Capítulo 3

George había regresado de Londres a principios de agosto, pero llegó a Trenwith sólo a mediados de mes. Le irritó enterarse por carta de que Elizabeth había salido de Truro para ir a Trenwith, y su prolongada ausencia cuando volvió a Cornwall estaba destinada a destacar su enojo.

Pero cuando al fin se reunió con ella se sintió presa de sentimientos antagónicos. Sus experiencias en Londres habían sido interesantes y sugestivas. Había conocido a muchas personas notables, a muchos aristócratas que aparentemente le habían aceptado; había visto al príncipe regente y a lady Holland en un teatro, había compartido un palco en Ranelagh, donde muchos hombres aún portaban espada; había ingresado en la Madre de los Parlamentos, donde los diputados un día se comportaban con la solemnidad de una Cámara Alta y otras armaban tanto escándalo como en una feria, y había sentido la necesidad de tener a su lado a Elizabeth, porque ella siempre sabía cuál era la actitud apropiada en cada ocasión.

Comprendía que esa vida como miembro del Parlamento le parecía preferible a cualquier otra. No lo sabía antes de realizar la experiencia, pero ahora no abrigaba ninguna duda. Pero cuando regresó a su casa, su orgullo natural y su estricto dominio de sí mismo le habían impedido satisfacer la curiosidad y contestar a todas las preguntas de sus padres. La única persona con quien podía conversar libremente era Elizabeth, pero ella estaba a más de quince kilómetros de distancia, y se había retirado a ese lugar a pesar de la voluntad del propio George.

A sus sentimientos de sospecha, odio y celos se contraponía la conciencia de que deseaba volver a verla. Si la perversa sospecha carecía totalmente de fundamento, estaba arruinando su propia vida —y la de su esposa y el hijo— y todo por nada, precisamente cuando sus asuntos prosperaban. Por otra parte, si la sospecha era perfectamente fundada, ¿qué le quedaba? Un hijo que no era suyo y una mujer a la que aún deseaba intensamente. Si había existido traición, el acto se había consumado antes de su matrimonio con Elizabeth. Y ella había postergado un mes el matrimonio. ¿Era esa actitud signo de culpabilidad o de inocencia? Podía ser una cosa o la otra, pero no cabía duda de que una mujer astuta no habría tratado de postergar el momento. En todo caso, se había cometido la traición antes de la ceremonia nupcial, y si el propio George hubiese sabido del asunto antes del casamiento con Elizabeth, no por eso se hubiera aliviado su necesidad de poseerla. El premio anhelado era demasiado importante. El premio que él siempre había deseado y que en realidad siempre le había parecido inalcanzable de pronto se había convertido en una meta posible, de modo que, por profundas que hubieran sido su cólera y su amargura, George habría aceptado la situación.

Y eso no había cambiado. La rutina del matrimonio y el goce de la posesión amortiguaban las sensaciones de George cuando ambos cónyuges convivían; pero apenas se separaban unas pocas semanas, George no tenía más remedio que aceptar que él continuaba dominado por la seducción de su propia esposa.

Los dos planos de la personalidad de Elizabeth la hacían irresistible. La esposa segura de sí misma, fruto de innumerables generaciones de nobles, siempre vestida con gusto exquisito y discreto, ecuánime, bondadosa, digna y bella, joven e inteligente. Pero en otro ámbito se manifestaba la esposa vivaz, la mujer a la que él podía provocar… cuando ella se lo permitía. La esposa se convertía en mujer, desprovista de sus ropas, con los largos cabellos rubios que caían sobre los hombros, suya, suya y de nadie más. Ahora, él era el amo y el dueño absoluto de esa mujer. George no era un hombre carnal; sus necesidades parecían sublimarse con mucha frecuencia en los conflictos del comercio, en la búsqueda del poder. Durante su estancia de varias semanas en Londres no había tropezado con dificultades para permanecer fiel a su esposa. Dos mujeres de la sociedad le habían formulado sugerencias y él había preferido no hacerles caso, y no había sentido el más mínimo pesar.

