El mismo mes que John Conan Osborne Whitworth nació llegaron rumores a Cornwall, seguidos poco después por noticias que los confirmaban, en el sentido de que el general cuyo nombre Ross Poldark nunca conseguía recordar, había realizado hazañas militares prodigiosas en el norte de Italia. Al frente de una chusma de cuarenta mil franceses mal equipados, mal vestidos, mal calzados y mal alimentados —la dieta usual era pan y castañas— había cruzado los Alpes y librado seis batallas, había derrotado a austriacos y piamonteses, y el 15 de ese mes había capturado Milán. Decíase que ejecutaba un plan que venía recomendando a sus jefes desde hacía dos años; finalmente, le habían concedido la autorización necesaria y, superando todos los inconvenientes del terreno y contraviniendo las normas clásicas de la guerra, había triunfado. Un oficial naval inglés, el comodoro Nelson, que con sus barcos patrullaba el Mediterráneo, había observado la rápida marcha de los franceses a lo largo del camino de la costa de Liguria, había descubierto gracias a sus espías la importancia de su fuerza y había propuesto que una pequeña tropa británica desembarcase en la retaguardia, una maniobra que habría contenido bruscamente la invasión, pues de ese modo podía cortar la línea de abastecimiento.
Pero ahora era demasiado tarde, y la fama del general Bonaparte se difundía por Europa entera.
Y el resto de Italia yacía indefensa frente al general francés. Sin duda, según se afirmaba, los austríacos estaban concentrando otro gran ejército detrás de los Alpes, pero por el momento no había nada que impidiese el avance de Bonaparte hacia las importantes ciudades de Italia central y oriental. La coalición de Inglaterra, Austria, Rusia, Prusia, Cerdeña y España había carecido de fuerza durante mucho tiempo. Holanda ya se había pasado al enemigo. ¿Qué ocurriría ahora? Un escuadrón naval francés ya estaba en Cádiz y a vista y paciencia de todo el mundo realizaba reparaciones en los astilleros reales. Si Francia triunfaba en Italia, España sería la primera en unirse al bando vencedor. Y España tenía ochenta naves de línea.
—Ross, no tengo inconveniente en revelarle que la elección fue motivo de mucha inquietud para sus amigos de Truro. Y especialmente para mí; se lo aseguro, especialmente para mí —comentó Harris Pascoe.
—¿A quién votó? —preguntó Ross.
—¿Necesita preguntarlo?
—Bien, sí… me temo que no debo hacerlo, y por ello le pido disculpas. De hecho, usted es whig. Y está más próximo a Basset que a Falmouth. Y más de una vez me dijo…
—Y volveré a decirlo. En la elección precedente, los representantes del burgo no supieron a quién debían votar hasta diez minutos antes de entrar en la sala. Esa vez, por mucho que les desagradara, no tenían manera de expresar su descontento. Apareció sir Francis y facilitó la manifestación de la protesta. De modo que se ha dado una lección muy saludable a lord Falmouth… ¡Pero a qué costo!
—George puede ser muy útil para Truro. Tiene la cualidad poco usual de que vive aquí.
—No habríamos soportado estos inconvenientes si usted hubiese aceptado la invitación de Basset.
Sobresaltado, Ross miró a su amigo. Pascoe se quitó los anteojos y los limpió. Tenía la mirada inexpresiva.
—¿Quién se lo dijo?
—Ross, es casi imposible guardar secretos en los estrechos límites de este condado.
—Bien, por Dios, ¡no creí que eso llegara a saberse!… Bien, lo siento. Como puede comprender, fue una propuesta inaceptable. Y si me conoce, sabrá por qué la rechacé. ¡Siento que le haya obligado a afrontar inesperados problemas de conciencia!
Pascoe se sonrojó.
—A usted le tocaba decidir. Y yo no podría oponerme. Pero la candidatura de George Warleggan me trajo problemas, y no sólo a mí. Problemas que nunca creía que tendría que afrontar en mi condición de representante de esta ciudad. Siempre fui amigo de Basset… es decir, en la medida en que un banquero es amigo de un terrateniente tan distinguido. «Basset, Rogers & Co.», el banco en que Basset y su cuñado son los principales accionistas, siempre tendió a mantener relaciones cordiales con nosotros, aunque, como le dije antes, en los últimos tiempos se acercaron mucho más al «Banco Warleggan», y promovieron con ellos una serie de actividades que los unirán aún más estrechamente. Con respecto a lord Falmouth, creo que tiene cuenta en los tres bancos; pero deposita la mayor parte de su capital en Londres. Nada tengo contra el actual vizconde, si se exceptúa el modo arbitrario y prepotente con que trata al consejo municipal; sobre esa base me opuse a él en la cámara, y he sido uno de los principales apoyos de la creciente influencia de Basset en el burgo. Pero cuando llegó el momento de votar al hombre propuesto por Basset, no pude tragar esa píldora.
