A principios de febrero los de Dunstanville cenaron con los Poldark de Nampara. Era un encuentro al que Demelza se había opuesto desde la primera vez que Ross mencionó la posibilidad. Cenar con la nobleza era una cosa, recibirla en esa casa tan pequeña y con criados tan mal instruidos, otra muy distinta. Y de toda la nobleza esos eran los dos a quienes más temía. Hubiera preferido recibir a tres lord Falmouth con el agregado de un par de Valletort; la razón de esa actitud era que Demelza no podía separar a los Basset de sus propios recuerdos infantiles, o incluso del hecho de que tres de sus hermanos, una madrastra y una hermanastra aún vivían en un ruinoso cottage que se levantaba a casi un kilómetro de la entrada de Tehidy. Después de casarse con Ross, Demelza nunca había tenido demasiadas dificultades para tratar con las figuras menores de la escena social: los Bodrugan, los Trevaunance, los Treneglos y otros por el estilo, e incluso con lord Falmouth había conseguido establecer una tenue relación (en el sentido de que las pocas veces que él le había hablado, Demelza había creído percibir un destello de aprobación en la mirada de su interlocutor). Pero Demelza sospechaba que el nuevo barón y su esposa, si bien siempre se mostraban amables, la soportaban únicamente a causa de Ross.
Además, hasta dos años antes la pobreza de hecho había impedido que ofrecieran recepciones en su propio hogar; de modo que ella carecía de práctica. Era total y absurdamente injusto comenzar recibiendo a los dos habitantes más adinerados y cultos de Cornwall, dos personas que de todos modos ya debían saber exactamente quién era Demelza y de dónde venía.
Durante un tiempo Ross aceptó estas objeciones; pero finalmente explicó a Demelza que negarse a invitarlos era demostrar tremenda grosería, pues Basset había expresado varias veces el deseo de ver el trabajo que había realizado para ellos el yesero recomendado.
—Te lo dije muchas veces —agregó Ross—, en Inglaterra la división de clases no es tan rígida como pareces creer. El banquero Thomas Coutts se casó con una criada que trabajaba para su hermano, y ahora ella recibe a príncipes. Además, en Inglaterra como en todos los restantes países, al casarse una mujer se la eleva a la jerarquía y el rango de su marido. ¿Por qué crees que Frances Hippesley-Cox se convirtió primero en lady Basset y después en lady de Dunstanville? A causa de su matrimonio con Francis Basset.
—Ah, pero esa es una mujer de buena cuna.
—No importa. Así como ella es ahora lady de Dunstanville tú eres la señora de Poldark, y si una persona te tratase de un modo impropio, yo lo expulsaría de la casa, aunque fuese el propio Rey. Después de todos estos años, debes entenderlo.
—Sí, Ross.
A Ross no le agradaban las actitudes sumisas de Demelza. Generalmente no auguraban nada bueno.
—Oh, comprendo tu actitud acerca de los Basset, Tehidy y el resto. Procura olvidarlo. Muéstrate natural. No finjas, porque no tienes nada que ocultar. Más bien tienes mucho de qué enorgullecerte.
—¿Y quién se ocupará de la cocina?
—Jane conoce muchos de los platos que tú sirves. Quizá tengas que vigilar el comienzo de la preparación…
—Y también la terminación. Si Jane sabe que el barón de Dunstanville viene a comer, temblará tanto que dejará caer el ganso en las brasas y volcará salsa de mostaza en las tartas de manzana.
—Estoy seguro de que la señora Zacky querrá ayudar. Si sabe atender a una mujer que está de parto, sin duda podrá ocuparse del horno de una cocina.
—¿Y quién atenderá la mesa con guante blanco? ¿Jack Cobbledick?
—Nadie usará guantes blancos. Ena ya puede atender muy bien, y Betsy María la ayudará… tiene que ser así, querida. Lo siento, pero si no los invitamos demostraremos una descortesía poco recomendable. Si no les agrada nuestra cocina rural pueden volverse a su palacio y morirse.
—Creo que es mucho más probable que vuelvan a su palacio y se rían.
—En eso eres injusta. Si no hubieran deseado venir, no habrían llegado al extremo de sugerirlo. Y los caballeros y las damas nunca se ríen de la sencillez; se ríen sólo de la pretensión.
—¿Y en qué habitación del primer piso puedo instalarlos?
Abajo todo parece bastante bien —si evitamos que entren los cerdos y Garrick permanece en el fregadero—, pero no hay muebles nuevos en nuestro dormitorio, y tenemos un solo vestidor.
