Aunque no se lo había dicho explícitamente, ambos sobreentendían que Elizabeth no debía ir a Trenwith antes del regreso de George. Pero una semana después de su partida, Geoffrey Charles regresó de Harrow, con dos semanas de antelación al fin del semestre, a causa de una epidemia de escarlatina que afectaba al colegio. Había adelgazado mucho, se le veía muy pálido y había crecido siete u ocho centímetros. Elizabeth creyó que estaba enfermo, pero no era así. Tal como ella había temido, hasta cierto punto era un extraño para su madre, un jovencito muy alto pese a que aún no tenía doce años; y en sus ojos había una expresión sombría que daba a entender que había afrontado momentos difíciles. Su encantadora espontaneidad había desaparecido, pero cuando sonreía mostraba un encanto diferente y más propio de un adulto. Elizabeth pensó que tenía el aire de un jovencito de quince años.
Geoffrey Charles no quiso permanecer en Truro. Truro era un lugar aburrido. Allí no tenía amigos y carecía de libertad. Después de un par de visitas a Morwenna y un día o dos a orillas del río, dijo que deseaba ir a la costa. Allí tenía más oportunidades de montar a caballo, nadar, quitarse el cuello duro y gozar del verano. Esa semana Elizabeth recibió una carta de su padre en la que explicaba que la señora Whitworth se comportaba de un modo extraño, que en general el personal no observaba buena conducta, que él mismo no se sentía muy bien y que deseaba verla para hablar de los defectos de Lucy Pipe, la criada que después de la muerte de la tía Agatha se ocupaba de los dos ancianos.
El señor Chynoweth escribía todos los meses y siempre explicaba sus enfermedades y sus quejas; pero la última carta, unida al deseo de Geoffrey Charles y el fastidio que experimentaba la propia Elizabeth de ver que todos sus movimientos en Truro estaban bajo la vigilancia de alguno de los criados personales de George, fue suficiente para decidirla. Fue un viaje agitado, por caminos que de pronto se habían endurecido, después de diez días de buen tiempo. Llegaron a la antigua residencia de los Poldark bajo un sol luminoso, con un calor poco usual tan cerca de la costa. Las abejas zumbaban en el aire, el terrier de Tom Harry ladraba excitado, los arneses de cuero crujieron cuando el carruaje al fin se detuvo y los sobresaltados sirvientes espiaron por las ventanillas para ver a los inesperados visitantes.
Una vez allí, Elizabeth se alegró de haber ido. Aunque la casa evocaba en ella recuerdos contradictorios, era mucho menos propiedad de los Warleggan que la casa de Truro y la mansión de Cardew. Cuando comprendieron que no los amenazaba una severa reprimenda, los criados se sintieron muy complacidos de verla. Después de la separación, incluso sus padres parecían menos irritantes. Y allí no había nadie que la vigilase.
Tuvo un momento de duda a la mañana siguiente, cuando Geoffrey Charles montó un pony y fue a ver a Drake Carne. Era lo que había temido, no era posible destruir por decreto un afecto. De todos modos, Geoffrey Charles volvió a almorzar con una expresión más feliz que la que había mostrado desde su regreso del colegio, y la misma situación se prolongó varios días. Después de todo, ahora que Morwenna se había casado, el único obstáculo que se oponía a la amistad entre el joven y el adolescente era el humilde origen social de Drake y su condición de cuñado de Ross Poldark. Pero ahora que vivía del otro lado de Trenwith, parecía menos probable que por intermedio de Drake llegasen a tener relaciones con Nampara; y su oficio y la pequeña propiedad que había adquirido elevaban un poco su condición social. Elizabeth tenía amigos que vivían en los cottages de Grambler y Sawle y solía visitarlos para conversar. Casi todos eran antiguos criados que recordaban a Francis y a su padre, o aldeanas vinculadas con la iglesia. Sus relaciones con esa gente no eran muy distintas de las que Geoffrey Charles mantenía con Drake.