—Quiere decir que usted…
—De modo que esta mañana contravine mis propios principios y actitudes políticas, y voté por Salter… ¡el candidato de lord Falmouth!
—Santo Dios… ¡no preví nada parecido!
Ross se puso de pie y desvió los ojos hacia la calle, donde la lluvia salpicaba el lodo acumulado entre los adoquines.
—Y aun así, Salter no fue elegido.
—No, pero por eso la votación fue tan pareja. Otros votaron como yo lo hice… contra el candidato, pese a que en realidad eran hombres de Basset. Como usted sabe, George no goza de popularidad en ciertos sectores de esta ciudad.
—Siempre pensé que George era hombre de Boscawen.
—Siempre procuró conquistar la amistad de los Boscawen, pero creo que nunca lo consiguió. Por eso cambió de bando cuando se le presentó una oportunidad favorable. Y debo decir que Falmouth se condujo del modo más censurable esta mañana.
—¿Falmouth? ¿En qué sentido?
—Pareció absolutamente decidido a aplastar la rebelión. Y con métodos poco escrupulosos. Convocó públicamente a los representantes momentos antes de la elección. Trajo un cartapacio repleto de papeles y cartas, es decir cartas privadas, escritas en los últimos años por diferentes miembros de la corporación; ¡y amenazó con publicarlas a menos que votaran por su candidato! No pude oír todo lo que se dijo, ¡pero aparentemente amenazó a algunos de los electores con retirarles su apoyo comercial y financiero!
—Llama la atención que no haya tenido éxito.
—Creo que la corporación respondió al impulso casi incontrolable de demostrar que sus miembros no eran títeres de los Boscawen. Por lo cual me alegro. Sólo lamento el resultado.
Ross reflexionó un momento.
—Lástima que la segunda elección de sir Francis haya sido aún menos discreta que la primera… Espero que su voto no deteriore sus buenas relaciones con los Basset.
—Habrá que verlo. Traté de explicar después mis razones a sir Francis, pero no creo que las haya considerado satisfactorias. Mi temor principal es que crea que cambié de bando a causa de los nuevos vínculos de su banco con el «Banco Warleggan».
—Debió haber votado por George.
Pascoe, cerró irritado el cartapacio.
—¡Sólo me faltaba que usted me dijera eso!
Ross sonrió.
—Lo siento, querido amigo, no debí haber hablado tanto. Pero usted siempre afirmó que a un banco no le conviene tomar partido en las disputas entre familias. Lamentablemente, su amistad conmigo es demasiado conocida y no puede negarla; pero su antipatía hacia George siempre se ha disimulado tras la diplomacia comercial. Siento que el asunto se haya manifestado ahora, cuando puede gravitar en su asociación con Basset. Porque en ese caso, su lealtad a mi persona puede llegar a ser muy costosa.
Harris Pascoe abrió de nuevo el cartapacio y volvió impaciente las páginas.
—Por favor, firme esto ahora mismo, pues de lo contrario lo olvidaré.
Ross firmó al pie de su cuenta. Indicaba un saldo favorable de aproximadamente dos mil libras esterlinas.
—Ross, esta vez usted se atribuye excesiva importancia.
—¿Cómo?
—Deposité mi voto no por lealtad hacia usted, sino por lealtad, si tal es el término, hacia mi conciencia. Felizmente para usted, trata a los Warleggan mucho menos que yo. Durante los últimos años he concebido hacia ellos una antipatía que es apenas menor que la que usted siente. No son deshonestos —de ningún modo— pero representan el nuevo estilo de aventurero comercial que apareció en Inglaterra más o menos durante la última década. Para ellos los negocios y la ganancia lo es todo, y la humanidad nada significa. El hombre que trabaja para ellos tiene exactamente el mismo valor que una cifra en el libro mayor. Y hay en esa gente algo particularmente peligroso, en cuanto la única satisfacción que experimentan proviene de su falta de satisfacción con su importancia actual. Para sentirse bien, necesitan expandirse como los hongos. Se apoderan de todo, y crecen y crecen y se apoderan de más cosas… —Pascoe se interrumpió para tomar aliento—. Quizá quienes los rechazamos somos anticuados. Quizás ese ha de ser el nuevo estilo del mundo; pero yo no deseo cambiar, no pienso depositar mi voto por una persona como él y poco me importa el bien o el mal que de todo ello derive para mí.
