Capítulo 1

El verano se acercaba lentamente a su fin. De todos modos, no había sido gran cosa como verano, pues constantemente habían soplado vientos —y a veces ventarrones— del suroeste que traían consigo cielos sombríos y lluvias irregulares. Brotaban hongos, prosperaban las babosas y los caracoles, las polillas depositaban sus huevos en la ropa, abundaban las setas, se multiplicaban los insectos que anidaban en la madera.

En el continente, la bandera francesa flameaba por doquier. El costo de los artículos en las tiendas parisienses quizás había aumentado doce veces en un año, pero sus ejércitos vencían en todos los campos de batalla, y a la capital afluía la riqueza fruto de la victoria, incluso cuarenta millones de francos en oro. Prusia, Cerdeña, Holanda y España habían concertado o pedido la paz. Austria vacilaba. En definitiva, la gran alianza de Inglaterra había naufragado. Contra la opinión de su monarca, Pitt había comenzado a contemplar la posibilidad de un pacto con su enemigo instalado en la orilla opuesta del Canal.

Era cada vez más elevado el número de los que pensaban que para los ingleses después de todo no era más que una guerra por principios, o incluso por opiniones. Inglaterra nada reclamaba a Francia, y tampoco a otras naciones; no pretendía acrecentar su comercio, ni ampliar sus posesiones ultramarinas, ni afirmar su supremacía naval o militar. Sencillamente, detestaba a los jacobinos y la propaganda jacobina, y las revoluciones sangrientas. Y tal vez ahora ya había pasado lo peor de todo. Los revolucionarios que se enriquecen y triunfan suelen interesarse menos en la revolución. Quizá valiera la pena intentarlo. Incluso podía contemplarse la posibilidad de negociar la paz cediendo algunas islas o territorios de ultramar. Durante los dos últimos años Inglaterra había perdido cuarenta mil soldados en las Indias Occidentales, casi todos como consecuencia de las enfermedades tropicales. El Imperio costaba mucho, y sin provecho para nadie.

En la misma Inglaterra, salvo la noticia ocasional de una Pequeña victoria en el mar, la vida parecía tan sombría como el tiempo. La clausura de un número cada vez más elevado de puertos continentales, prohibidos al comercio inglés, había originado una serie de quiebras, las cuales a su vez comenzaban a amenazar a los bancos, lo que determinaba la liquidación de los menos importantes. Los impuestos y la deuda nacional crecían simultáneamente, y en defensa de la libertad comenzó a menospreciarse la propia libertad.

En medio de todo esto, Pitt formuló ideas nuevas y sorprendentes orientadas a otorgar a los pobres un trato más justo y equitativo. Trataba de contrarrestar las ominosas decisiones de Speenhamland, y así proyectó organizar un sistema nacional de seguros, pensiones a la ancianidad, préstamos destinados a facilitar la compra de ganado, la enseñanza de las artes y los oficios a los varones y las niñas, y el otorgamiento de una asignación familiar de un chelín semanal por cada niño, a todos los necesitados. Estas medidas complacieron a algunos de sus partidarios, pero irritaron a muchos. Ross se enteró de los proyectos gracias a los artículos publicados en el Mercury y pensó: Este es el modo de combatir a los jacobinos en medio de la guerra. Llegó a la conclusión de que cuando le llegara el turno de votar, él lo haría en favor de Pitt.

Era un pensamiento que, por diferentes razones, también había sido concebido por sir Francis Basset; en efecto, según lo había previsto acremente lord Falmouth, se otorgó un título de nobleza a sir Francis, que adoptó el antiguo apellido familiar de Dunstanville. Se convirtió en barón de Dunstanville de Tehidy, y garantizó a Pitt el apoyo del pequeño grupo de diputados a quienes controlaba en la Cámara de los Comunes e impuso la necesidad de otra elección complementaria en Penryn.