Una de las familias de las cuales siempre se había sentido más o menos responsable —desde los tiempos en que era una joven recién casada y próspera, durante los largos años de pobreza, y nuevamente con la prosperidad mucho mayor de su nuevo matrimonio— era la del reverendo Clarence Odgers, su esposa y sus hijos. Polly, la niñera de Valentine, era la hija mayor. Ahora, casi la totalidad de los restantes hijos tenía edad suficiente para trabajar. Tres niños habían muerto los últimos años, pero aún restaban siete. Así, después de visitar al señor Odgers la primera tarde y de saludarlo y charlar con él, invitó a la familia a almorzar el martes; y cuando ya se retiraban, como hacía muy buen tiempo, Elizabeth dijo que los acompañaría hasta el minúsculo y atestado cottage que cumplía la función de vicariato. Cuando llegaron a la casa, el señor Odgers sufrió un desmayo.
No era nada grave, sólo que, después de una primavera de mala alimentación, había comido demasiado bien en Trenwith, los pantalones le ajustaban y tenía vergüenza de desabotonarlos frente a su anfitriona; en definitiva, la opresión sobre el vientre así como los cuatro vasos de vino de Canarias determinaron una condición tal que su débil cuerpo optó por renunciar a la lucha.
El hijo mayor, que ahora cumplía funciones de sacristán y se ocupaba de la mayoría de las tareas del huerto, llevó a la cama al padre, con la ayuda de un robusto niño de unos doce años; un rato después, el señor Odgers recobró la conciencia y quiso descender nuevamente para disculparse ante Elizabeth por las molestias que le había causado.
Elizabeth esperó veinte minutos, para asegurarse de que todo estaba bien, y después tuvo que esperar otros veinte minutos mientras una súbita lluvia repiqueteaba en las hojas y las piedras del camino. En el cielo luminoso, con el sol poniente tiñendo de naranja el páramo, se habían reunido algunas nubes y ahora se convertían en lluvia. Cuando cesó la lluvia y comenzó a ponerse el sol, un vivido arco iris comenzó a desvanecerse.
—Señora Warleggan, Paul la acompañará —dijo María Odgers—. Paul irá con usted hasta la salida. Paul…
—Que se ocupe de su padre —dijo Elizabeth—. Son diez minutos de camino, y me vendrá bien el fresco del atardecer.
—Señora Warleggan, es mejor que Paul la acompañe. El señor Odgers jamás me lo perdonará…
—No, no, gracias. Buenas noches. Por la mañana enviaré a un criado para recibir noticias de su salud. —Elizabeth salió, poco deseosa de soportar a un acompañante.
Las últimas gotas de lluvia cayeron sobre sus cabellos y se puso el bonete blanco que había traído. Mientras venían desde Trenwith, el señor Odgers le había hablado premiosamente de la renta vacante de Sawle con Grambler. Deseaba mucho recibir esa renta; después de todo, él había administrado la parroquia y prestado servicio durante dieciocho años, y esta canonjía, que cuadruplicaba de golpe sus ingresos, de hecho haría de él un individuo de fortuna por el resto de su vida. Podría educar a su hijo, ese hijo que mostraba notable talento en lenguas clásicas; lo enviaría a la escuela secundaria. Y la hija enferma podría recibir alimentación especial, y otra hija, la más bonita de la familia, tendría oportunidad de pasar un año con sus primos en Cambridge. Su esposa María no necesitaría consagrar todo su tiempo a la difícil tarea de afrontar los gastos de toda la familia con el dinero que siempre escaseaba; y con respecto al propio señor Odgers, bien, apenas era necesario mirarlo para comprender lo que dicho ingreso significaba para él.