Pero a veces en efecto necesitaba de su esposa; y la necesitaba ahora.

Así, la frialdad de su partida en junio no se complementó con un retorno igualmente frío, por mucho que un aspecto de su carácter lo hubiese deseado. En medio de los criados que corrían de aquí para allá besó en la boca a Elizabeth y estrechó enérgicamente la mano de Geoffrey Charles (al mismo tiempo que hacía todo lo posible para cerrar los ojos al rígido formalismo de la actitud del jovencito) e incluso alzó de su silla a Valentine y lo besó, y comentó que estaba mucho más pesado e incluso tuvo palabras amables para los padres de Elizabeth (que a causa de una lamentable coincidencia padecían resfríos estivales) y a la hora de la cena abrió una botella de champaña francés.

Y así, al fin de la velada, cuando había caído la noche y se habían encendido las velas, reclamó sus derechos conyugales y ella no se los negó. Después, charlaron un rato, y en ese estado de ánimo más sereno él le relató muchos episodios de su permanencia en Londres. Le habló de su intención de alquilar una casa el año siguiente, y de llevarla consigo.

Durante las semanas siguientes la vida en Trenwith se desenvolvió bastante bien. Elizabeth había instruido a Geoffrey Charles acerca de la conducta que debía seguir.

—Recuerda, querido, que el tío George es un hombre bueno y generoso que sólo desea ser un buen padre para ti. Quizá te molestó mucho lo que hizo el año pasado, pero no olvides que aún eres joven y que a veces debes permitir que los mayores decidan. No pongas esa cara, pues me enojaré… Por supuesto, todo ocurrió porque Morwenna no cumplió con su deber; si ella no se hubiese mostrado tan descuidada e irresponsable, nunca habría sido necesario hacer lo que hicimos. Y si crees que tu conducta nos disgustó, estás equivocado. Nos disgustamos solamente con ella, y como habrás podido observar, no me he opuesto a que veas nuevamente a Drake Carne, si bien continúo creyendo que pasas mucho tiempo con él. ¡Un momento! Permíteme hablar. Como sabes, siempre fuiste el hijo más querido, y quiero creer que también te inspiro afecto. Si así es, permite que tus sentimientos hacia mí gobiernen tu conducta en esta casa. El tío George, como aún lo llamas, en realidad es tu padrastro y mi marido. Si tú y él os peleáis, si yo descubro que tu actitud hacia él es hostil y desobediente, ello no sólo le afectará, sino que me lastimará. Arruinará mi felicidad. Destruirá una parte de mi vida, una parte a la que aprecio mucho.

De modo que Geoffrey Charles trató de demostrar buena conducta. Al tercer día de su llegada George se acercó a Elizabeth con una expresión fría en el rostro, y le dijo que Tom Harry le había informado que Geoffrey Charles pasaba todos sus ratos libres con ese insolente jovenzuelo que un año atrás se introducía en la casa buscando a Morwenna. De modo que Elizabeth tuvo que persuadir a George.

—Oh, quizás eso en nada lo perjudique… salvo por lo que se refiere a los vínculos de ese jovenzuelo.

Me sorprende que precisamente tú fomentes la amistad con uno de los hermanos de Demelza Poldark.

—George, no fomento esa amistad. Lejos de ello. Pero Geoffrey Charles está en una edad difícil. Ahora puedes imponerte fácilmente, pero si lo haces te guardará rencor —nos guardará rencor— y pocos años más tarde no será tan fácil controlarlo. Además, el modo más seguro de fomentar esa amistad es prohibirla. Tú lo sabes. Si lo dejas en paz, si no lo molestamos, es probable que en uno o dos años más el asunto ya no le interese. No olvides que Geoffrey Charles es muy impresionable, y las influencias más profundas que está recibiendo ahora provienen de sus condiscípulos de Harrow. El contraste entre la conversación de esos jóvenes, su visión de la vida, y lo que observa en ese joven herrero, muy pronto se hará sentir. Si Geoffrey Charles descubre que no necesita desafiarnos, pronto advertirá que tampoco hay nada que lo atraiga.