Ross apoyó la mano en el hombro de su amigo.
—De nuevo le pido disculpas. Su línea de razonamiento me parece mucho más respetable… Me gustaría saber en qué medida Basset y George se conocen.
—Sin duda, se conocen bastante bien.
—Oh, en la relación comercial. Pero eso no es todo en la amistad.
—No se marche aún —dijo Harris—. Debe esperar un rato, hasta que cese la lluvia.
—En ese caso, tendrá un huésped: no creo que hoy deje de llover. No… la lluvia jamás lastimó a nadie. De todos modos, muchas gracias.
II
Cuando Ross salió a la calle la lluvia repiqueteaba sobre los adoquines y el arroyuelo que corría a un extremo comenzaba a crecer. Los charcos amarillos de lodo burbujeaban como agua hirviente. Había poca gente y en la calle Powder los bloques de estaño relucían solitarios. La subasta debía comenzar al día siguiente, pero nadie se preocupaba de un posible robo, pues los bloques, aunque valían diez o doce guineas cada uno, pesaban alrededor de ciento cincuenta kilogramos, y no era probable que nadie pudiese llevárselos sin ser visto.
Salía más tonelaje de estaño de Truro, con destino a ultramar, que de cualquier otro puerto de la región. Sus muelles eran amplios y cómodos, y el río admitía sin dificultad navíos de cien toneladas. En ese momento la calle Powder y la contigua estaban más desordenadas que de costumbre, porque se había comenzado a demoler el bloque de casas llamado Middle Row, y pronto se abriría una nueva calle más ancha, que daría espacio y ventilación a las construcciones acumuladas en el lugar.
Al día siguiente, a mediodía, el supervisor y el receptor comenzarían a pesar y evaluar los bloques de estaño y si su calidad se ajustaba a la norma se estamparían sobre ellos las armas del ducado, como garantía de su pureza y del pago del impuesto. La operación podía durar una semana y a ella asistían los productores de estaño, los comerciantes londinenses y extranjeros, los intermediarios y los fabricantes de artículos de peltre, así como todos los funcionarios indispensables en la ocasión. Esa tarea se realizaba trimestralmente, lo cual no era mucho, porque significaba que no podía venderse el estaño antes de aplicar el sello; y las minas, sobre todo las pequeñas, tenían que utilizar crédito en el intervalo para pagar sus gastos de explotación. Por lo tanto, tomaban prestado dinero de los comerciantes del rubro, pagando elevadas tasas de interés. Las minas más importantes obtenían créditos igualmente caros de los bancos, sobre todo del «Banco Warleggan», que siempre se mostraba dispuesto a afrontar más riesgos que los demás. De modo que cuando una mina quebraba, los acreedores se apoderaban de todos los bienes realizables: la tierra, los suministros o la propiedad.
Era necesario cambiar el sistema. Cromwell había abolido el método del sellado, con gran beneficio para la industria, pero cuando Carlos II ocupó el trono restableció el sistema y desde entonces se había mantenido. A veces, Ross se sentía tentado de iniciar una campaña con el fin de modificar la situación; pero tenía dolorosos recuerdos de su intento de quebrar el dominio de los fundidores de cobre, una campaña que casi lo había llevado a la ruina y que había sido desastrosa para muchos de sus amigos. Por eso era como un gato escaldado que huía del agua fría.
El hecho de que tuviese un saldo tan generoso en el banco de Pascoe, poco antes del día de la revisión del estaño, era prueba suficiente de la riqueza extraordinaria de las vetas descubiertas en la Wheal Grace. Pero no deseaba quedarse para presenciar la ceremonia. Zacky Martin, que había estado enfermo un año y medio, pero había recuperado la salud gracias a los cuidados de Dwight Enys, hoy debía ocupar el lugar de Ross.
