—¿Puedo hablar con usted? —preguntó Rowella, deslizándose por la puerta entreabierta del estudio y cerrándola tras de sí.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó irritado Osborne.
Durante dos semanas Osborne no había visitado el cuarto de Rowella y a lo largo del día le había hablado únicamente cuando la buena educación se lo imponía. Durante ese período dos veces había infringido la intimidad de Morwenna, reclamando los derechos que, según había parecido durante un tiempo, estaba dispuesto a abandonar. Por lo demás, se había mostrado irritable con todos; los criados se dispersaban como insectos sorprendidos apenas oían su paso, sus dos hijitas lloraban a causa de sus reprimendas, los fideicomisarios de la iglesia se sentían ofendidos por su brusquedad. El señor Odgers había recibido una carta muy acre porque no había escrito para explicar qué hacía con el propósito de corregir las fallas que ya se le habían señalado.
El reverendo Whitworth estaba en un aprieto, y no era hombre que ocultara sus propios sentimientos, por mucho que en esta ocasión se viese obligado a disimular la causa. Ahora, miró fríamente a la criatura que tenía ante sí. Lejos de mostrar pruebas de su condición, parecía más delgada que nunca, el rostro amoratado, el vestido largo y suelto colgando de los hombros estrechos como de un caballete. No podía imaginar la causa de la atracción que ella había ejercido; una niña demasiado crecida de rostro hosco, pálida, desprovista de belleza, parecía una muñeca desdeñada. ¿Había ocurrido realmente? ¿Se habían complacido ambos en esa conducta tan perversa y baja: él, un párroco entre joven y maduro, de carácter impecable, y ella una jovencita ridícula y mal desarrollada? ¿O todo había sido un extraño sueño carnal? Ahora que la veía, casi se convencía de que todo había sido fruto de su propia imaginación.
—¿Qué deseas? —preguntó.
—Deseaba —dijo ella— sólo una palabra… ¿Puedo sentarme? A veces me siento débil.
Le indicó una silla, con un gesto de rechazo más que de invitación. Había permanecido despierto varias noches —en su caso un hecho inaudito— sopesando las posibilidades. Había pensado muchas veces en las pócimas que se ofrecían en venta, las que según se afirmaba eliminaban al hijo no deseado. (Si a veces eliminaban también a la madre debía entenderse que el hecho constituía un resultado feliz, en vista de la humillación y la vergüenza que la esperaban). Pero era difícil ir a una de las chozas y comprar dicha pócima, sobre todo si quien lo hacía era clérigo. Y también podía ser difícil convencer a Rowella de que acudiese a uno de esos lugares.
Otra posibilidad era no hacer nada, no decir palabra, desentenderse de la joven hasta que ella se viese obligada a hablar con un tercero; y entonces, con mucha dignidad y compasión hacia esa lamentable pecadora, negar todo lo que significase compromiso o responsabilidad. Después de todo, Rowella salía diariamente. ¿Quién podía decir en qué andaba? O bien podía atribuir la culpa a Alfred. Aunque sería una lástima perder a un buen criado.
—Creo —dijo Rowella—, creo, vicario, que quizá… quizás he hallado una solución.
Osborne volvió nerviosamente las páginas de su libro de cuentas.
—¿Qué quieres decir?
—Bien… si yo me casara con otro…
El corazón de Osborne latió aceleradamente, pero el hombre trató de mantener una expresión inmutable.
—¿Cómo podría ser?
—Conozco a un joven que quizás aceptara casarse conmigo. En todo caso, ha mostrado un interés definido. Por supuesto, nada sé de cierto. No es más que un pensamiento, una esperanza…
—¿Quién es?
—Naturalmente, no sabe una palabra de nuestro asunto, ni de mi condición. Tal vez me rechazara y se negase. Como haría la mayoría de los hombres… Tampoco sé si estaría dispuesto a dar su nombre a… a… —Se interrumpió, extrajo un pañuelo y se sonó la larga nariz.
—Bien. ¿Y quién es?
—Arthur Solway.
—¿Quién demonios…? Oh, te refieres a ese joven… el bibliotecario…
—Sí.