No tenía amigos influyentes y por eso tenía pocas esperanzas de que le asignaran la renta. Pero ahora que el señor Warleggan era miembro del Parlamento, quizás existiera una pequeña posibilidad de que hablase por él al deán y al Capítulo, o incluso escribiese una carta, o de cualquier otro modo intercediera ante sus amigos influyentes.
Elizabeth lo había escuchado, y había prometido hacer todo lo que estuviese a su alcance.
La lluvia había arreciado nuevamente, de modo que se refugió en el porche, se quitó el bonete, y lo sacudió y elevó los ojos al cielo. Había tenido tanta prisa por salir que no había atinado a observar las amenazas de lluvia. El aguacero caía formando una cortina iluminada por las luces del atardecer. No podía durar mucho tiempo. La iglesia estaba cerrada con llave, de modo que Elizabeth no tenía más alternativa que esperar en el porche.
«Bien está el párroco que goza del favor del duque». ¿Quién lo había dicho? Mencionaría a George las esperanzas del señor Odgers si al regreso su marido se mostraba abordable. ¿Una palabra al oído de Francis Basset? Podría intentarlo por su cuenta. Demasiada distancia por tratarse de un asunto tan menudo, pero quizá podía escribir una carta. ¿Podía ser un párroco eficaz el señor Odgers? El pobrecito se mostraba tan ansioso, tan humilde, con su peluca de pelo de caballo y sus uñas sucias. Parecía destinado a servir o someterse a otros. Sin embargo, ¿acaso convenía a la parroquia tener otro vicario ausentista? Elizabeth ni siquiera lograba recordar el nombre del párroco que había fallecido poco antes. A su modo desaliñado y torpe, Odgers había consagrado la vida entera a la parroquia. Sí, últimamente ella había observado que a veces él escribía las letras EDC después de su apellido. Estudioso del Derecho Civil, un título inexistente que algunos usaban a veces con el fin de elevar su propia jerarquía.
Ya estaba oscureciendo cuando cesó la lluvia, y Elizabeth se internó en el cementerio, tratando de evitar los charcos con sus zapatos de cabritilla blanca. El camino más corto para salir de allí era seguir una diagonal a través del cementerio, por un sendero entre las tumbas, hasta un poste levantado en una esquina. Comenzó a caminar por el sendero, sabiendo que tendría que pasar frente a la tumba de la tía Agatha.
Muchas familias, tan importantes para una iglesia como los Poldark lo habían sido para Sawle, habrían tenido una bóveda; pero excepto una antigua construcción de la familia Trenwith, sobre el extremo opuesto del cementerio, un recinto repleto hacía mucho tiempo y gravemente deteriorado, todos los Poldark estaban enterrados en ese sector del camposanto, individualmente o, a lo sumo, en parejas. En la iglesia, varias placas recordaban a algunos miembros de la familia. Era el único sector del cementerio que no estaba colmado de tumbas. Como se quejaba Jud Paynter, en muchos lugares apenas era posible hundir la pala sin chocar contra un hueso. Por supuesto, Jud se quejaba de todo, pero el sepulturero que lo había precedido solía hacer lo mismo. Elizabeth pensó que debía tratar de convencer a George de la conveniencia de ceder una nueva parcela. El deterioro infligido al paisaje por las labores mineras avanzaba como una marea hasta el muro mismo del camposanto.
Como había advertido Elizabeth el día del funeral, a poca distancia de la tumba de la tía Agatha había tres espinos achaparrados, tan retorcidos y curvados por el viento que se hubiera dicho que unas tijeras gigantescas los habían deformado. Ahora que ella se acercaba, los veía recortados contra el cielo cada vez más oscuro y parecían una réplica de la propia tía Agatha, perfilada y amplificada en negro contra el cielo grisáceo. Uno de los árboles parecía un cuerpo inclinado hacia adelante, la capa suelta, la nariz y el mentón salientes, el gorro sobre la cabeza. Una pala de largo mango que alguien había apoyado contra el árbol representaba el bastón.