En Nampara la vida seguía su curso acostumbrado. Se había completado la estructura de la biblioteca y el nuevo piso superior. El depósito de trastos y la alacena que estaban sobre el antiguo dormitorio de Joshua Poldark se habían convertido en un corredor que conducía a dos nuevos dormitorios dispuestos sobre la biblioteca. Del viejo dormitorio de Joshua Poldark se había retirado la gran cama de roble y los armarios, y en lugar de la ancha y pesada chimenea se había instalado otra más liviana; también se había eliminado la destartalada ventana de guillotina, que siempre anunciaba el comienzo de una ráfaga de viento. Era la ventana por la que había saltado Garrick para confortar a su ama la primera noche en Nampara. Ahora, se la reemplazaba por una ventana más ancha con vidrio de mejor calidad, se habían rellenado las grietas de las paredes, y se habían revestido estas con un papel casi blanco; el cielorraso entre las vigas había sido enyesado y pintado: era el nuevo comedor, y tan luminoso que parecía que se habían abierto muchas ventanas, además de cubrir el piso con una alfombra de vivos colores. Encargaron una mesa de pedestal, con ocho sillas haciendo juego, caoba cubana, de un nuevo y elegante diseño. Era un juego muy caro.

Faltaba comprar —faltaba encargarla— vajilla nueva, platería, botellones y todo lo demás. Cuando uno creaba una habitación bonita, luminosa y elegante, era sorprendente qué sórdido parecía el resto. Ross deseaba llevar a Demelza a Londres y pasar allí unas semanas; de ese modo podrían comprar cuanto necesitaban. Pero Demelza rechazó la idea; no, era mejor hacerlo poco a poco. No volverían a repetir la experiencia, de manera que más valía prolongarla. ¿Qué importaba que las cosas no llegaran todas al mismo tiempo?

Si el comedor estaba casi concluido —ahora lo usaban todos los días— el arreglo de la biblioteca apenas había comenzado. La habitación propiamente dicha estaba terminada; el yesero —el artesano enviado por lord de Dunstanville— había llegado y Demelza había deseado abandonar todas sus tareas y dedicar su tiempo a observarlo: admirar su habilidad, su rapidez, su destreza, el modo de crear la decoración, aparentemente casi sin pensarlo, de modo que formó en el cuarto una cornisa profunda y ahusada y agregó al cielorraso dos motivos griegos circulares distribuidos exactamente e idénticos. Mientras duró su trabajo vivió en la casa, y en definitiva cobró una fortuna; pero Demelza no regateó. Era maravilloso.

Bajo la cornisa se revistieron las paredes con paneles de pino claro. Se compraron algunos muebles: dos mesas de madera de manzano, un sofá, una mesa de palorrosa con chapas de madera de tulipán, una buena alfombra de manufactura local. Pero aún no era una habitación. Era un comienzo. No podía decirse todavía que nada chocaba o estaba fuera de lugar, pero era necesario andarse con cuidado. Las conversaciones acerca del asunto a menudo se prolongaban interminablemente. Por ejemplo, al fondo de la habitación se habían empotrado estantes con el fin de confirmar su derecho a la denominación original; pero la mayoría de los libros de Ross —que no eran muchos— mostraban señales del uso frecuente y no tenían muy buen aspecto. Pero a él no le agradaban los bellos libros que había visto en Trelissick y en Tehidy. Las letras doradas sobre las encuadernaciones de cuero parecían parte de la decoración, no material de lectura.

Jeremy pasó su quinto cumpleaños y Clowance se acercó a su segundo aniversario. Aprendió rápidamente a caminar, pero su vocabulario no era amplio. Hasta ahora, la única frase que se le entendía bien era: «¡Poco más!», siempre que, sentada a la mesa, vaciaba su plato. Cuando hacía buen tiempo, Demelza los llevaba a la playa, donde todos chapoteaban y Clowance a menudo se sentaba en el momento menos oportuno. Pero la sensación del agua fría en las nalgas le arrancaba nuevos gorjeos.

A veces embarcaban en el bote guardado en la caleta de Sawle, y salían a pescar. Y en ocasiones, cuando se acercaban a las rocas, veían las focas que se echaban al agua; y de un modo desconcertante, la escena evocaba en la mente de Demelza su visita a Tregothnan y la despedida de Hugh Armitage.

—Demelza, no importa qué diga ahora, ello no me impedirá recordarla. Estará conmigo, como el recuerdo de una persona a quien he visto y conocido un poco… y con su autorización, a quien he amado.

—No se lo permito, Hugh. Lo siento, pero… me alegro de ser su amiga; sí, así es. Pero eso es todo. Y es un error, ya le expliqué que usted comete un error al creer que ha encontrado una criatura perfecta, al evocarme de ese modo, al rechazar a las demás mujeres porque no alcanzan el mismo nivel.

—Puedo hacer lo que me plazca.

