Así, Ossie Whitworth recibió una carta del doctor Enys, donde este le explicaba que por razones de salud se veía obligado a limitar su práctica a los lugares más próximos a su propio hogar, y que por lo tanto, a menos que la salud de la señora Whitworth se agravase súbitamente, no podría continuar ocupándose de su atención médica. Explicaba también al señor Whitworth que, a su juicio, la señora Whitworth ya había mejorado mucho de la enfermedad que se había manifestado después del embarazo. Convenía continuar aplicando una dieta que la fortaleciera y no que la debilitara; y correspondía hacer todo lo necesario para lograr que la señora Whitworth llevase un vida sencilla y tranquila, y evitase las emociones que afectaban su sistema nervioso. El doctor Enys creía que si se aplicaba ese criterio no había nada que temer. Se declaraba respetuoso, humilde y obediente servidor, etcétera.
Mientras leía la carta, Ossie gruñía por lo bajo, y finalmente la sometió a la lectura de Morwenna.
—Ya ves, su señoría se ha cansado de nosotros; tendremos que volver al doctor Behenna.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Morwenna, que aún estaba leyendo la misiva—. ¡Qué vergüenza! Era tan bondadoso. Como un buen amigo. Sentía que podía conversar con él.
—Como en efecto lo hiciste, querida. Más de lo que cabría considerar discreto en la mayoría de las mujeres que hablan con otro hombre. Es decir, un hombre que no es su marido.
—Ossie, era mi médico. Jamás hablé con él de nada que no se relacionase con mi enfermedad.
—Sobre eso sin duda hay distintas opiniones. Bien, ahora has sanado, tu peso está aumentando y tienes buen aspecto; no dudo de que podrás reiniciar el cumplimiento de tus obligaciones como esposa del vicario de esta parroquia.
—Es lo que intento hacer. Todo el día estuve ocupándome de tus asuntos. Seguramente no querrás que los enumere, pues lo hiciste tú mismo esta mañana. Me ha complacido mucho haber podido hacer tanto, y aunque ahora estoy fatigada, es un cansancio agradable que en nada se parece al que sentía antes. Y experimento una sensación de alegría cuando pienso que mañana tendré nuevas tareas.
Ossie gruñó.
—Esta noche juego whist en casa de los Carharrack, de modo que regresaré tarde. Dile a Alfred que me espere. —Extrajo el reloj de bolsillo de su colorido chaleco y le echó una ojeada—. Esa muchacha llega tarde. ¿Por qué se demora tanto?
Morwenna se quitó los anteojos.
—¿Rowella? Se marchó hace apenas una hora. Y aún es de día. No puede ocurrirle nada.
—El daño físico me preocupa menos que el daño moral —dijo Ossie—. Sé que fue a esa biblioteca a buscar libros. Ambas pasáis leyendo la mitad del tiempo. El exceso de lectura, sobre todo de esa clase, desmoraliza a la gente. Origina sueños, sueños indignos. Uno se aleja de la realidad de una vida virtuosa. Morwenna, sabes que jamás te predico. No acepto las costumbres de los metodistas, y no soy santurrón. Debemos arreglarnos lo mejor posible en este mundo. Pero no podemos continuar haciendo todo lo posible si a través de los libros intentamos dirigir la vida ajena. Es irritante, enfermizo… para ambas. —Concluyó su té y se puso de pie—. Estaré una hora en el estudio.
—Deseaba —dijo Morwenna— hablar contigo de la instrucción de Sara y Ana. Mientras estuve enferma, Rowella se ocupó del manejo de la casa, y no ha podido dedicar a las niñas el tiempo necesario. Creo que no se perjudicaron mucho, pero Sara se muestra un poco desobediente. Rowella me ayudó mucho, y ahora que tengo el niño de buena gana me ocuparía exclusivamente en la educación de las dos mayores.
—Otra vez —dijo él, inquieto—. Hablaremos del asunto en otra ocasión.
Después que él salió de la habitación, Morwenna pensó que el nombre de su hermana provocaba un efecto especial en Ossie. A veces se mostraba francamente hostil a ella, y la llamaba «esa muchacha,» y entonces Morwenna temía que decidiera que Rowella no cumplía bien sus tareas y que convenía enviarla de regreso a su hogar. Otras, se mostraba jocoso y cordial y exhibía bastante amabilidad las pocas ocasiones que le hablaba directamente. Pero nunca se había llegado a definir la relación que correspondía a un cuñado y su joven cuñada. Morwenna volvió a ponerse los anteojos y leyó la carta de Dwight. La nueva situación representaba una grave pérdida para ella, la pérdida de un verdadero amigo; y a decir verdad, tenía muy pocos.
