Capítulo 8

Una semana después, dos caballeros se paseaban de un extremo al otro del salón de la residencia Tregothnan. Aunque la habitación era grande, tenía un aire sórdido con sus paneles de cedro y las incómodas sillas; las armaduras necesitaban un poco de lustre, y los estandartes de guerra, colgados a cierta altura, habían sido presa de las polillas. Cuatro cañoncitos de la época isabelina protegían el alto hogar de mármol tallado.

Los dos caballeros llevaban esperando casi tres horas. Cada vez que transcurría una hora, aparecía el mayordomo y servía vino de Canarias y bizcochos. Los dos hombres eran el señor William Hick, alcalde de Truro, y el señor Nicholas Warleggan, fundidor y banquero. Ambos estaban nerviosos, aunque esa condición se manifestaba de diferentes modos. Pese a que la noche era fresca y no había calefacción en el cuarto, el señor Hick transpiraba. Su pañuelo estaba empapado; el hombre olía a transpiración seca que se había renovado con nuevas excreciones. El señor Warleggan mantenía una calma exagerada, traicionada sólo por el chasquido de los dedos.

—Es vergonzoso —dijo Hick por décima vez. No era hombre dado a formular observaciones originales, y la situación había agotado mucho antes su inventiva—. Muy vergonzoso. Que nos convoquen para las siete y media, y a las diez aún no haya llegado. ¡Y ni una palabra! ¡Y mañana se realiza la elección! ¡Una situación muy desagradable!

—Viene a facilitar y confirmar nuestra decisión —dijo Warleggan.

—¿Qué? ¿Eh? Oh, sí. Claro. Nuestra decisión. —Hick transpiró más intensamente que antes—. Realmente.

—Amigo mío, debe tranquilizarse —dijo Warleggan—. Sabe qué debe decirle. No hay nada que temer. Somos todos hombres libres.

—¿Hombres libres? Sí. Pero una persona que tiene la jerarquía y la influencia de ese hombre… Esta espera es por eso mismo todavía más desagradable.

—Hick, no se trata de la jerarquía y la influencia de nuestro hombre. Se trata de que usted está aquí para comunicarle una decisión que todos hemos adoptado. Usted no es más que el portavoz que viene a informarle. Ah… creo que ya no tendremos que esperar mucho…

Oyeron ruidos… el relincho de un caballo, ruido de pasos, puertas que se abrían y cerraban, otra vez ruido de pasos y voces. De pronto, otra puerta se cerró con fuerte golpe y el silencio reinó de nuevo en la casa.

Esperaron otro cuarto de hora.

De pronto, en la puerta apareció un lacayo que dijo:

—Su Señoría los recibirá ahora.

Fueron conducidos, a través de un alto vestíbulo, a un salón más pequeño donde lord Falmouth, con sus manchadas ropas de viaje, estaba comiendo un pastel.

—Ah, caballeros —dijo—, tuvieron que esperar mucho. Les ruego tomen asiento. Acompáñenme a beber un vaso de vino.

Hick miró a su compañero y después, con gesto nervioso, ocupó un asiento al extremo de la mesa. Nicholas Warleggan lo imitó, pero rechazó el vino con un gesto cortés.

—He venido con cierta prisa de Portsmouth —dijo Falmouth—. Anoche me reuní con varios amigos cerca de Exeter. Ciertos asuntos retrasaron mi partida esta mañana y no tuve tiempo de almorzar en el camino.

—Bien —dijo Hick, y se aclaró ruidosamente la voz—. Su Señoría seguramente querrá comentar…

—Como ya han esperado bastante tiempo —dijo Falmouth—, no los entretendré mucho. —Dicho lo cual, los tuvo esperando mientras terminaba su bocado de pastel y se cortaba otro—. El nuevo miembro del Parlamento será el señor Jeremy Salter, de Exeter. Pertenece a una antigua y distinguida familia y es primo de sir Basil Salter, el Sheriff Supremo de Somerset. Tiene ciertos vínculos con mi familia, y con anterioridad fue diputado por Arundel, en Sussex. Es un candidato muy apropiado, y será un admirable y seguro colega del capitán Gower. —Tragó otro bocado y, obedeciendo a un gesto, el lacayo que estaba detrás de su silla le sirvió otra rebanada de pastel.