Chapoteando entre el lodo y la lluvia, Ross llegó a la posada del «León Rojo», un establecimiento que se beneficiaría mucho con la luz y el espacio que ahora tendría gracias a la demolición de muchas casas. La encontró atestada. La lluvia había obligado a muchos a abandonar las calles, y ahora los clientes se dedicaban entusiastamente a beber. Casi la primera persona a la que vio en el salón atestado fue el posadero, Blight, con su coleta y su chaleco rojo. El hombrecito se acercó inmediatamente y Ross dijo, mientras sacudía el agua de su sombrero:
—Estoy buscando a mi administrador, Martin.
—Oh, señor. No lo he visto ni oído en todo el día. Quizás esté en la «Cabeza del Rey».
—Pero usted lo vio hoy. Vinimos juntos esta mañana. Y tiene un cuarto aquí.
—Ah, sí, ahora recuerdo. Bien, no está. Quizás haya ido a la «Cabeza del Rey». O bien a las «Siete Estrellas».
Había un acento levemente áspero en la voz del posadero, pero Ross no supo a qué atribuirlo. Su pelea con George Warleggan en esa posada era un episodio muy antiguo, y Ross había visitado muchas otras veces el local.
—Veré si está en su cuarto. ¿Qué número es?
—Oh, enviaré a un muchacho.
—No, prefiero ir yo mismo.
—Este… el número nueve. Pero le aseguro que no está.
Ross se abrió paso entre la gente, saludando aquí y allá. El vestíbulo estaba sumido en semipenumbra y también había mucha gente. En el camino hacia las escaleras había dos habitaciones privadas, utilizadas para celebrar reuniones personales, y la puerta de una estaba entreabierta. Ross alcanzó a ver a varios hombres que bebían y conversaban. Comenzó a subir la escalera, pero después de la primera media docena de peldaños oyó una voz:
—Capitán Poldark.
Un hombrecito vulgar, con la peluca típica de los empleados. Thomas Kevill, el mayordomo de Basset.
—Perdón, señor, sir Francis está en la habitación privada, y apreciaría que usted viniese.
Ross se volvió y descendió la escalera. No estaba seguro de desear una conversación con sir Francis exactamente ahora, pero hubiera sido grosero negarse. Quizá, pensó mientras entraba en la habitación, sería la oportunidad de contribuir a disipar el resentimiento de Basset hacia Harris Pascoe. Pero cuando entró en el cuarto, se detuvo. Basset estaba con tres personas: lord Devoran, un hombre de edad madura, bien vestido, a quien Ross no conocía, y George Warleggan. Ahora comprendió por qué el posadero Blight estaba tan nervioso.
—Capitán Poldark —dijo Basset—. Lo vi cuando pasaba frente a la puerta y pensé que quizás aceptaría beber una copa con nosotros. —Era en parte una invitación amable y en parte una orden.
—Gracias, pero debo regresar a casa esta noche —dijo Ross—. De todos modos, puedo quedarme unos minutos.
—Imagino que usted conoce ya a lord Devoran. Quizá no a sir William Molesworth, de Pencarrow. Y al señor George Warleggan.
—A lord Devoran sí —Ross hizo una leve inclinación de la cabeza—. Creo que no conozco a sir William. —Otra inclinación—. Y conozco al señor Warleggan. Hemos sido condiscípulos.
—Bien, no sabía que eran tan viejos amigos. —¿Nadie se había molestado en informar a Basset, o él se sentía tan importante que podía desechar las minúsculas querellas de sus subordinados?— Estamos bebiendo ginebra, pero si desea otro licor…
—Gracias, no. Es lo más conveniente para evitar el enfriamiento.
Ross se sentó entre George y sir William Molesworth —no había otra silla— y aceptó la copa que Kevill le entregó.
—Estábamos hablando del futuro hospital que deseamos levantar cerca de Truro, y he intentado convencer tanto a lord Devoran como a sir William Molesworth.
De modo que era eso. Sir Francis no era hombre que dejase descansar una idea cuando se convencía de su validez. Sir William, cuya propiedad estaba cerca de Wadebridge, creía que un hospital situado tan al oeste sería inútil para la región oriental del condado; lord Devoran opinaba que la centralización era un error y que necesitaban media docena de dispensarios pequeños pero eficientes en distintos lugares del condado.