Salió al jardín y se dirigió a su lugar favorito a orillas del río; pero las aguas estaban muy bajas y del lodo se desprendía un olor húmedo e intenso. Leda y sus tres amigos no estaban allí. Morwenna dejó caer los pedazos de pan y torta donde los animales pudiesen alcanzarlos, si los patos y otras aves no los devoraban antes de que regresaran los cisnes. Estaban en el lugar donde otrora había pensado arrojarse al agua y ahogarse, para evitar las obligaciones de la vida conyugal. Aún era una posibilidad, pero un breve mensaje que Geoffrey Charles le había traído poco antes, si bien no ofrecía ninguna esperanza, por lo menos le había infundido valor.
Con respecto a Rowella, Morwenna apreciaba su compañía y su ayuda; pero tampoco con ella hablaba jamás en el tono íntimo y sereno que hubiera sido propio de dos hermanas que vivían en la misma casa. Si se hubiese tratado de Garlanda, Morwenna habría mantenido un diálogo permanente, cálido y sin limitaciones. Pero Rowella era siempre ella misma, una joven seca y fría, la mirada crítica, un ser eficaz y voluntarioso, pero nunca «cálido». Quizá su carácter carecía de ciertos ingredientes.
Sentado en su estudio, escribiendo otra carta a Conan Godolphin acerca de la renta todavía vacante de Sawle con Grambler, Ossie Whitworth podría haber ofrecido a su esposa algunas revelaciones interesantes respecto del carácter de Rowella Chynoweth. Más aun, en ese momento no podía concentrarse bien en la carta porque esperaba oír los pasos de Rowella Chynoweth. Sus pasos.
Esa situación le perturbaba mucho. Por inclinación personal no era hombre dado a la oración, es decir, excepto en las ceremonias públicas, porque para esa tarea se le había ordenado especialmente. No rezaba mucho en privado, aunque acerca del asunto de su cuñada una o dos veces había solicitado la guía del Altísimo. Pero evidentemente sus plegarias no habían recibido respuesta.
A veces tenía muy pobre opinión de sí mismo, como por ejemplo ahora y en las muchas ocasiones en que sabía que la joven estaba cerca y él oía sus pasos. Era una cosa muy extraña. Ninguna mujer le había afectado jamás de ese modo. Ni siquiera su esposa, durante el período que había precedido a la boda, cuando él la codiciaba tanto. Cuando Rowella estaba en la casa, era como si él estuviera oyendo siempre su respiración. Quizá su mente se absorbía tanto porque sabía cómo era cuando ella respiraba. A veces, en las situaciones más desconcertantes, la memoria visual de Rowella se instalaba ante sus ojos y le obligaba a vacilar y confundía sus pensamientos.
Cubierta con sus batas largas y mal cortadas, ella se paseaba por la casa y su cuerpo, ahora que él sabía cómo era, le provocaba a través de la tela tenue. Y por supuesto los pies, tan maravillosamente frescos y delgados en las manos de Ossie, con su piel tan fina, la forma y los huesos tan delgados, tan maravillosa y seductoramente delgados. La actitud de Rowella en la casa era impecable; jamás ni siquiera con un parpadeo de sus ojos astutos y entornados ella traicionaba en público lo que podía haber ocurrido la noche anterior, cuando estaban solos.
A veces, él se preguntaba si se trataba de una bruja, una bruja enviada especialmente al mundo, una bruja experta en todas las maldades, pero con la forma de una niña. Conocía el modo de seducir e inflamar a un hombre mejor que lo que jamás hubieran podido soñar la primera o la segunda esposa de Osborne. Se hubiera dicho que sabía más que las mujeres públicas de Oxford o las que se ofrecían en el puerto de Truro. Por supuesto, era mucho más fresca que cualquiera de ellas, y por eso mismo inmensamente más provocativa. Las actitudes que adoptaba en la cama, después que él torpemente medio la había desvestido, eran salvajes y perversas. Le escupía, contorsionaba el rostro y arqueaba el cuerpo como un gato, se ofrecía y ofrecía sus pechos sorprendentes y después se negaba, se enojaba, y mordía, y se mostraba hosca, y cuando al fin le permitía tomarla, todos los elementos que precedían a la posesión se convertían en parte de esta, de modo que él descubría sensaciones antes desconocidas.
Era seductora y horrible, y generalmente él la odiaba. Lo que detestaba más era el hecho de que tenía que rebajarse tanto. Se veía reducido al nivel de un jovencito de quince años que pedía, rogaba, discutía y convencía. Y de pronto, en medio de una situación de abandono total, ella le llamaba «vicario,» como si hubiera querido burlarse y desafiarlo a que recordase su dignidad.
