Capítulo 10

A mediados de junio se celebró el cumpleaños de Rowella: tenía quince años, y su madre le envió una tarta por la diligencia. Morwenna le regaló un pequeño crucifijo de plata que había encargado a Solomon, orfebre y platero. El señor Whitworth le regaló un libro de meditaciones acerca de la Revelación de San Juan Apóstol.

Había transcurrido un mes exacto desde el día del nacimiento de John Conan Osborne Whitworth.

El niño gozaba de buena salud, pero su madre aún no se sentía bien. Había podido asistir al bautizo y todas las tardes se levantaba unas tres horas, pero se la veía muy pálida y debilitada, no podía amamantar al niño y su buen aspecto anterior había desaparecido por completo. El doctor Behenna afirmó que padecía cierta excitabilidad de los vasos sanguíneos de la matriz, y la sangraba regularmente. El médico previno a Osborne que la infección podía extenderse a la pelvis, y para contrarrestar ese peligro Morwenna tenía que envolverse dos horas todas las mañanas en mantas empapadas con vinagre caliente. Asimismo, se ordenó a la niñera empleada para atender a John Conan que frotase los muslos y los flancos de Morwenna con ungüento mercurial. Por el momento, el tratamiento no había determinado ninguna mejoría.

Era un viernes bastante húmedo y después de la cena Osborne fue a su estudio para redactar las notas de su sermón; había dejado entreabierta la puerta —creía que los criados se mostraban más diligentes cuando sabían que el amo no estaba encerrado en su cuarto— y de pronto oyó ruido de pasos y tintineos metálicos, y vio que Rowella estaba subiendo el primer tramo de la escalera, llevando la bañera de hojalata gris. Después de comprobar que no se había equivocado, regresó a su asiento y calculó que a esa hora Sara y Ana ya debían estar acostadas. Fuera de eso, era la bañera más grande, la que él mismo usaba, las escasas ocasiones en que la usaba. Su mente registró esa información, mientras trataba de concentrarse en su sermón. Pero después de redondear otro párrafo oyó bajar a Rowella. Unos cinco minutos después volvió a subir la escalera una procesión formada por Rowella y las dos criadas, cada una llevando un cubo; y a medida que pasaban dejaban detrás una onda de vapor.

Depositó la pluma sobre el escritorio y con el pulgar la acarició. ¿No había predicado ya acerca del mismo tema y, en ese caso, no hallaría las notas correspondientes en la caja que guardaba en el desván? La boca se le secó tan sólo de pensar en eso; era como si de pronto hubiera desaparecido toda la saliva. Se acercó a una mesita colocada junto al escritorio y bebió rápidamente dos vasos de vino. Mientras estaba en eso oyó descender a las dos criadas. Pero no a Rowella.

A pesar de su figura torpe, podía moverse silenciosamente cuando era necesario, y así subió el primer tramo de la escalera y escuchó junto a la puerta del dormitorio de su esposa. La oyó toser una vez, pero comprendió que no era probable que por el resto del día volviera a levantarse. Después, como un buen padre, se acercó a sus dos hijitas y las besó y les deseó las buenas noches. Querían que se quedase allí un momento, pero él rehusó, pues tenía mucho que hacer. Después, subió el segundo tramo de la escalera.

El cerrojo del desván se movió sin ruido, como si lo hubiesen aceitado poco antes, y Ossie entró y se deslizó a través del cuarto, se sentó sobre la caja de madera que estaba junto a la pared, y acercó el ojo al orificio.

Al principio, el hecho de que aún era de día lo desconcertó un poco, y temió no sólo que ella estuviese fuera de foco, sino que la luz de la ventana le impidiera ver. Pero después de un momento, consiguió acostumbrar los ojos y la vio sentada en una silla, peinándose. Frente a ella estaba la tina de hojalata, de la que se desprendía vapor. Mientras él miraba, Rowella echó más agua de uno de los cubos y con la mano probó la temperatura. A decir verdad, era una muchacha bastante fea, con sus cejas color ratón, la nariz larga y fina y el labio inferior tembloroso. Se levantó las faldas y comenzó a desabrocharse las ligas y a quitarse las medias negras. Hecho esto, se sentó con las faldas encima de las rodillas, y probó el agua con los dedos de un pie.

