Capítulo 13

Cuando descendía por el corredor Ross oyó risas y le pareció distinguir la voz de Demelza. Comenzó a irritarse. La visita estaba pareciéndole una repetición peculiar e indeseable de lo que había hecho en Tehidy. En ambos casos le habían llamado para mantener una conversación seria acerca de los asuntos del país y el condado, y su grave anfitrión le había dispensado el trato que correspondía a un hombre de edad madura y jerarquía considerable, mientras su joven esposa lo pasaba bien con personas de su propia edad y coqueteaba con un teniente naval. En verdad, estaba llegando el momento de echar vientre, tomar rapé y tener ataques de gota. Al infierno con todo eso.

Atravesó el vestíbulo, con la expresión de un hombre deseoso de que le provocaran, pero contenido por su sensatez intrínseca. Advirtió inmediatamente que Demelza no estaba en el grupo de los que reían: Carolina era su centro, y su anfitriona, la señora Gower, se acercó apenas lo vio.

—Oh, capitán Poldark, su esposa subió con otras personas para ver el paisaje desde nuestra cúpula, pues todavía hay luz. ¿Me permite que le muestre el camino?

Subieron dos tramos de escaleras y después otra más estrecha que los llevó a una cúpula con techo de vidrio, que se elevaba sobre la casa. Allí estaba Demelza, con Armitage, Dwight y Saint John Peter, primo de Ross. Ross entró allí con un sentimiento de desagrado, pero la mirada de bienvenida de Demelza disipó su fastidio.

Como se esperaba de él, admiró la vista, mientras la señora Gower destacaba los lugares más importantes del paisaje. El cielo se había aclarado al atardecer, y unas pocas estrellas ya brillaban en el firmamento nacarado. El río, que fluía entre las orillas boscosas, parecía plomo fundido. En un «lago» cercano, media docena de embarcaciones estaban ancladas, y mostraban las velas desplegadas para secarlas después de la lluvia. A lo lejos, el puerto y las luces de Falmouth. Tres garzas graznaron en el cielo.

—Ross, hablábamos de las focas —dijo Demelza—, y yo me refería a las que tenemos en la Gran Madriguera de focas, entre Nampara y Santa Ana. Grandes familias de focas, que entran y salen de las cavernas.

—¿Sabe una cosa? Hace diez años —dijo Hugh Armitage— que soy marino, y créase o no, ¡jamás vi una foca!

—Tampoco yo —dijo Dwight.

—¡Por Dios! —exclamó Saint John Peter—. También se las ve en esta costa. A cualquier hora del día, alrededor de Mevagissey y la desembocadura del Helford. Jugando entre las rocas. Pero ¿a quién le interesan? ¡Yo no caminaría un metro por el privilegio de verlas!

—Recuerdo que cuando era jovencita —dijo la señora Gower—, organizamos una expedición que partió de San Ivés. Mis hermanos y yo estábamos en casa de los Saint Aubyns, y salimos una mañana muy soleada, pero comenzó una tormenta y casi naufragamos.

—Yo jamás confiaría en esa maldita costa —dijo Saint John Peter, la voz tartajosa—. ¡Traicionera! No la quiero con una embarcación grande o pequeña. ¡Es como entrar y salir pasando entre los dientes de un cocodrilo!

—De tanto en tanto salimos a pescar —dijo Demelza—. No es peligroso, si uno sabe ver los signos del tiempo. Los pescadores de sardinas van y vienen sin riesgo. Bien, generalmente sin riesgo.

—Sería agradable salir mañana a navegar si hay buen tiempo —dijo la señora Gower—. La distancia de aquí a Helford no es muy grande, y sé que a mis hijos les encantaría. Hugh, ¿no puedes retrasar tu partida?

—Lamentablemente, debo estar en Portsmouth el jueves.

—Bien… —La señora Gower sonrió a Demelza—. Tal vez podamos dejarlo para otro día, e incluso conocer la Gran Madriguera de focas. Oí hablar de eso. Es famosa.

—Si el tiempo mejora durante este verano tan irregular, señora Gower —observó Ross—, traiga a sus hijos a Nampara. Desde mi caleta hasta la Gran Madriguera hay a lo sumo veinte minutos de trayecto, y creo que el espectáculo no la decepcionará.

Demelza miró sorprendida a Ross. Por tratarse de una persona que no había deseado hacer esa visita, la actitud era inesperadamente cordial. Ella no podía saber que el cambio de humor, de la irritación y los celos a la seguridad de verla, habían desencadenado en Ross el breve impulso de tranquilizar su propia conciencia.

