Capítulo 12

También Dwight y Carolina habían sido invitados a Tregothnan, y Ross y Demelza fueron a buscarlos a Killewarren. Bebieron una taza de chocolate antes de salir. Recientemente Ross había comprado a Tholly Tregirls dos caballos, Sheridan y Swift, y así Demelza y él no desmerecían tanto por la calidad de sus monturas; y como tenían que llevar ropas de noche y de tarde, habían traído consigo a John Gimlett, que venía montado en la vieja Darkie. Hacía mucho que Gimlett no salía de Nampara y Ross consideró conveniente que comiese y durmiese a costa de los Boscawen. Carolina había traído una doncella y un lacayo.

Cuando descendían hacia Truro, siguiendo el camino largo, empinado y polvoriento, con sus chozas, sus casuchas y sus chiqueros a los dos lados de la ruta, Dwight dijo que debían disculparle media hora, pues debía visitar a un paciente.

—Va a ver a la esposa del vicario —le disculpó Carolina—, Dwight nunca puede separar el deber del placer. Aunque a decir verdad creo que obtiene placer del deber, sobre todo cuando se trata de atender a una mujer joven y bonita.

—Por favor, Carolina —dijo Dwight, medio sonriendo.

—¡No, no, no lo niegues! Todas las jóvenes te adoran. Incluso, y me sonroja confesarlo, tu propia esposa, que ocupa su lugar en la fila esperando humildemente un poco de atención.

—A Carolina —dijo Dwight—, le encanta acusarme de descuidarla porque me atrevo a ejercer mi profesión. Pero, querida, no digas eso entre tus amigos. Saben muy bien cuánto te descuido.

—¿Es la esposa de Whitworth? ¿Morwenna Whitworth? No sabía que estaba enferma —dijo Ross.

—Sí… enferma —dijo Dwight.

—Tuvo un hijo hace unos meses —dijo Demelza—. ¿Es la causa de su enfermedad?

—Ahora está un poco mejor.

—Dwight —dijo Carolina— no habla de sus pacientes. Es muy distinto de mi tío médico, que vive en Oxford, y que charla desmedidamente acerca de la dama que mejoró mucho con los polvos de ruibarbo, y cómo responde al tratamiento el caballero que pescó cierta enfermedad venérea. Y por supuesto, siempre da los nombres y los apellidos. Su visita es muy entretenida, y así todos estamos al tanto de las murmuraciones locales.

—Whitworth —dijo Ross—. ¿Le parece un hombre simpático?

—Rara vez lo veo durante mis visitas.

—Siempre sentí deseos de arrojarlo de cabeza a un charco maloliente.

—Ross, siempre le admiraré por su sutileza —dijo Carolina—. ¿Qué hizo ese pobre hombre para merecer tanta antipatía?

—Excepto que antaño solía acercarse para olfatear a Demelza, personalmente me ha hecho muy poco, pero…

—Bien, confío en que no le desagradarán todos los hombres que simpatizan con Demelza, ¡porque en ese caso se verá en dificultades para encontrar un solo amigo!

—No, pero Whitworth es un asno intolerable y engreído. Estoy seguro de que Demelza tampoco simpatiza con ese hombre.

—Olfateando —dijo Demelza—. No recuerdo que estuviese olfateando. Lo que no me agradó mucho fue su modo de mover la cola.

El campanario de la iglesia de Santa María se elevaba sobre las casas de la ciudad. El grupo avanzó por las estrechas calles, los cascos de los caballos resbalando y repiqueteando sobre los adoquines y el lodo. Varios niños harapientos corrieron tras ellos, y Carolina abrió su bolso y arrojó al aire un puñado de monedas de medio penique. Inmediatamente los pilletes cayeron sobre ellas, pero se les adelantaron varios hombres y mujeres, casi tan desastrados como los niños, que habían estado sentados en los umbrales.