Las piernas de la muchacha no estaban muy bien formadas, pero los pies fascinaron a Ossie. Eran largos y esbeltos, de excelentes proporciones, con uñas sanas y regulares y la piel fina y clara; unas pocas venas azules se destacaban como las vetas del alabastro. Cuando Rowella flexionaba los pies, los huesos aparecían y desaparecían, revelando su delicada estructura ósea. Los pies siempre habían fascinado a Ossie y estos eran los más perfectos que había visto jamás.

Rowella se puso de pie, desplegó una toalla sobre el suelo, pisó sobre ella y permaneció de pie con sus largos y blancos calzones. Tenía un aire muy tonto, de pie en el centro de la habitación, mientras comenzaba a quitarse la blusa. Bajo la primera había otra blusa, y bajo esta una camiseta. En camiseta y calzones, dio unos pasos y desapareció de la vista de Osborne. Este cerró los ojos e inclinó la cabeza contra la pared, desesperado. Después, la joven regresó con dos cintas verdes y comenzó a atarse los cabellos. Mientras tanto, se le movían los labios, y él comprendió que Rowella estaba canturreando una cancioncilla. No le pareció que fuese un himno; era más bien una de esas tontas melodías que podían oírse en las calles de la ciudad.

La luz comenzaba a disminuir, pero al atardecer las nubes se habían disipado y un resplandor rojizo teñía el cielo. Una suave luminosidad inundaba el cuarto. Abajo, alguien hizo ruido y Rowella interrumpió sus movimientos para escuchar, la cabeza inclinada a un costado, los finos dedos momentáneamente inmóviles. También Osborne escuchó. Era ese tonto de Alfred, el criado, que había dejado caer algo. Ese individuo merecía una azotaina.

Retornó el silencio y ella continuó arreglándose los cabellos. Osborne esperó, la boca completamente reseca.

Rowella se puso de pie, el cuerpo largo y desmañado, se quitó la camiseta pasándola sobre la cabeza y quedó desnuda hasta la cintura. Al ver los pechos casi lanzó una exclamación, pues fue la mayor sorpresa de su vida. Rowella tenía apenas quince años, y sus pechos eran dos formas maduras y bellas. Eran más grandes que los de su hermana, más redondos que los de su primera esposa, más blancos y más puros que los de las mujeres de las casas de mala fama de Oxford. Los miró fijamente, incrédulo, sin poder dar crédito a lo que veía. ¿Cómo era posible que hubiesen permanecido ocultos bajo las blusas, los pliegues de los vestidos, los disfraces de hilo y algodón, la ilusión de los brazos delgados y la espalda angosta?

De pronto, Rowella alzó los brazos para recogerse los cabellos, y los pechos se alzaron como frutas frescas que uno descubría de pronto creciendo en las ramas de un árbol muy delgado. Después de un momento, se quitó los calzones, los echó a un lado, entró en la estrecha tina de baño y comenzó a lavarse.

II

Cuando Ossie entró en el dormitorio, Morwenna estaba leyendo. La lectura se había convertido en su única evasión posible. Necesitaba escapar de la debilidad de su propio cuerpo, del sufrimiento de las curaciones diarias, de los lloriqueos de un hijo al que no podía alimentar y a quien ni siquiera podía comenzar a amar, y de la sensación de que estaba prisionera en esa casa, con un hombre cuya presencia misma la oprimía. Gracias a Rowella y a la nueva biblioteca tenía una provisión permanente de libros para leer, sobre todo historia aunque también geografía, y una pizca, sólo una pizca de teología. Sus creencias religiosas profundamente arraigadas se habían visto sometidas a severa prueba durante el último año, y podía decirse que los libros que pregonaban las virtudes cristianas de la humildad y la caridad, la paciencia y la obediencia, ya no la conmovían. Había rezado para remediar esa situación, pero aún no creía que sus ruegos hubiesen sido atendidos. Se sentía amargada, y avergonzada de su amargura, e incapaz de resolver esa situación.

Apenas vio a Ossie comprendió que había estado bebiendo. No era usual en él; normalmente bebía mucho, pero sabía cuándo detenerse. Nunca lo había visto caminar con paso vacilante, ni hablar con voz tartajosa. Tenía sus normas.

