

—Había creído lo contrario hasta el último momento.

II

El resto de la primavera transcurrió sobre un trasfondo de crisis, con momentos de alza y de baja. El ánimo sombrío de una nación que carecía de dinero y de ideas se alivió temporalmente con la noticia de una gran victoria naval conquistada por el almirante Jervis sobre los españoles; según la versión inglesa, Jervis había destruido una flota enemiga de doble número de barcos, y de ese modo había alejado durante un lapso razonable el terrible peligro de una unión entre las flotas española y francesa. Además de Jervis y otros almirantes, comenzaba a mencionarse otro nombre. Las acciones del comodoro Nelson se destacaron por sus tácticas brillantes y heterodoxas, y por su temerario valor personal. Su nombre se destacaba en un grupo de brillantes oficiales navales, del mismo modo que el de Bonaparte comenzaba a brillar con luz propia entre los generales franceses.

Pero el alivio originado en la noticia de esta batalla muy pronto se vio atemperado por los rumores terribles acerca de un motín que había estallado en la flota británica anclada en Portsmouth. Ciertamente, era una rebelión bastante moderada contra las intolerables condiciones que prevalecían en las naves. Los jefes satisfacieron algunas demandas y el movimiento se apaciguó sin provocar mayores daños, pero había descontentos en otros puertos y la confianza de la nación sufrió otro rudo golpe. Ross se sentía cada vez más inquieto, como si creyera que la vida cómoda del caballero rural en un remanso de la región occidental no era el lugar adecuado para un hombre que podía portar armas. El adiestramiento con los voluntarios no era un verdadero sustituto, pues esa fuerza le parecía cada vez más un refugio de ineficientes y desmoralizados. Demelza de buena gana hubiera evitado que leyese el periódico que llegaba todas las semanas, pero no sabía cómo lograrlo. Ross dedicaba cada vez más tiempo a reunirse con otros propietarios, para organizar la defensa regional. Sin embargo, a menudo le parecía que sus colegas tenían más interés en adoptar medidas que les defendiesen de la subversión interior.

A fines de febrero, la señorita Rowella Chynoweth contrajo matrimonio con el señor Arthur Solway. La ceremonia se realizó en la iglesia de Santa Margarita, de Truro. El vicario de Santa María presidió la ceremonia. El vicario de Santa Margarita acompañó a la novia. En toda su vida Osborne nunca se había sentido tan satisfecho como ahora de presenciar el matrimonio de una pareja. La ceremonia le pareció una pesadilla; sobre todo, la pregunta formulada por su colega a la pequeña congregación: «Por consiguiente, si una persona cualquiera puede mencionar una causa razonable que impida la unión legal en el matrimonio, debe decirla ahora…». Le irritó profundamente la necesidad de tolerar esa farsa en su propia iglesia, cuando en justicia hubiera correspondido expulsar de la ciudad a la joven, repudiándola como era costumbre hacerlo con las mujeres deshonradas.

La señora Chynoweth no asistió. La carta que Rowella le envió la había chocado profundamente; y casi se sentía más ofendida por la condición social del hombre a quien se imputaba la paternidad del niño. Nunca había podido comprender a su hija menor. Rowella mostraba un carácter más parecido al que había tenido el padre de la propia Amelia Chynoweth. El notorio Trelawny Tregellas, el hombre que se había pasado la vida fundando empresas que nunca sobrevivían ni siquiera el primer embate de la adversidad. Pero uno sospechaba que Rowella tenía cualidades de supervivencia de las que su abuelo había carecido por completo.

Garlanda viajó a Truro y acompañó a Morwenna que, después de su entrevista con Rowella, de nuevo había caído enferma. Fue una boda mezquina y sórdida. Llegó el carpintero con su hija mayor, la que padecía ataques; felizmente, la joven soportó bien toda la ceremonia. La esposa del carpintero no lo acompañó, pues esperaba de un momento a otro el nacimiento de su décimo hijo. El carpintero no se mostró tan agradecido como Ossie creyó que debía ser el caso. Su actitud era discreta y cortés, pero no se llevó la mano a la frente, y exhibió cierta tosca dignidad que explicaba ampliamente su áspera negativa a aceptar la beneficencia del asilo y la excelente caridad que ofrecían los administradores de esa casa. También explicaba su descarada negativa a desalojar el cottage en vista de que estaba atrasado en el pago de la renta. Arthur Solway, ese Arthur delgado, mal vestido, de espalda estrecha, presuntuoso y tacaño, era una astilla del viejo palo.