—Los representantes del burgo —comenzó Hick—. Durante su ausencia los representantes del burgo se reunieron varias veces y…

—Sí. —Falmouth metió la mano en un bolsillo—. Por supuesto, querrán conocer el nombre completo. Aquí lo tengo. Por favor, informen a los representantes a primera hora de la mañana. Necesitan conocerlo a tiempo para participar de la elección. —Entregó a su lacayo una hoja de papel y este la pasó a Hick, que la sostuvo con dedos temblorosos.

—¿Y qué ocurrirá con el señor Arthur Carmichael? —dijo serenamente Warleggan.

—Lo vi en Portsmouth. Sí, habría sido útil para el burgo, porque administra los contratos navales; pero me parece inapropiado en otros sentidos.

Se hizo el silencio. Hick transpiraba aún más después de beber la copa de vino.

—Lord Falmouth —dijo Warleggan—, quizá llame su atención mi presencia aquí, acompañando al señor Hick. Normalmente…

—De ningún modo. Le doy la bienvenida. Ahora, caballeros, como ustedes comprenderán estoy muy cansado, y ambos tienen una hora de viaje hasta sus casas…

—Normalmente —dijo la voz insistente de Nicholas Warleggan—, el señor Hick habría venido solo, pero es necesario comunicar a su Señoría una decisión adoptada anoche durante una reunión de un grupo de representantes del burgo; y por lo tanto, se entendió que esta noche por lo menos otra persona debía acompañar al alcalde, para confirmar lo que él tiene que decirle.

George Evelyn Boscawen, tercer vizconde, se sirvió otra copa de vino y sorbió la bebida. No se molestó en alzar los ojos.

—Señor Hick, ¿qué tiene que decirme que no puede esperar hasta mañana?

Hick vaciló un momento.

—Su Señoría, el martes se celebró una reunión en mi casa. Nos citamos de nuevo anoche y asistió la mayoría de los representantes de la ciudad. En ambas reuniones se manifestó considerable desacuerdo acerca del método utilizado para elegir candidato. Como su Señoría sabrá, durante muchos años la corporación de Truro ha depositado ilimitada confianza en la familia Boscawen y la ha tratado con… con la amistad y la estima más sinceras. Usted, milord, y antes su estimado tío, fueron jueces del burgo, y en varios parlamentos dos caballeros de su familia fueron elegidos representantes… y diré que elegidos del modo más noble y desinteresado, porque se los designó libremente, sin que mediase corrupción, con honra tanto para los votantes como para ellos mismos. Pero durante los últimos años… durante el último parlamento y antes…

—Vamos, señor Hick —dijo secamente Falmouth—. ¿Qué intenta decirme? Estoy cansado y es tarde. El señor Jeremy Salter es un excelente candidato y no concibo que haya objeciones que impidan su elección.

Hick tragó un sorbo de vino.

—Si usted… si usted, milord, se hubiese contentado con llevar al Parlamento a dos miembros de su familia, con llevarlos allí sin gastos ni dificultades, su influencia habría sido tan considerable como siempre. Y yo no habría tenido poder para limitarla…

—¿Quién —dijo lord Falmouth— sugiere… o incluso se atreve a sugerir… que mi influencia ha disminuido?

Hick tosió y trató de reanudar el hilo de su discurso. Se enjugó el rostro sudoroso con el pañuelo empapado. Nicholas Warleggan intervino:

—Lo que el señor Hick intenta decir, milord, es que la corporación ya no tolera que se la trate como ganado que su Señoría maneja a capricho. Así se decidió anoche, y usted lo comprobará durante la elección que se realizará mañana.

Hubo un momento de mortal silencio. Lord Falmouth miró a Warleggan y después a Hick. Finalmente, siguió comiendo.

Como durante un momento nadie habló, Warleggan continuó diciendo:

—Milord, con el debido respeto me atrevo a afirmar que sólo el extraño trato, y aún diré el trato impropio y desagradecido que usted dispensó al burgo, ha originado este cambio en nuestros sentimientos. El burgo siempre trató de preservar su reputación de amplitud y de independencia; ¿cómo puede mantenerse esa situación si usted de hecho lo vende al mejor postor, y el burgo sólo se entera la víspera de la elección del nombre de la persona a quien debe votar? ¡Eso equivale a prostituir los derechos de la corporación y nos convierte en el hazmerreír de todo el país!

—Ustedes se convierten en el hazmerreír viniendo a decir estas cosas. —Falmouth se volvió hacia el lacayo—. Queso.

—Milord.

—Además, estoy seguro de que ustedes no representan a la totalidad o a la mayoría de la corporación. Un pequeño núcleo insatisfecho…

—¡La mayoría, milord! —le interrumpió Hick.