Ahora entró con su gruesa bata de seda amarillo canario, los cabellos en desorden, la mirada turbia.

—Ah, Morwenna —dijo, y con movimientos pesados se sentó en la cama.

Ella puso el marcador sobre la página del libro.

—Estas semanas y estos meses, durante los cuales fuiste la orgullosa custodia de nuestro hijo, has afrontado muchas dificultades. Lo sé bien, no lo niego. ¿Ves?, no lo niego. El doctor Behenna ha dicho que ahora estás mucho mejor, pero que aún necesitas cuidados. Y como bien sabes, de buena gana te brindaré tales cuidados. Lo hice, y continuaré haciéndolo. Cuidado. Mucho cuidado. Me diste un hermoso hijo y ahora estás mucho mejor.

—¿Lo dijo el doctor Behenna?

—Pero creo que debes pensar un poco… pensar en lo que sufrí… todas estas semanas, y semanas y semanas… lo que yo sufrí. Sí, yo. ¿Comprendes?, se trata de mí. Es la otra cara de la moneda. Durante tu embarazo tuve mucha paciencia, y esperé con ansiedad. Cuando llegó el parto, más ansiedad y más espera. Y puedo decir que en cierto momento desesperamos de que vivieses. Aunque uno nunca sabe cuánto exagera Behenna la gravedad de una dolencia para acrecentar el mérito de su intervención. Pero sea como fuere, ya pasó un mes… cuatro largas semanas… cuatro semanas de ansiedad y espera para mí.

Un poco conmovida a pesar de sí misma, Morwenna dijo:

—Ossie, en poco tiempo más estaré mejor. Si estos tratamientos no surten efecto, quizás el doctor Behenna intente otra cosa.

—No puede continuar así —dijo Ossie.

—¿Qué es lo que no puede continuar así?

—Soy clérigo, recibí las órdenes sagradas, y me propongo cumplir mis obligaciones en concordancia… sí, en concordancia con mis juramentos. Pero también soy hombre. Somos todos individuos terrenales. Morwenna, ¿comprendes eso? A veces me pregunto si comprendes.

Ella lo miró y comprendió horrorizada que su voz tartajosa era fruto no sólo de la bebida. Y quizá la bebida nada tenía que ver con eso.

—Ossie, si quieres dar a entender… —dijo Morwenna.

—Eso quiero dar a entender…

—¡Pero no estoy bien! ¡Es demasiado pronto!

—¿Demasiado pronto? ¡Cuatro semanas! Nunca esperé tanto con Esther. ¿Quieres que yo también enferme? Debes saber que no corresponde a la naturaleza humana…

—¡Ossie! —Ella se había sentado en la cama y sus cabellos divididos en trenzas recordaron turbadoramente al hombre otros cabellos peinados del mismo modo, los que había entrevisto unos minutos antes. Y todo lo demás que había alcanzado a ver.

—Es derecho del marido desear a su esposa. Es deber de la esposa someterse. La mayoría de las esposas —Esther era una de ellas— siempre se sienten satisfechas cuando el marido de nuevo le dispensa su atención. Siempre. —Aferró la mano de Morwenna.

—Ossie —dijo ella—. Por favor, Ossie, acaso no sabes que todavía…

—No hables más —dijo él y la besó en la frente y después en los labios—. Rezaré una breve oración por ambos. Después, volverás a ser mi esposa. Terminaremos muy pronto.

III

La sala de reuniones de Nampara se había inaugurado en marzo. Uno de los principales predicadores de la región había acudido para hablar a los fieles y bendecirlos y bendecir el local. Para Sam había sido un triunfo importante, pues además de los veintinueve miembros de su rebaño, todos sinceros y devotos fieles de Cristo, veinte personas más se apretujaron en la minúscula capilla. Sin duda, la mayoría había venido por curiosidad, pero algunos se habían sentido profundamente conmovidos por las palabras del predicador, y así el rebaño de Sam se había elevado a treinta y cuatro personas, además de las que aún luchaban con su propia alma y se preparaban para la conversión. Después, el predicador había felicitado a Sam y había comido con los mayores del grupo antes de partir.