En realidad, Arthur Solway parecía sentirse mucho menos cómodo que su joven prometida, que a pesar de vestir sus mejores prendas, lograba parecer desaliñada, aunque de ningún modo apocada. Osborne no había pensado ofrecerles hospitalidad en su casa después de la boda; pero dos de sus criados llevaron té y tortas a la iglesia, y la gente permaneció allí conversando casi una hora antes de dispersarse. El joven matrimonio había encontrado alojamiento en la calle del Río, y se proponía vivir allí antes de comprar un cottage apropiado.

Ahora gozaban de cierta modesta comodidad. Arthur Solway había ido al banco a conversar con el señor Harris Pascoe, y había explicado que deseaba invertir un legado. Y el señor Pascoe le había aconsejado que se arriesgase a creer en la permanente solvencia del país y que comprara Consolidados, los cuales, al bajo precio que ahora tenían, podrían aportarle una renta de aproximadamente 30 libras anuales. Esa suma, unida a su sueldo en la biblioteca y a los trabajos que podía obtener aquí y allá, le permitiría sobrevivir. De todos modos, entre la fecha del acuerdo y la boda, Rowella a menudo se había preguntado si no le hubiera sido posible obtener un poco más. A veces, pensaba que había podido obtener 100 libras esterlinas suplementarias; y otras, juzgando por la expresión de los ojos de Ossie durante la etapa final de la negociación, pensaba que antes que ceder más, él habría preferido matarla.

Tras marcharse todo el mundo, las dos hermanas regresaron al vicariato y Ossie subió a su cuarto para cambiarse de ropa. Esa noche había organizado una partida de naipes. Cuando marido y mujer conversaron por primera vez de la vergüenza de Rowella, Ossie había anunciado que, como era la hermana de Morwenna, se proponía regalar cincuenta libras esterlinas a la infeliz muchacha; de ese modo, la joven no tendría que descender a la vida miserable que le tenía reservada su vil seductor. Aunque quizás ella no lo merecía, Ossie quería ser generoso. Y pese a que la tentación en este asunto marchaba de la mano con la obligación, Ossie no pensaba hacer lo que hubiera sido propio: informar de la conducta del perverso joven a sus patrones. Porque en ese caso, pese a que bien lo merecía, Arthur Solway no sólo perdería el empleo, sino que todos se enterarían de la vergüenza de Rowella. Según estaban las cosas, podía conservarse una mínima apariencia de respetabilidad, y el único sentimiento sería de compasión porque la hermana de la señorita Whitworth se había comprometido a aceptar un matrimonio tan absurdo. Era una gran lástima, observó Osborne, las manos bajos los faldones de la chaqueta, era una verdadera lástima que los recién casados hubiesen decidido vivir en Truro. Osborne confiaba en que Morwenna no mantendría relaciones sociales con su hermana. A lo que Morwenna dijo: «Es muy probable que no la vea». Ossie conocía los firmes lazos que unían a los miembros de la familia Chynoweth, y por eso mismo la respuesta de su esposa le sorprendió agradablemente. Comprendió que Morwenna tenía frente a la inmoralidad tan escasa paciencia como él mismo.

Cuando él salió para jugar su partida de whist, las dos hermanas se sentaron a cenar y conversaron un rato antes de acostarse. Garlanda regresaba a Bodmin al día siguiente. No se habló de la posibilidad de que otra de las hermanas viniese a vivir al vicariato. Ossie señaló que había perdido mucho dinero durante la última crisis bancaria, y que no podrían emplear a una persona para que ayudase a cuidar de los niños o se ocupase de la casa. Las dos niñas serían enviadas a la escuela y Morwenna dispondría de más tiempo para dedicar a su propio hijo.

Esa visita había representado un penoso esfuerzo para Garlanda, y su principal deseo era que concluyese cuanto antes. Perseguida por los lamentos de su madre —dichos en voz baja, porque en Bodmin nadie habría de conocer la verdad— había llegado al vicariato y descubierto que los tres ocupantes principales se detestaban unos a otros. Era comprensible que el señor Whitworth se sintiese profundamente ofendido por la terrible vergüenza que soportaba su propia cuñada. Morwenna lo disimulaba mejor, y trataba a la desgraciada joven con cierto grado de consideración; pero era obvio que sentía la mancha que había recaído sobre la familia, y sobre la propia Morwenna, porque todo eso había ocurrido cuando ella estaba a cargo de su hermana más joven.