Elizabeth vaciló y miró, y al fin sonrió. Pero la sonrisa se convirtió en temblor y ella apresuró el paso. En ese momento, una parte de uno de los árboles se movió y cobró vida, y se convirtió en una figura.
Ella se volvió para volver de prisa por el mismo camino, y una voz dijo:
—¡Elizabeth!
De nuevo se paró. Era la voz de Ross, y antes que encontrarse con él hubiese preferido enfrentarse a un cadáver que hubiera aparecido arrastrando los restos putrefactos de su mortaja.
Ross se apartó de los árboles y ella alcanzó a ver la lluvia que brillaba en sus cabellos.
—Vine a visitar la tumba de Agatha y estaba esperando que cesara la lluvia. ¿Estabas en la iglesia?
—Sí.
Elizabeth pensó que él había cambiado poco durante todos esos años. El mismo rostro inquieto y huesudo, los mismos ojos de párpados pesados.
—¿Te dirigías… regresabas a Trenwith?
—Sí.
—Sería mejor que alguien te acompañase. Iré contigo hasta allí.
—Gracias. Prefiero caminar sola.
Pasó frente a él y se acercó al poste; pero Ross la siguió.
Cuando Ross habló, su voz era inexpresiva.
—Estuve viendo las medidas de la lápida destinada a Agatha. Según lo que George me dijo, no piensa hacer nada en ese sentido; por eso decidí ocuparme del asunto.
Después de recorrer un tramo de terreno irregular volvieron al camino y pudieron caminar lado a lado. Salvo que regresara a casa de los Odgers, Elizabeth no tenía modo de impedir que él la acompañase.
—Pensé en una lápida y una cruz de granito, del mismo estilo que el usado en la tumba de su hermano. Con este clima, sólo sirve el granito.
Se sintió ahogada por la cólera provocada por ese hombre que le había infligido una ofensa tan monstruosa e imperdonable. Sobre todo, porque ahora caminaba junto a ella y hablaba con ese tono casi indiferente, como si ambos hubieran sido dos primos políticos que comentaban el sencillo asunto de la lápida de una tía abuela fallecida. Si Elizabeth no hubiese estado tan irritada, quizás hubiera comprendido que esa calma era una fachada que ocultaba los sentimientos que ella misma había provocado en Ross. Pero la reacción era demasiado intensa. En ese momento, él parecía la causa, la fuente, el culpable de todos sus sufrimientos actuales y anteriores.
Él estaba hablando de nuevo, pero ella lo interrumpió bruscamente.
—¿Cuándo viste a George? ¿Cuándo te dijo que no pensábamos poner una lápida?
Eran las primeras palabras que ella le dirigía, y Ross percibió temblor de cólera en la voz.
—¿Cuándo? Oh, creo que fue el martes pasado por la noche. Yo estaba en Truro y Francis Basset me llamó para comentar la construcción de un hospital de beneficencia.
Ella se había detenido.
—De modo que fue eso.
—¿Qué? ¿Qué pasa, Elizabeth?
—¿Y tú… qué crees?
—Bien, sé que todos estos años hemos disputado, pero ¿qué hay de nuevo en ello?
—¿De nuevo? —Ella se echó a reír—. ¡Por supuesto, nada! ¿Cómo podría haber algo nuevo?
La aspereza de su risa sobresaltó a Ross.
—No entiendo.
—No es nada. Una tontería. Excepto que cada vez que George se encuentra contigo, deja de ser un hombre razonable y se convierte en un ser irracional, deja de ser un marido amable y se convierte en un hombre amargado, y…
Ross guardó silencio un momento.
—Lo siento. Nuestro antagonismo no se ha suavizado después de todos estos años. Confieso que últimamente incluso se ha acentuado. Esa tarde cambié algunas palabras con él… y como de costumbre, comenzamos a irritarnos. Pero no creo que hayamos dicho nada especial. Y menos aún puede afirmarse que, después de que contrajisteis matrimonio y de que tú unieras tu suerte a la suya, yo pretendiera decir o hacer nada que te trajese dificultades o echara a perder la felicidad de la cual quizá gozas.