Pero a veces creía amarla. A pesar de su falta de belleza, ella tenía enorme encanto y en ocasiones, después de hacer el amor, le acariciaba la frente y parecía deseosa de reparar las ofensas infligidas a su dignidad. Nunca una mujer le había acariciado la frente, y la nueva experiencia le agradaba. Por supuesto, su actitud hacia las mujeres siempre había estado regida por la norma de que ellas existían con un propósito definido: existían para complacer al hombre y no para sentir placer ellas mismas, por eso sospechaba aún más de esa tigresa, disfrazada de gatita que había descubierto. No era natural. Cuando el sentido moral volvía a imponerse, Ossie sabía que ella era la encarnación misma del mal. La Biblia, que era la fuente de su predicación semanal, le ofrecía sobrados ejemplos en ese sentido. Aún más abundaban los ejemplos de hombres perversos, pero Ossie trataba de no pensar en ellos.
Tal vez Rowella no tenía clara conciencia del asunto, pero él sabía de las dificultades que le esperaban si no cortaba ese vínculo. Había comenzado en parte a causa de la falta de una relación normal con su esposa. Un mínimo de buen sentido le imponía hallar una excusa para enviar a Rowella de regreso a su casa. Ahora que Morwenna desarrollaba mucha más actividad, aumentaba el riesgo de ser descubierto; y al margen de otras consideraciones a Ossie le desagradaba profundamente la posibilidad de que su esposa encontrase una excusa que justificase su actitud de rechazo. Y aunque no ocurriese tal cosa, siempre existía el riesgo de que un criado sospechara algo y comenzara a difundir rumores en la parroquia. Y él deseaba evitar nada por el estilo mientras esperaba una decisión favorable acerca de Sawle.
Pero aunque estos pensamientos tan razonables y prudentes pesaban mucho en la balanza, el otro platillo gravitaba aún más: Rowella. No había otra mujer como ella. Jamás existiría nada parecido.
Así, quizá Rowella sería enviada a su casa la semana siguiente. O la subsiguiente. Tenía apenas quince años; era casi una niña. Aunque era hija de un deán, aparentemente no sufría achaques de conciencia en vista de su propia fornicación, y ni siquiera porque agravaba su pecado acostándose con el marido de su hermana. Era deber de Ossie demostrarle su pecado. Era su deber demostrarle el error de lo que hacía, completamente al margen del mal que él cometía. Uno de esos días tendrían que conversar. Con equilibrio y serenidad, no desenfrenada y absurdamente, y entonces ella aceptaría volver al hogar…
Del vestíbulo llegó el ruido de pasos amortiguados que él había estado esperando. Rowella había regresado a la casa. Leía muchos libros. Quizás había extraído de esos libros una parte de su perversidad. Por las noches hubiera debido jugar whist en lugar de hundir la cabeza en un libro. Quizá llegaría el día en que él podría enseñarle. Pero no, eso era peligroso. No podía hacer nada que sugiriese que prestaba especial atención a Rowella. Si se andaban con cuidado, con mucho cuidado, aún pasaría un tiempo antes de que él tuviese que enviarla a su casa.
II
Jud Paynter era un hombre cuyas quejas contra la vida habían acabado por incorporarse al anecdotario de la parroquia. Había comenzado como minero; después, había gozado de la protección del padre de Ross y había ido a vivir en Nampara con su mujer Prudie. Había sido uno de los protagonistas menores de las aventuras de Joshua Poldark. Tholly Tregirls había sido otro de los compañeros de Joshua; pero Tholly siempre había demostrado más iniciativa. Incluso entonces Jud Paynter había sido el aventurero a la fuerza, pesimista acerca del posible resultado, seguro de que el mundo estaba contra él.
Cuando Ross regresó de América, después de la muerte de su padre, había conservado un año o dos a los Paynter, pero finalmente llegó a la conclusión de que no merecían confianza, y los echó. Esa vez, el matrimonio había encontrado una choza ruinosa en el extremo norte de la aldea Grambler. Después, durante un tiempo, Jud había trabajado para el señor Trencrom y el «tráfico,» pero bebía a menudo y cuando estaba bebido acostumbraba a hablar, lo cual no complacía a los miembros más prudentes de la profesión, que recordaban la noche de febrero de 1793, cuando los guardias aduaneros habían sorprendido el desembarco y varios hombres habían sido desterrados o encarcelados.
De modo que un día el señor Trencrom, estornudando profusamente y cada día más parecido al perrito de Carolina, había ido al pequeño cottage y había pagado y despedido a su servidor. Poco después, quiso el destino que muriese el sepulturero de la iglesia de Sawle y se había nombrado a Jud para el cargo vacante.