—Y cuando venga, pasará la noche con nosotros —se apresuró a decir Demelza.

—Eso sería maravilloso. Pero… quizá tendríamos que esperar que Hugh regrese.

Armitage negó con la cabeza.

—Por mucho que eso me agradaría, pueden pasar dos años antes de que regrese a Inglaterra.

—Que me cuelguen —dijo Saint John Peter—, hay modos mejores de usar el tiempo que salir en una cáscara de nuez para mirar a un mamífero acuático de grandes bigotes. Pero imagino que aquí vale el proverbio: Chacun a son goüt.

Descendieron al piso bajo, bebieron té, bailaron y charlaron y volvieron a bailar, y Demelza bebió mucho oporto, y se comportó en casa de un noble con más desembarazo que el que se habría atrevido a demostrar en otras condiciones. Consciente de su afición a la bebida, la había evitado mientras Clowance era pequeña; pero esta noche su indulgencia consigo misma tenía un motivo emocional, casi masoquista. Hugh Armitage la veía como ejemplo de feminidad perfecta, como a una criatura de la mitología griega, como su ideal sin tacha; y por su propio bien había que desilusionarlo. A pesar de sus protestas en el sentido de que había conocido a otras mujeres y sabía de sus defectos, él rehusaba obstinadamente reconocer los de Demelza. De ahí que, por mucho que la entristeciera comportarse de ese modo —pues le agradaba que él la viese así, incluso si sabía que era una imagen falsa— tenía que demostrarle que no era distinta del resto.

Y era necesario obtener ese efecto antes de que él se alejase. En realidad, apreciaba la amistad con Hugh Armitage, y deseaba conservarla como un pensamiento grato, un recuerdo amable, hasta el día, dos o tres años después, en que volviese a verlo y la amistad de ambos se reanudase en el punto en que la habían interrumpido. Un tierno afecto era lo apropiado. Incluso admiración si, Dios le protegiese, él lo creía conveniente. Pero no idealismo, ni adoración, ni amor. No estaba bien que él se alejase poseído por el engaño y la ilusión.

Esa noche, en el dormitorio, ella reaccionó bruscamente contra tales instintos razonables, y se sentó en el borde de la cama para quitarse las medias, mientras experimentaba un súbito sentimiento de depresión. Era extraño en ella y Ross no tardó en advertirlo.

—Querida, ¿te sientes mal? —preguntó.

—No.

—Bebiste demasiado oporto. Ha pasado mucho tiempo desde que lo bebías para cobrar valor.

—No lo hice con ese propósito.

—No. Creo que sé a qué atenerme.

—¿De veras?

—Bien, explícame de qué se trata.

—No puedo.

Ross se sentó en la cama, al lado de Demelza, y le pasó el brazo sobre los hombros. Ella apoyó la cabeza en el pecho de su marido.

—Oh, Ross, me siento muy triste.

—¿Por él?

—Bien, ojalá en mí hubiese dos personas.

—Explícate.

—Una, tu amante esposa, la que siempre deseé ser y la que siempre seré. Y madre. Una mujer infinitamente satisfecha… Pero durante un día…

Se hizo un silencio prolongado.

—Durante un día desearías ser su amante.

—No. Eso no. Pero me agradaría ser otra persona, no Demelza Poldark, sino una persona distinta, que pudiese responder a lo que él es, y hacerle feliz, sólo un día… Una persona que pudiese reír con él, conversar, quizá coquetear, salir, montar a caballo, nadar, charlar, sin sentir que soy infiel al hombre a quien real y absolutamente amo.

—¿Y crees que eso le satisfaría?

Demelza movió la cabeza.

—No lo sé. Imagino que no.

—Lo mismo digo. ¿Y crees que a ti te satisfaría?

—¡Oh, sí!

Había un nudo en la mecha de la vela y el humo que se desprendía era oscuro como el que brota de la chimenea de una mina. Pero ninguno de los dos se movió para despabilarla.

—No es una situación muy original —dijo Ross.

—¿A qué te refieres?

—A tus sentimientos. Al modo en que reaccionas. Suele ocurrir. Sobre todo en quienes amaron desde temprano y durante mucho tiempo.

—¿Por qué en ellos?