Pero en junio llegó otro hombre y su presencia no trajo tanto calor ni la misma alegría. Se llamaba Arthur Champion y era predicador regional. Predicaba bien, pero no demostraba el elevado sentimiento que uno hubiera esperado de él. Después de la reunión pasó la noche con Sam en el cottage Reath, comiendo el pan y la jalea que este le ofreció, y durmiendo en la vieja cama de Drake. Era un hombre de unos cuarenta años, que había sido zapatero ambulante antes de recibir la llamada de Dios, y después de la cena se dedicó, cortés pero firmemente, a examinar las finanzas del pequeño grupo de Sam. Deseaba saber si todos los miembros pagaban sus cotizaciones, qué registros se llevaban y si Sam tenía un ayudante eficaz y digno de confianza que guardase el dinero. Además, cómo se había construido la capillita, cuánto había costado y qué deudas se habían contraído. También si los asientos que estaban delante eran más caros que los que estaban detrás y cuál era la diferencia. Además, quién llevaba registros de las actividades de la clase y quién planeaba las reuniones semanales. Además, qué aportaciones podían hacerse para pagar las visitas de los predicadores viajeros y los propagandistas que dedicaban todo su tiempo a la causa de Cristo.

Sam escuchó con paciencia y humildad, y contestó a su debido tiempo cada una de las preguntas. La mayoría de los miembros pagaba sus cotizaciones cuando podían, pero como había tanta pobreza en la región esos pagos no siempre se realizaban con la misma regularidad que podía exigirse en una ciudad.

—Aun así, Sam, creo que deberían pagar —dijo Champion con una sonrisa amable—. Si una sociedad merece el nombre de tal, es necesario hacer sacrificios por ella, sobre todo si se trata de una comunidad que ha descubierto la salvación.

Sam dijo que tenía varios ayudantes eficaces, pero que nadie se molestaba en llevar registro y proteger el dinero. El propio Sam anotaba las cifras en un librito de tapas negras y el dinero, cuando lo había, estaba guardado bajo la cama que su visitante ocuparía esa noche.

—Muy bien —dijo Champion—. Sam, te las arreglas muy bien, pero creo que si hay dos o tres ancianos en el grupo, es deseable repartir la responsabilidad. Ciertamente, es una medida necesaria en una sociedad bien administrada.

Sam explicó que se había construido la capilla en terreno cedido por el capitán Poldark, y que las piedras utilizadas provenían de las ruinas de la casa de máquinas de la Wheal Maiden; el techo era de maderas arrojadas muy oportunamente por el mar a la playa Hendrawna y la paja se había obtenido a muy poco costo. Todos los bancos que amueblaban el interior de la capilla habían sido obtenidos en las aldeas locales, y los altares y el púlpito eran fruto de la labor de su hermano Drake, que sabía manejar las herramientas del carpintero y que había utilizado madera obtenida de una antigua biblioteca que el capitán Poldark estaba reconstruyendo. Así, como la construcción había costado casi nada, excepto el tiempo de los hombres que habían trabajado como fieles servidores del divino Jehová, Sam no había creído conveniente exigir pago para entrar en la Casa del Señor precisamente a quienes la habían erigido.

—Muy bien, Sam, muy bien —dijo amablemente Champion—. Es muy justo. Pero quizá muy pronto precises pedir una pequeña suma, pues de lo contrario no podrás contribuir a la gran fraternidad de la cual ahora eres miembro. El centro de nuestra comunidad trabaja mucho, envía predicadores viajeros y cuenta con personas que dedican toda su vida a Dios. Necesitamos la contribución de todas las almas, de todas las almas que han hallado la salvación.

Sam reconoció su error, y los dos hombres continuaron discutiendo la organización, cómo debía pedirse que se reunieran los cursos, qué relaciones debían mantener entre ellos, qué instrucciones debían impartirse, y si convenía designar un sustituto en caso de que Sam estuviese enfermo o debiese ausentarse. Sam comprendía muy bien que todo era muy necesario y que era parte de la condición de miembros activos y permanentes de la gran comunidad wesleyana. Seguramente era tan necesaria la organización como la revelación. Pero al mismo tiempo tenía la desagradable sensación de que todo eso era demasiado terrenal. A juicio de Sam, el espíritu que a él mismo lo animaba y el espíritu que había atravesado como un rayo de verano a toda la gente reunida en Gwennap el año precedente, era la fuente misma de la redención, y si bien era un hombre que podía ser muy práctico en otros aspectos, sentía que mostrarse práctico en asuntos tan fundamentales para el alma era como salvar un abismo. Por eso ahora creía que le pedían que retornase y construyese un puente entre las dos orillas.