Era una tarea que cuadraba a su edad y su carácter. Ahora tenía alrededor de sesenta y cinco años. Toda su vida había tratado de evitar el trabajo, pero no se oponía a trabajar un poco si podía hacerlo cuando se le antojaba. Cuando se le pedía que cavase una tumba generalmente le avisaban dos días antes. Y tenía que trabajar al aire libre, lo cual le agradaba; podía dar un par de paladas y detenerse a fumar un cigarro, y el empleo, al mismo tiempo que le permitía ganar algo, le ofrecía la excusa necesaria para escapar de Prudie.
También le acomodaba enterrar a la gente. El aura sombría que lo había envuelto toda la vida se aclaraba cuando podía contemplar las sombras de la vida ajena. Le interesaba observar y comentar el relativo pesar demostrado por dos viudas que, como él bien sabía, siempre habían detestado a sus maridos. La calidad o falta de calidad de un ataúd era un tema interesante, y él lo desarrollaba minuciosamente en la taberna de Sally, en Tregothnan, o incluso en su propia casa, a menos que Prudie lo obligase a callar. Las tumbas de los pobres y la falta de ataúdes era otro tema que le interesaba. Y si bien muchos de sus clientes eran niños y jóvenes que habían sido víctimas de tal o cual epidemia, le gustaba especialmente enterrar a sus contemporáneos. Se sentía complacido cuando enterraba a uno de ellos, y chasqueaba la lengua porque había sobrevivido a uno más. Si estaba bebido, esa noche ofrecía de buena gana a quien quisiera escucharlo una picante biografía del muerto, con muchos y sabrosos detalles de los infortunios y los defectos del hombre o la mujer que había fallecido. Como había vivido siempre en la aldea y ahora era uno de sus habitantes más viejos, conocía a todo el mundo y estaba al tanto de la vida de cada cual, y como siempre, la bebida avivaba considerablemente el recuerdo, y así el pasado adquiría, a semejanza de la leche que hierve, una dimensión mayor que la natural.
Dependía del humor de los oyentes que apreciaran o no el relato de Jud. A veces, les parecía divertido y lo dejaban hablar; otras, se impacientaban ante el sonido mismo de su voz y le ordenaban a gritos que callase. Aunque esto último le desagradaba mucho, una reacción de este carácter venía a confirmar su opinión acerca de la injusticia del mundo.
Cierto día de septiembre se dirigió al cementerio con un ánimo particularmente pesimista e irritado, porque la noche anterior Ed Bartle lo había echado de la taberna. La vieja tía Mary Rogers, propietaria de una minúscula tienda de Sawle, había fallecido, y Jud se había ocupado de sepultarla. Mientras bebía su copa de ron, Jud había manifestado el disgusto que le provocaba la persona del párroco Odgers, y lo que él había dicho ante la tumba abierta: «Nuestra hermana nos ha abandonado, preparada por su inocencia y su virtud».
—¿Inocencia? ¿Ella? ¡Perra vieja y sucia! ¡Ella y su roñosa tienda! ¡Jamás uno podía conseguir que rebajara medio penique, jamás daba crédito por medio penique! Ni por medio, ni por un cuarto. Uno abría la puerta de la tienda y entraba… y venía arrastrándose, pestañeando como un fantasma, dispuesta a estafar. —Jud bebió otro trago—. ¡Y su virtud! Virtud. Es para reírse. Me reí hasta que el agua me salió por los ojos. Caray, la vieja tía Mary se enredó con Wallas Bartle cuando ella tenía cincuenta y ocho años y él veintiuno, y todos sabemos lo que hacían en la trastienda…
Jud no había podido terminar su ron, porque no se le había ocurrido que Ed y Wallas Bartle eran primos, y que quizás a Ed no le agradasen esas observaciones. Jud regresó a su casa más temprano, más sobrio y más dolorido que lo que había sido el caso durante varios meses.
Así, al día siguiente tenía más deseos que nunca de quejarse de las injusticias del mundo. Rezongó un rato con Prudie, pero esta no le demostró simpatía, de modo que Jud se fue al camposanto. La tía Mary Rogers aún necesitaba medio metro de tierra para alcanzar el mismo nivel que las restantes tumbas.
Era un día agradable y soleado, con nubes altas, y cuando Jud llegó al cementerio se recostó contra una lápida que decía: «Penlee. Padre y madre y yo decidimos que nos enterraran aquí. Padre y madre yacen aquí, y yo un poco más lejos». Esa leyenda siempre excitaba su sentido del humor; era una lápida cómoda, con una leve inclinación que se adaptaba a su propia espalda. Fumó una pipa y después dormitó un rato. Pero alrededor de mediodía despertó, tomó la pala y fue a terminar la tumba de la tía Mary. Y entonces vio el perro.