—Mucho mejor. Por lo demás, muéstrales la habitación de Jeremy. Es sencilla, pero todos los muebles son nuevos y hay un buen espejo.
Demelza contempló la sombría perspectiva. Ross le rodeó los hombros con el brazo.
—Confío en ti.
—No deberías hacerlo siempre.
—Sea lo que fuere, siempre lo haré.
—Bien, si hay que hacerlo, lo haremos; pero con una condición: también invitaremos a Dwight y Carolina, para compensar.
—Pensaba sugerirlo.
De modo que se organizó el almuerzo, y fue un martes de mediados de febrero. Demelza había pensado mucho en el menú, pues al margen de lo que Ross pensara sabía que tenía que vigilar la comida hasta el último instante. Preparó sopa de verduras, después una lengua hervida, seguida por una pavita gorda asada, con trozos de tocino; después, tortas con jalea de fresas y, finalmente, compotas y pasteles. La víspera, Ross había visitado al señor Trencrom y le había convencido de que le vendiese media docena de botellas de su mejor clarete, el vino que el señor Trencrom siempre se hacía traer especialmente de Francia. Agregando el clarete a la ginebra, el brandy y el oporto favorito de Demelza, había mucho de beber, y era buena bebida. A pesar de su riqueza, Basset no solía incurrir en excesos gastronómicos y todos concluyeron la comida agradablemente satisfechos, y agradablemente conversadores.
Había mucho de qué hablar: Mantua había caído, y en Italia estaba cesando la resistencia; los últimos puertos italianos estaban cerrándose a la navegación inglesa, y Austria, el último bastión, comenzaba a derrumbarse. El último intento de invadir Irlanda había sido frustrado por el tiempo, pero un día u otro se repetiría sobre todo porque ahora las flotas española y holandesa podían combinarse con la francesa. A medida que se retiraban tropas de distintos países europeos, se las concentraba en la costa del Canal. Quizá la próxima vez no se intentara desembarcar en Irlanda. En todo el país se reclutaban voluntarios, y en todos los Puertos, por minúsculos que fueran, se incorporaban hombres a la marina. Se eximió a los mineros de la obligación de servir en el ejército, pero aquí y allá se formaban grupos patrióticos para resistir a los franceses.
Después, pasaron a la nueva biblioteca y allí se admiró mucho el trabajo sobre yeso; y más tarde, como hacía muy buen tiempo, se sugirió que todos pasearan hasta Damsel Point, y la horrorizada Demelza se encontró caminando al lado de lord de Dunstanville. El camino era un estrecho sendero que bordeaba el Campo Largo, de modo que no había esperanza de cambiar de pareja antes de llegar a las rocas. Ross abría la marcha con lady de Dunstanville, Dwight y Carolina se las habían ingeniado astutamente para formar pareja, y caminaban detrás de los demás.
La conversación entre la dama de la casa y su invitado se centraba principalmente en las cosechas. Era un tema fácil, y una pregunta amable aquí y allá alimentaba la charla. Demelza había aprendido mucho antes que la mayoría de los hombres se complacía en el sonido de su propia voz, y el nuevo barón no era excepción. Lo cual no significaba que sus comentarios fueran aburridos o trillados; se mostraba incisivo, concreto y tenía muchas ideas que eran nuevas para Demelza. Después de un momento ella comenzó a tranquilizarse, pues llegó a la conclusión de que cuanto más él dominase la conversación, menos probable era que tuviese tiempo para pensar acerca de los defectos sociales de su anfitriona.
Llegaron al extremo del campo, donde terminaba la tierra cultivable y comenzaban las rocas y los brezos. El barón de Dunstanville se detuvo y contempló la playa Hendrawna. Ross y lady de Dunstanville marchaban adelante. Dwight estaba extrayendo una espina del zapato de Carolina.
—Como usted sabe, donde vivimos los arrecifes nos protegen bien —dijo Basset—. Pero las grandes extensiones de arena como esta y la que hay en Gwithian ofrecen al invasor cómodos lugares de desembarco, si elige bien el tiempo. Uno se siente aprensivo por la seguridad de nuestras costas.
—Si viene —observó Demelza—, no creo que se le reciba cortésmente.
Él la miró.
—Sin duda. Pero estas fuerzas improvisadas contra los veteranos endurecidos en las guerras europeas… Por supuesto, la situación de la marina es diferente.