Conversaron y rezaron casi una hora, y después Arthur Champion dijo:

—Sam, deseo hablar contigo acerca de otro asunto más íntimo. Estoy seguro de que crees que todo está bien entre tú mismo y Tu Redentor, pues de veras he conocido a pocos hombres más iluminados por la alegría de la salvación. Pero mi obligación es informar a las autoridades de mi congregación que todo está bien y es como debe ser, y por eso te pido que examines tu alma y me contestes si no hay en ti nada pecaminoso, si no existe en ti una tentación que desees examinar conmigo.

Sam lo miró fijamente.

—Hermano, en el curso de la vida necesitamos purificarnos constantemente. Pero no hay en mí nada que yo crea más peligroso hoy que lo que fue el año pasado o en cualquier otra ocasión desde el momento en que fui salvado. Si tienes motivo para suponer que Satán me acecha, te pediré que me ilumines acerca del peligro.

—Me refiero —dijo Champion, y se aclaró la voz—, me refiero a ciertos rumores de acuerdo con los cuales estuviste conversando con una mujer que goza de mala reputación en el vecindario.

Se hizo el silencio. Sam se aflojó el pañuelo.

—¿Te refieres a Emma Tregirls?

—Creo que así se llama.

—Creí que era parte de la tarea sagrada de un jefe tratar de atraer a Cristo a las almas perdidas —contestó Sam.

Champion volvió a aclararse la voz.

—Así es, hermano, así es.

—En ese caso, ¿dónde está mi error?

—Mira Sam, nada sé de todo esto. Menos que nada. Pero me dicen que es una mujer perversa y pecaminosa, aunque joven y atractiva. Según me informan, el mal aún no se manifiesta en su rostro. Sam, eres demasiado joven. La pureza y la impureza a veces se mezclan en los impulsos de un hombre. Ahí está el más grave peligro de caer en el Infierno.

Sam se puso de pie y su cuerpo alto y robusto se interpuso en el camino de la luz vespertina.

—Hermano, la he visto cinco, no, seis veces. ¿Es menos valiosa para el verdadero Dios porque ha pecado como una oveja descarriada? ¿Porque en su propio corazón siguió y respondió a los deseos y los ardides de Satán? Hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido…

—¿Y muestra signos de arrepentimiento?

—… todavía no. Pero confío en que la plegaria y la fe la ayudarán.

Champion se puso de pie y se frotó el mentón.

—Afirman que la vieron borracha, borracha en la calle después de abandonar una taberna. Y que la semana pasada entraste en una taberna para buscarla.

—Durante su estancia en la tierra, Cristo anduvo entre publícanos y pecadores.

—Dicen que es una prostituta. ¡Horrible, horrible! Que muestra su cuerpo a los hombres y que lo ofrece a quien le interesa.

Sam frunció el ceño; su mente era un torbellino.

—Hermano, eso no lo sé. Pueden ser rumores; pero también el rumor es cosa perversa, maligna y corruptora. No sé si todo esto es cierto. Pero si lo es, Cristo tuvo a una mujer parecida a los pies de su cruz…

Champion alzó una mano.

—Paz, hermano. No he venido a juzgar, sino solamente a prevenir. Aunque en efecto seguimos las enseñanzas del Divino Maestro, no tenemos su sublime sabiduría. ¿Comprendes? Eres jefe de tu congregación y por lo tanto es reprobable que tengas relaciones con una mujer de mala fama. Habrá muchos otros a quienes salvar. Cristo era un ser tan puro que nadie podía mancharlo. Ninguno de nosotros alcanza esa pureza. Ninguno de nosotros está tan seguro.

Sam inclinó la cabeza.

—Rezaré acerca de esto. No es que aún no lo haya hecho. Lo hice muchas veces. Deseo profundamente traer a la gloria a esa mujer.

—Sam, reza para tener fuerzas que te permitan renunciar a ella.