Doblaron en una esquina y atrás quedó el estrépito de las disputas, los gritos, las protestas y los perros que ladraban. Se dirigieron hacia Malpas, y allí Dwight se separó del grupo. Caían algunas gotas de lluvia. El camino era angosto y marchaban en fila india para evitar las huellas de los carros.

Ross contempló la espalda erguida de Demelza, que marchaba delante. No tenía la soltura de Carolina, pero en vista de su escasa práctica lo hacía bastante bien. Ross nada le había dicho de su encuentro con Elizabeth. Por mucho cuidado que pusiese en la explicación, era probable que ella la interpretase mal. Lo cual no era sorprendente, en vista de los episodios que ella conocía. Sin embargo, a él le habría agradado mucho hablarle del asunto. Lo que Elizabeth le había dicho de las sospechas de George preocupaba y conmovía a Ross, y la sensatez de Demelza hubiera sido especialmente útil. Pero era precisamente el tema en que el buen criterio de Demelza podía verse desviado por el torbellino de sus emociones. No cabía esperar otra cosa. Ross preveía una situación peligrosa y desagradable; pero no tenía derecho a complicar a Demelza más de lo que ya estaba.

Pero, sobre todo, le hubiera agradado explicarle de nuevo sus propios sentimientos hacia Elizabeth. Ya había intentado hacerlo una vez, y con ello casi había provocado la ruptura de su matrimonio. La buena noticia que entonces había intentado comunicarle, a saber, que su amor a Elizabeth ya no podía compararse con su sentimiento por Demelza, había adquirido un acento pomposo y condescendiente en la expresión verbal, y la terrible disputa consiguiente la había movido a ensillar su caballo y a intentar la ruptura definitiva, antes de que una última invocación de Ross le impidiera consumar su propósito.

De modo que era evidente que nada bueno resultaría si intentaba reabrir la herida que había venido cerrándose durante tres años. Pero mientras cabalgaban esa agobiadora tarde de julio, con las abejas zumbando en los matorrales y las mariposas revoloteando al borde del agua, los truenos en el horizonte, le hubiera gustado decir: «Demelza, vi a Elizabeth y conversamos por primera vez en varios años. Al principio, se mostró amargada y hostil. Pero poco antes de separarnos se suavizó, y cuando nos despedimos la besé. Todavía la quiero, del modo en que un hombre siente afecto por una mujer a quien otrora amó. Me angustia el aprieto en que ella se encuentra, y haría mucho para ayudarla. Intencionadamente traté de demostrarle afecto, porque me duele verla tan hostil. Me siento culpable a causa de los dos agravios que le infligí. Uno, la poseí contra su voluntad, aunque en definitiva creo que no fue demasiado contra su voluntad. Pero en segundo lugar, después jamás fui a verla, y creo que al primer agravio se sumó una ofensa mucho más profunda, por la cual es infinitamente más difícil disculparse. Desearía recuperar su amistad, en la medida de lo posible, si se tiene en cuenta con quién se casó. La otra noche intenté conseguir que creyese que aún la amaba, pues en cierto modo de veras aún la quiero. Pero no es un sentimiento que debe inspirarte temor. Hace quince años habría renunciado al mundo por ella. Y ella no ha cambiado mucho; no ha envejecido, no es más tosca que antes, ni menos agradable. Demelza, yo he cambiado. Y tuya es la responsabilidad de mi cambio».

Mucho le hubiera agradado decir todo eso a Demelza; pero ya era suficiente haber realizado un intento de explicar sus sentimientos hacia Elizabeth. Gato escaldado huye del agua fría. En el intento, la confidencia acabaría convirtiéndose en algo retorcido y sinuoso, es decir, se convertiría en el esfuerzo por tranquilizar a su esposa y demostrarle algo en lo que él mismo no creía. Su ingeniosa, sensata y muy encantadora esposa por una vez en la vida usaría su ingenio y su sensatez para descalabrar la razón y la buena voluntad de Ross, y antes de que supieran qué ocurría ambos estarían diciéndose cosas que ninguno de los dos pensaba. Y el resultado sería un auténtico desastre.