A pesar de sus intenciones, la última frase tenía un filo desagradable.
Elizabeth permaneció inmóvil, con su vestido blanco destacándose en la penumbra del atardecer. Él opinaba exactamente lo mismo que ella: Qué escasos cambios habían traído los años. Se hubiera dicho que había regresado a Trenwith, trece años atrás, y que contemplaba a la muchacha que lo había significado todo para él y de cuya palabra dependía su propio futuro.
De hecho, era la primera vez que se hablaban después de mayo de 1793. Él comprendía perfectamente que la conducta que había tenido entonces era indefendible, y que su pasividad, durante el mes siguiente, quizás había sido aún peor. Sabía que Elizabeth nunca se lo perdonaría: Lo había dicho claramente las pocas veces que se habían visto, en presencia de George. Ross no la culpaba; si las respectivas posiciones hubiesen podido invertirse, quizás él hubiese sentido lo mismo. Por eso, no le asombraba la frialdad de Elizabeth. Pero no esperaba esa inmensa cólera. Le sorprendía y conmovía. A medida que pasaban los años, el propio Ross tendía a esforzarse con el fin de reparar los daños provocados por antiguos choques.
—¿Por qué mi encuentro con George tuvo que volverlo contra ti? Nada dije de tu persona. Ni siquiera mencioné tu nombre… No, un momento, sugerí la posibilidad de hablar contigo de la lápida de Agatha. Pero fue una sencilla sugerencia y él la desechó bruscamente. ¿Aún tiene celos de nuestro antiguo vínculo?
—¡Sí, así es! ¡Porque parece que ahora sospecha del carácter de dicha relación!
—Pero… ¿cómo es posible? ¿Qué quieres decir?
—¿Qué crees tú?
Se miraron fijamente.
—No lo sé. Sea como fuere, se trata de un pasado muy antiguo.
—¡No si sospecha que Valentine no es hijo suyo!
Era algo que ella no hubiera podido decir a otra persona. Algo que durante mucho tiempo ella ni siquiera se había confesado a sí misma.
—Oh, Dios —dijo Ross—. ¡Dios santo!
—¡Si crees que Dios tiene algo que ver con esto!
En tierra ya era casi de noche, pero del lado del mar, las aguas y el cielo irradiaban un halo de luz.
Ross preguntó:
—¿Y cuál es la verdad?
—¿Cómo?
—¿Es hijo de George?
—No lo sé.
—Es decir, que no quieres hablar.
—No quiero hablar.
—Elizabeth…
—Ahora, me iré.
Se volvió, decidida a separarse de él. Ross la tomó del brazo y ella se desprendió. Dijo:
—Ross, ojalá te mueras…
Él la miró estúpidamente, mientras Elizabeth se alejaba con paso rápido. Después, corrió tras ella y de nuevo la tomó del brazo. Ella forcejeó violentamente, pero esta vez Ross no la dejó escapar.
—¡Elizabeth!
—¡Déjame! ¿O continúas siendo el mismo bruto y prepotente de siempre?
Él la soltó.
—¡Óyeme!
—¿Qué tienes que decir?
—¡Mucho! Pero parte de ello no puede decirse.
—¿Por qué? ¿Además eres cobarde?
Jamás la había visto así, o siquiera en un estado parecido. Siempre se había mostrado muy ecuánime… excepto la vez que él había destruido su dominio de sí misma. Pero esto era distinto, era histeria y odio. Odio dirigido a él.
—Sí, querida, cobarde. Es imposible evocar todos los recuerdos de quince años. Te sentirías aún más herida que ahora, y estoy seguro de que no por eso yo estaría mejor. No dudo de que la ofensa que te infligí hace tres años fue el insulto que tú nunca podrás olvidar ni perdonar. Sólo pido que, cuando estés más serena, repases los hechos que llevaron a mi visita esa noche. Hasta ese momento, no eras tú la única ofendida.