La mente de Ossie comenzó a trabajar con mayor rapidez que de costumbre.
—¿Por qué? ¿Por qué quiere casarse contigo? ¿Acaso… saliste con él?
Ella lo miró con los ojos cuajados de lágrimas.
—Oh, vicario, ¿cómo puede decir eso?
—¡Pues lo digo! —Se puso de pie y se enderezó; estaba recuperando la confianza en sí mismo—. ¡Ese… ese niño que tendrás probablemente es suyo! ¡Ahora, dime una cosa! Dime la verdad, Rowella, y recuerda que soy tu cuñado y tu amigo…
—La verdad —dijo Rowella— es que nunca estuve con él después del oscurecer, ni fuimos a lugares cerrados donde podría haber ocurrido algo parecido. ¡Usted se ocupó de que así fuera! ¡Usted hizo todo lo posible para evitar que yo estuviese fuera mucho tiempo!
Osborne se sonrojó y durante unos minutos ambos discutieron. Él no podía dejar de advertir que bajo la mansedumbre y el dolor aparente había una actitud decidida. La discusión concluyó cuando ella dijo con voz neutra:
—Vicario, nunca estuve con otro hombre, fuera de usted, y el hijo que llevo en mi vientre es su hijo y estoy dispuesta a declararlo ante el mundo.
Se hizo el silencio. Después de pasearse por el estudio, Osborne se dejó caer en la silla.
—¿Cómo sabes que aceptará casarse contigo?
—Me lo propuso la semana pasada.
—¡Por Dios!… ¿Y qué le dijiste?
—Que no podía contestar sin el consentimiento de mi cuñado… y mi madre. Y… dije que no creía que lo obtuviese.
—¿Por qué no?
—Vicario, él pertenece a una clase social inferior. Su padre es carpintero.
—¿Acaso él… desconoce tu condición?
—¡Absolutamente! —Alzó una mano—. De acuerdo con las órdenes que usted me impartió, no hablé con nadie. Si usted…
—Sí… este… sí. ¿Y crees que si te casas con él no lo sabrá nunca?
—Por supuesto, ¡tiene que saberlo! ¡Yo no podría ser tan deshonesta! ¡Me sorprende que usted sugiera la posibilidad de que lo engañe!
Ossie la miró hostil.
—Entonces, ¿qué sugieres?
—Si usted me autoriza a desposar a ese hombre, iré a verlo y le diré la verdad —agregó Rowella, cuando Osborne comenzó a protestar—, aunque no le diré quién es el padre del niño, sólo que estoy en este aprieto, y que casándome con él resolveré la situación. Si él… si él da a este niño su apellido y su amor de padre, yo seré una buena esposa, y él aprovechará la ventaja de unirse a una familia de buen apellido.
A medida que ella hablaba, más se convencía Osborne de que esa era en realidad la solución, una solución más eficaz que la que él jamás se hubiese atrevido a imaginar. Pero todo parecía demasiado fácil. Había ciertos riesgos.
—¿Lo amas?
—Ciertamente, no. Pero… ahora no puedo elegir. Si me salva de la deshonra… y también a usted…
Osborne frunció el ceño. Durante un momento, mientras hablaban, había sentido un leve espasmo de celos, pues imaginaba a otro gozando de los voluptuosos placeres que ella prodigaba; pero las tres últimas palabras le habían llamado a la reflexión.
—¿Qué me dices de tu madre y de Morwenna? Habrá que hablarles… y convencerlas.
—Creo que se dejarían convencer si conocieran mi condición… y yo les dijese que Arthur Solway es el padre.
—Dios mío, niña, parece que has pensado mucho en el asunto.
—Durante varias semanas ha sido mi único pensamiento. ¿Qué podía hacer? Mi mente ha girado sin descanso alrededor de lo mismo.
Osborne asintió. Sí, era una actitud lógica. Comenzó a experimentar hacia ella un sentimiento más cálido. Si todo podía arreglarse de ese modo, comenzarían a aclararse las sombrías perspectivas que le habían agobiado día y noche.
—¿Mantendrías el secreto de todo lo demás?