—¡Pero no es verdad! ¡Nadie es así! ¿Sabe que soy hija de un minero y que carezco de educación?

—No lo sabía. Pero ¿qué importa eso?

—Suponía que para una persona de su posición social era muy importante.

—No sé si juzga erróneamente mi posición social, pero estoy seguro de que juzga mal mi persona.

—Usted tiene respuestas para todas mis objeciones.

—Y de nada me sirven, si usted me niega su bondad.

—¿Cómo debe manifestarse mi bondad?

—Permitiéndome escribirle.

—¿Puedo mostrar sus cartas a mi marido?

—No.

—Ya lo ve.

—¿Es eso tan importante? Quizás yo esté ausente varios años.

—Pero es probable que Ross vea llegar las cartas —había protestado con energía Demelza, y de ese modo había debilitado su posición.

—Puedo arreglar una entrega discreta.

—¡Pero así estaríamos incurriendo en un engaño!

—En ese caso, ¿puedo enviarle poesías?

Demelza había vacilado.

—Oh, Hugh, ¿no comprende mi situación? Soy feliz en mi matrimonio. Tengo dos hermosos hijos. Tengo todo lo que necesito. Quiero ser buena con usted. Me inspira profunda simpatía. Pero ¿no comprende que sólo puedo ser buena…?

—En tal caso, entregaré mis cartas al correo, y usted podrá mostrarlas a Ross, y las leerán juntos, y se reirán amablemente de ese estúpido y joven teniente que sufre un amor de adolescente. Pero…

—¡Usted sabe que jamás haremos eso!

—Permítame terminar. Pueden reírse —estoy seguro de que amablemente— y Ross quizá disculpe mi sinceridad con el argumento de que es un achaque juvenil y que me pasará… pero usted sabrá que no es así. Usted sabrá que no es un achaque juvenil, y que no se me pasará en el primer puerto de escala. Usted sabrá que la amo y que continuaré amándola hasta el fin de mi vida…

Una declaración de este carácter no es cosa que una mujer pueda desechar sin más, y Demelza no poseía un temperamento que le facilitara desentenderse del asunto. No por eso amaba menos a Ross ni se sentía menos satisfecha de su hogar y su familia, ni era menos capaz de gozar, como una flor a la vera del camino, de las cosas sencillas de la vida. Pero las palabras persistían en su memoria, y a menudo reconfortaban su corazón; y otras veces resonaban con extraña claridad, como si hubieran sido dichas apenas la víspera y esperasen respuesta.

Hugh Bodrugan, el velludo y viejo barón, y Connie, su joven madrastra, les hicieron un par de visitas, y sir Hugh preguntó a Ross si podía comprarle algunas acciones de la mina. Ross contestó cortésmente que por el momento no necesitaba más capital, pero prometió que si decidía vender una parte de la mina sir Hugh sería el primero en enterarse. Bodrugan gruñó y se retiró insatisfecho. Por lo menos eso creyó Ross; pero seguramente continuó alimentando esperanzas, porque unos días después regaló a Demelza una pareja de lechones blancos y negros de una nueva raza que, según se decía, alcanzaba un peso mayor que todas las variedades conocidas.

Los dos lechones eran tan pequeños y simpáticos que inmediatamente hicieron amistad con el viejo Garrick y se convirtieron en mascotas de los niños, quienes a veces les permitían meterse en la casa. Ross les advirtió solemnemente que si continuaban haciendo lo mismo llegaría el momento en que los lechones crecerían bruscamente, al extremo de que no podrían volver a salir por la puerta. Demelza los bautizó Flujo y Reflujo.

Durante los días nublados de fines del verano las mariposas se convirtieron en verdadera molestia en la casa, pues era imposible encender una vela y dejar entreabierta una ventana sin que el cuarto se llenase de mariposas de las formas y los tamaños más variados; en definitiva, se les declaró la guerra. Para entretener a los niños, Demelza organizó con ellos una expedición nocturna contra los insectos. En un cuenco mezcló azúcar y cerveza, todos salieron de la casa y se dedicaron a untar postes y vallas con la mezcla. Un rato después, uno podía pasar con un cubo de agua y retirar las mariposas pegadas a la superficie azucarada —a la que se aferraban con estremecido placer para absorber el licor— y arrojarlas al agua. Pero Demelza se fatigó antes que los niños. Las mariposas eran demasiado bellas y no sentía deseos de destruirlas, y dejó en libertad por lo menos a la mitad. Y después Garrick, que los había seguido, echó a perder todo porque descubrió que la cerveza azucarada le agradaba, y comenzó a lamer los postes, mariposas incluidas, antes de que pudieran detenerlo.