A veces, Rowella se mostraba llorosa y compungida, como si esa hubiera sido la conducta que la familia y la sociedad esperaban de ella, pero al mismo tiempo parecía que en su actitud nada había cambiado; uno se atrevía incluso a sospechar que cuando estaba sola, en la oscuridad de la noche, en realidad no sentía el más mínimo arrepentimiento. Hasta el día de la boda continuó su rutina habitual, y leía constantemente, enseñaba y conversaba con las niñas. Y durante las comidas guardaba silencio, aunque era el centro inmóvil de la tormenta que se cernía sobre el vicariato.

Garlanda había tratado de adaptarse lo mejor posible, y conversaba animadamente de los asuntos de Bodmin cuando se ofrecía una oportunidad y, por lo demás, se limitaba a observaciones acerca de los hechos triviales de la vida cotidiana. Era evidente que, fuera de los detalles más superficiales, todo lo que se relacionaba con la boda podía considerarse tabú, a menos que una de las dos hermanas restantes lo mencionase primero, cosa que no hacían jamás. Así había llegado la boda, y habían comparecido el delgado y nervioso novio y los pocos invitados, se había servido el té con tortas y después se había formado una pequeña caravana que acompañó a la feliz pareja hasta el nuevo alojamiento. Rowella había besado a su hermana con la actitud indiferente de una persona que sale de casa por pocas horas. Arthur estrechó la mano de Garlanda y dirigió a la joven una sonrisa, pero no intentó besarla, como si tomarse libertades con una joven hubiera sido el último acto que podía ocurrírsele jamás a un hombre como él.

Y así se marcharon, y mientras Ossie asistía a su partida de whist, Morwenna y Garlanda se sentaron por última vez frente al fuego del hogar.

Garlanda veía que en su hermana mayor había sobrevenido un cambio profundo. Su reticencia anterior había sido fruto de la timidez; su trato con las personas con quienes la unía una relación íntima siempre había sido del todo franca y desembarazada. No era el caso ahora. Y si bien Morwenna atendía puntualmente sus obligaciones como esposa del vicario, ya no administraba tan eficazmente la casa. Tampoco se mostraba tan cuidadosa acerca de su propia apariencia. En esa familia de mujeres ella había sido la más puntillosa, la que se preocupaba de la pulcritud y la limpieza, incluso después de la querella más ruidosa. A menudo, cuando la madre no estaba, ella había asumido el mando y se había ocupado de que sus hermanas menores —aunque en verdad muy poco menores— se ajustaran a las normas de decencia y buen arreglo tanto en el peinado como en el atuendo. Ahora se la veía desaliñada y demostraba poco interés en el orden de la casa.

Sin embargo, había recuperado su buen aspecto y parecía gozar de excelente salud, y a Garlanda le parecía difícil armonizar su aspecto actual con la imagen de la criatura demacrada y doliente que le había transmitido su madre cuando describía la visita realizada a Truro, en el mes de julio, para conocer al nieto. Si las apariencias en verdad importaban, podía decirse que había escasos motivos de preocupación.

Pero Garlanda comprendió que los cambios sobrevenidos en la actitud de su hermana eran síntomas de un malestar más profundo. Si ella no amaba a su marido, era bastante lógico que lo tratase con una cortesía superficial, y eso no podía provocar la desaprobación de Osborne ni de nadie. Pero ¿era necesario que esa actitud se aplicase a todos, incluyendo a sus hermanas? En la medida en que uno podía referir esa misma actitud a un niño, parecía aplicarla a la relación con su propio hijo. Se parecía mucho más a una niñera del pequeño que a su madre.

Como sabía que en Bodmin se manifestaría el deseo de saber todo lo posible, esa última noche Garlanda se impuso la obligación de comentar no sólo las trivialidades de la boda, por lo que por dos veces abordó el asunto muy poco trivial de la caída de Rowella. La segunda vez Morwenna dejó su labor, sonrió distraídamente y dijo:

—Querida, sencillamente no puedo hablar de eso, todavía no. Es una herida que aún duele demasiado. Perdóname, querida, te has mostrado muy paciente.