Jud siempre había odiado a los perros. Detestaba el ruido que hacían, el modo de caminar, el meneo de la cola y la lengua colgante, el jadeo, sus costumbres sucias y los lugares en que olían a otros perros. En Jud se ocultaba —muy profundamente— un puritano. Si se trataba de su propia conducta, no tenía la menor dificultad para olvidarlo; pero el puritano se manifestaba en sus prejuicios. Opinaba que los perros no eran decentes. Eran seres obscenos que lamían, olfateaban, jadeaban, fornicaban, todo en cuatro patas.
Y si detestaba a los perros, le desagradaban sobre todo los dos animales que venían a meterse en ese camposanto. No pertenecían a nadie, eran perros que andaban sueltos, y en realidad animales muy molestos, que se rascaban y olfateaban por todas partes, peleaban y aullaban, le ladraban desde lejos y «cagaban» —así decía Jud— por doquier.
Hoy estaba allí uno de los perros —el más grande— un mestizo corpulento de varios colores, con algo de collie, y estaba escarbando la tierra blanda cerca de la tumba de James y Daisy Ellery y sus seis hijos. Y lo que era peor, estaba enterrando un hueso.
Para Jud eso era un insulto muy grave, pues él conocía todos los huesos enterrados allí, y no deseaba agregados. Después vio que el perro le ofrecía la grupa, y que las viejas tumbas de ese rincón formaban una especie de recinto que podía servir como prisión momentánea si lograba sorprender al animal. Jud creía que era necesario ahorcar a todos los perros, suerte que sin duda correrían esos dos si alguna vez los atrapaba; pero en apresarlos consistía precisamente la dificultad. Alzó la pala de largo mango y comenzó a acercarse paso a paso.
La hierba que crecía entre las tumbas era alta y blanda, y la brisa soplaba de tal modo que favorecía el plan de Jud. Un tanto sorprendido, consiguió acercarse al perro. Cuando alzó la pala el animal lo oyó. Todo el rencor acumulado durante varias semanas infundió fuerza al golpe de Jud, pero cuando descargó la pala el perro saltó a un lado. Emitió un alarido de dolor, porque la pala le rozó el flanco y la cola; la herramienta golpeó una piedra, saltó de la mano de Jud y este perdió el equilibrio y cayó.
Al caer vio que detrás de una tumba también estaba la perra, y de pronto los dos animales se sintieron atrapados y comenzaron a gruñirle; y un instante después saltaron sobre Jud y huyeron. Cuando las patas de los animales pisaron la espalda de Jud, ensancharon un rasgón en el fondillo de los pantalones, y poco después él se había sentado y se limpiaba el polvo que le cubría la cabeza calva. Gritaba y maldecía a pleno pulmón.
Uno de los Ellery que aún vivía, el pequeño Nigel, asistió sorprendido a la aparición del señor Paynter, que irritado y alarmado venía aferrándose el fondillo de los pantalones y decía:
—¡Me mordieron! ¡Me mordió esa maldita perra rabiosa!
Corrió hacia su casa —que no estaba lejos— y el pequeño Nigel lo siguió. Mientras corría difundía a los cuatro vientos su mensaje tembloroso, de modo que cuando llegó a su choza se había reunido aproximadamente una docena de personas que lo escoltaban.
Prudie estaba preparando té para su prima Tina, de Marasanvose, cuando llegó la caravana. Prudie preparaba té con la mayor frecuencia posible; la enorme tetera que Demelza le había regalado se vaciaba una sola vez por semana, y en efecto, de tanto en tanto se le agregaba agua hirviente y una pizca de té.
—¡Me mordieron! —gritó Jud al entrar en su casa—. ¡Me mordió una perra rabiosa! ¡No es justo, no es propio! ¡Una perra completamente rabiosa… la lengua colgándole, como si se le fuera a desprender. Una perra grande como un pony. Me arrojó al suelo, me mordió con toda su fuerza, y tuve que defenderme con las manos desnudas!
—¡Caray! —Prudie se sobresaltó, con la tetera en la mano, dejó esta sobre la mesa y miró con sospecha a Jud, deseosa de que continuara viviendo y fuese una molestia para ella, pero consciente de la capacidad de Jud para exagerar las cosas—. ¿Qué quieres decir? ¿Te mordió un perro rabioso? ¿Dónde te mordió? ¡No veo mordeduras! —Por sobre el hombro de Jud miró al grupo que se había reunido—. ¿Dónde está el perro rabioso? ¿Ustedes vieron a un perro rabioso?
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo, explicando a Prudie lo que habían visto, repitiendo las palabras de Jud. Por su parte, Jud gritaba, y en un gesto despectivo mostraba sus dos dientes.
—Me mordieron aquí. Quizá también en otros lugares, si se mira bien. ¡Llamen al médico! ¡Me mordió una perra rabiosa! ¡No estoy bien!