—Lo veremos. Mañana sabremos a qué atenernos. Entonces sabremos quiénes, en todo caso, después de convertirse en representantes porque manifestaron la más profunda lealtad a la familia Boscawen, ahora se rebelan y por un precio venal deshonran sus promesas…

—Ningún precio venal —dijo con firmeza el señor Warleggan—. Señor, la venalidad corresponde exclusivamente a su Señoría. Hemos sabido de muy buena fuente que cuando intenta vender esos escaños a sus amigos usted se queja siempre de que le cuesta mucho dinero mantener el burgo. Afírmase que su Señoría sostiene haber pagado el nuevo cementerio y el nuevo asilo. No es así. Usted no dio un centavo para el asilo, y cedió el terreno del cementerio, por un valor de alrededor de quince libras esterlinas, además de ofrecer un donativo de treinta guineas. Mi propio donativo fue de sesenta guineas. El señor Hick entregó quince. Otros dieron sumas parecidas. Milord, no somos un burgo venal. Por eso estamos decididos a rechazar mañana a su candidato.

El lacayo había retirado el pastel y había depositado frente al dueño de la casa el queso y una jarra de higos en conserva. Lord Falmouth tomó un higo y comenzó a masticarlo.

—¿Debo deducir de esto que ya tienen su propio candidato?

—Sí, milord —dijo Hick.

—¿Puedo preguntar su nombre?

Se hizo una pausa. Después, el hombre más corpulento dijo:

—Se ha pedido a mi hijo, el señor George Warleggan, que presente su candidatura.

—Ah —dijo Falmouth—. Ya empezamos a ver el gusano en la flor.

En ese momento se abrió la puerta y un joven apuesto, alto y moreno, medio entró en el salón.

—Oh, discúlpame, tío. Oí que habías regresado, y no sabía que tuvieras invitados.

—Estos caballeros ya se retiran. En dos minutos estaré contigo.

—Gracias. —El joven se retiró.

Falmouth terminó su vino.

—Caballeros, creo que después de esto no hay más que decir. Todo está bien explicado. Les deseo muy buenas noches.

Nicholas Warleggan se puso de pie.

—Señor, para su información le diré que yo no propuse el nombre de mi hijo. Tampoco lo hizo él. Fue una decisión adoptada por otros y me molesta su sugerencia.

—En fin, supongo que sir Francis Basset estuvo flexionando otra vez sus músculos, ¿eh? Bien, mañana veremos. Mañana descubriré quiénes son mis amigos y quiénes mis enemigos. Y es un asunto que me interesa muchísimo.

—Si su Señoría percibe la discrepancia en ese terreno, no podemos impedírselo —dijo Warleggan, preparándose para salir de la habitación.

—Y usted, señor Hick —dijo lord Falmouth—. Sin duda recordará el contrato que su fábrica de alfombras recibió para abastecer a los astilleros de Plymouth. Sus cartas acerca de este asunto, las cartas que yo conservo, serán una lectura interesante.

A Hick se le hinchó el rostro, parecía estar al borde de las lágrimas.

—Vamos Hick —dijo Warleggan, tomando del brazo al alcalde—. No podemos hacer más.

—Hawke, indique la salida a estos caballeros —dijo Falmouth. Se sirvió una rebanada de queso.

—¡Vizconde Falmouth! —dijo Hick—. ¡Realmente, debo protestar!

—Vamos, amigo mío —dijo Warleggan, impaciente—. Hicimos lo que se nos ordenó hacer y de nada servirá permanecer aquí.

—Transmita mis saludos a sus amigos —dijo lord Falmouth—. Muchos de ellos recibieron favores. Les recordaré el hecho cuando los vea por la mañana.

II

Se había difundido la noticia de que la elección probablemente sería reñida; y en su condición de prominente ciudadano de Truro, el reverendo Osborne Whitworth naturalmente estaba interesado en el desenlace. Y sobre todo cuando supo que su primo político, el señor George Warleggan, sería uno de los candidatos.

Por eso mismo se irritó mucho cuando su esposa comenzó a sentir los primeros dolores del parto más o menos a las seis de la mañana del día de la elección. El señor Whitworth no era consejero, y por lo tanto no podía entrar en la habitación donde se realizaba la elección; pero esperaba ser uno de los que se reunirían cerca para observar las idas y las venidas y ser de los primeros en conocer el resultado. Pero a las diez y media —media hora antes de que comenzara la elección— el doctor Daniel Behenna, que había estado con Morwenna más de una hora, indicó a Rowella que llamase a Osborne. Se encontraron en el cuartito del piso alto que las jóvenes habían usado como propio cuando Ossie jugaba naipes con sus amigos en la planta baja. En el cuarto había una rueca de hilar, canastos de costura, un bastidor y ropa de niño que Morwenna había estado confeccionando.