—¿Quieres decir…?
—Sí, quiero decir eso. No para disculparme, sino para pedirte que medites un poco acerca de los diez años precedentes. ¿No fue la tragedia de una mujer, una mujer muy bella que no podía decidirse, lo que arruinó la vida de todos?
Pareció que ella se disponía a hablar de nuevo, pero no lo hizo. Sus cabellos y el vestido relucían, pero ahora no había luz suficiente para ver su rostro. Se volvió lentamente y continuó caminando. Estaban cerca de la entrada de Trenwith.
—Pero eso es cosa del pasado. Incluso la ofensa que te infligí fue un episodio ocurrido hace tres años. Lo que me importa es el presente. —Vaciló, buscando las palabras—. ¿Cómo pudo saberlo?
—Pensé que quizá tú se lo sugeriste…
—Dios mío, ¿crees que puedo llegar a eso?
—Si hiciste el resto, ¿por qué no esto?
—Por la muy excelente razón de que yo te amaba. Tú eras… el amor de mi vida. El amor no puede convertirse en esa clase de odio.
Ella guardó silencio. Después, con voz distinta, como si las palabras de Ross al fin hubiesen penetrado en su mente, dijo:
—Entonces, alguien se lo dijo.
—¿Quién pudo ser?
—¿Demelza?
—Por supuesto, ella lo sabía. Todo aquello casi arruinó nuestro matrimonio, pero creo que ahora la situación ha mejorado. De todos modos, ella no diría nada, no diría una palabra a nadie. Hablar del asunto… la destruiría.
Caminaron algunos pasos más.
—¿Fue así… sospechó cuando nació Valentine?
—¿George? No.
—¿Lo aceptó como niño prematuro?
—No digo que Valentine no lo fuese. Me refiero únicamente a las sospechas de George.
—Muy bien. Por lo tanto, últimamente supo algo o tuvo motivos para sospechar.
—¡Oh, de qué sirve hablar! —dijo Elizabeth con un gesto de profunda fatiga—. Todo está… destruido. Si lo que quisiste fue destruir, lo has conseguido.
Pero él no se dejó desviar de su propósito.
—¿Quién estaba esa noche en la casa? ¿Geoffrey Charles?
Dormía profundamente en la torre. ¿La tía Agatha? Pero apenas salía de su lecho. ¿Los Tabb?
—George vio a Tabb hace unos meses —dijo de mala gana Elizabeth—. Me lo mencionó.
Ross movió la cabeza.
—¿Cómo pudo haber sido Tabb? Entonces tú solías quejarte de que nunca se acostaba sobrio. Y como tú sabes… no entré por una puerta.
—Como el demonio —dijo Elizabeth—. Con el rostro y la apariencia del demonio.
—Después de la primera impresión, no me trataste como a un demonio. —Él no había querido decirlo, pero Elizabeth le había provocado.
—Gracias, Ross. Es el tipo de burla que podía esperar de ti.
—Quizá. Quizá. Pero este encuentro entre nosotros… después de estos años. Tiene que servirnos para algo.
—Para terminar de una vez. Sigue tu camino.
Estaban cerca de la casa.
—Elizabeth, en sí mismo este encuentro me conmueve… pero lo que tú me dices me impresiona todavía más. ¿Cómo podemos separarnos… así? Tenemos que continuar hablando. Quédate cinco minutos.
—Ni cinco años cambiarían las cosas. Todo ha terminado.
—No estoy tratando de revivir nada entre nosotros. Estoy tratando de comprender, de razonar lo que me dijiste… ¿Estás absolutamente segura de que George sospecha algo?
—¿Hay otra forma de explicar su actitud hacia Valentine?