—Porque otros comenzaron por sentarse a diferentes mesas. Y están también los que no creen que la lealtad y el amor siempre deben ir de la mano. Y además…

—¡Pero yo no deseo ser infiel! ¡No deseo amar a otro! No, no es eso. Quiero ofrecer a otro hombre un poco de felicidad… tal vez un poco de mi felicidad… y no puedo… y me duele…

—Cálmate, querida. También a mí me duele.

—¿De veras, Ross? Lo siento mucho.

—Bien, es la primera vez que te veo dirigir a otro hombre la mirada que sueles reservar para mí.

Ella se echó a llorar.

Durante un momento Ross no habló, contento de estar al lado de Demelza y de compartir sus pensamientos y sus sentimientos.

Demelza tenía un pañuelo metido en la manga y lo retiró para enjugarse las lágrimas.

—Judas —dijo—. No es nada. Es el oporto que me sale por los ojos.

—Jamás oí que una mujer bebiese tanto oporto que le saliera por los ojos —dijo Ross.

Ella medio rió, y la risa concluyó en un hipo.

—Ross, no te rías de mí. No es justo reírse de mí cuando estoy en dificultades.

—No, no me reiré. Te lo prometo. No volveré a reírme.

—No dices la verdad. Sabes que volverás a hacerlo.

—Prometo que me reiré de ti la mitad de las veces que tú te ríes de mí.

—Pero esto no es lo mismo.

—No, querida. —Él la besó tiernamente—. No es lo mismo.

—Y —dijo Demelza—, prometí levantarme mañana para despedirlo a las seis.

—Y lo harás.

—Ross, eres muy bueno y muy paciente conmigo.

—Lo sé.

Ella le mordió la mano, la parte de Ross que tenía más cerca. Él se acarició un momento el pulgar.

—Oh, crees que me envanezco de mi papel de marido y protector. No es así. Ambos estamos caminando sobre la cuerda floja. ¿Preferirías que te diese unos buenos azotes?

—Quizás es lo que necesito —dijo Demelza.

II

Durante su visita al vicariato de Santa Margarita, Dwight pudo observar cierto progreso en la salud de Morwenna. La excitabilidad de los tejidos más delicados de la matriz había disminuido mucho. Ya no tenía pérdidas y su condición nerviosa también mostraba cierta mejoría. Dwight dijo a Morwenna que ahora podía levantarse a la hora de costumbre, descansar un rato después del almuerzo, y bajar otra vez al atardecer. Si el tiempo era bueno, podía dar cortos paseos por el jardín, alimentar a los cisnes, recoger flores y realizar pequeñas tareas domésticas. Debía evitar el exceso de cansancio, y continuar la dieta prescrita por lo menos hasta completar las cuatro semanas.

Faltaba una semana para cumplir el mes. Dwight dijo que volvería el jueves siguiente, y suponía que entonces habría otra escena desagradable con el señor Whitworth. Durante el año que había pasado en la prisión, y con la enfermedad que había sido su secuela, Dwight había podido observar los efectos del buen ánimo y la depresión sobre sus propias dolencias y las ajenas, y había llegado a creer que existía una relación especial entre lo que sentía la mente y las respuestas físicas. Estaba convencido —lo cual no era el caso de Carolina— de que su propia salvación física dependía de que regresase cuanto antes a la práctica integral de su profesión. Si su mente impulsaba al cuerpo y doblegaba la resistencia que este oponía, al final del día el cuerpo se sentía mejor y estaba mejor por haber sido obligado. Y ello a su vez parecía reactivar su mente. Lo mismo podía decirse de otras personas. Por supuesto, no era posible curar una pierna rota diciendo a un hombre que podía caminar; pero era frecuente que si se activaba la mente de un hombre en beneficio del cuerpo se lograba por lo menos la mitad de la curación.

Por otra parte, no dudaba de que, además de un diagnóstico médico equivocado, Morwenna había padecido melancolía aguda. Aún sufría ese estado, pero bastante atenuado. Y la conversación amable con ella, rozando y esquivando alternativamente el tema, le dejó la sensación inequívoca de que ella temía las atenciones físicas de su marido, y de que esa era, por lo menos parcialmente, la fuente de su depresión.