Pero a pesar del tiempo, o quizá porque a intervalos las nubes daban paso a los rayos del sol y los fuertes vientos se desencadenaron demasiado temprano y no pudieron dañar mucho las cosechas y llovió poco en septiembre, los cultivos fueron muy productivos. En todo el territorio de Cornwall, y en la mayor parte de Inglaterra, se obtuvo la mejor cosecha de trigo de los últimos cuatro años, lo cual por cierto fue muy oportuno. Y a pesar de la falta de prosperidad del país, y de la depresión que había sobrevenido súbitamente después de la expansión y las condiciones favorables de los primeros años de la guerra, la Wheal Grace produjo su mineral y Ross invirtió más capital en el astillero de Blewett en Looe, y habló con el capataz Henshawe de la posibilidad de comprar un motor más poderoso para la mina.

Ross empleó a Zacky Martin, que ya estaba repuesto, como capataz de las galerías. Henshawe no podía ocuparse de todo; a semejanza de todos los seres humanos, los mineros también necesitaban supervisión. Algunos explotaban las vetas más ricas y se desentendían del mineral inferior. En una mina de cobre se trataba de una práctica aceptable; no era el caso en una mina de estaño, excepto para los tributarios en cuestión, quienes de ese modo acrecentaban sus ingresos. Otros, los más astutos, extraían mineral de escasa calidad durante el mes que precedía al día de la nueva distribución de las vetas; de ese modo podían argüir que su veta rendía menos, y que era necesario concederles una participación más elevada en los beneficios del terreno que estaban trabajando. Después que se firmaba el contrato, el terreno mejoraba milagrosamente. Zacky descubrió que se había organizado un pequeño grupo; el mineral de buena calidad que extraían algunos pasaba a los canastos de los que trabajaban vetas más pobres. Después, se dividían las ganancias suplementarias.

Todo eso formaba parte de la vida cotidiana, y nadie le atribuía excesiva importancia; al patrón le correspondía interrumpir tales prácticas. Y en vista de que la mayoría de sus convenios con los mineros eran generosos, Ross se consideró con derecho a impedirlas.

II

Cuando la semana siguiente fue a visitar a Morwenna, Dwight la halló mejorada, y así se preparó para la desagradable entrevista con el marido. Después de su visita al primer piso, pidió hablar con el vicario y fue llevado al despacho del dueño de la casa. Sin excesivos preámbulos, porque imaginó que de todos modos su interlocutor debía reaccionar mal, expresó su opinión médica. Pero había juzgado erróneamente a ese hombre. No encontró la cólera y la tiesa dignidad de la última entrevista. Osborne preguntó por su esposa y ciertamente el tono de su voz era brusco, pero esta vez no pareció que la renovada invocación a su continencia lo desalentara. Dijo que suponía que a veces las mujeres eran así. Lo que importaba era curar a Morwenna. Esa prolongada dolencia era una incomodidad para todos; cuanto antes mejorara, tanto mejor. La esposa de un vicario tenía muchas obligaciones, y esa enfermiza debilidad le impedía cumplirlas. Caramba, en el lugar de Morwenna muchas mujeres ya se habrían embarazado de nuevo, y sin el más mínimo inconveniente.

Dwight se retiró sintiendo que ese hombre no le agradaba más que antes, pero comprendía que bajo la apariencia un tanto estúpida y grosera, la misma que sin duda repelía a la esposa en la relación conyugal, se ocultaba una persona más bondadosa de lo que él había supuesto inicialmente.

Cuando llegó a su casa, tomó un plato de sopa y bebió un vaso de vino. Después, se retiró a su estudio; y a las cinco, cuando regresó, allí lo encontró Carolina.

—¿Qué ocurre? —preguntó Carolina, que entró en el estudio como un golpe de viento—. Me dicen que no cenaste. ¿Te sientes mal?

—No. No tenía apetito.

—Entonces, ¿por qué no estás atendiendo a tus pacientes, como sueles hacer a esta hora del día? ¿Qué ocurre? Dwight, realmente estás enfermo.

Dwight cerró el libro y sonrió a Carolina.

—Estaba cansado y decidí cambiar mi rutina.