Así, todo debía quedar en secreto. Y todo debía permanecer implícito.

II

El camino desde la entrada hasta la casa tenía una longitud de unos seis kilómetros y medio, pero cruzando el río cortaban camino, y en pocos minutos estaban acercándose a Tregothnan. Demelza comprobó que en general era una construcción más antigua y también más ruinosa que Tehidy. Tampoco tenía la original elegancia isabelina de Trenwith, que era mucho más pequeña. Se la había construido con una suerte de piedra blanca y tenía techo de tejas claras; se levantaba sobre un terreno en pendiente, mirando hacia el río. Las habitaciones eran bastante oscuras y estaban adornadas con gallardetes y trofeos de guerra, y colmadas de armaduras y cañoncitos.

—No tenía idea de que fueran una familia tan belicosa —dijo Demelza a Hugh Armitage—. Parece que…

—Algunas de estas cosas pertenecieron a mi abuelo, el gran almirante —dijo Hugh—, cuya viuda todavía vive en Londres. Con respecto al resto, supongo que se ha acumulado poco a poco. Como individuos, participamos en la mayoría de las guerras, pero como familia hemos prosperado principalmente ocupándonos de nuestros asuntos.

Había descendido la escalera para recibirlos, y la señora Gower, una agradable y regordeta mujer de poco más de cuarenta años, venía casi inmediatamente detrás del joven. Los dos hijos de lord Falmouth estaban en el vestíbulo, lo mismo que un tío, el coronel Boscawen; pero el vizconde aún no se había dejado ver. Una media docena de invitados habían llegado casi al mismo tiempo, y en el desorden general Demelza pudo retirar su mano de la de Hugh sin que Ross advirtiese cuánto tiempo la había retenido el joven oficial.

—Señora Poldark, creo que la he ofendido —dijo Armitage.

—Si lo hizo, yo no lo supe —replicó ella.

Él sonrió. A pesar de la piel tostada, todavía estaba pálido.

—No conozco una mujer que sea tan ingeniosa y que al mismo tiempo esté tan desprovista de malicia. Ni una mujer tan bella sin mezcla de vanidad.

—Palabras amables… Si fueran merecidas, no podrían dejar de arruinar lo mismo que intentan realzar.

—No puedo ni quiero creer tal cosa.

—Teniente Armitage, creo que usted está imaginando algo que carece de existencia real.

—¿Quiere decir que exalto a una mujer a quien yo mismo no puedo alcanzar? Todo lo contrario. Todo lo contrario. Permítame explicarle…

Pero nada pudo explicar, porque un lacayo se acercó para mostrarles el camino que llevaba al piso alto. Se cambiaron y cenaron sentados a una larga mesa donde, además de la familia, se instalaron unos veinte invitados. Después de la cena llegó un grupo casi igual de huéspedes, y todos bailaron en el gran salón, la misma habitación donde, no mucho antes, el señor Hick y el señor Nicholas Warleggan habían soportado su prolongada e incómoda espera. Pero ahora se había retirado gran parte de los muebles y las armaduras, y un conjunto de tres músicos tocaba en el rincón que estaba al lado del hogar vacío, con sus grandes cariátides que sostenían el reborde de madera de la chimenea.

Su Señoría había venido a cenar, y su actitud había sido amable; pero su rostro había mostrado una expresión reservada, de modo que la alegría franca parecía fuera de lugar en su presencia. Así, nadie se quejó cuando desapareció, en el momento mismo en que comenzó la danza.