El marido era hombre de Dios, y Dwight sólo médico, de modo que se encontraba en la ingrata posición del individuo que a lo sumo puede permitirse unas pocas sugerencias acerca del asunto. Y de antemano sabía que sus comentarios debían provocar profunda hostilidad. De todos modos, en realidad no podía asumir la responsabilidad de corregir el rumbo de un matrimonio desgraciado. La vez anterior se había ajustado del todo a sus derechos como médico, y había prohibido las relaciones sexuales durante cuatro semanas. Nadie podía cuestionar su derecho de adoptar esa actitud. Pero ahora el estado físico de Morwenna había mejorado mucho y le permitía reanudar la relación conyugal. Pero su espíritu no había mejorado en la medida suficiente. De hecho, ella no deseaba el contacto sexual. O detestaba al marido, o era una de esas desgraciadas mujeres que padecían incurable frigidez.

¿Con qué derecho podía intervenir Dwight en su condición de médico? Era evidente que la situación suscitaba considerable tensión en el señor Whitworth. Pero Morwenna era paciente de Dwight. Whitworth parecía tener fuerza suficiente para cargar un buey. ¿Podía afirmarse que Dwight se ajustaba a sus derechos como médico si prohibía la relación durante dos semanas más? Era probable que a fuer de cristiano y caballero, Whitworth le obedeciera. Dos semanas más podrían ser muy importantes para la esposa. Tal vez fuese más conveniente que Dwight ofreciera a Morwenna una o dos sugerencias acerca de las obligaciones conyugales. Una tarea igualmente difícil.

Pero felizmente aún faltaba una semana para afrontar el momento.

Después que Dwight se retiró, la familia se sentó a almorzar. El vicario residente de Santa Margarita y presunto vicario no residente de Sawle con Grambler, se sentó entre las dos altas hermanas, frente a una mesa que era demasiado larga para las necesidades de las tres personas. Los cubiertos y la vajilla de buena calidad relucían mientras el lacayo de guantes blancos servía la ternera hervida con salsa de romero.

—Morwenna, su señoría dice que estás muy bien —observó el vicario mientras lanceaba su pedazo de carne. Lo introdujo hasta el fondo de la boca, como si temiera que se le escapase, y masticó reflexivamente. Había aplicado a Dwight ese nombre sarcástico desde la primera visita—. El tratamiento para fortalecerte ha tenido éxito y el malestar está pasando. ¿Eh? —Miró a Rowella, y sus ojos se demoraron un momento.

—Sí, Ossie —dijo Morwenna—. Me siento mejor. Pero el doctor Enys dice que todavía necesitaré un tiempo para curar del todo.

—No sé a cuánto ascenderá la factura que se propone enviarnos, pero supongo que armonizará con sus elevadas pretensiones después que se casó con la joven Penvenen. Quién sabe. Quizás en definitiva el tratamiento de Behenna hubiera sido igualmente eficaz… necesitabas descanso y tranquilidad, y eso te mejoró.

—Pero, vicario, el tratamiento del doctor Behenna la debilitaba —dijo Rowella—. El doctor Enys hizo todo lo contrario. ¿No le parece que son dos cosas muy diferentes?

—Veo que estoy en desventaja, de modo que tendré que ceder —dijo Ossie con expresión cordial. Las últimas dos semanas había sido muy visible que se mostraba más cordial cuando estaba en compañía de las dos jóvenes que cuando se hallaba a solas con su esposa.

—¿Cómo es Carolina Penvenen… la señora Enys? —preguntó Rowella—. Creo que jamás la vi.

—Una muchacha alta y delgada, pelirroja y charlatana —dijo Ossie—. Sale de caza con los Forbra. —En su voz había matices de rencor, quizá recuerdos de desaires—. A su tío no le hubiera gustado que ella se casara con un matasanos sin fortuna, pero tan pronto él murió esos dos no perdieron tiempo. Por supuesto, no durará.

—¿No durará, vicario?

Ossie sonrió a su cuñada.

—Oh, quizá dure a los ojos del mundo, pero no creo que la movediza señora Enys se contente mucho con un marido que cuando no está visitando a sus pacientes dedica todo el tiempo a la experimentación.

—Eso me recuerda una cosa —dijo Rowella—. Wenna, ¿recuerdas al doctor Tregellas?

—Sí, sí, ciertamente.

—Vicario, era un anciano que vivía cerca de Bodmin —explicó Rowella, en el rostro una expresión vivaz—. Dicen que buscaba el método para convertir el cobre en oro. Una vez mi padre fue a visitarle y lo encontró con su bata y el gorro cuadrado de borlas, las medias caídas sobre los zapatos, leyendo un libro en árabe y bebiendo una taza vacía, ¡mientras el agua desbordaba del hervidor y apagaba el fuego!