Carolina se sentó sobre el borde de la silla, los cabellos cobrizos sobre los hombros, los ojos fijos en los de Dwight.

—Quita el pulgar del libro —dijo—, si no lo haces, pensaré que no me prestas atención.

Dwight rió y obedeció.

—¿Quién es el médico más próximo? —preguntó Carolina.

—Lo tienes ante ti.

—No me digas eso. Llamaré al doctor Choake.

—¡Dios no lo permita! Tanto valdría llamar al señor Irby.

—También a él, si te place. En esta casa hay drogas y pociones suficientes para inaugurar una farmacia… aunque yo necesitaría saber qué darte.

—Carolina, no necesito drogas. Una noche de descanso hará maravillas.

—Maravillas… yo te diré lo que conseguirás con una noche de descanso. Te devolverá una pequeña parte de energía, pero la derrocharás en medio día atendiendo a tus benditos enfermos, y después sufrirás una recaída, y te sentirás agotado y deseoso de volver a la cama. ¿No es así? Dime si no es así.

Dwight reflexionó un momento.

—Carolina, el trabajo es bueno para el hombre. Estimula su mente, y en definitiva su mente actúa sobre el cuerpo…

—Y dime qué más es bueno para un hombre. ¿Amar a su esposa?

Dwight se sonrojó.

—Si a veces fracaso, es a causa del cuerpo, no de la intención. Tú me tranquilizaste en el sentido de que…

—Si la debilidad del cuerpo es resultado de la enfermedad contraída en la prisión, lo único que pido es la intención afectuosa. Pero si siempre derrochas en tu trabajo cada partícula de la energía que recuperas, de modo que la gastas tan pronto la adquieres, cabe dudar de la intención afectuosa.

Horace entró en la habitación, aprovechando la puerta entreabierta, y gimió a Dwight y Carolina; pero por una vez nadie le hizo caso. Rodó sobre el lomo, pero tampoco así consiguió atraer la atención.

—Carolina, ¿dudas de eso? —preguntó Dwight.

—Dime —preguntó ella—, ¿qué hiciste hoy?

—¿Hoy? Esta mañana atendí a una docena de pobres que esperaban frente a la puerta del fondo, deseosos de consejo o atención; después, fui a ver al señor Trencrom, que padece un grave ataque de asma. Más tarde, como era mi día de visitas a lugares más alejados, atendí media docena de llamadas y así llegué a Truro, donde estuve con la señora Whitworth y el señor Polwhele. Y después volví a casa. Cuando llegué, me sentí nervioso… la respiración y el estómago… de modo que comí poco. Ahora estoy mejor.

Carolina se puso de pie, tensa como una cuerda de violín, se acercó a la ventana, recogió un libro y lo hojeó sin mirar el texto.

—¿Y sabes lo que yo hice hoy? Dediqué una hora a perfeccionar mi tocado, después estuve una hora con Myners, ocupada en asuntos de la propiedad, más tarde recogí flores para el salón y después me cambié de ropa y cabalgué dos horas con Ruth Treneglos. Almorcé con ella y su sudoroso marido y su pandilla de niños ruidosos, y finalmente volví a casa. ¿Ves algún punto en que nuestros caminos se crucen?

—No —dijo Dwight, después de un momento de reflexión.

Horace saltó a las rodillas del médico.

—Pero jamás afirmamos que debíamos compartir cada minuto de la vida cotidiana.

—No, querido, compartir del todo no. Pero tampoco separarse del todo.

—¿Y crees que ese es ahora el caso?

Ella se volvió, y habló en un tono despreocupado; pero eso no engañó a Dwight.

—Querido, cuando comencé a interesarme en ti, mi tío desaprobó esa actitud porque dijo que tú carecías de apellido, lo cual no era cierto, y de dinero, lo cual era cierto. Unwin Trevaunance debía ser mi cónyuge, y en realidad toda mi crianza me había acostumbrado a una vida que habría armonizado bien con la suya. Pero yo te quería, y tú me querías, y no estábamos dispuestos a renunciar a nuestro amor. Pero incluso entonces disputábamos o por lo menos discutíamos acerca del modo de vivir después que nos casáramos. Aun sin el dinero del tío Ray todavía tenía lo suficiente para instalarte en Bath, y así lo convinimos. Y… debíamos fugarnos… y no lo hicimos porque tú preferiste —o mi imaginación retorcida creyó que tú preferías— a tus pacientes de la región, antes que el matrimonio y una clientela elegante conmigo. Y nos separamos… y habríamos permanecido así definitivamente si ese entrometido de Ross Poldark no nos hubiese obligado a aceptar un nuevo encuentro, y por poco no nos impone la unión conyugal. Y… así terminamos. Pero tú ya te habías enrolado en la marina, con los resultados que aún soportamos…

—Carolina, ¿por qué dices todo esto?