Demelza paseó la vista por el mar. Esa mañana había llegado otra carta y otro poema de Hugh. También esta vez ella había logrado separar y guardar el poema sin que Ross lo viese. Una carta bastante seca, un retrato de los hechos, no muy extenso si se tenía en cuenta que abarcaban cuatro meses. En la marina las obligaciones eran monótonas y duras, un combate contra el viento y las mareas más que contra barcos enemigos. Interminables patrullas, incansable vigilancia, y de pronto la armada francesa se deslizaba sin que nadie la viese. Demelza esperaba —una parte de su ser esperaba— que el tono de la carta demostrase que el interés de Hugh decaía. Por desgracia, el poema no confirmaba esa idea. Era más prolongado que los anteriores y menos directo, pero nadie podía dudar de los sentimientos que expresaba. Y la última línea de la carta decía que existía la posibilidad de que llegase a Cawsand el mes siguiente, con licencia para visitar a sus padres y quizás a su tío.
—… de manera que tal vez su decisión fue acertada —concluyó Basset.
Poseída por el pánico, Demelza se lamió el labio.
—¿Cómo?
—Decía que es una edad difícil para un hombre en tiempo de guerra. Creo que esa fue la causa principal de que rehusara. A los veintisiete años naturalmente se habría incorporado a su regimiento. A los cuarenta y siete hubiera sido más lógico que aceptara el escaño.
—Sí, supongo que es así —dijo Demelza, explorando cautelosamente el terreno.
—Su brillante hazaña en Francia, hace dos años, demuestra que todavía prefiere una participación más activa en la guerra; de todos modos, creo que se las habría arreglado bien en los Comunes. Pero no pudo ser.
—Nuestro vecino ocupó su lugar —dijo Demelza.
—En efecto… Y ha demostrado que es un diputado muy… diligente.
Ross y su pareja estaban al borde del páramo sembrado de rocas que descendía en pendiente hacia la caleta Hendrawna. Francés de Dunstanville parecía muy pequeña al lado de Ross.
Basset volvió a detenerse.
—Hay rencor entre las dos familias. ¿Cuál es la causa, señora Poldark?
Demelza apoyó el pie en una piedra y volvió los ojos hacia la playa.
—Ahí están las Rocas Negras, milord, las que usted deseaba conocer.
—Sí, ya las veo.
—El rencor se remonta a muy lejos, y por eso no puedo ofrecerle una explicación. Y aunque pudiera, no me corresponde hacerlo. Tendrá que preguntar a Ross.
—No creo que sea tema para conversar en público. Uno no debe usar ropa sucia que pueda verse.
—Milord, uno no debe usar nunca ropa sucia.
Basset sonrió.
—Ni ha de lavarla en público, ¿eh? De todos modos, esos rencores entre primos y vecinos son impropios. Conviene sepultarlos, sobre todo en tiempo de guerra, cuando hay que luchar contra un enemigo común. Dígaselo de mi parte al capitán Poldark, ¿quiere?
—Si usted promete decírselo al señor Warleggan…
Él la miró de reojo.
—Me informan que la culpa corresponde sobre todo a la familia Poldark.
El corazón de Demelza comenzó a latir aceleradamente. De pronto, encontró la mirada de su interlocutor y emitió un hondo suspiro.
—Milord, creo que usted se burla de mí.
—Madame, no me atrevería a hacerlo cuando hace tan poco tiempo que la conozco. ¿Qué es esa mina, cerca de los riscos?
—La Wheal Leisure. Clausurada hace dos años por el señor Warleggan.
—¿En tierras de los Poldark?
—De los Treneglos. Pero Ross comenzó a explotarla hace diez años.
—Las viejas querellas y las antiguas rivalidades son muy tenaces.
—Otro tanto puede decirse de las viejas minas.
—Veo, señora, que el capitán Poldark tiene en usted a una firme defensora.
—¿No cree que mi actitud es natural?
—Oh, sí. Tiemblo de sólo pensar que podría decir una palabra más.
—Milord, no creo que usted tiemble ante nada. Pero ya que hablamos de querellas…
—¿Sí?
—No, no fue una idea apropiada.
—Por favor, continúe.
—Bien… ya que hablamos de querellas… ¿acaso usted no las tiene con lord Falmouth?
Él la miró sorprendido, y después se echó a reír.
—Touché. Pero sería más propio decir que él tiene una querella conmigo. Por mi parte, no siento absolutamente nada hacia él.
—¿La culpa reside principalmente en los Boscawen?
—Bien, señora, creo que ahora usted se burla de mí.
Demelza no acertaba a determinar si ahora la sonrisa de su interlocutor no implicaba cierta frialdad, quizá porque ella había ido un poco lejos. Pero después de un momento Basset recuperó su expresión cordial, y extendió la mano para ayudar a Demelza a saltar una piedra.