—Es un hombre extraño… inclinado a estados de ánimo que pueden crear impresiones falsas. El hecho de que tú experimentes un temor natural…
—Quieres decir una conciencia culpable.
—No, porque la culpa fue mía.
—¡Qué generoso!
Con el primer signo de impaciencia Ross añadió:
—Como te plazca. Pero explícame por qué te sientes tan segura.
Durante unos instantes guardaron un silencio tan profundo que al volar cerca un búho, a pocos metros de ambos, Elizabeth alzó la mano para defender la cara.
—Cuando Valentine nació George no podía contener la alegría. Lo mimaba, hablaba constantemente de las perspectivas, la educación, la herencia. Desde septiembre ha cambiado. Su humor varía, pero en los malos momentos no aparece en la habitación del niño durante días enteros. Después de tu último encuentro con él, fui con Valentine al cuarto de George y él rehusó apartar los ojos del escritorio.
Ross frunció el ceño, tratando de entender la explicación de Elizabeth.
—¡Dios mío, en qué infierno nos hemos metido!
—Y qué desgracia para Valentine… Ahora, si me permites pasar.
—Elizabeth…
—Por favor, Ross. Me siento mal.
—No, espera. ¿No podemos hacer nada?
—Dime qué.
Ross guardó silencio.
—En el peor de los casos… ¿por qué no hablas con él?
—¿Hablar con él?
—Sí. Es mejor hablar francamente que permitir que las sospechas lo envenenen todo.
Ella rió con aspereza.
—¡Qué noble sugerencia! ¿No querrías hacerlo tú mismo?
—No, porque le mataría… o quizás él me matase a mí… y eso no resolvería tu dilema. No propongo que le digas la verdad.
Pero desafíale… oblígale a que exprese sus sospechas, y niégaselo todo.
—Quieres decir, que le mienta.
—Sí, si es necesario. Si no encuentras un modo de negar, menos directamente lo que es necesario. Por mi parte, no sé cuál es la verdad. Quizá tampoco tú la conoces. O si sabes a qué atenerte, eres la única que está en esa situación. El no puede tener pruebas porque no existen. Si alguien sabe quién es el padre de Valentine, eres tú. Y por lo demás —lo que ocurrió entre nosotros— sólo nosotros lo sabemos. El resto es especulación, sospecha, murmuraciones y rumores. ¿Qué puede haber oído desde el mes de septiembre que destruyese su paz espiritual? Dices que su humor varía. Eso significa que carece de certidumbre… que le han murmurado al oído una sugerencia perversa y no acierta a rechazarla. Eres la única que puede liberarlo.
—¡Qué bien resuelves el problema! ¡Hubiera debido consultarte antes!
Ross rehusó dejarse provocar.
—Querida, no estoy resolviendo nada, pero creo que eso es lo que deberías hacer. Hace veinticinco años que conozco a George. Y a ti, quince. Y sé que en esto te subestimas. Arrójale a la cara sus sospechas. Quizás a causa de tu propio temor has acabado por exagerarlo todo. Pero eres la única persona de su mundo que no necesita temerle ni tiene motivos para asustarse de él.
—¿Por qué?
—Porque a sus ojos, lo mismo que a los ojos de muchos hombres, aún eres muy estimable… y él no puede soportar la idea de perderte. Su reacción apasionada ante este asunto… Le conozco, y te aseguro que hará todo lo que pueda para conservarte, para saber que le amas, para oír que no tienes ojos para otro hombre. Te ha deseado desde la primera vez que te vio; lo comprendí la primera vez que le vi mirándote. Pero nunca supuse que tuviese la menor posibilidad. Y tampoco él lo creyó.
—Tampoco yo —dijo Elizabeth.
—No…
Ahora, el búho graznaba en la densa oscuridad de los árboles.
Ross no estaba seguro de ello, pero parte de la cólera más intensa de Elizabeth parecía haberse disipado.