George revolvió las monedas que guardaba en el bolsillo.

—Elizabeth, quizá tu criterio es el más sensato; pero me irrita profundamente que los Poldark hayan considerado oportuno instalar a ese individuo, casi como desafiándonos, ¡prácticamente en nuestra puerta! Sería necesario…

—¡Vamos, George, nuestra puerta!… está por lo menos a tres kilómetros de aquí.

—Bien, cerca de nuestras minas. Me ocuparé de que nuestra gente no le encargue trabajos… Y tres kilómetros nada significan. Yo diría que intencionadamente nos irritan con ese joven. Ahora lamento no haberlo enviado a la cárcel cuando pude hacerlo.

—Sólo habrías conseguido empeorar la situación.

—¿Has visto a alguno de ellos desde que te trasladaste aquí?

—No —dijo Elizabeth; era su primera mentira—. Nunca asisten a la iglesia.

George se retiró a su estudio y no habló más del asunto. Geoffrey Charles limitó sus visitas a Drake, pero de todos modos nadie restringió su libertad de movimientos. Pero George no dio por terminado el caso. Había llegado a convencerse de que Drake Carne era el responsable de los episodios relacionados con los sapos. Por lo que él sabía, era el único que conocía bien los movimientos del propio George; y era también el único que podía desear burlarse de George. Desde el incidente, poco a poco había ido reuniendo pruebas parciales.

De modo que cierto día dijo a Tankard:

—El taller de Pally. Esa propiedad que ahora pertenece al joven Carne. ¿Somos dueños de las tierras adyacentes?

—No, señor. Creo que no. Pertenecen a distintos campesinos. Creo que a Trevethan. Y a Hancock. Si lo desea, puedo verificarlo.

—Hágalo. Reúna todos los datos posibles acerca del lugar. Compruebe si Carne es dueño de los derechos de explotación mineral, la situación de los pozos y los arroyos. Averigüe también para quién trabaja Carne. Además de nuestras minas, ahí están únicamente la Wheal Kitty y la Wheal Dream. También quiero saber si atiende encargos de los campesinos o los caballeros… Vea qué podemos hacer para desanimarlo.

—Sí, señor.

—Pero no haga nada sin pedirme autorización. Puede traerme sugerencias, pero yo decidiré.

—Sí, señor.

—No hay prisa, pero infórmeme hacia fines del mes.

II

George visitó tres o cuatro veces a Basset, y todos cenaron en Tehidy, y Geoffrey Charles se mostró muy vivaz y agradable con la señorita Francés Basset. Después, los Basset fueron a cenar a Trenwith. Para la ocasión, George invitó a sir John Trevaunance y a su hermano Unwin, a John y a Ruth Treneglos, y a Dwight y Carolina Enys. Dwight, que apenas participaba de la conversación mantenida durante la cena, tuvo la sospecha de que una o dos veces George había irritado un poco al nuevo barón de Dunstanville. No era una diferencia de opinión, ni mucho menos, era más bien que a veces George adoptaba las opiniones de Basset y las llevaba mucho más lejos que lo que el huésped deseaba. Dwight sabía que George era un hombre cuyos principios a menudo se subordinaban al interés inmediato; y quizá por eso mismo tuvo la sensación de que de tanto en tanto percibía notas falsas, por lo que se preguntó si Basset sentía lo mismo.

Al día siguiente los Warleggan fueron a cenar con los Treneglos, y la visita los obligó a dar un rodeo para evitar las tierras del otro Poldark, el inmencionable. Tankard los acompañó, pues George deseaba inspeccionar la Wheal Leisure, la mina que había clausurado poco antes, y decidir si podía hacer algo con ella. Había recibido informes completos, pero como muchos hombres de negocios, deseaba recoger una impresión personal.

Cuando llegaron al terreno alto, cerca de la casa que ahora estaba vacía y donde Dwight había vivido otrora, George sofrenó su caballo y contempló las construcciones de la mina Wheal Grace y la casa Nampara, al fondo del estrecho valle, casi tocando el mar. Durante unos minutos estudió el paisaje.