—¡Ja, ja! —rió Ossie—. ¡Qué divertido! Una excelente anécdota.

—Pero cierta, vicario. ¡Completamente cierta!

—Oh, te creo.

—Cierta vez, el doctor Tregellas enfermó… y se desmayó y cayó de la silla… y las dos hijas volvieron a sentarlo, ¡y él continuó leyendo dónde se había interrumpido, y no supo que se había desmayado!

Concluido el plato de ternera, siguió una pierna de cordero asada, con menta y espárragos. Los ojos de Morwenna se habían fijado una o dos veces en su hermana. Ahora, Rowella alzó los ojos.

—Wenna, no comes.

—No, querida. Tengo que beberme esto. —Morwenna señaló el alto vaso de cerveza—. Y los huevos de la mañana, aunque me parecen bastante livianos, me quitan el apetito. Pero estoy comiendo bien. ¡Comparado con lo que era hace unas semanas, tengo un apetito realmente voraz!

Al cordero siguieron dos pollos, con coliflor, espinacas y calabacines; después budín de ciruelas y jalea. Ossie, que siempre bebía bien, pero moderadamente según las costumbres de la época, bebió otra media botella de vino de Canarias y concluyó con un gran vaso de coñac.

A esa altura de la comida, Morwenna se había retirado para hacer su siesta vespertina. Rowella se quedó en la mesa, como solía hacer últimamente, y Ossie le habló de diferentes temas: su primera esposa, su madre, los asuntos de la parroquia, su ambición de llegar a ser vicario de Saint Sawle, su relación con Conan Godolphin, los progresos de los Warleggan y las fechorías de los sacristanes.

Poco después Rowella se puso de pie, alta y delgada, con su cuerpo en apariencia informe, los hombros caídos, el vestido largo cuyo vuelo rozaba apenas las pantuflas de terciopelo de tacón bajo. Ossie imitó su gesto, y como por casualidad la siguió hasta el sombrío vestíbulo. Esa sofocante y húmeda tarde de julio. Toda la casa estaba sumida en penumbra. Del río se elevaba una tenue bruma, y los árboles que se alzaban al extremo del jardín parecían espectros móviles.

Rowella retiró su libro de la sala —era la Ilíada— y subió la escalera, pasó frente al cuarto de juegos donde Ana y Sara estudiaban sus lecciones, por el dormitorio de Morwenna y el cuarto de las niñas, donde los sonidos infantiles sugerían que John Conan Whitworth estaba despierto. Ascendió el siguiente tramo, hasta su propio dormitorio, y sólo después de abrir la puerta tomó nota del hecho de que el reverendo Osborne Whitworth la había seguido. Con la mano en la puerta ella lo miró, en el rostro una expresión interrogadora, los ojos entrecerrados, inescrutables, sin expresar más que una curiosidad casual y cautelosa.

—¿Vicario?

—Rowella, deseaba hablarte. ¿Puedo entrar un momento?

La joven vaciló, después abrió la puerta y esperó que él pasara. Pero Osborne dio paso a Rowella y después la siguió al interior del cuarto.

Aunque se trataba de un desván era un lugar agradable, y ella lo había embellecido con algunos detalles femeninos: flores, un almohadón de vivos colores, una alfombra de color bajo el único sillón, cortinas traídas de una de las habitaciones del piso bajo.

Osborne permaneció de pie, inmóvil, corpulento y alto. Su respiración era audible. Rowella inclinó la mano hacia la única silla cómoda, pero él no intentó sentarse.

—Vicario, ¿deseaba hablarme?

Él vaciló.

—Rowella, ¿podrías llamarme Osborne cuando estamos solos?

Rowella inclinó la cabeza. Él la miró. La miró de arriba abajo. Rowella volvió una página del libro.

—Te envidio tu conocimiento del griego —dijo Osborne.

—Mi madre me enseñó desde niña.

—Aún eres muy joven. Pero se diría que en ciertos sentidos no lo eres.

—¿En qué sentido?

Él evitó responder a la pregunta.

—¿Dónde estás… en el poema?

Los ojos de Rowella parpadearon.

—Aquiles permite que Patroclo salga a luchar.

—Por supuesto, aprendí un poco de griego, pero lamentablemente lo he olvidado. Ni siquiera recuerdo el argumento.

—Patroclo dirige un ejército contra los troyanos. Los conduce a la victoria. Pero el hybris lo posee…

—¿Qué?