El rostro de George había cobrado perfiles rígidos cuando vio entrar a Ross, pero ahora se comportaba como si el encuentro no implicase nada desusado. Ross pensó que su antiguo enemigo había perdido bastante peso —ya había advertido el hecho durante la boda de Dwight—, pero en todo caso no parecía un adelgazamiento muy saludable. George parecía no tanto más delgado, cuanto más viejo. Lord Devoran era un hombrecito inquieto que se había asociado con Ross en la fundición de cobre, y había perdido dinero. En ese momento, el hecho aparentemente lo había irritado, pero después se había mostrado generoso y había facilitado la fianza para Ross, durante el juicio que le habían seguido en Bodmin. Tenía una hija muy conocida, llamada Betty. Sir William Molesworth, un hombre regordete de bigote gris y aspecto saludable, era una persona bastante más importante que Devoran, y su oposición al proyecto de Basset pesaría bastante en el condado.
—Poldark, ¿qué opina usted? —preguntó Basset—. Sé que en general apoya el plan, pero aún no ha formulado opinión alguna acerca de los detalles.
Ross no tenía opiniones personales acerca del asunto, pero conocía las de Dwight.
—Lo ideal sería tener el hospital central y los dispensarios. Como tal cosa es improbable, yo diría que primero debe construirse el hospital, y elegirse un lugar cercano. Estamos más o menos a la misma distancia de Bodmin, Wadebridge y Penzance.
Basset aprobó la opinión que ya había esperado, y se inició la discusión general. Ross advirtió cierta diferencia en el modo de hablar de George. En el curso de su vida jamás había carecido de confianza en sí mismo, y cuando hablaba siempre había hecho lo posible para eliminar las modalidades de su niñez, para evitar las R, las vocales que se convertían en diptongos, las cadencias canturreadas; pero también había evitado cuidadosamente fingir un acento que podía sugerir que intentaba, a lo sumo con éxito parcial, imitar a los miembros de la clase superior. Había asignado a su discurso un carácter cuidadosamente neutro. Pero ahora había cambiado de actitud. Ahora se había acercado mucho más al acento de Basset o Molesworth, y era más refinado que Devoran. Ya era un hecho; había ocurrido en sólo pocas semanas. Se había convertido en miembro del Parlamento.
—George, creo que tenemos que felicitarte —dijo Ross.
George sonrió apenas, por si el resto había oído, pero no contestó.
—¿Cuándo ocuparás tu escaño?
—La semana próxima.
—¿Alquilarás una casa en Londres?
—Quizás. Unos meses de cada año.
—En ese caso, este año no seremos vecinos de la costa.
—Oh, sin duda lo seremos en agosto y septiembre.
—¿No pensarás vender Trenwith?
—De ningún modo.
—Si alguna vez se te ocurre la idea, es posible que la operación me interese.
—No saldrá a la venta… jamás… para ti.
—Capitán Poldark, estuvimos pensando —interrumpió Basset—, que quienes estamos de acuerdo podríamos iniciar la suscripción. No creo que este sea el momento apropiado para entregar dinero. Aún tenemos mucho que hacer, por ejemplo —aquí una sonrisa—, convencer a quienes creen que el proyecto debe abordarse de otro modo. Pero los apellidos de cincuenta influyentes, y la promesa de ayuda cuando se inicie la ejecución del plan, sería útil ahora para convencer a muchos que por el momento vacilan. ¿Concuerda conmigo?
—En efecto, concuerdo.
—Sir Francis —dijo George—, ha prometido cien guineas para iniciar la suscripción; y yo aporto la misma suma.
Un gesto de fastidio se dibujó en el rostro de Basset.
—Poldark, en este momento no se trata de indicar una cifra. Lo que deseo es su nombre.
—Y de buena gana lo ofrezco —dijo Ross—. Y con él cien guineas.
—Es muy amable de su parte. Espero que no pensará que le estamos reclutando en momentos difíciles.
—Sir Francis, la metáfora es injusta. No estoy tan borracho que rehúse aceptar la paga del Rey. Le entregaré una letra contra el banco de Pascoe.
Basset enarcó el ceño, molesto ante la aspereza con que se desarrollaba la conversación.
—Como ya le dije, eso no es necesario. De todos modos, se lo agradezco. ¿Entiendo que ustedes dos, caballeros, no están bastante convencidos de la bondad de nuestra causa?
Devoran daba largas al asunto, pero sir William Molesworth mantuvo su negativa. Ross miró a George: En varios años era la primera vez que se reunían de ese modo, en circunstancias que no les permitían disputar francamente ni retirarse.
—Últimamente nada sé de Geoffrey Charles. ¿Puedo suponer que los estudios le van bien?