La Wheal Grace parecía activa. Aunque no era la hora del cambio de turnos, acababan de echar carbón a la caldera y por la chimenea brotaba una columna de humo espeso. El largo brazo de la bomba subía y bajaba, las prensas de estaño giraban y golpeaban, las mujeres trabajaban en las piletas de lavado y una hilera de mulas con los canastos repletos comenzaba a alejarse, llevando el mineral a las estamperías del bosquecillo de Sawle.

—Veo que han terminado la ampliación —dijo George. Elizabeth acercó más su caballo.

—¿Qué es eso?

—La ampliación de la casa. Imagino que estabas enterada.

—No, no sabía nada… No veo nada nuevo. Ah, te refieres al extremo de la casa.

—Agregaron un piso y reconstruyeron la biblioteca. Basset me lo explicó anoche… emplearon al yesero que Basset trajo de Bath.

—¿Visitó la casa?

—¿Basset? No lo creo. Me parece que no lo invitaron.

Soplaba un viento fresco, y Elizabeth alzó una mano para asegurar el tricornio verde.

—Cuando estaba casada con Francis pocas veces visité Nampara. Y después de su muerte, Ross solía venir a verme una vez por semana; pero yo no venía por aquí.

—Eso fue cuando estafó a Geoffrey Charles, quitándole los derechos a esta mina tan próspera.

Elizabeth se encogió de hombros.

—Creyó que la mina de nada servía, y compró mi participación pensando que me ayudaba. Pasó medio año antes de que encontrasen estaño.

George sonrió.

—Al fin he conseguido que lo defiendas.

Elizabeth miró alrededor, pero Geoffrey Charles había continuado avanzando con el lacayo. Ella no sonreía.

—George, esas sospechas no te honran. Ni esas, ni otras.

—¿Cuáles son las otras?

—Las que sean. Como hombre distinguido, como miembro del Parlamento y como magistrado —también como mi esposo… y como padre de Valentine— creo que ahora eres demasiado importante para incurrir en tales mezquindades.

El viento soplaba con fuerza, los caballos estaban inquietos. En la mina repicó una campana, que sonó muy lejana a causa de la intensidad del viento.

Ella había arrojado el guante: a él le tocaba decidir si lo recogía. Elizabeth había elegido bien el momento, no era posible proferir acusaciones contra una mujer que montando su caballo atravesaba un páramo ventoso, mientras el hijo y el lacayo de la familia estaban apenas a veinte metros de distancia, detenidos mientras los esperaban.

Sin embargo, era una suerte de desafío. Elizabeth había hablado con más firmeza de la que solía usar. Era evidente que ella conocía los estados de ánimo de su marido, y quizá la razón que los determinaba. Y George comprendió también que Elizabeth estaba dispuesta a luchar. Lo cual significaba que él debía cuidarse más, porque si no lo hacía llegaría el momento en que tendría que afrontar el reto.

—¿Qué es esa construcción entre los árboles, sobre la loma que se levanta cerca de la casa de Choake? —preguntó George.

—Creo que es la nueva capilla.

—¿En tierras de Poldark?

—Así lo creo. ¿No la levantaron con piedras extraídas de la vieja mina?

—Parece un establo de ganado.

—La construyeron los metodistas en sus ratos libres.

—Sin duda, bajo la dirección de los dos hermanos Carne.

—Sin duda. Siento que los hayamos expulsado de la casa que ocupaban cerca de Trenwith. No es bueno ponerse a malas con la gente por una causa tan menuda.

—No necesitamos cortejar el favor de gente como esa.

—Por mi parte, jamás… cortejé el favor de nadie. Pero tenemos que vivir entre esa gente.

—Cada vez menos —replicó George.

—Bien —dijo Elizabeth—. Eso me agradará. Deseo mucho viajar a Londres.

George la miró.

—Trevaunance me preguntó anoche acerca de mi cargo en la judicatura. Este año comparecí una sola vez. Pero de ningún modo pienso abandonar este distrito. Después de todo, es la herencia de Geoffrey Charles.