—Señora Poldark, sin duda usted sabe que a lord Falmouth le desagradó el modo en que le arrebaté el escaño por Truro; y estoy seguro de que cuando se realice la elección general también perderá el segundo escaño. En realidad, hace años que somos rivales en estas cosas. Pero por mi parte, si ahora se propusiera un acuerdo yo no lo rechazaría. Ahora que soy miembro de la Cámara Alta, la situación ha cambiado un poco. Controlo a Penryn. Controlo o disputo otros lugares. Pero comienzo a sentir menos interés en una lucha permanente.
—Señor, no sabía eso. —Demelza vaciló—. Después de todo, mi respuesta no fue muy apropiada.
—De ningún modo; su respuesta fue muy apropiada, y demuestra el ingenio de una mujer.
Demelza no sabía dónde demonios se había metido Ross con lady de Dunstanville. Habían desaparecido de la vista y ella sólo podía suponer que estaban descendiendo entre las rocas en dirección a la caleta de Nampara. Dwight y Carolina se habían rezagado todavía más, y Carolina ahora se había quitado el zapato.
—Milord —dijo Demelza, y rebuscó en su bolsillo—. ¿Tal vez pueda consultarle acerca de otro asunto? Ross dice que usted sabe mucho latín.
—Nada de eso. Estudié latín y griego en Cambridge, y después realicé algunos trabajos…
Demelza extrajo el pedazo de papel.
—Le agradecería mucho que me explicara qué significa esto. Lo encontré en el camposanto de la iglesia de Sawle, pero por una razón especial me agradaría saber…
Basset tomó el papel y lo miró con el ceño fruncido. La brisa agitó los ásperos matorrales bajo los pies de ambos.
—Quidquid… oh, significa… bien… Lo que… no… significa «Aquello que el Amor ha establecido no ha de ser despreciado».
—Gracias, milord. Aquello que… sí, lo recordaré.
—¿Qué es esto, al dorso?
—Nada, nada. —Demelza se apresuró a recuperar la hoja de papel.
—Es una cita en latín. ¿Dónde la encontró?
—Sobre una lápida.
—Un comentario extraño. Pero memorable.
—Sí, memorable —confirmó Demelza.
II
Descendieron a la caleta de Nampara y luego remontaron el valle, a la vera del arroyo con sus aguas manchadas de rojo; atravesaron el puente y regresaron a la casa. Ahora la tarde estaba muy avanzada, y los de Dunstanville bebieron una taza de té. Al oscurecer se retiraron con sus dos lacayos. Los Enys permanecieron un rato más, y después también se marcharon. Los Poldark volvieron a su propio salón, donde ardía un fuego vivo y acababan de encenderse las velas. Demelza fue a la cocina con el fin de comprobar que todo estaba en orden; y la casa se llenó de gritos y risas cuando Jeremy y Clowance, como agua que desborda un dique, volvieron al salón con su madre y reasumieron sus funciones de charlatanes incansables.
Finalmente todos subieron a acostarse, y Demelza extendió los pies hacia el fuego y alzó las manos para desprenderse las trenzas muy bien peinadas.
—Dios, estoy tan cansada como si hubiera trabajado todo el día en el campo. Ross, me impones muchas obligaciones.
—Pero fue un gran éxito. Nadie puede negarlo.
—¿Viste a Betsy María cuando metió el dedo en la sopa de lord de Dunstanville? ¡Y después se lamió el pulgar!
—¡Peores cosas seguramente ocurren en su cocina todos los días, y él no lo sabe!
—¡Ojalá no haya visto eso!
Ross tomó su pipa y comenzó a llenarla.
—Y Ena dejó caer una tarta y fue a parar bajo la silla de Dwight. ¡Y tendrías que haber visto la cocina diez minutos antes de que ellos llegasen! ¡Parecía un campo de batalla, todos contra todos! ¡Y también temía que la pava quedase medio cruda! La señora Zacky se había olvidado de meter el relleno y…
—Fue espléndido. Una comida demasiado abundante habría parecido pretenciosa. En este condado no podrían hallar mejor comida, ni tan bien preparada, y eso era lo que importaba. ¿Cómo te fue durante tu paseo con Francis Basset?
—Creo que bastante bien. Me provocó, y después yo le provoqué pero creo que todo terminó bien. Supongo que si no le temiese, ese hombre me agradaría.
—¿Y cuál fue el tema de tanta provocación?
—Bien, me dijo que tú deberías resolver tus diferencias con George Warleggan.