—Porque sufrí mucho esperándote… y tu regreso me infundió nueva vida. Y no quiero que nadie diga… o murmure… o siquiera imagine de pasada… que nuestros intereses son tan diferentes que, a pesar de nuestro amor, Ross Poldark se equivocó.

Dwight se puso de pie y Horace fue a parar a la alfombra.

—Querida, no hablarás en serio.

—Ciertamente, hablo en serio, pues otros lo pensarán si nosotros no lo hacemos.

—¿Qué importa lo que otros digan?

—Importa si se refleja en nosotros mismos.

Él permaneció de pie, inseguro, y finalmente se sentó en el borde de la mesa. Ahora su rostro angosto y pensativo estaba surcado por arrugas. Parecía lo que era, un hombre enfermo con una voluntad firme.

—Dime en qué debo cambiar —dijo Dwight.

Después de un momento, ella se recogió los cabellos y se inclinó sobre la alfombra, al lado de Horace.

Con voz distinta, pero modificada de un modo tan sutil que sólo Dwight podía percibir que se había suavizado, Carolina dijo:

—Sé que soy una criatura frívola…

—Eso es mentira.

—… frívola y…

—Sólo en apariencia.

—… sin más ideas que…

—Tienes muchas ideas.

—Dwight —dijo Carolina—, intentaba arrepentirme ante ti; pero no puedo hacerlo si me interrumpes a cada instante.

—Soy yo quien debe arrepentirse por haberte descuidado torpemente.

Carolina se sentó, la espalda apoyada en el respaldo de la silla, las piernas recogidas.

—En ese caso, no haré relación de mis defectos. Digamos sencillamente que me gusta la vida del campo, cabalgar y cazar, y que a veces me complacen las veladas y las fiestas, actividades que no te interesan. Y pese a que lo desearía, en verdad no puedo interesarme en la medicina. A menos que se trate de personas meritorias, de las que hay muy pocas, no veo la ventaja de curarlas. El mundo está sobrepoblado. Hay gente por doquier. Es muy lamentable, pero en general preferiría que se los dejara morir.

—No puedo aceptar eso. Es la antigua mentalidad de tu tío, y de ningún modo la tuya…

—¡Sí, lo es! En este caso, te aseguro que es mi convicción, porque concierne a mi esposo. Él está descuidando dos cosas. Descuida a su mujer… lo cual me irrita mucho. Pero lo que es aún más importante, se descuida él mismo. Ambas actitudes se reúnen en un pecado que tú cometes, Dwight, y que tiene dos consecuencias negativas, y la segunda es incluso peor que la primera.

—Carolina, estás equivocada, te lo aseguro. Si te descuido, por supuesto, la culpa es mía, y yo… modificaré esa situación. Pero el segundo aspecto de ningún modo es una consecuencia del primero. No estoy… no estoy muy bien, pero tampoco estoy muy enfermo. Es una condición que, según creo, mejorará en un año o dos, pero no me parece que dependa del número de pacientes a quienes veo, o del esfuerzo que realizo para curarlos…

—Bien, en ese caso —dijo ella—, si no quieres prestar atención a la segunda consecuencia, por lo menos ocúpate de la primera.

—Trataré de pasar contigo más tiempo después del almuerzo, de reducir mi trabajo por las mañanas…

—Oh, tratarás… Tratarás de hacer esto y aquello, pero ¿lo lograrás? Es… para ti como una droga, exactamente como la bebida para otro hombre. Jura que renunciará a ella, pero un día o dos después retorna a sus antiguas costumbres.

Dwight fue a arrodillarse junto a Carolina, sobre la alfombra, y ella vio la inseguridad de sus movimientos. La besó y se puso en cuclillas al lado de su mujer. Horace gruñó y bostezó, porque ahora sufría un acceso de sus antiguos celos.

—Mañana iniciaremos una nueva vida. Ya lo verás. El borracho se corregirá.

