Capítulo 4

Excepto por algunos días alrededor de Navidad, fue un bello invierno. Comparada con lo que era dos años antes, Inglaterra se había convertido en una isla diferente, rodeada por un mar más amistoso. Durante los peores meses las noches gélidas se vieron seguidas por días de sol luminoso; en Cornwall ni siquiera heló. Las primaveras florecieron todo el invierno, las aves cantaron, y soplaron vientos suaves, casi siempre del este.

Ross, Demelza y los dos niños se bañaron el 21 de diciembre. El agua estaba helada, pero después era muy grato salir al aire tibio, y mientras se frotaban con toallas el sol bajo iluminaba el mar, proyectando largas y cadavéricas sombras de los cuatro miembros de la familia sobre la playa silenciosa. Después, el regreso a la casa, riendo y jugando, todavía húmedos, para calentarse frente al fuego y tomar la sopa muy caliente y beber ponche. Era la primera vez que Jeremy probaba un licor espirituoso, y se le subió a la cabeza, y el niño yació en el diván, riendo sin control mientras Clowance miraba gravemente a su hermano, convencida de que había enloquecido.

El único período de mal tiempo sobrevino alrededor de Navidad. Nevó y sopló un fuerte viento del este y Ross temió que el año comenzara como en enero de 1795; pero la tormenta duró menos de una semana y pronto volvió a salir el sol.

Salvo el buen tiempo, había poco de qué alegrarse. Lord Malmesbury, enviado a París para discutir las condiciones francesas de un acuerdo europeo de paz, fue mantenido en ascuas hasta mediados de diciembre, y después despedido sin más trámite. El Directorio no deseaba la paz. España al fin había declarado la guerra, en apoyo de los franceses. Estos habían ocupado Córcega y desembarcado en un extremo de la isla mientras los británicos la abandonaban por el otro. Catalina de Rusia había muerto y el zar Pablo, un neurótico y tirano, no tenía interés en sacar del fuego las castañas inglesas. La víspera del día que Malmesbury regresó a su patria una flota francesa de Cuarenta y tres naves, con dieciséis mil hombres de tropa al mando del temible y joven Hoche, se deslizó fuera de Brest, evitó la flota británica y fue a invadir Irlanda, que esperaba ser liberada.

Solamente el capitán sir Edward Pellew, héroe del combate en que Dwight había sido capturado, apareció de nuevo en el lugar debido y en el momento oportuno. Durante la noche se internó con su fragata solitaria en el centro de la flota francesa y disparando todos sus cañones provocó el pánico y la confusión, consiguiendo que tres naves enemigas encallaran en las rocas. Pero la mayor parte de la tropa invasora llegó a la bahía de Bantry, y mientras Ross y Demelza se bañaban en el mar, los buques franceses se preparaban para desembarcar sus tropas. Después, llegó la tormenta de Navidad, para Inglaterra más valiosa que todas sus flotas; los fuertes vientos soplaron una semana entera, de modo que fue imposible desembarcar. Así que, decepcionados, los franceses volvieron a su patria.

Pero cuando todos supieron qué peligro habían corrido, se manifestó desaliento, no alivio. Si esa situación podía sobrevenir una vez, ¿qué impedía que se repitiera? Ya nadie creyó en el bloqueo. Se perdió la confianza en la omnipotencia de la marina británica. Más bancos suspendieron sus pagos, y los Consolidados descendieron a 53.

En Nampara nada más se supo de Hugh Armitage y su nombre rara vez se mencionaba en la conversación. Pero Ross se preguntaba si la sombra del joven no habitaba entre ellos. Antes él nunca había pensado nada semejante; habían hablado de él una o dos veces, comentando su amor por Demelza y el sentimiento de vulnerabilidad que ella experimentaba, y lo hacían como amantes sinceros que examinan un problema que debe ser analizado, pero sin que ninguno de los dos sintiese que el asunto representaba una amenaza real para el amor que los unía. Así había sido mientras Armitage estaba allí. Después de la despedida del joven, al principio todo había continuado como antes; pero Ross tuvo la sensación de que la última carta de Hugh, en septiembre, había inquietado a Demelza, y de que ella ya no demostraba la franca camaradería de costumbre.

Ross le había preguntado dos veces qué le ocurría, por supuesto sin mencionar el nombre de Hugh; y en ambas ocasiones ella había respondido que nada. Ciertamente, el cambio era tan leve que quien hubiera mantenido con ella una relación menos íntima nada habría advertido. Se manifestaba como siempre, alegre, animosa, conversadora, ingeniosa, dispuesta a gozar de la vida y afectuosa con sus hijos. El amoblamiento de la nueva biblioteca progresaba y Demelza trataba de resolver todos los problemas. Dos veces fue con Ross a Truro para comprar las sillas. En otras ocasiones, fueron ambos a comprar muebles a Padstow y Penryn. Los Enys vinieron a cenar. Demelza siempre estaba atareada. Por dos veces, mientras hacían el amor, ella apartó la boca para evitar a Ross.