—Ahora —dijo Prudie—, salgan todos de aquí. Fuera, que yo veré dónde está la herida. Vamos, vamos. Tú también, Tina.
—Ah —dijo Tina.
—¡Llamen al médico! —gritó Jud, aferrándose el trasero.
—Espera, viejo bandido. ¿Dónde te mordieron? ¿En la cola? Bien, bájate los pantalones y déjame ver. Inclínate. Inclínate sobre esa silla.
Gruñendo y protestando, Jud hizo lo que se le ordenaba. Prudie frunció el ceño cuando vio la región carnosa que se ofrecía a su examen.
—¿Aquí? —preguntó, y apretó con los dedos.
—¡Sí! Uno pesca la rabia, y ¡piff!, está muerto. Los perros rabiosos…
La señal era apenas una rozadura, un circulito rojo de unos dos centímetros, con la piel intacta.
—Vamos, no es nada, viejo sinvergüenza. Y muges como un ternero…
—Fue una perra rabiosa, ¡te lo digo! ¡Llama al médico!
Jud había comenzado a enderezarse, pero con un gesto impaciente Prudie le bajó de nuevo la cabeza.
—Espera. Ahora te curaré —dijo.
En el fogón se quemaba un manojo de astillas para calentar el hervidor. El agua había hervido, pero las astillas continuaban ardiendo. Prudie se inclinó hacia la hornalla y retiró una astilla cuya punta era una brasa. Sopló con fuerza para avivar la combustión, y finalmente apretó el extremo contra el trasero de Jud.
III
Al día siguiente, Demelza se dirigió a la iglesia de Sawle. Partió con Jeremy y Garrick; pero como era su costumbre ahora, Garrick no se aventuraba más allá del bosquecillo de pinos que rodeaba la mina Wheal Maiden y la nueva casa de reuniones. Conocía las limitaciones de su energía, y un breve descanso en la cima, la cabeza sobre las patas, lo revivía en la medida suficiente para iniciar el camino de regreso, en un trote suave valle abajo. Demelza sospechaba que adoptaba esa pose de caballero anciano para beneficio de sus amos; pero como ya tenía trece años, podía suponerse que le asistían ciertos derechos.
Esta vez Jeremy decidió retornar con Garrick, de modo que Demelza continuó sola. De nuevo hacía buen tiempo; el miserable verano estaba convirtiéndose en un otoño soleado, y Ross le había pedido que averiguase si Boase, el tallador de Santa Ana, había comenzado a trabajar el granito para la tumba de Agatha. Demelza había llevado consigo un ramillete de flores para depositar sobre la tumba, y media guinea para Prudie Paynter.
Cuando llegó al cementerio comprobó que no se había comenzado a trabajar en la tumba de Agatha, y que Jud Paynter no estaba allí. De todos modos, se detuvo un momento a mirar las inscripciones de las tumbas. Allí estaban las que correspondían a los padres y al hermano de Ross.
«Consagrado a la memoria de Grace Mary, bienamada esposa de Joshua Poldark, que abandonó esta vida el noveno día de mayo de 1770, a los 30 años de edad. Quidquid Amor Jussit, Non Est Contemnere Tutum».
«También de Joshua Poldark, de Nampara, en el condado de Cornwall, caballero, que falleció el undécimo día de marzo de 1783, a los 59 años». Y sobre una pequeña lápida, al lado: «Claude Anthony Poldark, falleció el 9 de enero de 1771, a los seis años de edad».
Demelza extrajo un pedazo de papel y un lápiz que traía en el bolsillo de la falda y copió la frase en latín. Había preguntado a Ross qué significaba, pero según él afirmaba había olvidado el poco latín que alguna vez había aprendido. Demelza deseaba saber de qué se trataba.
De los padres de Ross sólo conocía la reputación de Joshua cuando era joven, que había tenido un matrimonio breve pero feliz y que había vuelto a sus antiguas costumbres después de la muerte de su esposa. De la madre de Ross sólo había visto una miniatura con manchas de humedad; y nada del padre, entre los cuadros apilados en Trenwith no había siquiera uno que reprodujese su imagen.
Esa mañana había llegado una carta de Hugh Armitage. Felizmente, Ross estaba fuera de la casa, examinando una ternera enferma en compañía de Jack Cobbledick. Ella había podido separar y ocultar la hoja anexa antes de que él regresara. Al dorso de esa hoja escribió ahora la inscripción en latín.