Muchos de los invitados eran jóvenes y ello contribuyó a animar la reunión. El teniente Armitage representaba el papel de anfitrión, y se mostró muy circunspecto con Demelza. Pasó la mitad de la velada antes de aproximarse a Ross y solicitar permiso para bailar con ella. Ross, que acababa de hacerlo, y que estaba un poco acalorado, aceptó sonriendo. Estaba de pie junto a las puertas dobles y los miró mientras caminaban hacia la pista de baile: Era una danza formal, una gavota, y Ross advirtió que conversaban cuando se reunían y se paraban y de nuevo se encontraban. Demelza era una de esas mujeres que generalmente consiguen mantener cierto atractivo incluso en las condiciones más adversas. Ross la había visto en situaciones muy ingratas: los cabellos empapados con la transpiración de la fiebre, el rostro contraído por los dolores del parto, o sucio y desaliñado porque había decidido ejecutar una tarea que correspondía a los criados, o amargado y dolorido después de aquella disputa desastrosa. Pero su principal cualidad era quizá que sabía florecer gracias a la excitación originada en cosas muy menudas. Nada le parecía demasiado trivial. El primer polluelo de pinzón le parecía tan fascinante este año como el precedente. Una fiesta era una aventura tan emocionante a los veintiséis como lo había sido a los dieciséis.

En fin, no debía atribuir excesiva importancia a la belleza que Demelza irradiaba esta noche. Pero Ross sospechaba que ahora incluía un ingrediente distinto, cierto matiz de serenidad que él no había visto antes. Por supuesto, a todas las mujeres les agrada la admiración, sobre todo si proviene de un hombre que la manifiesta por primera vez. Y en eso ella no era diferente. Ya habían disputado una vez en un salón de baile, y sólo Dios sabía cuánto tiempo había pasado desde esa vez. Según recordaba, él la había acusado colérico de provocar a una pandilla de individuos indeseables y mediocres, y ella había replicado que Ross no se ocupaba de ella.

Ahora él no la descuidaba, y un solo hombre, el mismo con quien ahora estaba bailando, parecía interesado en hacer la corte a Demelza. Armitage era un individuo honesto, encantador y simpático, y nada indicaba que Demelza fuese más que la destinataria pasiva de su admiración y sus atenciones. En realidad, Ross no abrigaba dudas serias acerca de Demelza. Ambos habían estado unidos mucho tiempo, pero él abrigaba la esperanza de que Demelza no permitiría —ni siquiera por omisión— que Armitage imaginase nada distinto.

Un hombre se aclaró la voz a espaldas de Ross y este se volvió. Un lacayo de peluca blanca.

—Señor, su Señoría le ruega tenga la bondad de ir a verlo a su estudio.

Ross vaciló. No tenía el más mínimo deseo de conversar con su Señoría, pero era huésped de su casa y mal podía rehusar.

Cuando estaba cruzando el vestíbulo, Carolina bajaba la escalera. Ross le dijo:

—Por favor, si Demelza deja de bailar, dígale que fui al estudio de su Señoría. Creo que no tardaré mucho.

Sólo cuando, guiado por el lacayo, llegó al estudio de Falmouth, advirtió con cierta sorpresa que por primera vez Carolina no había contestado con una observación burlona o incluso satírica.

III

—Soy el hombre más feliz —dijo Hugh Armitage.

—¿Por qué? —preguntó Demelza.

—Porque la mujer a quien quiero más que a mi vida está casada con el hombre a quien debo la vida.

—En tal caso, usted no debería haber dicho lo que acaba de decir.

—Supongo que el condenado tiene el derecho de decir lo que siente en el fondo de su corazón.

—¿Condenado?

—A la separación. A la pérdida. Mañana salgo para Portsmouth.

—Teniente Armitage, yo…

—Por favor, ¿quiere llamarme Hugh?

Se separaron, pero poco después volvieron a reunirse.

—Bien, Hugh, si prefiere que lo llame así… no creo que esté condenado a la pérdida, pues, ¿cómo puede perder lo que nunca tuvo?

—He tenido su compañía, su conversación, la inspiración de tocar su mano, de oír su voz, de ver la luz de sus ojos. ¿No es todo eso una pérdida bastante dolorosa?

—Hugh, usted es poeta. Ahí está la dificultad…

—Sí, déjeme explicarle, como quise explicarle antes. Usted cree que yo imaginé un ideal completamente inalcanzable. Pero no todos los poetas son románticos. Créame, yo no he sido romántico. Estoy en la marina desde los catorce años, he viajado mucho y visto muchas cosas sórdidas. He conocido a varias mujeres. No me hago ilusiones acerca de ellas.