Elizabeth asintió, pero no dijo palabra.

George agregó:

—La última vez que vi a Ross me preguntó si había pensado vender Trenwith.

—¿De veras? —Preguntó Elizabeth sorprendida y sonrojada.

—Quizás ahora que su pequeña mina prospera, alimenta la ilusión de que puede reunir dinero suficiente para comprar la casa.

—¡Esto es imposible! Como tú dijiste, pertenece a Geoffrey Charles.

—Bien. —George volvió los ojos hacia Nampara y sujetó mejor las riendas—. Comprendo su ambición. Por mucho que se esfuerce tratando de mejorar esa casa, en definitiva no podrá conseguir nada. Es imposible pedirle peras al olmo.

III

Desde el día en que ella se había alejado en compañía de Sam, Drake no había visto a Emma Tregirls. El propio Drake rara vez se apartaba de su forja y su yunque. Era su trabajo; el oficio lo fascinaba, era lo que le habían enseñado. Lo que podía hacer mejor. Había contraído con Ross y con Demelza la obligación de triunfar. A pesar de su dolor, a veces contemplaba su propiedad y le parecía buena. Cada hora que trabajaba en ella la mejoraba, y cada hora lejos de sus herramientas era una hora malgastada, porque fuera de su trabajo no había nada que le interesase.

Y si necesitaba compañía, ahí la tenía. Los clientes representaban su vida social. Un campesino traía el caballo para que lo herrase, y charlaba mientras Drake ejecutaba el trabajo; o un arado necesitaba un mango nuevo, o la pared de un cottage necesitaba un puntal de apoyo, o un minero traía una pala a la que había que poner una cuchara nueva. Carolina Enys había simpatizado con el joven alto y pálido, y le enviaba todo el trabajo posible. A veces, venía ella misma y se paseaba por el patio, conversando con Drake y descargando el látigo de montar sobre la falda.

Pero Emma Tregirls no venía. De pronto, un miércoles por la tarde, a principios de octubre, su medio día libre, la joven llegó con un gancho de cocina de los que se usaban para colgar el hervidor sobre el fuego. Estaba muy deformado y era necesario arreglarlo, pero Drake pensó que cualquier artesano de Fernmore hubiera podido ejecutar el trabajo.

—¿Quiere esperar? —preguntó a la joven.

—Esperaré —dijo ella, y se sentó sobre un cajón y observó a Drake.

Se hizo el silencio mientras Drake calentaba el gancho y le daba la temperatura adecuada. Emma estaba vestida con su acostumbrada capa escarlata, el pañuelo, el vestido azul —era su ropa buena de los miércoles— las botas sólidas; tenía las piernas cruzadas y un tobillo, notablemente esbelto, se balanceaba en el aire. Drake llegó a la conclusión de que no le desagradaba el rostro de la muchacha. Su arrogancia tenía cierta frescura, cierta franqueza, que no sabía o se desentendía de las prohibiciones. Uno comprendía por qué los hombres se sentían atraídos por una muchacha que no fingía timidez ni disimulo. Y sin embargo, en definitiva aceptaban el veredicto de otras mujeres, o de la comunidad toda, y la despreciaban.

—Es un bonito lugar —dijo Emma.

—Sí, ahora está mejor.

—Muy ordenado. Lo limpió y arregló bien. ¿Lo hizo todo solo?

—Sí.

—¿Su hermano no viene a ayudarle?

—De tanto en tanto. Pero él también tiene que ganarse la vida. —Y también reza mucho.

—Drake, ¿usted también rezaba?

—Sí. A veces aún lo hago.

—Pero sin exagerar, ¿verdad? No como su hermano, que apenas puede abrir la boca sin hablar de Dios.

—Quizá sea así. Todos somos distintos.

—Sí —dijo Emma, y la conversación languideció.

El gancho estaba al rojo vivo y Drake lo retiró del fuego, lo depositó sobre el yunque, y comenzó a martillarlo para devolverle la forma. Emma contempló los brazos largos y delgados, las mangas arrolladas encima del codo, el rostro serio.