—Es demasiado temprano para saberlo. Creo que tiene algunos de los hábitos ociosos del padre.
—Como recordarás, en el colegio su padre fue más brillante que tú o que yo.
—Una promesa que después no cumplió. Se hizo el silencio entre ellos mientras Molesworth hablaba. George añadió:
—Por supuesto, pago los gastos considerables de la educación de Geoffrey Charles. Aunque tendría derecho a su propia renta.
—¿De qué?
—De las acciones de tu mina.
—Elizabeth vendió las acciones de mi mina.
—A ti, por una fracción de lo que valían. Pudiste convencerla.
—No te aconsejaría difundir esa versión retorcida de los hechos. Incluso tu esposa podría decir que mientes.
—… y el problema general de hallar pacientes apropiados se resolverá a través de los dispensarios, y no de las decisiones individuales.
Si… —intervino lord Devoran.
—Y sería inevitable —dijo sir William Molesworth—, que si el hospital central estuviese más al este…
—¿Qué pasa con la tumba de tía Agatha? —preguntó Ross.
—¿Qué hay con eso?
—Imagino que encargaste una lápida.
—No.
—Bien, aunque te molestase su presencia, mal puedes negar a la vieja dama una constancia de que vivió.
—Elizabeth debe decidirlo.
—Quizá pueda visitar a Elizabeth, para discutir el asunto.
—Eso no sería deseable.
—¿Para quién?
—Para ella. Y para mí.
—¿Puedes responder por ella en un asunto de familia como este?
—Elizabeth no es Poldark.
—Pero lo fue, George, lo fue.
—Es algo que hace mucho que llegó a lamentar.
—¿Quién sabe lo que tendrá que lamentar antes de que acaben nuestras vidas…?
—Maldito seas, y que Dios maldiga tu sangre por toda la eternidad…
—Caballeros —dijo Basset, que había oído únicamente la última frase—, esto no es propio de ninguno de ustedes.
—No es propio —dijo Ross—, pero lo hacemos. De tiempo en tiempo disputamos como amigos que se ven con excesiva frecuencia. Le ruego nos disculpe y no preste atención.
—Con mucho gusto me niego a prestar atención a lo que ocurre fuera de mi vista. Pero el rencor no es un tema apropiado cuando estamos discutiendo una caridad.
—Lamentablemente —dijo Ross—, ambos comienzan por casa.
Se hizo el silencio. Irritado, sir Francis se aclaró la voz.
—Sir William, como estaba diciéndole, el problema del asiento del hospital puede examinarse en el seno de una comisión…
III
Esa noche Ross llegó tarde a Nampara. Había tenido viento de frente todo el camino y estaba calado hasta los huesos.
—¡Dios mío, debiste esperar a que cesara la lluvia! —exclamó Demelza—. ¿Ya has cenado? Te quitaré las botas. ¡Tendrías que haber pasado la noche con Harris!
—¿Sabiendo que pensarías que me había ahogado en una zanja, o que había sido atacado por salteadores? ¿Cómo está Jeremy?
Jeremy estaba sanando de la inoculación contra la viruela. Le habían dado un libro para leer, para que no viese los preparativos, pero de todos modos había proferido un grito penetrante cuando Dwight practicó la profunda incisión. Demelza había sentido como si el cuchillo le hubiese penetrado en las entrañas.
—La fiebre desapareció y hoy pudo comer. Gracias a Dios, todavía no será necesario que Clowance sufra lo mismo. Incluso dudo de que llegue a consentirlo. Soy… ¿cómo se dice?…inmune; entonces, ¿por qué no puede serlo ella también?
Ross se quitó la camisa y se asomó a la ventana del dormitorio, mirando en dirección al mar. El día había sido tan oscuro que el prolongado atardecer sólo ahora comenzaba a mostrar claramente la caída de la noche. Las ráfagas de viento traían golpes de lluvia, que se entrecruzaban sobre las anchas fajas de arena, cada vez más sombrías. El viento no había agitado el mar; en cambio, la lluvia parecía haberlo apaciguado y las aguas se movían apenas, como inertes orugas verdes.
Mientras él se cambiaba, comentaron las noticias del día. Después, Demelza bajó para decir a Jane que sirviese el cordero asado, pese a que Ross afirmaba que no tenía apetito.
—¡Ross, llegó otra invitación! Ahora que eres famoso, todos nos buscan.