En enero, Ross se irritó mucho cuando supo que se había asignado la renta de Sawle con Grambler al reverendo Osborne Whitworth. La semana siguiente, como hacía muy buen tiempo, el señor Whitworth se trasladó con su esposa y su cuñada, pasó la noche con los ancianos Chynoweth en Trenwith, y presidió el servicio religioso celebrado en la casa. Se supo entonces que había decidido aumentar a 45 libras esterlinas anuales el estipendio de Odgers.

—Ya se ve —dijo Ross— qué valor puede atribuirse a la promesa de ayuda de lord Falmouth.

—¿Por qué? ¿Le pediste algo?

—Sí. Cuando estuvimos allí, en julio. Dijo que se ocuparía del asunto.

—Ross, quizá lo olvidó. Es un hombre demasiado importante para pedirle cosas tan pequeñas.

—Sin embargo, creo que no se habría olvidado si ello le hubiera reportado alguna ventaja.

—¿Cómo crees que Ossie consiguió la renta?

—Quizá tiene influencia con el deán y el Capítulo… su madre fue Godolphin. Y por supuesto George, que ocupa la propiedad más importante de la parroquia y es miembro del Parlamento…

—Bien, imagino que Elizabeth se sentirá complacida, pues esto demuestra consideración por el marido de su prima.

—Odgers no se sentirá complacido. Era su única esperanza de mejorar su vida. Ahora, sabrá que tendrá que trabajar y sufrir el resto de sus días.

—Ross, ¿tendrías más influencia si fueras miembro del Parlamento?

—¿Quién sabe? De todos modos, no soy diputado y jamás lo seré.

—Jamás es mucho decir.

—Sea como fuere, tú crees que no reúno las condiciones necesarias para desempeñar el cargo.

—Ross, tú lo rechazaste. Sé que me consultaste antes de adoptar tu decisión y que hablamos de ello; pero en realidad, ya lo habías decidido antes de conversar conmigo, ¿verdad? Por mi parte, pensé y te dije que habías decidido bien si pensabas dedicar todo el tiempo a ser juez y jurado, y a condenarte tú mismo.

—Sí, sí, recuerdo; la armadura. Bien, querida, tal vez uno de estos días consiga una y me dedique a la política y conspire con la aristocracia. Tal vez consiga dominar, encauzar y dirigir mi quisquillosa conciencia, si logro obtener beneficios sólo para mis amigos y no para mí mismo, y rehúso que me los paguen. De ese modo, resplandecerá la nobleza de mi alma.

—No es que me importe demasiado el señor Odgers —dijo Demelza—. Es un hombrecito fastidioso. Pero la señora Odgers trabaja demasiado, y los niños pasan necesidades. Y además, Ossie Whitworth tiene ya tan elevada opinión de sí mismo que es una lástima que se le ofrezcan motivos para sentirse aún más satisfecho.

II

En efecto, Ossie estaba satisfecho. Apenas fue convocado a Exeter con el fin de que se le notificara la designación, redactó muy amables cartas de agradecimiento a Conan Godolphin, a George Warleggan y a todos los que le habían ayudado a obtener el cargo, pues era hombre muy puntilloso en sus asuntos y uno nunca sabía cuándo podía necesitar de nuevo a los amigos. El fin de semana que pasó en Trenwith, a fines de enero, fue muy agradable, y con sus dos mujeres y el lacayo, Ossie sabía que todos lo consideraban una caravana distinguida.

Era el primer viaje largo de Morwenna después de su enfermedad y soportó bien la cabalgata. Su salud había mejorado mucho gracias a los cuidados de Dwight. En septiembre había sufrido una recaída que duró dos semanas; se había refugiado en la cama y rehusado hablar con los habitantes de la casa, ni siquiera con Rowella y menos aún con Ossie. El doctor Behenna había declarado que era una leve fiebre palúdica contraída en el río, y le había administrado purgas y corteza peruana. El tratamiento había producido efectos positivos y restablecido la fe de la familia en su médico.