—En tal caso, no debe forjarse ilusiones acerca de mí.

—No son ilusiones. No lo son.

—Oh, sí, lo son. Ese poema…

—He escrito otros. Pero no me atreví a enviarlos.

—Creo que tampoco debió enviar ese.

—En efecto, no debí hacerlo. Mi conducta ha sido absolutamente impropia. Pero si un hombre entona una canción de amor, abriga la esperanza de que una vez, siquiera una vez, el objeto de su amor la escuche.

Demelza dijo algo en voz baja.

—¿Cómo? ¿Qué dijo?

Ella alzó la cabeza.

—Que usted me inquieta.

—¿Puedo atreverme a creer que…?

—No se atreva a esperar nada. ¿Acaso no nos basta ser felices porque estamos vivos? ¿Habló en serio cuando me dijo en Tehidy que había renovado su apreciación de todas las cosas?

—Sí —dijo él—. Y ahora vuelve contra mí mis propias palabras.

Demelza le dirigió una sonrisa luminosa.

—No, Hugh, las vuelvo en su favor. De ese modo… de ese modo podemos sentir afecto, sin herir a nadie y sin herirnos nosotros mismos.

Él preguntó:

—¿Eso es lo que siente por mí… afecto?

—Creo que no debería preguntarlo.

—Y ahora —dijo él— he destruido la luz del sol… la luz de su sonrisa. Pero valía la pena, pues veo que usted es demasiado sincera para engañarme. No es afecto lo que usted siente.

—La danza ha concluido. Están abandonando la pista.

—Usted no siente por mí lo que sentiría por un hermano. Es así, Demelza, ¿verdad?

—Tengo muchos hermanos y ninguno se parece a usted.

—¿Y hermanas?

—No.

—Ah. Lástima. Hubiera sido demasiado pedir. Dios no repite sus obras maestras.

Demelza respiró hondo.

—Desearía mucho beber una copa de oporto.

IV

—El contrabando —afirmó el vizconde Falmouth— ha alcanzado proporciones desmesuradas. Como usted sabrá, la semana pasada el balandro Mary Armande llegó al puerto de Falmouth con una carga de carbón. Pero alguien presentó una denuncia y la nave fue abordada por los aduaneros mientras era descargada. Se descubrió la existencia de un falso fondo, donde se habían ocultado doscientos setenta y seis barriles de brandy.

—En efecto —dijo Ross. Pensó que por lo menos eso era algo que Falmouth, Basset y George Warleggan tenían en común: el odio al contrabando. Como el propio Ross a veces lo había practicado, y de eso no hacía tanto tiempo, pensaba que las palabras que había pronunciado eran el único comentario que en su caso cabía. De todos modos, no creía que lo hubieran invitado al estudio de su Señoría para hablar del contrabando.

Falmouth estaba sentado junto a un pequeño fuego que humeaba y aparentemente había sido encendido poco antes. Vestía una chaqueta de terciopelo verde y estaba tocado con un pequeño gorro del mismo color que le cubría los escasos cabellos. Parecía un caballero rural acomodado, de edad madura pero bien conservado, saludable y un tanto sobrado de peso. Sólo los ojos mostraban una expresión autoritaria. Sobre un plato, cerca del codo, había un racimo de uvas de invernadero, y de tanto en tanto lord Falmouth comía un grano.

Hablaron de los cultivos. Ross pensó que podrían haber abordado casi todos los temas referidos a la economía del condado: minería, navegación, astilleros, canteras, pesca, fundición, la nueva industria del sureste, la extracción de arcilla para la producción alfarera, y muy probablemente Falmouth hubiese tenido algo que ver con el asunto. No de un modo inmediato, como los Warleggan, no en el sentido de participación personal; se trataría de intereses atendidos por gerentes, mayordomos y abogados, que se ganaban la vida atendiendo el buen manejo y la prosperidad de las empresas de su patrón, o de la posesión de tierras que eran asientos de industrias o minas.