—Drake —dijo Emma.

Él la miró.

—Drake, ¿nunca ríe ni juega ni se divierte? Sobre todo, ¿nunca ríe?

Drake pensó.

—Lo hacía… mucho.

—¿Antes de ser metodista?

—No, después.

—¿Y Sam? ¿Jamás ríe?

—Sí, a veces. De alegría.

—Pero por diversión… diversión… por la diversión de este mundo. Como la mayoría de los jóvenes.

—No mucho. La vida es seria para Sam. Aunque antes solía hacerlo.

—¿De veras? ¿Cuándo?

Drake examinó el gancho, volviéndolo de un lado y del otro, y después descargó unos pocos golpes. Finalmente, lo sumergió en un cubo de agua. El vapor se elevó hacia el cielo.

—Aquí tiene señorita. Ya está.

Emma no habló y Drake pensó un momento acerca de la posibilidad de decirle algo más acerca de Sam. La miró en los ojos.

—Cuando mi padre se convirtió, todos tuvimos que hacer lo mismo. Yo era pequeño, pero Sam ya tenía catorce años. Nunca le interesó la religión. Cuando llegaba la hora de ir a la capilla, nadie podía encontrarlo. Muchas veces mi padre le pegó. Pero cuando mi padre se convirtió, renunció al látigo y apeló a la persuasión moral. Hasta que tuvo casi veinte años, Sam era la oveja negra. En realidad, no era tan grave. Más bien podría decirse que era un joven irresponsable. Siempre bromeando, siempre haciendo travesuras. Un barril de cerveza o un jarro de ron. Los encuentros de lucha. Las carreras. Después de mi padre, fue el mejor luchador de la familia. Solía competir en las ferias.

El chisporroteo del hierro candente se había extinguido.

Emma preguntó:

—¿Cómo se echó a perder?

Drake rió.

—Sam no diría eso. Preguntaría qué le salvó.

—¿Bien?

—Una muchacha que le agradaba —oh, sólo le agradaba— y un joven con quien simpatizaba —eran hermanos— murieron de tifus. Se habían convertido un mes antes y él vio cómo morían, y dice que de allí vino todo. Cuenta que en los rostros de los dos había una gran alegría, y no dolor. Después, durante varias semanas estuvo muy conmovido, y sufrió mucho y luchó contra Satán, hasta que el Malvado al fin fue vencido, y Sam se convirtió en hijo de Dios.

—Ahora, usted habla como él —dijo Emma.

—¿Le parece mal?

Emma se puso de pie y se acercó al barril de agua. Tomó las tenazas, retiró el gancho y lo depositó sobre el banco.

—Ahora está muy bien. ¿Cuánto le debo?

Estaban de pie, casi tocándose. Hacía mucho que Drake no estaba tan cerca de una joven.

—¿Por qué me pregunta acerca de Sam?

—Porque me inquieta.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Drake, él está enamorado de mí.

—¿Y usted?

—Oh. —Emma se encogió de hombros—. No importa lo que yo sienta. Le dije que no.

—¿Quiere casarse con usted?

—Sí. Qué cómico ¿verdad? Él y yo. El aceite y el agua. Quiere reformarme. Le echaría a perder su vida tan santa. Claro que sí. ¿Me imagina con los metodistas? Una cosa de locos, ¿verdad? —Drake apartó los ojos. Emma hablaba con expresión desenvuelta y sus ojos no reflejaban inquietud.

—Emma, ¿por qué vino a verme?

—Para que arreglase el gancho, ¿no le parece?

—Bien…

—Y se me ocurrió mencionar a Sam.

Drake tanteó el gancho. Se había enfriado.

—Son dos peniques.

Emma le entregó los peniques.

—Él la pidió en matrimonio y usted se negó. ¿Eso es todo? —dijo Drake.

Emma recogió el gancho y con él golpeó fuertemente el banco.

—¡Sí!

—De ese modo lo arruinará y tendré que arreglarlo otra vez.