—No, no. Wenna, comprendo lo que sientes.

—Dile a mamá que escribiré. Será mejor así.

—Elizabeth no asistió a la boda. Tampoco el señor Warleggan. ¿Los invitaste?

—Aún están en Londres… felizmente. Creo que regresarán la semana próxima.

—¿Dirás la verdad a Elizabeth?

—¿La verdad? —Morwenna alzó los ojos—. La verdad… oh, no. ¿De qué serviría? Es necesario silenciar la verdad. Bastará con que diga a Elizabeth que Rowella realizó un matrimonio poco ventajoso.

Poco después, las dos jóvenes fueron a acostarse. La diligencia pasaba a las siete, de modo que tenían que levantarse temprano. Cuando Garlanda ya había subido el segundo tramo de la escalera, Morwenna entró a ver si John Conan dormía. Comprobó que así era, lo arropó mejor y después entró en su habitación. Llevaba un libro y abrigaba la esperanza de que la lectura la distrajese de las tensiones del día; pero incluso esa obra, que provenía de la biblioteca, no dejaba de evocar ideas que la perturbaban.

Poco después renunció al intento de leer, dejó el libro y se inclinó para apagar la vela. En ese momento entró Ossie, que aún vestía su elegante traje de noche, la camisa de encaje, el chaleco de rayas amarillas, los ajustados pantalones que revelaban las piernas gruesas y robustas.

Morwenna apartó la mano de la vela.

—¿Por qué has regresado tan temprano?

Ossie gruñó.

—Pearce sufrió un ataque de su vieja gota, y jugó sólo seis manos. Dijo que le dolía demasiado y que no podía continuar. Si no fuera por la opinión de los demás, pediría que fuera excluido del todo. ¡Últimamente ese hombre nunca está bien!

—Bien, está muy viejo, ¿verdad?

—¡Pues hubiera debido advertirnos! Cuando decidió retirarse, era demasiado tarde para encontrar sustituto.

El señor Whitworth se acercó a un espejo, se alisó la corbata y miró su propia imagen. Advirtió que Morwenna lo miraba a través del espejo. Últimamente no había estado muchas veces en esa habitación, pues durante la enfermedad de Morwenna los dos esposos habían dormido en cuartos separados y posteriormente él había ido pocas veces a reclamar sus derechos. Por supuesto, nunca se había restablecido la terrible regularidad de los primeros tiempos, pero Morwenna comprendió instantáneamente que esta noche él había acudido con ese propósito. Después de todo, su partida de whist había terminado mal.

Durante unos instantes, mientras permanecía de pie, contemplando su propia imagen, trató de hablar acerca de la boda; pero todo quedó en un monólogo. Después de contestar con monosílabos una o dos veces, su esposa nada más dijo, y dejó que él hablase. Y así, poco después, él también calló. Se hizo el silencio. El péndulo del reloj francés de similor, encima de la chimenea, desplazaba una pequeña sombra admonitoria sobre la pared.

—Morwenna. Sin duda descansaste esta tarde, después de los acontecimientos del día… —dijo Ossie.

—No, Ossie —dijo ella.

Él no se volvió.

—¿No? ¿No descansaste? Pero durante la tarde tú…

—Quiero responder negativamente a la pregunta que pensabas formular. Confío… confío ahora en que no tendrás que pedir nada parecido.

—Quería decir…

—Por favor, no lo digas, y así… así esta conversación podrá concluir antes de empezar.

—Querida —dijo él—. Creo que no sabes lo que haces.

—Creo… Osborne, creo que quizás eres tú quien no sabe lo que hace, puesto que has venido esta noche.

Cuando se volvió, Osborne tenía el rostro gris. Ella nunca le había hablado con tanta franqueza, parecía que a él se le hinchaba el cuerpo, como le ocurría con frecuencia cuando le dominaba la cólera.

—¡Morwenna! ¡Qué grosería! Vine aquí impulsado por el más profundo sentimiento de amistad, para verte antes de dormir. Ciertamente, pensaba y aún pienso en la atención natural que un marido debe propiamente a su esposa, y espero que tú, porque eres mi esposa, recuerdes la obligación que has contraído según los términos del sagrado vínculo conyugal…

—Así lo hice antes… pero ya no…

Él no la escuchaba.