—Por supuesto… Me beneficiaría mucho no decir palabra de lo que ha ocurrido aquí.
—Bien… Rowella, si tu cabecita llegó a planear todo esto, ¿ha imaginado también el resto?
—¿El resto? ¿A qué se refiere?
—Bien, ¿cómo lo harás?
—No podía hacer nada, ni pensar un plan hasta que contase con su aprobación. Pero… si… si cuento con su aprobación mañana iré a la biblioteca, a ver al señor Solway… y se lo diré todo.
—¿En la biblioteca, cerca de los lectores que van y vienen?
—Tiene un escritorio, bastante separado del resto. En cierto sentido yo… me será más fácil hablarle.
—¿Y luego?
—Si consiente… si consiente le pediré que venga y hable con usted.
—¿Por qué?
—Para pedir mi mano. Tendrá que parecer muy formal, para engañar a Morwenna. Será necesario aclarar ciertos asuntos.
—¿Qué asuntos?
—Ossie, es muy pobre. Muy pobre. Por su trabajo en la biblioteca le pagan quince libras esterlinas anuales. Por la noche trabaja mucho copiando cartas para el notario Pearce. De ese modo gana otras tres libras esterlinas anuales. Según creo, su alojamiento es miserable y estudia la mitad de la noche. Para mí será una vida difícil, pero no me quejo: es lo que merezco…
—Sí. Bien…
—Pero el niño, el niño cuyo padre es usted…
—¿Sí? ¿Qué deseas?
—Tal vez un regalito nos ayudará a iniciar nuestra vida en común. Habrá que considerarlo un regalo de bodas a… a su cuñada. A Morwenna la complacerá…
—¿Cuánto propones?
Rowella pareció sobresaltarse.
—No había llegado a eso. Solamente… esperaba que quizás usted encontrase el modo de… —Comenzó a lloriquear otra vez—. Si… si pudiera decirle que tendré una pequeña dote quizás él considere con más simpatía… mi proposición.
Ossie se frotó la nariz. La muchacha era una embrollona; pero si él conseguía resolver así el asunto, en realidad se sentiría sumamente aliviado. Gracias a la nueva renta proveniente de Sawle podía mostrarse generoso; sería agradable adoptar esa actitud: el cuñado benigno y compasivo; eso realzaría su prestigio a los ojos de Morwenna y la señora Chynoweth. Una mujer sorprendida en adulterio. Quien esté libre de toda culpa que arroje la primera piedra. Él, ordenado vicario, practicaría lo que predicaba. Podía permitirse regalar veinticinco guineas —sería más que el salario anual de ese individuo miserable— y facilitaría la instalación de la pareja. Debía dar gracias a Dios por tan feliz desenlace.
Vaciló un momento, con el propósito de que sus palabras tuviesen más efecto. Después, dijo:
—Muy bien, querida. Si ese joven acepta tu plan, dile que venga a verme. Me ocuparé de que reciba un regalo que lo aliente y que os ayude a ambos a iniciar una nueva vida.
II
Arthur Solway no vino al día siguiente, sino uno más tarde. Se concertó una cita y se eligió la hora de modo que Morwenna estuviese fuera de la casa, tomando el té con los Polwhel. A Rowella le había parecido más conveniente que Morwenna no estuviese en casa durante la primera visita de Solway. Fue una decisión inteligente.
Solway era alto y delgado, y usaba anteojos. Tenía la espalda estrecha, parecida a la de Rowella, y un poco encorvada, lo cual le confería el aire de un erudito. El rostro era juvenil y expresaba bondad y timidez; ahora, transpiraba a causa de los nervios. No podría decirse que él fuera la clase de joven que pudiera encararse al vicario, quien no sólo se apoyaba en su cargo sino también en su linaje y su jerarquía social, pero al parecer el joven lo encaró. El murmullo de las voces que provenían del despacho se elevó perceptiblemente hasta alcanzar la intensidad de los gritos coléricos, principalmente con la voz de Ossie, en definitiva, la entrevista se convirtió en una ruidosa querella, y poco después Solway medio salió, medio fue expulsado de la habitación, y huyó de prisa de la casa. El señor Whitworth cerró con fuerte golpe la puerta principal y regresó a su estudio, cuya puerta también golpeó con vehemencia suficiente para conmover toda la casa.