—Vine a verle porque no tengo con quién hablar, y usted me gusta. En realidad, ese día, cuando vine con la barra, lo hice por curiosidad, para ver cómo era usted, y me molestó encontrar aquí a Sam el predicador. Usted sigue gustándome… pero Sam se le mete a una en los huesos. Se me metió en los huesos, ¡y eso no me gusta!

—Emma, ¿usted le ama, verdad?

Ella se encogió de hombros, impaciente.

—¿Amar? No sé qué quiere decir esa palabra. ¡Pero ahora no soy libre, como era antes! Puedo beber mi cerveza como antes, reír y bromear, y nadie notará la diferencia. La gente dice que soy una puta. ¿Qué es una puta? Una mujer que vende su cuerpo. ¡Yo jamás vendí nada a nadie! Y no soy tan liberal como dice la gente… No lamento lo que hice. Pero desde que conocí a Sam, desde que hablamos, ya no siento el mismo placer. ¡Ojalá nunca lo hubiera conocido!

Después de un momento, Drake dijo:

—Emma, ¿no será que la convicción del pecado comienza a crecer en usted?

Otro fuerte golpe con el gancho.

—¡No! ¡Y al demonio con esa maldita predicación! No, no sé qué es, pero pecado no es. ¿Pecado? ¡Pecado es hacer mal a otras personas, y no ser feliz con lo que uno tiene en el mundo! A veces, creo que Sam no es un hombre bueno, sino un individuo muy perverso. ¿Qué tengo yo para ser feliz? Me crié en el asilo, me dieron a otra gente, me maté trabajando, nunca tuve un momento libre, pasé hambre, no podía mejorar mi situación, y tenía que soportar a los hombres que me decían y hacían cosas. Ahora, estoy con los Choake, y son mejores que muchos. Tengo un poco de tiempo para mí, y medio día cada quincena. De modo que quiero ser feliz, gozar de lo que tengo, beber una copa de ron, coquetear con un hombre, correr carreras en la fiesta de Sawle, tener una cama para dormir y bastante de comer. ¿Por qué debo sentir que estoy en pecado? ¡Qué pecado cometí en este mundo excepto tratar de dar felicidad a unos pocos! ¡Usted y su condenado hermano! ¡Ojalá se ahogasen en el mar!

Había llegado a enfurecerse. Todo el cuerpo le temblaba de rencor, y agitaba el gancho como si pensara descargarlo sobre Drake.

—Emma, no puedo responder por Sam. Pero de veras le digo, si usted quiere llegar a Dios como llegó él, primero tiene que sentir la convicción del pecado, y después sentir el perdón, la liberación y más tarde la alegría de la Salvación. La alegría que sentirá finalmente es más profunda que todas las alegrías que pueda haber sentido antes. Eso es lo que Sam predica. ¡Es lo que intenta hacer entender a la gente! ¡El desea que usted sea feliz, pero feliz en la virtud, más feliz que lo que jamás fue antes!

Emma puso el gancho bajo el brazo.

—Bien, todo eso de nada me sirve, se lo aseguro. Mírelos, mire a los metodistas que andan por ahí, las bocas apretadas, los ceños fruncidos, temerosos aunque sea de mirar a una gallina, porque la gallina puede ser Satán disfrazado… ¿son felices? ¡Qué me cuelguen si lo parecen!

Drake suspiró.

—Hermana, cada uno debe hacer lo que cree mejor. El mundo no me trata bien, como sin duda usted habrá oído decir. No me corresponde contestar a sus preguntas. Lamento que tenga dificultades con Sam. Lo lamento por usted y también por él. Pero si usted no encuentra en sus promesas algo, que le interese creo que nada le ayudará a resolver su situación con él.

Emma permaneció de pie, atándose el nudo del pañuelo.

—Al fondo del pozo de la mina —dijo—. Allí habría que arrojarlos a los dos. Al fondo del pozo de una mina, con mucha agua, para que se ahoguen.

Se alejó, y Drake se quedó mirándola. No volvió a entrar en su casa hasta que la figura no fue más que un punto a lo lejos, sobre la colina.