Hybris. Hubris. Como uno desee llamarlo…

—Ah, sí.

—… y entonces, exagera su propio triunfo.

Era una tarde muy silenciosa.

Él le tomó la mano.

—Continúa.

Ella retiró la mano para volver una página, le temblaba el labio, pero no de miedo ni de embarazo.

—Vicario, seguramente usted lo recuerda. Héctor mata a Patroclo. Sigue un terrible combate por el cuerpo, pues para los griegos es muy importante que el cuerpo del héroe reciba el homenaje de todos los ritos funerarios…

—Sí, sí…

—¿Está seguro de que le interesa lo que digo?

—Sí, Rowella, por supuesto… —le tomó de nuevo la mano y esta vez la besó.

Ella le permitió retener la mano, mientras continuaba el relato.

—Y entretanto, Aquiles cavila. La locura (la llaman Ate, la diosa del mal) se ha apoderado de él, de modo que se niega a luchar porque… porque Agamenón lo insultó. Vicario, creo…

—Por favor, llámame Osborne.

—Osborne, creo que en realidad esta historia no le interesa.

—Creo que tienes mucha razón.

—Entonces, ¿por qué subió aquí?

—Deseaba conversar contigo.

—¿Acerca de qué?

—¿No podemos… sentarnos y hablar?

—Si lo desea. —De nuevo le indicó la silla, y esta vez él la aceptó. Después, reteniéndole la mano, la acercó cautelosamente, hasta que ella acabó sentada en las rodillas del hombre.

—Osborne, esto no me parece propio.

—¿Por qué no? No eres más que una niña.

—Usted debe recordar que las niñas se desarrollan muy jóvenes.

—¿Y estás desarrollada? ¡Hum! Bien, yo…

—Sí, Osborne. Estoy desarrollada. ¿De qué desea hablarme?

—Acerca de… acerca de ti misma.

—Ah, sospechaba que era eso.

—¿Que era qué?

—Que lo que le interesaba no era el combate por el cuerpo de Patroclo. Que lo que le interesaba no era ciertamente el cuerpo de Patroclo.

Él la miró fijamente, chocado por su franqueza —tan extraña en labios tan jóvenes— y extrañado porque ella había percibido con tal claridad la preocupación que lo dominaba.

—¡Oh, vamos, querida, no puedes tener esa clase de pensamientos! Caramba, yo…

La joven se retiró tranquilamente de las rodillas de Osborne, y permaneció de pie, delgada y desmañada en la descolorida luz de la tarde.

—Pero ¿yo no le intereso? Si soy una niña, incluso si soy mujer, ¿aun así no debe decirme la verdad? Seguramente usted se interesó en mí hace muy poco.

Él se aclaró la garganta, gruñó, permaneció sentado, sin saber qué hacer durante un momento.

—No veo por qué supones eso.

—¿No lo ve? ¿De veras que no lo ve, vicario? En ese caso, ¿por qué me mira fijamente cuando estamos comiendo, y siempre que nos encontramos? No me quita los ojos de encima. Y casi siempre usted mira aquí. —Se llevó a la blusa la mano fina y larga—. Y ahora viene aquí, a mi cuarto. —Los ojos de Rowella lo miraron al sesgo—. ¿No es verdad? —preguntó.

Al mirarla con los ojos súbitamente enrojecidos, sintió en su fuero íntimo algo sordo y desvergonzado. El contacto físico del cuerpo juvenil sobre las rodillas y, después, su alejamiento fueron la última gota que colmó el vaso.

—Si me lo preguntas…

—Se lo pregunto.

—Pues sí. Tengo que decirte que es cierto. Necesito decirlo… decirte, Rowella, que es cierto. Es cierto.

—Entonces, ¿qué desea?

Él no pudo responder, el rostro tenso y duro.

—¿Esto es lo que desea? —preguntó ella.

Él la miró aún más fijamente, sintiendo el latido de su propia sangre. Se lamió los labios y asintió casi sin respirar.

Rowella desvió la mirada, la boca apretada, los ojos ocultos bajo las pestañas.

—Es una tarde aburrida —dijo.

—Rowella, yo…

—¿Sí?

—Yo… no puedo decirlo.

—Bien —dijo ella—, quizá no es necesario. Si le agrada. Si eso es lo que desea realmente.

Con movimientos cuidados y lentos ella comenzó a desabrocharse la blusa.