Diez minutos después Rowella se aventuró a entrar en el estudio. Ossie estaba de pie frente a la ventana, abriendo y cerrando nerviosamente los puños. Los faldones de la chaqueta se sacudían con cada movimiento, y él tenía el rostro entre rojizo y ceniciento.
—¿Vicario?
Ossie se volvió.
—Mujer, ¿tú le convenciste de que hiciera esto?
—¿De que hiciera qué? ¿Qué ocurrió? Dios mío, ¿se ha echado todo a perder?
—¡Bien puedes invocar a tu Dios! ¡Sí, todo se echó a perder y así quedará! ¡Esa ratita insolente! ¡Si se hubiese quedado aquí un momento más habríamos llegado a las manos, y a golpes le habría enseñado su lugar!
Rowella se retorció las manos.
—Oh, Ossie, ¿qué ocurrió? Precisamente cuando yo abrigaba la esperanza… Precisamente cuando pensaba que habíamos encontrado el modo de resolver este terrible dilema…
—¿Qué ocurrió? ¡Dile a ese sinvergüenza que si vuelve a acercarse a esta casa ordenaré que lo arresten y lo envíen a la cárcel!
Rowella se acercó al escritorio.
—Explíqueme. Por lo menos dígame qué ocurrió.
Ossie se volvió y la miró hostil.
—Ese regalito. ¡Para casarse contigo… con una muchacha deshonrada de quince años, sin un centavo, embarazada, sin belleza ni familia, pretende, o mejor dicho exige ese asno ignorante un regalo de bodas de mil libras esterlinas!
Rowella permaneció inmóvil, cubriéndose el rostro con las manos, mientras él renegaba y protestaba. Las palabras «insolente,» «vergonzoso» e «impertinente» se repetían a intervalos. En una breve pausa de la tormenta, Rowella dijo:
—No sé cómo pudo haber pensado tal cosa.
—¡Tampoco yo! ¡Tampoco yo! El descaro y la audacia de ese mezquino advenedizo. Bien, Rowella, más te valdrá olvidarlo por completo, no es para ti, ¡y no lo desposarás con mi bendición o mi regalito! Eso, puedo asegurártelo.
—Había pensado —dijo Rowella—, había pensado que a lo sumo usted nos daría cien libras esterlinas.
Ossie enmudeció repentinamente.
—Ah, de modo que pensaste en cien libras, ¿verdad? ¿Estás segura de que no le insinuaste la cifra de mil libras esterlinas? ¿Estás segura de que no le dijiste diez mil?
Rowella gimió.
—No, vicario, no, ¡lo juro! ¡De veras lo juro! ¿Cómo podía habérseme ocurrido una cosa así?
Él la miró fijamente.
—¡A veces creo que eres capaz de todo! A veces me pregunto qué espíritu perverso veló sobre tu cuna. No es posible que un religioso haya sido tu padre. Un deán. Un dignatario eclesiástico. ¡Un hombre a quien la imposición de las manos confirió la gracia!
Rowella comenzó a llorar ruidosamente.
El señor Whitworth se sentó con un movimiento brusco y apoyó los codos sobre el escritorio. Estaba muy irritado y el anterior sentimiento de ansiedad comenzaba a manifestarse otra vez.
—En fin, ¿qué haremos ahora contigo?
Rowella continuó llorando. Finalmente, en medio de las lágrimas atinó a decir:
—Quizá si vuelvo a verlo consiga llamarlo a la razón.
—¡Seguramente sabe, o bien ha sospechado, que yo tenía otro motivo para desear este matrimonio! ¿Tú se lo dijiste, le ofreciste motivos para sospechar?
—¡No, no! ¡Nunca! ¡Nunca! Vicario, a menos que me viese obligada yo jamás le haría eso.
—¿Y qué te obligaría a ello?
—Tal vez si vuelvo a hablar con él —sollozó la joven—. Quizá consiga que él escuche razones.