De pronto, lord Falmouth dijo:

—Capitán Poldark, sospecho que estoy en deuda con usted.

—¿Cómo? No lo sabía.

—Bien, creo que por partida doble. De no mediar su intervención, es probable que el hijo de mi hermana estuviera languideciendo en una prisión bretona, o quizás ya hubiera muerto.

—Me alegra saber que usted me otorga algún mérito. Pero deseo destacar que fui a Quimper con el único propósito de liberar al doctor Enys —que está aquí esta noche— y el resto fue accidental.

—No importa. No importa. Fue una empresa valerosa. Mis tiempos de soldado no están tan lejos que no pueda apreciar el coraje de la idea y los tremendos peligros que corrió.

Ross inclinó la cabeza y esperó. Falmouth escupió unas pepitas en la mano y se metió tres granos en la boca. Después de esperar bastante, Ross dijo:

—Me alegra haber ofrecido a Hugh Armitage la oportunidad de escapar. Pero no imagino cuál es la segunda obligación que usted cree haber contraído conmigo.

Falmouth escupió el resto de las pepitas.

—Entiendo que usted rechazó la candidatura que le hubiese llevado a oponerse a mi candidato en la elección de Truro.

—¡Dios mío!

—¿Qué ocurre?

—Parece que es imposible mantener una conversación, por privada que sea, sin que lo tratado se difunda por la región.

Falmouth entrecerró los ojos.

—No creo que el asunto sea del dominio público. En todo caso, la información me llegó. Y entiendo que es veraz.

—Oh, sí, lo es. Pero repito que mis razones fueron del todo egoístas, y de ningún modo se relacionan con el deseo de complacer o desagradar a otras personas.

—Parece que otros no tienen inconveniente en desagradarme.

—Milord, ciertas personas tienen determinada ambición, y otras persiguen metas distintas.

—¿Y cuál es su ambición, capitán Poldark?

Ante la súbita pregunta, Ross no supo muy bien qué debía contestar.

—Vivir mi propia vida —dijo al fin—, formar una familia. Hacer la felicidad de las personas que me rodean, verme libre de deudas.

—Metas admirables, pero limitadas.

—¿Quiénes tienen metas menos limitadas?

—Los que persiguen un ideal de servicio público… sobre todo cuando la nación libra una guerra… Pero juzgando por su aventura del año pasado, sospecho que usted subestima sus objetivos… o quizá carece de un canal que los oriente.

—En todo caso, no se orientan hacia la vida parlamentaria.

—En cambio, ella interesa al señor Warleggan.

—Posiblemente.

Falmouth masticó otro grano de uva.

—Me complacerá estorbar un día la vida parlamentaria del señor Warleggan.

—Creo que hay un solo modo de alcanzar ese objetivo.

—¿Cuál?

—Zanjando sus diferencias con sir Francis Basset.

—¡Eso es imposible!

Ross se encogió de hombros y no dijo más.

Lord Falmouth continuó:

—Basset se entromete en mis distritos, compra influencias y favores, disputa derechos que pertenecieron durante siglos a mi familia. ¡Su persona no es más recomendable que la de su lacayo!

—¿Acaso el manejo mismo de los distritos no se reduce a comprar influencias y favores?

—En sus formas más cínicas, sí. Pero es un sistema que funciona eficazmente como medio de mantener y resolver los problemas del gobierno. Se deteriora cuando ciertos terratenientes jóvenes y temerarios que tienen exceso de riqueza amenazan los antiguos derechos de la aristocracia tradicional.