Ross tomó la carta. Tenía el membrete de Tregothnan y decía:
Estimada señora Poldark:
Mi hermano y yo nos sentiríamos complacidos si usted y su esposo nos visitaran el martes veintiséis de julio, para almorzar y cenar con nosotros y pasar aquí la noche. Mi sobrino Hugh saldrá al día siguiente para reincorporarse a su nave, y desearía tener la oportunidad de ver a ambos antes de partir. Por mi parte, desearía gozar de la oportunidad de conocerla y de agradecer al capitán Poldark por traer a mi sobrino sano y salvo, arrancándolo del terrible campamento donde estaba encarcelado.
Reciba mis más cordiales saludos.
Francés Gower
Demelza examinaba una de las orejas de Garrick, porque sospechaba que tenía cierto parásito. Durante varios años se había prohibido por completo a Garrick la entrada en esa habitación; pero la edad había suavizado su tendencia a los movimientos súbitos y bruscos y por lo tanto ahora los muebles y la vajilla estaban un poco más seguros, de modo que se le había permitido infiltrarse en la sala. Como había dicho Demelza cuando Ross formuló una débil protesta: «Los demás caballeros siempre tienen a sus perros en el salón». A lo cual Ross había replicado: «Los demás caballeros no tienen a Garrick».
Ross bebió un sorbo de cerveza y examinó de nuevo la carta.
—¿Cómo llegó?
—Por mano de mensajero.
—Entonces, ¿nuestro amigo el teniente Armitage no la trajo personalmente?
—No, no.
—Aun así, a causa de esto tienes los ojos más grandes que de costumbre.
Demelza lo miró.
—¿Qué significa eso?
—Bien… estás conmovida… emocionada, ¿verdad?
—Dios mío, Ross, qué ideas extrañas tienes. Tengo… sabes que aprecio al teniente Armitage; pero debes considerarme anormal si crees que me emociono sólo por una invitación.
—Sí… bien, quizás imagino cosas. Tal vez esa expresión es debida a tu inquietud por Jeremy…
Continuó comiendo. Garrick, que gozaba profundamente cuando le prestaban atención, continuaba echado sobre el lomo, esperando algo, con una pata delantera medio doblada y un ojo mostrando el blanco entre los pelos enmarañados. Resopló estrepitosamente para atraer la atención de Demelza.
—Qué día —dijo Ross—. He trabajado constantemente desde el alba.
—El heno se parece a los cabellos de Jeremy antes de peinarlos, por la mañana.
—Después del almuerzo vi a George Warleggan.
—¿Qué…? ¿De veras?
Ross explicó el encuentro.
—Como ves, en cierto sentido fue una reunión pacífica. Pero aun así desagradable. En su carácter y en el mío hay ingredientes que desencadenan inmediatamente una reacción física. Cuando lo vi sentado, me desagradó la posibilidad de ocupar una silla a su lado; de todos modos, no tenía la más mínima intención de provocarlo. Quizás él siente lo mismo.
—Por lo menos, este año no vivirán tanto tiempo en Trenwith.
—Y yo ordenaré depositar una lápida sobre la tumba de Agatha, y no volveré a hablar del asunto.
Demelza volvió a inclinar la cabeza sobre Garrick, y Ross contempló la aguda curva de su figura: Las nalgas pequeñas y firmes, los muslos, las suelas de las pantuflas, parecidas a las palmas de las manos de un negro, la blusa de seda azul y la falda de holanda, los cabellos oscuros caídos hacia adelante y rozando al perro, una breve imagen del cuello con algunos mechones de cabellos rizados.
De pronto, Ross dijo:
—¿Qué piensas hacer acerca de eso?
—¿Acerca de qué? Oh… bien, esta vez no puedo decir nada, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—Si ahora quiero convencerte de que aceptemos, creerás que lo hago por razones especiales.
—Por mi parte, ciertamente no deseo ir.
—Bien, en ese caso será mejor que rechacemos la invitación.
Ross se apartó de la mesa y movió a Garrick con el pie. Garrick tosió encantado, rodó sobre sí mismo y se alzó sobre las patas traseras.
—Mira —dijo Demelza—, ya estás malcriándolo. Creo que esos gusanos le vienen de los conejos que atrapa. —Se puso en cuclillas, y evitó el intento de Garrick de lamerle la cara.
Ross comenzó a llenar su pipa.