III
Rowella volvió a hablar con Arthur Solway, y con infinita paciencia preparó el camino para un segundo encuentro. Transpirando, las rodillas y las manos temblorosas, sostenido por una Rowella que no participó de la entrevista pero que desde un segundo plano manejaba los hilos, Arthur Solway defendió su posición. Ossie llegó a cien libras esterlinas, y después, como última oferta, a doscientas, más que el estipendio total que recibiría de Sawle durante un año. Solway bajó de mil libras esterlinas a setecientas, pero la distancia entre las dos propuestas parecía infranqueable. Alguien hubiera podido recordar a Osborne —pero nadie lo hizo— el regateo que él mismo había practicado con George Warleggan cuando aspiraba a la mano de Morwenna.
Finalmente, y como último recurso, Rowella comenzó a mostrar las uñas.
—Usted no comprende —dijo cierto día a Ossie— cuánta pobreza ha soportado el señor Solway. Si le cree codicioso, recuerde lo que su familia es y ha sido. El padre vive en la calle del Muelle, en un cottage que pertenece a la corporación. Son nueve hijos, y Arthur es el único que ha podido progresar un poco. La hija mayor tiene ataques, y uno de los hermanos trabaja con los Cardew; después, hay tres hermanas más, y finalmente un varón de tres años, otro de dieciocho meses y la madre que de nuevo está embarazada.
—Procrean como ratas —dijo Ossie.
—Viven como ratas —observó Rowella—. Oh, vicario, le ruego comprenda la situación de este joven. Con el dinero que él gana intenta ayudar a su familia. Pagan dos guineas anuales por el alquiler del cottage, y el padre, que estuvo enfermo el año pasado, se ha retrasado en los pagos, de modo que la corporación le confiscó sus herramientas y algunos muebles. ¡Por lo tanto el padre no puede ganar el dinero necesario para pagar! Ha solicitado el auxilio de la parroquia, que se le concederá si él acepta ir al asilo con su familia. Pero como usted comprende, tendría que separarse de la esposa y los niños, y así perdería lo poco que aún tiene. Es un hombre honesto y trabajador, como Arthur, pero ahora está viviendo en el cottage a pesar de la orden de desalojo que la corporación le envió. Los niños carecen de zapatos —comen únicamente pan y patatas—, y las ropas que usan, regaladas por los vecinos caritativos, no son más que harapos…
—Parece que los conoces bien —dijo Osborne con gesto suspicaz.
—Los conocí ayer por la tarde. ¡Nada más que de verlos se le encoge a uno el corazón!
—Y ahora te muestras generosa con ellos, ¿eh? ¡Con mi dinero! ¡Doscientas libras! ¡Es lo que te ofrecí! Y el cuádruple de lo que mereces…
—¡Sh! ¡Sh! Morwenna oirá.
Osborne tragó saliva.
—¡Dios mío, tienes el descaro de una mujer de la calle! ¡No quiero oír más! ¿No crees que si hablase con esas criaturas y les ofreciera veinte libras se sentirían profundamente complacidas? Puedes darles esas veinte libras, con mi bendición, y te quedarán ciento ochenta, que utilizarás después de tu matrimonio. Es mi última palabra. Ahora, ve a cumplir tus tareas. Comunícame la respuesta mañana a más tardar, pues de lo contrario retiraré la oferta.
—Sí, vicario —dijo Rowella—. Gracias, vicario. —Y se retiró.
Regresó al día siguiente por la noche.
—Hoy apenas pude hablar, pues Morwenna estaba en la sala, y hubo que hacerlo todo muy rápido; pero le entregué el mensaje y contestó que no.
—¡No!
—Por favor, un momento. Discutimos y le rogué, pero dijo que no aceptaba menos. Dijo… Ossie, no comprendo esas cosas, pero él dijo que nos costaría mucho conseguir un cottage y amueblarlo, y que con setecientas libras, por mucha inteligencia que pusiera en invertirlas y no importa cuánto trabajase, apenas le daría lo suficiente para sostenerme y mantener una familia. Eso dijo. Lo siento mucho. Parece absolutamente decidido.