—¿Te imaginas lo que sentí cuando supe que serías suya?
—Tu actitud no me permitió abrigar la más mínima duda acerca de ello.
—Mi conducta fue impropia, pero hasta ahora no lo he lamentado.
—Imaginé que lo habrías lamentado… casi inmediatamente.
—Imaginaste mal. Pero no podía volver a verte… y destruir la vida de otros.
—Tendrías que haberlo pensado antes.
—Estaba loco… loco de celos. No es fácil razonar con un hombre cuando ve que la mujer a quien siempre amó se entrega al hombre a quien él siempre odió.
Ella lo miró. A pesar de la oscuridad, él percibió la mirada dubitativa de Elizabeth.
—Ross, había pensado de ti muchas cosas desagradables, pero no que eras… tan retorcido.
—Y ahora, ¿en qué sentido crees que lo soy?
Elizabeth trató de rechazar el sentimiento que de pronto había comenzado a manifestarse entre ellos.
—¿No es absurdo tratar de salvar un matrimonio cuando hiciste todo lo posible para destruirlo?
—No del todo. Ahora tenemos que considerar el destino de un tercero.
—¿Redimirá tu conciencia pensar que…?
—¡Santo Dios, no está en juego mi conciencia! Se trata de tu vida y la vida de… tu hijo. —Se detuvo—. En realidad, supongo que no deseas que naufrague tu matrimonio con George.
—Ya está naufragando.
—Pero hablas como si desearas salvarlo. Elizabeth vaciló.
—Sí… deseo salvarlo.
—Y sobre todo, necesitas salvar a Valentine. Creo que vale la pena luchar por él.
Vio que el cuerpo de Elizabeth se endurecía.
—¿Crees que no estoy dispuesta a luchar?
—Al margen de otras consideraciones —dijo Ross con aspereza—, es tu hijo. Abrigo la esperanza de que sea hijo de George. No deseo ser el padre de un bastardo destinado a heredar todos los intereses de los Warleggan. Pero también es tu hijo, y por eso mismo debe crecer libre de sospechas… y otra cosa, Elizabeth…
—¿Qué?
—Si ocurriese… si más tarde dieses otro hijo a George…
—¿Qué intentas decir?
—Si tienes otro hijo, ¿no resolvería eso de un modo irrefutable tu situación conyugal?
—No podría modificar nada de lo ocurrido anteriormente.
—Sí, podría. Si tú lograras… —Volvió a interrumpirse.
—Bien… continúa.
—Las mujeres pueden equivocarse acerca de los meses que dura la concepción. Quizá fue el caso con Valentine… quizá no. Pero la próxima vez provoca la confusión… arréglate como puedas. Otro hijo de siete meses convencerá a George mejor que mil argumentos.
Elizabeth miraba algo posado sobre su manga.
—Creo que… —dijo—. Por favor, ¿puedes quitarme esto?
Un escarabajo había aterrizado y se había adherido al encaje de la manga. Eran insectos inofensivos pero enormes y la mayoría de las mujeres temía que se les metieran entre los cabellos. Ross sostuvo el brazo de Elizabeth; con un manotazo brusco trató de arrancar el insecto. Este continuó aferrado y Ross tuvo que tomar entre los dedos el cuerpo grueso y blando, y retirarlo del encaje.
Finalmente desapareció, perdido entre los oscuros matorrales donde zumbó impotente, tratando de volver al aire.
—Gracias —dijo Elizabeth—. Y ahora, adiós.
Ross no había soltado su brazo y, aunque ahora ella intentó apartarse, él no la dejó ir. La atrajo suavemente y le cubrió de besos el rostro. Esta vez no fue un gesto violento; cinco o seis besos tiernos, que desbordaban amor y admiración, demasiado sexuales para ser los besos de un hermano, pero demasiado afectuosos para admitir el rechazo.
—Adiós —dijo Ross—. Querida.