—La intención, nada más que la intención de rechazarme revela que hay en ti un espíritu caprichoso y antagónico, algo que jamás creí podría existir en tu persona. Y tampoco lo tendré en cuenta, pues la única actitud posible es no hacerle caso. Pero te advierto que yo…

—No, Ossie —dijo ella, y se sentó en la cama.

—¿Qué quiere decir no? —gritó él—. Santo Dios, ¿qué fantasía nació en tu cerebro, y por qué crees que puedes rechazar el amor y el afecto que un marido debe darte tanto por placer como por obligación? ¿Qué…?

—Ossie, te pido que dejes este cuarto y no vuelvas a acercarte esta noche… ¡o cualquier otra!

—¿Cualquier otra? Mujer, ¿has perdido la cabeza? —Comenzó a desanudarse la corbata—. Ciertamente, no me iré. Y no dudes de que haré mi voluntad.

Ella respiró hondo.

—¿Fue… con esa actitud brutal como tomaste a Rowella?

Cesó el movimiento de las manos de Ossie. Le temblaban un poco. Dejó la corbata.

—¿Qué pensamientos lascivos e indecentes han surgido en tu mente?

—Sólo los que se originan en tu propia conducta.

Pareció que él estaba a punto de golpearla.

—¿Insinúas o sugieres que siquiera he tocado a esa niña descarada y corrompida que salió de esta casa para siempre?

Morwenna se llevó las manos a la cara.

—Oh, Osborne, ¿crees que soy ciega?

Se hizo una pausa. Después, él dijo:

—Creo que tu hermana lleva consigo un ente perverso que podría exorcizarse sólo con ciertos ritos especiales de la Iglesia. Pero no creo que ella jamás haya tratado de mancillar mi nombre profiriendo tales calumnias…

—¡Dije ciega, Osborne! ¿Sabes lo que esa palabra significa?

¿Crees que nunca te vi deslizarte por la escalera en dirección al cuarto de Rowella? ¿Crees que ni una vez, ni una sola vez, tuve el valor necesario para seguirte?

La vela solitaria parpadeó a causa de un gesto que ella había realizado, y las sombras se agitaron y bailotearon, como atemorizadas por las palabras que Morwenna había pronunciado. Ahora, nada volvería a ser lo mismo que antes.

Osborne se quitó la chaqueta y la colgó de una silla. Se pasó una mano por los ojos y después se quitó el chaleco y lo dobló al lado de la chaqueta. Fuera por la cólera que comenzaba a disiparse o simplemente a causa de las prendas que ya no revestían su cuerpo, lo cierto era que parecía más pequeño.

—Lo que dije acerca de tu hermana de todos modos es cierto. Hay en ella algo perverso que… que subyuga la mente. Nunca pensé… nunca soñé que pudiese ocurrir nada entre nosotros. Está… poseída. Y durante un tiempo yo también me vi poseído. No hay nada más que decir.

—¿Nada?

—Bien, poco más. Excepto que tu enfermedad me privó de la posibilidad de expresar naturalmente mis sentimientos. Ella… aprovechó eso.

—¡Y ahora ha llevado a cabo un casamiento vergonzoso con un hombre a quien apenas conoce… para ocultar tu vergüenza! —¡No creo que tengas el derecho de hablar así!

—¿Y tú tienes el derecho de… volver a mí, ahora que ella se fue?

—Lo que ocurrió nada significa; una aberración temporal de mi parte.

—¿Y ella conspiró contigo para ayudarte a disimular el asunto?

—Por un precio.

—Ah… lo sospechaba…

El rostro de Osborne se sonrojó de nuevo.

—No me agrada tu tono. De ningún modo, Morwenna, de ningún modo.

—A mí no me agradó tu conducta.

Osborne se acercó a la ventana, apartó las cortinas y contempló el jardín. Su gentil y sumisa esposa nunca se había mostrado tan fiera y tan cortante, nunca le había contestado de ese modo. En general, una palabra más alta y más severa que el resto bastaban. Por supuesto, él estaba en una situación desfavorable, muy desfavorable, porque había errado en su propia conducta, y ella lo sabía. Le inquietaba el hecho de que ella supiera, y se preguntaba cuánto tiempo hacía que lo sabía. Le irritaba el hecho de que ella le censurase por algo que en esencia respondía a un defecto de su propia mujer. Además, el hecho mismo de que ella lo hubiera sabido implicaba una suerte de complicidad. Si Morwenna sabía a qué atenerse, hubiera tenido que enviar instantáneamente a su hermana de regreso a Bodmin… como hubiera hecho una esposa decente. ¡Quizá las dos hermanas habían conspirado contra él! Osborne sentía que jamás conseguiría liberarse de las garras de las dos mujeres. Deseaba con toda el alma no haberse casado jamás con esa inútil criatura que, ciertamente, le había dado un hijo, pero por lo demás había sido una especie de aguja clavada en su carne desde el día de la realización del matrimonio.