Después, aunque se mostraba silenciosa y triste, parecía más fuerte, y la visita a Trenwith demostró que había recuperado del todo la salud. El regreso a esa casa era una prueba en otro sentido; en todos los cuartos había recuerdos de la tragedia de su amor juvenil. Como sabía que Drake vivía cerca, Morwenna casi cedió a la tentación de levantarse muy temprano el domingo por la mañana para ir a verlo; pero finalmente le faltó coraje. Ossie podía despertar antes de que ella regresara, y en ese caso tendría que afrontar graves dificultades. Y de todos modos, ¿qué provecho podían obtener Drake y ella misma si reabrían las viejas heridas? Ella sabía del amor perdurable de Drake; él conocía el amor de Morwenna. Eso debía bastarles.

La iglesia estaba atestada. El reverendo Clarence Odgers atendía al nuevo vicario y ayudaba al servicio. Ossie predicó acerca del siguiente tema: «Las perversas querellas de los hombres de mentes corrompidas, alejados de la verdad, que imaginan que el beneficio es santidad: apártate de ello. Pero la santidad y la satisfacción son grandes beneficios. Pues nada traemos a este mundo, y seguramente nada nos llevamos de él. Y teniendo alimento y vestido, contentémonos con eso». Le pareció que era un tema oportuno. Un sermón conveniente durante ese período de inquietud. (Una semana antes había estallado en Saint Just otro desorden provocado por la escasez de alimentos). Ossie había pensado en la posibilidad de recopilar alrededor de cincuenta sermones y publicarlos. En Exeter había conocido a un pequeño y servicial impresor que podía ocuparse de la publicación y que no cobraría demasiado; por lo demás, publicar y vender una obra realzaba el prestigio de un hombre. Creía haber impresionado bien al nuevo archidiácono, por lo que le había invitado a pasar unos días con ellos en Santa Margarita cuando realizara la siguiente gira de inspección.

Tras el servicio religioso conoció al resto de la familia Odgers. Después, todos volvieron a Trenwith para almorzar. Elizabeth había ordenado a los criados que preparasen una comida para veinte personas; pero como los Chynoweth eran incapaces de supervisar nada, todo estaba muy mal organizado. Ossie decidió hablar del asunto con George la próxima vez que se vieran.

Regresaron el lunes por la mañana, y antes de partir Ossie entregó a Odgers una lista de asuntos de los cuales debía ocuparse inmediatamente. Las malezas del camposanto, la puerta que cuadraba mal, la ventana agrietada, los ratones de la sacristía, el mantel del altar, los agujeros de la casulla del cura, la falta de atención del coro durante el sermón, la omisión de palabras durante el servicio y la aplicación de una doctrina errónea. Ossie había advertido otras cosas, pero le parecía que para empezar era suficiente.

Apenas llegaron a casa, Morwenna subió al primer piso para ver cómo estaba John Conan; y Ossie, que no había podido apartar los ojos de la delgada espalda de Rowella durante todo el camino de vuelta, la invitó a pasar a su estudio.

La joven se acercó en actitud modesta, permaneció de pie a un paso de la puerta, los ojos vueltos hacia los árboles y el río.

—Cierra la puerta —dijo Ossie, con un atisbo de impaciencia.

—Sí, vicario.

—Quizá llegue tarde esta noche. Es cada vez más difícil…

—Cuando usted diga.

—No es cuando yo diga, como bien sabes. ¡Si así fuera, elegiría este momento!

—Sí, sería agradable hacerlo ahora —dijo ella.

La mirada de Ossie era una mezcla de lascivia y cólera.

—Tú no… tú no debes…

—¿Qué, vicario?

Ossie se quitó un poco de polvo de la chaqueta, puso las manos en su posición favorita, tras la espalda, y la miró fijamente.

—Ahora, vete. Ayuda a tu hermana. No está bien que nos quedemos solos tanto tiempo. Pero creí necesario hablarte de esta noche. Tiene que ser esta noche, ¿entiendes?

—Sí —dijo ella, asintiendo—. Esta noche.

Y esa noche, después que él hizo con ella lo que deseaba, Rowella le dijo que esperaba un hijo.

III

Lloró en los brazos de Ossie y él sintió deseos de poseer la fuerza necesaria para arrojarla al río.

A veces Ossie sentía que Dios lo sometía a pruebas muy duras. Ciertamente, su vocación no había sido muy profunda: la madre, que había comprendido que Ossie no lograría aprobar los exámenes exigidos para iniciar estudios de derecho, había elegido el sacerdocio como la única alternativa apropiada para el hijo de un juez. De todos modos, Ossie había alcanzado bastante éxito en su carrera; había estudiado derecho canónigo, y aunque había incurrido en las frivolidades naturales de un caballero joven y moderadamente acomodado, había buscado y obtenido canonjías que no parecían del todo inmerecidas.