Hugh había escrito la carta a bordo del HMS Arethusa. Aunque estaba dirigida a Demelza, el joven teniente la había escrito en un estilo impersonal que no llamaba la atención. «Estimada señora Poldark» y «le ruego transmita a su marido y mi libertador mis más cálidos sentimientos de amistad»; y venía firmada «soy de usted, señora Poldark, el humilde y obediente servidor». Demelza creyó percibir entre líneas cierto acento de melancolía. Parecía un sentimiento de tristeza provocado más por la vida que por la propia Demelza. Quizá la mayoría de los poetas sentían lo mismo, el dolor suscitado por la tragedia eterna del amor. Insatisfecho, terminaba por desvanecerse. Satisfecho, corría la misma suerte, fuese por agotamiento o porque uno de los dos amantes moría y descendía a la fría tumba. Como ahora. Como aquí. Consagrado a la memoria de Grace Mary, que falleció en mayo de 1770, a la edad de 30 años. Quidquid amor jussit… ¿Cómo continuaba?
Y según parecía Hugh amaba, y debía escribir ahora desde el mar, donde soplaban vientos huracanados y donde Inglaterra libraba una guerra. Sin embargo, no se compadecía él mismo, sino que compadecía a la especie humana. Y a pesar de la distancia que lo separaba de ella, sus poemas eran cada vez más directos y apasionados. Extrajo la hoja de papel y miró alrededor antes de leerla, como si la gente que allí dormía para siempre hubiera podido mirar por encima del hombro y desaprobar.
Eran pocos versos. El viento agitó la hoja de papel que sostenía en la mano.
Si aquella a quien deseo llegase a amarme
Le entregaría el corazón
Y arrodillado le pediría me acogiese
Y se dignase comprender
Que todo mi ser es suyo, y suyo para siempre
Mil años e incluso un día más
Oprimiría sus labios con los míos y nunca
Nunca se extinguiría mi amor.
IV
Frente a la segunda de las grandes chimeneas pertenecientes a la ruinosa mina Grambler, con las palomas que aleteaban y volaban al sol alrededor del techo caído del cobertizo, Demelza se encontró con Will Nanfan, que riendo le relató el infortunio de Jud. De modo que se acercó a la choza, conociendo de antemano el memorial de quejas que la esperaba. Lo que no esperaba, cuando le abrieron la puerta, fue ver a Prudie con un ojo morado. Jud estaba acostado en la cama, tratando de fumar, pero de tanto en tanto el humo le entraba en los ojos, y tosía y juraba con voz débil, como una persona a quien le queda poco tiempo de vida.
—Ah, es usted —dijo. A pesar de las frecuentes reprensiones de Prudie, Jud nunca podía olvidar que Demelza había llegado a Nampara como una miserable mocosa destinada a servir en la cocina, hambrienta y analfabeta, una niña que apenas merecía se le permitiese entrar en la casa, muy inferior a él mismo y a Prudie, que eran los servidores de mayor jerarquía. Quizás había cambiado y se había convertido en el ama de la casa porque el capitán Poldark se había compadecido de su situación; pero eso no cambiaba el modo y el lugar en que había nacido.
Después agregó:
—Pase por aquí, señora —porque recordó, no las reprensiones de Prudie, sino el hecho de que Demelza siempre traía dinero—. Estuve enfermo todo el día. ¿Ya se ha enterado?
—Sí —dijo Demelza—. Lo siento por usted.
—No tiene nada —dijo Prudie—. Es un viejo haragán. Siéntese, querida, y le serviré una taza de té.
Demelza se acomodó en una silla poco firme. Vio que el espejo que les había regalado un año atrás tenía una grieta, y que una silla estaba apoyada contra una pared, con dos patas rotas. Aparentemente, el matrimonio había sostenido una discusión.
—¡Perros! —exclamó Jud, medio incorporándose sobre un codo—. ¡De buena gana ahorcaría a toda la manada! ¡No es justo! ¡Con esos perros rabiosos que andan por mi cementerio, es un milagro que no me hayan despedazado!
—¡Un pellizco! —retumbó la voz de Prudie desde el fondo del cuarto. En honor de la visita estaba tratando de encontrar una taza limpia—. Un pellizco como podrían haberle hecho con un par de pinzas. ¡Apenas eso! ¡Apenas eso!
—¿Y qué me hizo ella, eh? —Fastidiado, Jud se incorporó un poco más, pero luego se dejó caer con un gemido—. ¡Me quemó con una madera ardiendo! ¡Me quemó y me dejó más grave que antes! ¡Cucaracha vieja y mala!
La conversación continuó en el mismo elevado nivel mientras Prudie preparaba el té. Demelza se habría ido de buena gana, pero poco después de entrar había entregado a Prudie la media guinea, y la mujer se sentiría ofendida si Demelza no aceptaba una taza de té. Era un modo de darle las gracias, y Demelza sabía que ese día Jud nada sabría del regalo.