Se volvió y la miró, sentada en la cama, con su camisón de fina lana, el rostro ceniciento, los ojos sombríos y trágicos. Las manos largas y blancas aferraban la sábana, los cabellos negros colgaban flojamente sobre los hombros. Él ya llevaba tres semanas privado del contacto con una mujer. Era gravemente injusto. Se lamió los labios.

—Morwenna… tu hermana se ha ido. Jamás retornará. Lo que ocurrió entre nosotros —por cierto, muy poco— ha terminado para siempre. Quizás hubo errores de ambas partes… Todos nos hemos equivocado. Te aseguro que yo sufrí mucho. Sólo Dios puede saber quién tiene la culpa. No nosotros. No los mortales. Por lo tanto, sugiero que volvamos la página y recomencemos. Estamos unidos como marido y mujer, y nadie puede separarnos. Más aún, nuestra unión se ha visto bendecida con el nacimiento de un hijo. Propongo que recemos juntos y pidamos la bendición de Dios sobre nuestra unión futura y el fruto que pueda originarse en ella.

Morwenna negó con la cabeza.

—Ossie, no puedo rezar contigo.

—Entonces, rezaré solo… en voz alta… frente a esta cama.

—Puedes rezar. No te lo impediré. Pero debo pedirte que busques en otra parte la… la satisfacción de tus deseos.

—No puedo hacer eso. Estamos unidos por el sacramento religioso.

—Lo cual no te impidió deshonrar a mi hermana.

—En ese caso, debes ayudarme a evitar ese error en el futuro. Es tu deber. Tu deber inexorable.

—Un deber que no puedo cumplir.

—Es necesario que lo hagas. Lo juraste.

—Entonces, quebraré mi juramento.

Ossie comenzó a jadear, pues la cólera y la frustración volvían a dominarle.

—Morwenna, tienes que ayudarme. Necesito tu ayuda. Sólo rezaré… una breve plegaria.

Osborne, con sus ajustados pantalones de lienzo se acercó a los pies de la cama y se arrodilló. Morwenna lo miró horrorizada.

—Señor Dios —comenzó—. Creador y protector de todos los hombres, fuente de toda gracia espiritual, y autor de la vida perdurable, confiere Tu bendición a este hombre y su esposa, para que de nuevo podamos ser un solo cuerpo y una sola carne. Te rogamos…

—¡Ossie! —gritó ella—. ¡Ossie! ¡No debes tocarme!

—… contemples compasivos a tus servidores, de modo que con espíritu sumiso y sereno podamos ingresar… —Interrumpió la plegaria y miró a su esposa—. Morwenna, no puedes rechazarme. Es contrario a las enseñanzas de la iglesia. Incluso se opone a la ley del país. Un hombre no puede violar a su propia esposa. La definición del matrimonio lo impide…

—¡Si me tocas lucharé!

—Padre Todopoderoso y Eterno que con Tu regla instituiste la sagrada condición del matrimonio en tiempos de la inocencia del hombre, con el fin de que…

—¡Ossie! —murmuró Morwenna, vehemente—. ¡Ossie! Y haré otra cosa. Escúchame. Si me obligas… ahora, o en el futuro… mañana, o pasado mañana… mataré a tu hijo.

Cesó la plegaria. El señor Whitworth separó las manos y miró a la angustiada mujer que procuraba alejarse de él, aferrándose de las cortinas del dosel de la cama.

—¿Qué harás?