Carolina dijo:

—Como sabes, no hace mucho atendí a un hombre que estaba muriéndose de la enfermedad del azúcar. Mi tío necesitó mucho tiempo para morirse. Le llevó casi todo el tiempo que tú estuviste fuera. Y me repugnaba la visión y el olor de la enfermedad… de las píldoras, las pociones y las atenciones nocturnas, y el alimento que no ingería y el cuerpo que se encogía poco a poco, y… los estados de coma, las recuperaciones a medias, y después las nuevas recaídas. Soy joven, Dwight. Joven. Y frívola, aunque quizá finjas que no lo crees. Te amo. ¡Quiero ser joven contigo y gozar de mi juventud! Regresaste… casi podría decirse que del mundo de los muertos. No quiero que vuelvas allí. No deseo atender tu lecho de enfermo. Como ves, soy egoísta. Un momento, un momento, déjame terminar. —Hizo una pausa para enjugarse impaciente las lágrimas de los ojos—. Sé que me casé con un cirujano, un médico. Lo sabía, y estoy dispuesta a aceptarlo. Que continuaras ejerciendo tu profesión era parte del acuerdo. Nunca lo dijimos así, pero yo entendí que era parte del acuerdo. No espero ni deseo que para complacerme te conviertas en un tonto caballero rural. Y tú tampoco pretendas que yo me convierta en una desarrapada ayudante que se dedica a mezclar las pociones o a redactar las recetas de su marido. Pero te casaste conmigo, soy tu esposa, para bien o para mal, ¡y debes tener en cuenta ese hecho! Además de ser esposa de un médico, soy una mujer joven que tiene una propiedad, y además de ser médico, tú eres terrateniente y propietario. Es necesario un compromiso por ambas partes, o correremos el riesgo… correremos el riesgo de que un día nos despertemos y descubramos que ya nada nos une.

El perrito había conseguido trepar al regazo de Carolina, y ahora trataba de lamerle los cabellos.

—Horace está haciendo exactamente lo que yo debería hacer.

—¿Lo que deberías o lo que deseas hacer?

—Lo que deseo hacer.

—Pero no está bien que lo hagas, porque en ese caso no querré que tu saludo sea tan casto.

—¿Supones que por mi parte puedo desearlo así?

—Pero es necesario. Dwight, no estás bien. Estoy segura de que hoy te sentiste muy enfermo; de lo contrario, no te habría encontrado en casa.

—Pasará. Otras veces ha pasado.

—Tal vez. Tengo mis dudas. Basta, Horace, tienes la lengua muy áspera. —Se recogió los cabellos cobrizos para ponerlos fuera del alcance del perro—. Y bien, querido. Estoy dispuesta a ser una esposa exigente en ciertos aspectos, pero no en otros. Reclamo que reduzcas tu trabajo, y que a veces, de tanto en tanto, pases el día conmigo, haciendo lo que deseo que hagas. Pero por el momento nada más exijo, aunque lo «más» a que me refiero es lo que desearía especialmente…

—Y yo.

—Bien, demuéstralo.

—Lo haré.

—No. —Carolina apoyó la mano sobre los labios de Dwight—. Esta noche, no. Satisface primero mis restantes exigencias. Pues de eso resultará lo que según creo será mejor para ambos.

Permanecieron sentados sobre la descolorida alfombra. Tenían unidas las manos, pero Horace se las había arreglado para deslizar entre ellos su cuerpo obeso, y así era una suerte de cuña que los dividía y que se aferraba firmemente al terreno conquistado.

Por el momento, la tormenta había pasado. Ambos se sentían agotados; y tal era sobre todo el caso de Dwight, a causa de su carácter. Y porque en primer lugar tenía mucho menos energía nerviosa. Carolina tenía conciencia de su victoria, pero también sabía que debía defenderla con cuidado; pues conocía la fina veta de decisión —o quizás obstinación— que era parte del carácter de Dwight. Lamentaba no haber hablado antes con la misma franqueza. Pero a causa de lo cerca que él había estado de la muerte y de la enfermedad ulterior, era difícil combatir las inquietudes de Dwight. No sería un matrimonio cómodo. No lo había sido durante los pocos meses transcurridos desde la ceremonia nupcial. Pero ella estaba decidida a imponerse. Su decisión —u obstinación— no sería menor que la de Dwight. No dudaba del amor que los unía. Dudaba de lo que construirían sobre esa base.