—¡Eso no puedo hacerlo! Tiene alma y su alma tiene el derecho y la necesidad del Mensaje…

—Que lo intenten otros. No es necesario que hablen de ti.

—Eso puede ser, hermano. Rezaré para lograr eso.

—Sam, recemos juntos —dijo Champion—. Antes de acostarnos a descansar. Recemos un poco más, de rodillas.

IV

Esa semana, George Warleggan partió para ocupar su escaño en la Cámara de los Comunes. Elizabeth no lo acompañó.

A lo largo del año, la relación entre ambos había fluctuado; a veces parecía frígida, otras se asemejaba al matrimonio de los primeros años, cuando los dos esposos mantenían vínculos no muy estrechos, pero hasta cierto punto amistosos. Su propio éxito complacía a George, y también a los Warleggan y a Elizabeth, pues satisfacía asimismo su ambición y sentía que ser esposa de un miembro del Parlamento, aunque se tratase de un hombre dedicado al comercio, elevaba su prestigio. Se alegraba mucho por George, pues pensaba que esa distinción lo ayudaría a vencer el sentimiento de inferioridad que, como ella bien sabía, continuaba torturándolo a pesar de todos sus éxitos. Sabía disimularlo a los ojos de la mayoría de las personas, pero a ella no la engañaba, a pesar de que apenas lo había percibido y que ciertamente no hubiera podido medir su profundidad durante los primeros tiempos del matrimonio.

Habían cenado en Tehidy antes y después de la elección. Sir Francis se había mostrado sumamente encantador. Después, él y lady Basset habían ido a cenar a Truro. Habían asistido a la comida el alcalde, su esposa y los padres de George; y para completar el grupo buen número de personas importantes del distrito. Había sido un gran éxito; la casa tenía mejor aspecto que durante todo el período transcurrido desde la fiesta de celebración de 1789, en homenaje a la recuperación del Rey. Los Basset habían pasado la noche con ellos; y el orgullo que George sintió por su esposa lo había inducido a compartir el lecho con ella.

Pero una semana después había regresado a la casa con el rostro pálido y una expresión tensa en la boca, y desde ese momento hasta la partida su corazón no mostró el más mínimo indicio de bondad. Se había reunido con sir Francis para discutir cierto proyecto de construcción de un hospital en el distrito, y Elizabeth no atinaba a entender qué había ocurrido para cambiarlo así. Sus preguntas corteses no suscitaron respuesta, de modo que en definitiva Elizabeth renunció a averiguar nada. Ciertamente, habían hablado de que ella podía acompañarlo a Londres; a Elizabeth le habría gustado, pues no había retornado a la ciudad desde hacía muchos años; pero de pronto, no se habló más del asunto. George se excusó diciendo que deseaba explorar el terreno, que el alojamiento era inapropiado y que la llevaría la próxima vez. Elizabeth aceptó, consciente de que dado el humor de George el viaje no podía ser muy placentero.

Y la aspereza de George con su hijo continuó. Es decir, aspereza por omisión. En lugar de ser el orgullo y la alegría de George, ahora Valentine parecía un niño de quien no se hacía caso. Era difícil convencer a George de que fuese a verlo. Adoptaba una actitud antinatural e injusta. Incluso su propia madre se daba cuenta y lo reprendía amablemente.

Elizabeth no tenía a nadie en quien confiar. Su suegra era un alma sencilla, cuyo consejo sólo servía en asuntos tan banales como el bordado de un chaleco o la mayor o menor eficacia del polvo de ruibarbo. La madre de Elizabeth estaba en la costa de Trenwith, y como no veía con un ojo, tenía una pierna paralizada y hablaba mal, había caído en un estado de invalidez apenas menos grave que el padre, que ahora jamás abandonaba la cama.

Con una sensación de náusea, Elizabeth comprendió que su vida conyugal estaba destruyéndose y se estremecía al imaginar cuál era la causa. De modo que cuando George partió, tras darle un beso formal en la mejilla y prometer que escribiría, aunque sin fijar fecha de regreso, experimentó un sentimiento de alivio, pues al menos por ahora la tensión se aliviaría un poco. Ahora sería dueña absoluta de la casa y todas las tardes podría organizar partidas de whist con sus amigas, charlar con ellas y beber té, salir de compras y vivir una vida tranquila y cómoda sin someterse a los caprichos de su marido.