—¿Crees que amo a tu hijo? Bien, sí, lo amo. Hasta cierto punto, así es. Pero no lo amo tanto como odio lo que hiciste. Estamos unidos por los votos del matrimonio, y por lo tanto no puedo dejarte. Y así… y así, si aceptas no acercarte nunca, no volver a tocarme, continuaré siendo tu esposa, lo seré de nombre, me ocuparé de tu hijo, seré buena madre para tus hijas, administraré la casa y te ayudaré en los asuntos de la parroquia. ¡Nadie dirá jamás que dejé de cumplir mi deber contigo o con ellos! Pero… ¡acércate, tócame, oblígame a aceptar tu cuerpo, y al día siguiente o quizás un día después mataré a tu hijo! ¡Te lo prometo, Osborne, lo prometo ante Dios! ¡Y nada de lo que tú hagas o digas cambiará mi decisión!

Él se puso de pie.

—¡Estás loca! ¡Insana! ¡Dios Todopoderoso, has perdido la cabeza! ¡Habría que encerrarte en Bedlam!

—Quizá. Quizás es lo que me hagan después que muera John Conan. Pero no podrás encerrarme antes, porque nada hice, y negaré que te haya amenazado… o que haya amenazado al niño. Pero lo haré, Osborne. ¡Te lo juro! ¡Lo juro ante ti! ¡Te lo juro ante Dios!

Él se puso de pie, lamiéndose los labios, mirando fijamente a la furia que él mismo había provocado. ¿Era esa la joven modesta y recatada con quién se había casado? ¿Esa arpía tensa y convulsa que estaba dispuesta a escupirle como un gato furioso si esbozaba un movimiento más hacia ella? ¡Y qué lo amenazara de ese modo! ¡Y que amenazara a su hijo! ¡A John Conan Osborne Whitworth, su primer varón! ¡Y también el hijo de esta mujer! ¿Hablaría en serio? ¡Tonterías! ¡No era más que la histeria de una mujer sobreexcitada que había llegado al frenesí por una ofensa real o imaginaria! Recordaba las convulsiones que ella había padecido durante el parto. Sin duda, todo era parte de la misma dolencia nerviosa. Al día siguiente olvidaría lo que había dicho ahora. Sí… ¿no era mejor dejarla momentáneamente en paz? ¿No era mejor, un poco más seguro, no agravar la situación, sobre todo porque la otra hermana aún estaba en la casa?

¡Qué día! Una boda sórdida, ofensiva para el alma de Osborne; una velada de whist que se había frustrado a causa de ese viejo sinvergüenza de Pearce, ¡y ahora esto! Miró fijamente a Morwenna, para comprobar si su actitud cambiaba, si quizá, después de haber formulado su protesta vehemente, amenazaba deshacerse en lágrimas. En ese caso, tal vez podría consolarla y un poco más tarde, casi como por casualidad, insinuarse en el lecho.

Pero las lágrimas del rostro de Morwenna eran lágrimas de decisión, no de derrota. Aún continuaba dominada por la demencia. Osborne sabía que era peligroso dejar que se saliera con la suya, pues en ese caso creería que podía imponerse definitivamente. Pero la alternativa era que él se afirmase ahora, que aplastase la resistencia física de su mujer y reclamase sus derechos conyugales. No era difícil, y no se trataba de una perspectiva del todo desagradable; pero la amenaza, la amenaza explícita, suscitaba ecos inquietos en su mente. Si ahora la tomaba, mañana afrontaría un problema grave, el bienestar de su hijito. Era terrible, pero había que considerarlo. Mañana sería otro día. Todo cambiaría tan pronto Rowella saliera de la casa y nadie la viese durante un tiempo.

—Morwenna, estás muy excitada. Estuviste enferma y no deseo trastornarte otra vez. Ahora te dejaré. Dejaré que medites tu posición en esta casa y tus obligaciones hacia mí. Pero que nunca vuelva a oírte decir lo que me dijiste ahora. ¡Nunca! Es la peor blasfemia concebible, aunque se trata de una amenaza que no te propones cumplir. Desecha esa perversa idea, o de lo contrario en efecto perderás el juicio y habrá que encerrarte. Como hija de tu padre pide que Dios te perdone los pensamientos que te permitiste concebir. Yo también rezaré por ti. Si en un día o dos no has mejorado mandaré llamar al doctor Behenna.

Se volvió, salió de la habitación y cerró la puerta con fuerza innecesaria. Era una salida bastante apropiada, que disimulaba lo que a Osborne le parecía una derrota parcial. Pero que olvidase llevar consigo la chaqueta y el chaleco ya era un indicio de la derrota que había sufrido.