—En ese caso, ¡que se vaya al infierno! —dijo Ossie en un arrebato de furia—. Y tú con él. ¡Esto es extorsión, y de la peor especie! ¡Malditos seáis los dos! Lo digo con absoluta conciencia: ¡Malditos ambos! ¡Fuera de aquí! Y no llores. Es un recurso del cual ya abusaste. ¡Fuera de aquí!
—Finalmente —gimió Rowella—, conseguí que rebajase a seiscientas libras esterlinas. Pero no creo que acepte ni un penique menos; ¡y si todo fracasa, yo no tendré marido!
—¡Sólo puedo decir —afirmó Ossie— que un hombre como este sería digno de ti!
IV
En el hogar de los Whitworth la vida siguió su curso habitual. John Conan Osborne Whitworth florecía y se mostraba ruidoso y agresivo, y todos afirmaban que se parecía al padre; Sara y Ana continuaban aprendiendo un poco de francés y latín que les enseñaba Rowella, y podían mostrarse extrañamente ruidosas y agresivas también ellas cuando papá no estaba cerca. Morwenna estaba muy atareada, como corresponde a la esposa de un vicario, pero mantenía su actitud profundamente reticente. El reverendo Whitworth sondeó a uno o dos de sus amigos acerca de la posibilidad de ser elegido representante del municipio de Truro, pero llegó a la conclusión de que cualquier movimiento en ese sentido debía esperar hasta Pascua, fecha del regreso de George Warleggan. Y los criados limpiaban, cocinaban, barrían y murmuraban entre ellos. El señor Whitworth continuaba organizando dos reuniones semanales para jugar whist y, mientras los hombres jugaban a los naipes, Morwenna y Rowella cosían y bordaban juntas en el salón del primer piso, mientras que la conversación entre las dos hermanas, que nunca había sido muy viva, ahora parecía haber cesado del todo.
La semana siguiente Rowella entregó a Ossie una hoja de papel.
—Cuando mi papá enfermó de apoplejía, se le paralizó la mano derecha y por eso no podía escribir al clérigo que le ayudaba. Entonces yo tenía sólo once años, pero escribía mejor que todas mis hermanas. Y mi padre solía pedirme que anotase lo que él me decía. Después, preparaba una copia clara para su archivo. Tras su muerte, guardé como recuerdo algunas cartas, y el mes pasado pedí a mamá que me las enviase. Estos días estuve releyéndolas. Aquí tengo una dirigida a un vicario de South Petherwin que había dejado embarazada a una joven. Creo… creo que lo suspendieron tres años…
Ossie la miró con tanto odio como si ella hubiera sido Satán que acababa de entrar en su cuarto. Rowella depositó sobre el escritorio la hoja de papel y salió con movimientos furtivos. Los ojos de Ossie recorrieron la página, omitiendo oraciones y después volviendo atrás para leerlas.
Decía así:
Estimado señor Borlase:
Al mismo tiempo que su culpa aparece agravada por muchas circunstancias, creo que es muy poco lo que puede ofrecerse como atenuante. Señor, no comprendo cómo puede haber olvidado tan completamente los deberes de clérigo, cristiano, e incluso de caballero y violado las reglas de la religión, la moral, la hospitalidad, e incluso la humanidad misma. Contemple los graves sufrimientos a los que está expuesta la mujer que de un modo tan lamentable fue inducida a sacrificar su honor y su virtud, y considere si puede haber una práctica más infame y más detestable que la seducción. El asesino y el secuestrador cuyas violencias afectan únicamente al cuerpo son en muchos sentidos personajes veniales comparados con el seductor.
Pero supongamos que ese no fue el caso, y que la cómplice del delito que usted cometió fue del todo una copartícipe de su culpabilidad. En ese caso, ¿era propio que usted aprovechase la falta de una joven irreflexiva y atolondrada? ¿No era mejor que usted realizara los más grandes esfuerzos para preservarla del sufrimiento y la infamia que ella debió evitar apelando a toda su sensatez? ¿No advierte usted que mil distintas consideraciones le sugieren que era su deber apelar a todos los argumentos para devolverla al sentimiento de la religión y el honor? ¿Dónde, entonces, estaba el amigo, el padre y el hermano? Todo eso tenía que haber sido usted para ella; ¿dónde estaba el discípulo, el ministro, el misionero del Sagrado Jesús?