—Estuve en la iglesia —dijo Demelza, y bebió un sorbo del líquido oscuro y caliente— para ver si Boase había comenzado a trabajar en la tumba de la señorita Agatha, pero veo que aún no hizo nada. ¿Sabe si fue a tomar las medidas?
—No lo vi ni lo oí —dijo Jud—. Vi una o dos veces al capitán Ross. Boase… no, no estuvo en el cementerio, no estuvo desde que hizo ese horrible monumento al viejo Penvenen. A menudo pienso que hubiera sido mejor que se le cayera encima cuando estaba trabajando la piedra. Una cosa horrible… Bien, al capitán Poldark lo vi una vez en julio…
—¡Jud, gusano inmundo! —dijo Prudie—. Cierra la boca. ¡Trágate la lengua, y que te ahogues! Toma esta taza de té.
Jud aceptó la taza y volcó un poco sobre su muñeca. Maldijo con voz débil y sorbió la infusión.
—Al capitán Poldark lo vi una tarde de julio. Fui a ocuparme de Betsy Caudle. Y entonces lo vi esperando bajo un árbol…
—¡Jud, lengua larga! —exclamó Prudie—. ¡Cállate de una vez!
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo lo que digo? ¿Por qué me miras así? Vi al capitán Poldark… sí, eso mismo. ¿Qué tiene de malo que lo haya visto? Y después vi a esa mujer que caminaba hacia él, y creí que era usted, y pensé, ah, vinieron a encontrarse como dos pajaritos en un árbol, y que me cuelguen si de pronto no descubro que era la señora Elizabeth Warleggan —antes era Poldark— y los dos se saludan, ¡y él se quita el sombrero y caminan hacia Trenwith tomados del brazo!
—¿Más té? —dijo Prudie a Demelza—. Querida, apenas bebió un sorbo, y yo ya terminé el mío. Le serviré un poco más.
—No —contestó Demelza—. No. Está muy bien, pero un poco caliente. Debo irme, porque tengo mucho que hacer en casa. Ya hemos cosechado casi todo el trigo, pero todavía falta un poco.
Prudie se alisó el vestido negro, que parecía haber sido usado para cubrir una pila de patatas en un cobertizo.
—Bien, querida, ha sido muy buena al venir a visitarnos, ¿no es así, Jud?
Jud miró de reojo con sus ojos sanguinolentos, y recibió de Prudie una mirada que indicaba que ella le daría su merecido apenas se marchase la visitante. El tratamiento que había recibido la víspera sería nada comparado con lo que ahora le esperaba.
Se sentó bruscamente en la cama y se le contrajo el rostro a causa del dolor de las asentaderas.
—Yo… acaso yo… —Se interrumpió—. Cuando aparezca Boase, le diré que usted estuvo y que quiere saber cuándo comenzará, ¿eh? ¿Le parece bien? ¿Eso quiere?
—Eso quiero —afirmó Demelza. Bebió otro sorbo de té, y sintió el calor en la garganta. Se puso de pie.
Jud parpadeó inquieto, mirando a Prudie, y trató de decir algo agradable a la invitada.
—¿Cómo están sus hijitos? —preguntó mientras Demelza se dirigía a la puerta.
—Muy bien —respondió ella—. A Clowance le están saliendo los dientes y por la mañana llora un poco, pero en general está muy contenta.
—Como la madre —dijo Jud, mostrando las encías en una débil sonrisa—. Como la madre.
—No siempre —observó Demelza—. No siempre.
Salieron a la luz del sol. Prudie volvió a alisarse el vestido y tosió. Pero no dijo nada, pues su mente no demasiado ágil le dijo que era un error disculpar la conducta de Jud, ya que de ese modo subrayaba la necesidad de la disculpa.
—Creo que Jud está desmejorando —dijo Prudie, entrecerrando los ojos para defenderlos de la luz muy viva—. Está desmejorando mucho. No se puede confiar en él. Nunca sabe dónde está, y a veces es todavía peor. No le diré nada de la media guinea, no sea que se la beba. Gracias, señora, por venir a ayudarnos.
Demelza volvió los ojos hacia Trenwith.
—¿Han regresado los Warleggan? Nunca los vemos.
—Sí, creo que están en la casa. El mes pasado vi al joven Geoffrey Charles montando a caballo. Aunque imagino que ahora ya debe haber vuelto al colegio.
—Supongo que ha crecido mucho.
—Oh, sí, es un jovencito muy alto. Creo que más alto que lo que era el padre.
—Bien, debo irme a casa. Adiós, Prudie.
—Adiós, señora.
Prudie permaneció en la puerta de la choza, mirando alejarse a Demelza. Después, con una expresión apocalíptica en el rostro, regresó al interior de su casa.