—No estoy muy seguro —dijo Ross— de que el mantenimiento y la solución de los problemas del gobierno estén bien servidos por el sistema actual de representación y elección. Por supuesto, es mejor que todo lo que se hizo antes, porque ni el rey, ni los lores ni los plebeyos pueden gobernar sin el consentimiento del resto. Puede salvarnos de otro mil seiscientos cuarenta y nueve, o incluso, si volvemos los ojos hacia Francia, de un mil setecientos ochenta y nueve. Pero desde que sir Francis me invitó a presentar mi candidatura por Truro, me dediqué a observar mejor el sistema según se aplica hoy en Inglaterra, y creo que es… como un carruaje viejo y destartalado cuyos resortes están rotos desde hace mucho tiempo y que tiene el piso agujereado de tanto recorrer caminos accidentados. Hay que desecharlo y construir uno nuevo.

Ross había hablado con franqueza, pero no pareció que Falmouth se molestara.

—¿De qué modo sugeriría usted que se modificase la construcción del nuevo carruaje?

—Bien… ante todo, una redistribución de los escaños, de modo que los intereses generales del país estén mejor representados. No sé cuántos habitantes tiene Cornwall —diría que menos de doscientos mil— y envía cuarenta y cuatro miembros. Las nuevas grandes ciudades de Manchester y Birmingham, cuya población no puede ser menor de setenta mil habitantes cada una, carecen en absoluto de representación partidaria.

—Capitán Poldark, ¿usted defiende la democracia?

—Basset me formuló la misma pregunta, y la respuesta es negativa. Pero no es saludable que los nuevos grandes centros del norte no tengan voz en los asuntos nacionales.

—Todos representamos a la nación —dijo Falmouth—. Es una de las funciones del miembro del Parlamento. Y uno de sus privilegios.

Ross no contestó, y su anfitrión removió el fuego. Los leños ardieron de mala gana.

—Seguramente ha llegado a sus oídos el rumor de que su amigo Basset quizá muy pronto reciba un título de nobleza.

—No, no sabía nada.

—Es posible que se convierta en uno de los pares «financieros» de Pitt. Barón o algo parecido, a cambio de dinero y el apoyo de los diputados que él controla.

—Como dije antes, no es un sistema muy satisfactorio.

—Jamás conseguirá eliminar la venalidad, la codicia y la ambición.

—No, pero puede controlarlas.

Se hizo una pausa.

—¿Y las restantes reformas? —Había un atisbo de ironía en la voz.

—Quizá lo ofendan aún más.

—No he dicho que la primera vez me ofendiera.

—Bien, es evidente la necesidad de modificar el método electoral. Los escaños no deben comprarse y venderse como si fueran propiedad privada. Tampoco corresponde sobornar a los electores ni con agasajos ni con pagos directos. En muchos casos, la elección es una mera farsa. Sea como fuere, Truro cuenta con algunos hombres capaces que quieren votar según su propia voluntad. Otras regiones del país están mucho peor. Muchas corresponden a Cornwall. Y afirman que en Midhurst, Sussex, hay un solo votante real, que elige dos diputados según las instrucciones de su protector.

—Sí, es cierto. En Old Sarum, cerca de Salisbury, sólo queda un castillo en ruinas, no hay habitantes, pero elige dos diputados. —Masticó con aire reflexivo—. Bien. ¿Cómo construiría su nuevo carruaje?

—Ante todo, ampliando los derechos electorales. No es posible…

—¿Derechos?

—El derecho de votar, si lo prefiere así. Mientras no se modifique eso, nada cambiará. Y el electorado debe ser libre, aunque se trate sólo de veinticinco votantes que eligen diputado. Y los escaños deben verse… libres de los protectores, libres de influencia externa. Por eso quizás ahora se habla de derechos… porque ellos significan la libertad. Ni el votante ni el escaño deben ponerse en venta.

—¿Y parlamentos anuales, jubilaciones a los cincuenta años, y todo el resto de esa basura?

—Milord, veo que usted lee mucho.

—Es un error desconocer lo que piensa el enemigo.

—¿Por eso me invitó esta noche?

Por primera vez durante la entrevista Falmouth sonrió.