Más o menos una semana después de la partida de George, cierto día que estaba en la biblioteca vio a su prima Rowella conversando con el bibliotecario y se acercó para preguntar por Morwenna.

Rowella pestañeó y se apartó unos pasos, con una pila de libros bajo el brazo.

—No está mejor, prima Elizabeth, eso puedo asegurártelo. Ya la viste en el bautizo; bien, no ha mejorado… quizás está peor. Estuve pensando en escribir pidiendo a mamá que viniese.

—Hubiese ido a visitarla, pero estuve muy atareada con la partida del señor Warleggan… Iré esta tarde. ¿Se lo dirás?

Fue a eso de las seis, sin que ahora le preocupase demasiado que Harry, el criado de George, la vigilase a distancia todo el camino. Tomó el té con Morwenna y después fue a buscar al señor Whitworth, a quien encontró en la iglesia probando un nuevo terciopelo carmesí con bordes dorados destinado a la mesa de comunión.

—Osborne —dijo Elizabeth—, creo que Morwenna está muy enferma. Opino que debería consultar a otro médico.

Ossie frunció el ceño.

—Admito que no se siente demasiado bien, pero está mejor acostada. Cuando se levanta por la tarde se fatiga. ¿Cómo? Behenna la atendió bien. No le agradaría cambiar de médico.

—Tampoco le agradó cuando Valentine tuvo raquitismo, el año pasado. Pero no podíamos contemplar sus sentimientos cuando quizás era cosa de vida o muerte.

Ossie miró el paño.

—La señora Thomas acaba de regalarlo a la iglesia. Es un poco llamativo para mi gusto. Es decir, para esta iglesia. No hay suficiente número de ventanas para destacar el color. Aquí nadie tiene dinero suficiente para pagar la construcción de otras ventanas. Me pregunto si…

—Creo que debería buscar otra opinión.

—¿Qué? Bien… ¿a quién llamaron ustedes?

—Al doctor Pryce, de Redruth. Un hombre que sabía mucho. Pero falleció el invierno último.

—En ese caso, ya está mucho más lejos que Redruth, ¿verdad? ¿Eh? ¡Ja, ja! Dicen que el farmacéutico que se instaló en Malpas tiene ideas excelentes. Podría preguntar a Behenna qué opina del asunto.

—Ossie, creo que debería pedir al doctor Enys que venga a verla.

—¿Enys? —Ossie frunció el ceño—. Pero está enfermo. Quizá la vida de casado no le acomoda. Como usted sabe, no a todos conviene. En la parroquia había un hombre llamado Jones que se casó con una de las Crudwell y después se apagó como una vela.

—Si lo mando llamar, el doctor Enys vendrá. Hace años que lo conozco. Después de todo, usted estuvo en su boda.

—Sí… sí, recuerdo bien, me pareció bastante decaído; por otra parte, entiendo que el doctor Behenna no simpatiza con él. Recuerdo una o dos observaciones muy despectivas de Behenna. Sí, muy despectivas. Mencionó un caso… Enys atendió a un anciano con dolor de muelas, y al extraer la muela fracturó la mandíbula y el viejo falleció…

El rostro de Elizabeth había comenzado a endurecerse.

—Osborne, creo que Morwenna está muy enferma. Si no manda llamar al doctor Enys, lo haré yo.

—Oh… —Osborne emitió un hondo suspiro y trató de imponerse a su interlocutora. Pero Elizabeth no era una de sus feligresas.

—Muy bien. Por supuesto, el asunto me inspira la más grave preocupación. ¿Escribirá usted, o lo hago yo?

—Si me lo permite, prefiero ocuparme personalmente del asunto. Pero me agradaría que usted agregue una nota.

Era miércoles, y Dwight llegó el viernes. Se había informado al doctor Behenna, pero este rehusó comparecer.