Ross encendió una astilla acercándola al fuego de la chimenea y después la llevó a su pipa. Dos hilos de humo, uno pardo y otro azul, comenzaron a elevarse hacia el techo.
—Por lo menos, ahora ha condescendido a enterarse del asunto. Confío en que le habrás recordado que lo mismo que para hacer la guerra, para hacer la paz se necesitan dos.
—Le recordé su propia disputa con lord Falmouth. Ross la miró fijamente.
—¡Demonios! Tuviste mucho coraje.
—Había bebido tres copas de oporto.
—Cuatro. Te vi beber otra cuando nos preparábamos para salir. ¿Y qué te contestó?
—Se mostró muy cortés. No creo haberlo ofendido. Pero, Ross, dijo algo extraño. Afirmó que estaba dispuesto a reconciliarse con lord Falmouth.
Se hizo un silencio prolongado. Detrás de la casa, una vaca mugía.
—A juzgar por lo que oí decir a Falmouth, no está de ánimo para ningún género de reconciliación. Pero la idea es interesante. ¿En qué condiciones sería posible? Con respecto a George y a mí mismo sería grato calmar los rencores que nos dividen; pero los intentos que hice en ese sentido hace tres o cuatro años no tuvieron respuesta; y el asunto de Drake, en el noventa y cinco, renovó la disputa. Además…
—¿Además?
Ross vaciló, y de nuevo se preguntó si valía la pena mencionar su encuentro con Elizabeth; pero decidió no hacerlo.
—Además, están ocurriendo cosas desagradables. Drake tropieza con ciertas dificultades en el taller de Pally.
Demelza dirigió una rápida mirada a Ross.
—¿Drake? Nunca me dijo una palabra.
—Tampoco a mí. No está en su carácter. Pero me llegan rumores. La nueva empalizada ha aparecido destruida. Alguien desvió el arroyo, y ahora depende del agua del pozo, y esta en un invierno tan seco no le alcanza. Una o dos personas que le encomendaron ciertas reparaciones, de la noche a la mañana descubrieron que los objetos habían vuelto a romperse.
—¿Y tú crees…?
—¿Acaso hay otra explicación?
—Pero ¿por qué? ¡Es tan… mezquino! Yo hubiera dicho que ni siquiera George…
—Sí, ni siquiera George.
—Después de destruir el amor de Drake, ¿qué más quiere?
—Quizá Geoffrey Charles ha continuado viendo a Drake.
—¿Acaso Drake tiene una enfermedad contagiosa?
—No… sólo que es tu hermano… y por lo tanto, mi pariente.
—¿Qué podemos hacer?
—Nada… todavía. Quizá no se repita. Es tan mezquino que sospecho que no durará mucho. De todos modos, es evidente que las posibilidades de reconciliación con George por el momento son escasas.
Demelza se sintió tentada a preguntar a Ross por qué había estado viendo a Elizabeth, y si no temía que esos encuentros originaran nuevos y terribles sentimientos de enemistad y celos entre los cuatro. ¿Era concebible que de nuevo se sembraran las semillas del odio? Sin embargo, no pudo mencionar el hecho. No pudo rebajarse a preguntar…
Esa misma noche, cuando se encontraba sola en su dormitorio, antes de que Ross subiera, Demelza repasó la inscripción en latín y la traducción que ella había escrito debajo, con lápiz.
«Aquello que el Amor ha establecido no ha de ser despreciado».
Aquellas pocas palabras infundieron a los padres de Ross más vida que cuanto Ross había dicho jamás, o que las cosas que les habían pertenecido y que aún se guardaban en la casa. Grace Mary, de sólo treinta años, alta, delgada y morena, con sus largos cabellos oscuros, muriendo en esa casa, agobiada por intensos dolores, y la figura oscura del padre de Ross sentado al lado de la enferma. Después, cuando ella ya había muerto, cuando ya no podía hablarle, ni tocar su mano, ni sonreír ni ver la sonrisa de su esposo, cuando la enterraron en un hoyo profundo cavado en la arcilla arenosa y Joshua Poldark quedó completamente solo, mandó poner una lápida sobre su tumba, y grabar estas líneas.
«Aquello que el Amor ha establecido no ha de ser despreciado».
Demelza pensó que esas palabras decían más, expresaban más profundamente que todos los poemas de Hugh Armitage el amor de un ser humano por otro.
No era justo compararlos, pues Hugh era joven y podía sufrir de distinto modo. Joshua o el anónimo poeta latino había expresado un sufrimiento más hondo.