—El demonio sabe qué podemos decir a esta mujer sin ofenderla. —Estaba tan acostumbrado a que lo convencieran de la necesidad de aceptar las invitaciones, que de pronto sintió cierto vacío. Su desagrado por la vida social, sobre todo la que se desarrollaba en los salones de categoría, era completamente auténtica, pero con la perversidad usual en la naturaleza humana, su razón comenzó a enumerar las dificultades de una negativa. Si él había arrancado de la prisión a Hugh Armitage, aunque fuera involuntariamente, a su vez el joven probablemente había salvado la vida de Dwight gracias a sus conocimientos de navegación (otra noche en el mar quizás hubiera significado la muerte del médico). A menos que pudiese presentar una excusa muy sólida, el rechazo de esa invitación se interpretaría como un acto grosero y descortés. Y aunque sabía que Demelza se sentía impresionada por el joven, parecía muy poco probable que esa amistad llegase a florecer incontroladamente en el curso del último encuentro.
—Me estremezco ante el pensamiento de un día y una noche pasados en compañía de George Falmouth. Harris dice que se comportó de un modo vergonzoso durante la elección.
—Ross, es probable que ahora haya entre ellos sentimientos hostiles. Si vamos, en el supuesto de que lo creamos conveniente, tú estarías repicando y… y…
—¿Y andando con la procesión? Ah, quieres decir… En fin, no hay razones que lo impidan. Lo que Basset y Falmouth piensen el uno del otro es asunto que a ellos les concierne. Por mi parte, no tomo partido… y menos aún en vista de que Basset decide tan altivamente desentenderse de mi disputa con George Warleggan.
—Ross, ¿sabes lo que siempre temo cuando te encuentras con George? Que os peleéis —como suele ser el caso— y que poco falte para que os batáis a duelo.
Ross rió.
—En ese caso, puedes tranquilizarte. George es hombre de negocios, sabe dominarse y piensa con claridad. Dos o tres veces hemos llegado a las manos, pero lo hicimos en el calor del momento… y la última vez fue hace varios años; ahora tenemos más edad, y a medida que pasa el tiempo tendemos a mirar las cosas con más calma. De buena gana libraría conmigo un duelo comercial en el terreno en que yo me atreviese a desafiarlo. Pero las pistolas… para él son parte de un melodrama característico de los aristócratas, los caballeros y los militares que no saben combatir en otro terreno.
—Me preocupa sobre todo —dijo Demelza— la posibilidad de que cuando os encontréis con esos altos personajes a quienes ahora frecuentas se sienta acorralado y no tenga más remedio que desafiarte, porque eso es precisamente lo que otros esperan de él.
Ross pensó un momento.
—No conozco una mujer cuya conversación sea más pertinente que la tuya.
—Gracias, Ross.
—Pero en realidad, deberías advertir a George, pues yo soy el soldado y George el comerciante. En una situación de ese carácter él correría riesgos mucho más graves; por eso mismo, sospecho que su buen sentido lo salvará.
—Y yo confío en que no tendrás que verlo con mucha frecuencia en presencia de personas tan importantes.
Unos minutos después Ross fue a examinar los dos terneros que habían nacido poco antes, y Betsy Ann Martin vino a retirar la vajilla. Después que la joven terminó su tarea, Demelza echó de la sala a Garrick y se quedó sola. Subió al piso alto para ver a los niños. Jeremy respiraba ruidosamente; ya no tenía fiebre, pero la nariz obstruida le molestaba. Clowance dormía como un ángel, el puñito cerrado contra el labio, el pulgar casi en la boca.
Demelza pasó a su dormitorio y metió la mano en el bolsillo interior de la falda. Extrajo una segunda carta que había llegado con la primera.
Tenía la misma dirección que la anterior, pero otro sello, y estaba escrita por distinta mano.
Comenzaba sencillamente con la leyenda: «A D. P. de H. A.» y decía:
AD.
Camina como cabalga la incomparable Diana
Bajo la lluvia y la luz de luna.
Como el ave marina impulsada por el oriente
Sobre las olas del mar rugiente
La luz celeste y la marea terrenal
Sellan su eterna unión fraternal.
Sonríe como el alba sobre las olas
En el verano, cuando amanece.
Como la luz en la caverna oscura
Nos trae el hálito de la mañana
Así, vivimos noche y día, regocijados
Con renovado, incontenible ardor.
Flota en el aire, sonríe luminosa
Entre irredentos pecadores,
Pero uno de ellos, excluido aún del Cielo,
Conoce su propia angustia y su dolor.