Pero la naturaleza le había dotado de enérgicos apetitos y el matrimonio había sido una necesidad, pues sin él no hubiera podido obedecer las doctrinas de la Iglesia. Al fallecimiento de su primera esposa había seguido el matrimonio con una mujer que, después del nacimiento del primer hijo, le había sido prohibida por riguroso consejo médico. Y allí, ocupando una silla frente a la mesa, y ahora ocupando del todo el pensamiento de Ossie, estaba esa jovencita delgada de sorprendente figura, que tenía sus propios apetitos, que le había seducido con sus artimañas y su falsa modestia, incitándole a subir al desván con su cultivada charla acerca de los héroes griegos, para desnudarlo y arrojarse sobre él, como si en vez de ser la hija de un deán hubiera sido la más perversa trotona de las calles.

Así, Ossie había caído en la trampa tendida por Rowella, atado de pies y manos por las seducciones de la jovencita y por su propia privación. De modo que se había dejado seducir por una niña perversa. Había infringido el séptimo mandamiento y ofendido todas las leyes de la sociedad, de la que él mismo era uno de los líderes.

Esa era la situación, pero hasta ahora todo había ocurrido en secreto. Y ahora, ahora, esa Medusa que sollozaba apoyada en su hombro comenzaría a mostrar en su cuerpo, de tal modo que sería imposible disimularlo, la prueba de su vergüenza. Y la prueba de la culpabilidad del propio Ossie. Su culpabilidad. Todos lo verían. Descubrirían la terrible culpa de Ossie, que se había enredado con una mujer que apenas era más que una niña y que era la hermana de su esposa. Era intolerable, imposible. La iglesia, el archidiácono, los fideicomisarios… ¿qué ocurriría con su nueva renta, incluso con su posición en la Iglesia?

—Vamos, vamos —dijo Ossie—. No creo que sea eso.

—Oh, lo es —sollozó Rowella—. ¡Oh, es eso! El mes pasado no tuve lo que debía haber tenido, y esta semana debió ser la segunda vez. ¡Y me he sentido muy enferma, como si hubiese tomado veneno! ¡Todas estas semanas esperé y rogué que no fuera eso!

Permanecieron así largo rato, sin hablar. Aunque ella continuaba sollozando, Ossie sintió que no podía estar absolutamente seguro de que las lágrimas no fuesen un tanto exageradas, para arrancarle un máximo de compasión. Durante un tiempo no supo qué pensar, como si le hubiera sido imposible arrancarse del marasmo en que le habían hundido las palabras de Rowella; pero poco a poco recobró la lucidez. Todas las posibilidades eran desagradables. Si ella se suicidaba… si fuera posible convencerla de que visitara a una de las viejas de la localidad… Si pudiera despacharla a otro sitio, para que viviese con un amigo que «adoptara» al niño después del nacimiento… Si fuera posible devolverla deshonrada al hogar de su madre… Si pudiera achacar la culpa a otro hombre…

Por supuesto, Ossie negaría su responsabilidad. Era sólo la palabra de Rowella contra la suya. ¿Y quién no aceptaría la palabra de un respetado clérigo antes que la de una jovencita histérica y medio loca? La enviaría deshonrada a su hogar, y que la madre se arreglase como pudiera. Los feligreses de la parroquia no necesitaban enterarse. Tal vez Morwenna, pero al margen de lo que pudiera pensar en su fuero íntimo, le interesaba guardar el secreto.

Rowella se apartó de Ossie y con la sábana trató de secarse los ojos. Un sentimiento de duda se agitó en Ossie. A pesar de sus pocos años, Rowella no era una antagonista desdeñable. Si decidía callar acerca de Ossie, sin duda lo haría; pero si elegía el camino contrario, Ossie sospechaba que sus acusaciones no serían murmullos apenas audibles entre doloridos sollozos. Explicaría claramente su situación, y no se sentiría estorbada por la edad, la posición o el sexo. Era una situación horrible, y Ossie se sentía con derecho a pensar que Dios lo trataba injustamente.

—Tendremos que pensar bien todo esto —dijo, como si no hubiera estado haciéndolo durante los últimos minutos.

—Sí, Ossie.

—Ahora, me marcho. Volveremos a hablar de ello mañana, a la luz del día.

—No se lo diga a Morwenna.

—No, no. ¡No haré tal cosa!

—Es terrible que haya ocurrido.

—Sí, Rowella.

—No sé lo que la gente pensará de mí.

—Quizá no se entere.

—Será muy difícil ocultarlo.

—Sí, lo sé —dijo Ossie, muy irritado.

—Vicario, quizás usted piense algo.

—Vamos, vamos. Tenemos que pensar y orar.

—Podría suicidarme a causa de esto.

—Sí, sí, querida. —¿Quizás había alguna esperanza?

—Pero no lo haré —dijo Rowella, enjugándose las lágrimas.