—Capitán Poldark, no creo que usted sea mi enemigo. Creo haber manifestado claramente la opinión de que usted es un hombre cuyas energías aún no han encontrado un cauce adecuado. Pero en realidad, aunque usted rechaza los peores extremos de las sociedades de correspondencia, ¿en efecto cree que los escaños del Parlamento pueden liberarse del patronazgo, que los electores pueden rehusar todo cuanto significa una forma de retribución?

—En efecto, lo creo.

—Usted habló del soborno de los electores. Usted aludió despectivamente al soborno que yo practicaría con mi dinero o mi influencia. ¿Es peor pagar una recompensa cuando llega la elección que prometer una recompensa, formular una promesa que usted bien sabe después puede desechar? Vamos, qué es más honesto: ¿pagar veinte guineas a un hombre con el fin de que vote por su candidato, o prometerle la aprobación de una ley que quizá le permita ganar veinte guineas una vez elegido?

—No creo que se trate de eso.

—En ese caso, su imagen de la naturaleza humana es más bondadosa que la mía.

—El hombre nunca es perfecto —dijo Ross—, y por eso no se ajusta a sus propios ideales. Sean cuales fueren sus actos, el Pecado Original siempre consigue turbarlo.

—¿Quién dijo eso?

—Un amigo que está aquí esta noche.

—Un sabio.

—Pero no cínico. Creo que concordaría conmigo en que es mejor subir tres peldaños y descender dos que mantenerse inmóvil.

Falmouth se puso de pie y permaneció de espaldas al fuego, calentándose las manos.

—Bien, en esto discrepamos, y supongo que continuaremos haciéndolo. Por supuesto, usted ve en mí a un hombre que ejerce un poder hereditario y que no tiene la más mínima intención de renunciar al mismo. En el mundo del gobierno compro y vendo de acuerdo con mis posibilidades. Hay soldados, marinos, párrocos, funcionarios de aduana, alcaldes, empleados y otros por el estilo que dependen de mi palabra y que son designados o ascendidos según mi voluntad. El nepotismo prospera. ¿Tiene algo con qué sustituirlo? El poder no es un ente que pueda dividirse hasta el infinito. Y sin embargo, es indispensable. Alguien debe ejercerlo… y, como usted mismo reconoce, el hombre no es perfecto, a veces actúa mal. ¿Quién tiene mayores probabilidades de abusar del poder: el demagogo que de pronto descubre que lo ejerce, y que se parece a un hombre que sin estar acostumbrado al alcohol ha ingerido una cantidad considerable de licor, o el hombre que por herencia aprendió a usarlo, el hombre que habiendo conocido toda su vida la bebida, puede saborear ese vino espirituoso sin por ello emborracharse?

Ross también se puso de pie.

—Creo que entre uno y otro hay un tipo humano que puede desempeñarse mejor que cualquiera de ellos; pero poco importa. Reconozco que el cambio siempre implica riesgo, pero no por eso estoy dispuesto a evitarlo… Creo que regresaré a la fiesta.

—Usted tiene una esposa bonita e inteligente —dijo Falmouth—. Apréciela mientras pueda. La vida es incierta.

Ya en la puerta, Ross dijo:

—Quizás usted pueda concederme un favor. Y lo haría ejerciendo ese poder hereditario que, respondiendo a su propia invitación, me atreví a deplorar. ¿Está al tanto de la existencia del curato de Sawle con Grambler?

—Sí, conozco eso. Poseo tierras en esa parroquia.

—Creo que el otorgamiento de la renta es derecho propio del deán y el Capítulo de Exeter. El titular ha fallecido, y el cura actual, un hombrecito recargado de trabajo y mal retribuido, que ha luchado para mantener los servicios durante casi veinte años, se sentiría realmente feliz si le otorgasen la renta. No sé si existen otros candidatos; pero si bien habrá quienes puedan movilizar mejores influencias, pocos son los que posean tantos merecimientos para obtener la designación.

—¿Cómo se llama este cura?

—Odgers. Clarence Odgers.

—Anotaré su nombre.