Antes de formular preguntas médicas, Dwight se sentó en la cama de Morwenna y dedicó unos minutos a conversar con ella. Charlaron de Trenwith, de la elección de George y del perrito de Carolina. El médico llevó la conversación al nacimiento de John Conan y a los malestares que ella había experimentado después, y unos minutos más tarde invitó a entrar a la enfermera del niño, con el fin de que presenciara el examen. Este fue tan minucioso que la niñera se sintió chocada. Era inevitable que las damas tuviesen hijos, pero no era usual que se las molestase después del nacimiento del niño. Finalmente, Morwenna volvió a cubrirse con la ropa de cama, y la niñera salió del dormitorio.

Conversaron diez minutos más, mientras el sonrojo de Morwenna desaparecía y retornaba y volvía a desaparecer, hasta que al fin el rostro recobró su habitual aspecto demacrado. Dwight se despidió de la joven y bajó a la sala donde Ossie conversaba con Rowella. Después que Rowella salió, Dwight dijo:

—Señor Whitworth, no estoy seguro de la naturaleza exacta de la dolencia de su esposa. —Esta frase inicial sirvió para condenarlo definitivamente a los ojos de Ossie—. No estoy seguro, pero pese a lo que se ha sugerido no creo que su esposa padezca una infección puerperal de los tejidos de la matriz. Los signos superficiales pueden indicar eso, pero si se tratase de dicha infección ya habrían aparecido otros síntomas. Que no existan es buen signo; pero la señora Whitworth está muy débil y se siente muy nerviosa. Estoy convencido de que la pérdida de sangre sufrida durante el parto aún no ha sido bien compensada. Si ello responde a una condición mórbida de la sangre, es posible que los remedios de nada sirvan. Pero por el momento, y con carácter experimental, aconsejo suspender las sangrías y suministrar una dieta que la fortalezca, y no que la debilite.

Ossie permanecía de pie, con las manos a la espalda, mirando por la ventana.

—Debe ingerir por lo menos seis huevos crudos diarios. No importa cómo lo haga, mientras cumpla la prescripción. Y dos pintas de cerveza.

—Dos… Dos pintas de… cielos, hombre, usted quiere convertirla en borracha. Dwight sonrió.

—Eso mismo dijo ella, pero mucha gente bebe aún más y no sufre ningún daño.

—¡No está acostumbrada a beber tanto!

—Que insista durante un mes. Después, puede suspender la dieta, pues habrá mejorado mucho, o no habrá producido el más mínimo efecto, según el acierto de mi diagnóstico.

Ossie gruñó y agitó los faldones de su chaqueta.

—Está aquí la señora Warleggan; llegó hace diez minutos. Quizá convenga que usted le indique los detalles del tratamiento, pues ella cree que conoce mejor el asunto.

—Señor Whitworth —dijo Dwight, mientras cerraba su maletín—, hay un tema acerca del cual no puedo conversar con la señora Warleggan.

—¿Qué?

—Entiendo que usted ha reanudado las relaciones conyugales con su esposa.

—Santo Dios, señor, ¿qué le importa eso? ¿Y qué derecho tiene la señora Whitworth de mencionarle el asunto?

—Ella no lo mencionó. Yo se lo pregunté.

—¡No tenía derecho a hablarle de ello!

—Señor Whitworth, mal podía mentirme, y como soy su médico, de todos modos habría sido un grave error. Bien…

—¿Sí?

—Señor Whitworth, debe suspender esas relaciones. Por el momento. Yo diría que por lo menos durante el mes que durará este nuevo tratamiento.

El reverendo señor Whitworth pareció al borde de un estallido.

—¿Puedo preguntar con qué derecho? ¿Con qué derecho…?

—Señor Whitworth, con el derecho que da el amor a su esposa. Su cuerpo aún no está bien curado. Lo mismo puede decirse de sus nervios. Es esencial que entretanto ella se encuentre total y absolutamente liberada de las obligaciones conyugales.

Los ojos de Osborne se posaron en la figura alargada de Rowella, que pasaba frente a la ventana, caminando en dirección al huerto.

Rió con amargura.

—¿Quién puede decir, quién puede saber si ella está bien o está mal para reanudar el cumplimiento de sus deberes de esposa? ¿Quién, le pregunto yo?

—Por el momento, le ruego acepte mi consejo —dijo fríamente Dwight—. Si en el lapso de un mes mi tratamiento no la ha mejorado, usted puede prescindir de mis servicios y buscar otro médico.