¿Cómo es posible que ahora usted recomiende y proponga al rebaño de Cristo encomendado a su guardia virtudes que con su práctica y su ejemplo usted declara innecesarias? ¿Cómo puede tratar de despertar las esperanzas o alarmar los temores del prójimo mediante consideraciones que, de acuerdo con esta demostración franca y palpable, no ejercen ninguna influencia sobre usted mismo?… Pero desespero de decir nada acerca de este horrible tema que usted no haya oído ya, porque se lo sugirió su propio corazón…
El señor Whitworth contempló fijamente la hoja de papel, con la misma expresión que un momento antes había reservado para Rowella, como si en lugar del papel hubiesen depositado sobre el escritorio una serpiente. Poco después de Pascua el archidiácono realizaría su visita anual a Truro, y Ossie lo había invitado a alojarse en la casa…
Se puso de pie, despedazó furioso la hoja de papel y arrojó los restos al fuego.
V
—Te he llamado para informarte de mi decisión —dijo Osborne—. Por cortesía, te informo de mi decisión antes de hablar con tu hermana. Volverás con tu madre. Has demostrado que no eres apropiada para enseñar a mis hijas o para acompañar a mi esposa. Desde que llegaste, pero sobre todo después de Navidad, te mostraste excesivamente presuntuosa y mal educada, propensa a la conversación atrevida y a los modales insolentes. Tu conducta ha llegado a ser incontrolable, desdeñas mi consejo y te paseas libre y descaradamente por el vecindario. No puedo hacer más por ti, y dejo a cargo de tu pobre madre la tarea de obtener cierto cambio. Adoptaré las disposiciones necesarias con el fin de que vuelvas a tu hogar la semana próxima.
Rowella permaneció de pie, con su vestido marrón. Era una prenda más ajustada a su cuerpo que otras que solía usar, y sugería alguna de las curvas que habían seducido a Osborne. Ahora, él la odiaba… la odiaba mortalmente.
—¿Y el niño? —preguntó Rowella.
—¿Qué niño? Nada sé de ningún niño. Si por desgracia y como consecuencia de tus paseos por la ciudad has concebido un hijo, el asunto es cosa que sólo a ti concierne.
Rowella meditó un momento.
—Vicario, yo lo acusaré.
—Nadie te creerá. Es mi palabra contra la tuya.
—Quinientas cincuenta libras es lo menos que aceptará el señor Solway.
—¡Ahora no tendréis nada!
—Soy la hija de un deán. La gente me escuchará. Incluso escribiré al obispo.
—Las acusaciones absurdas de una niña histérica.
—Vicario, usted tiene una cicatriz en el vientre. Resultado de una herida que le infligió un niño a quien usted atormentaba en la escuela. Lo atacó con un cuchillo. Tuvo suerte de que no fuese más grave.
Ossie se pasó la lengua por los labios.
—Una vez te hablé del asunto, en broma. Cualquiera puede saberlo.
—Y un lunar en la nalga izquierda. De forma muy especial. Lo dibujaré cuando escriba al obispo.
El señor Whitworth no contestó y Rowella prosiguió:
—Si me presta una pluma, se lo dibujaré. Sin duda, para usted, es difícil verlo. Es negro, y sobresale un poco de la piel. Si usted me presta una pluma…
—¡Prefiero verte muerta! —murmuró Osborne—. ¡Prefiero verte muerta antes de pagarte un penique, o pagarlo a ese rufián con quién esperas casarte! ¡Pensar que he llegado a una situación en que una perra insolente de quince años pretende… pretende dictarme lo que haré y lo que no haré! No sé ni quiero saber de dónde vienes, y cómo te educó tu padre. ¡Sal de mi vida! ¡De una vez por todas, sal de mi vida!
Acordaron que fueran quinientas libras.