Behenna esperó que Rowella se retirase para decir:

—Señor Whitworth, debo informarle que este accouchement presenta complicaciones que nadie podría haber previsto. Necesito decirle que si bien las primeras etapas del parto fueron normales, ahora su esposa está gravemente enferma.

Ossie miró fijamente a su interlocutor.

—¿Qué ocurre? Dígamelo. ¿El niño está muerto?

—No, pero temo que hay grave peligro para ambos. —Behenna se limpió las manos con un trapo sucio—. Al empezar a salir la cabeza del niño la señora Whitworth sufrió una convulsión, y aunque ese estado cesó, apenas el parto se reanudó también volvieron las convulsiones. Puedo decirle que es una condición muy rara en el parto. Musculorum convulsio cum sopore. En el curso de mi experiencia he visto lo mismo sólo tres veces.

Los sentimientos de Osborne eran una mezcla de ansiedad y cólera.

—¿Qué puede hacerse? ¿Puedo verla?

—Le aconsejo que no lo haga. Le he administrado alcanfor y también tartaris antimonii, pero hasta ahora el efecto emético no ha aliviado la epilepsia.

—Pero ¿y ahora? ¿Qué está ocurriendo ahora, mientras usted habla conmigo? ¿Puede salvar al niño?

—Después del último ataque su esposa está insensible. La señora Parker la acompaña y me llamará apenas haya un signo de que…

—Caramba, no entiendo. La señora Whitworth se conservó bastante bien hasta el fin, exactamente hasta las primeras horas de esta mañana. Un poco deprimida, pero usted le dijo que era mejor así. ¿Eh? ¿No le dijo eso? Entonces, ¿cuál es la causa del mal? No ha tenido fiebre.

—Los casos anteriores en que he visto el mismo estado, la dama tenía siempre una naturaleza delicada y emotiva. La irritabilidad nerviosa, que puede ser la causa de esta condición, parece fruto de un estado emocional inestable, del exceso de temor o en algunos casos de angustia. La señora Whitworth seguramente tiene un sistema muy irritable…

De la habitación contigua llegó un grito ahogado, seguido por un sonido más agudo y jadeante que determinó que incluso Ossie palideciera.

—Debo ir a verla —dijo el doctor Behenna, al mismo tiempo que extraía del bolsillo un espéculo—. No tema, haremos todo lo posible, intentaremos todo lo que está al alcance de la habilidad y el conocimiento físico y quirúrgico. He mandado a la criada a buscar al señor Rowe, el farmacéutico, y cuando llegue abriremos la vena yugular y extraeremos una cantidad importante de sangre. Contribuirá a aliviar la condición. Entretanto… bien… quizá convenga que rece por su esposa y su hijo…

III

De modo que Ossie no pudo asistir a la elección. Bajó a su estudio, y después salió al jardín para no verse obligado a oír los ruidos desagradables que llegaban del piso alto. Hacía buen tiempo y en el cielo las nubes se agrupaban y disipaban por momentos mientras la marea subía con fuerza. En ese sector del río, las mareas se manifestaban así sólo con la luna llena y luna nueva; el resto del tiempo los bancos de lodo eran más o menos visibles. También había algunos cisnes, los mismos que solían recibir mendrugos de Morwenna y las niñas. Ahora se acercaron a Ossie, los cuellos estirados, moviendo las colas, porque creían que él les traía algo. Los espantó con una rama caída y a través del río miró los gruesos árboles que crecían sobre la otra orilla, y pensó en su mala suerte.

Su primera esposa había muerto en circunstancias parecidas, no de parto, sino de la fiebre que había aparecido después. Pero no había sufrido la más mínima dificultad durante el nacimiento del niño. Ossie tampoco había creído que Morwenna tuviera un parto difícil. Tenía buenas caderas. Él deseaba un varón que continuase el apellido. Por supuesto, la muerte era un riesgo que todas las mujeres afrontaban cuando comenzaban a engendrar hijos; en su condición de vicario que oficiaba en los funerales, estaba muy acostumbrado a ver a los maridos jóvenes y a los niños pequeños que lloraban al borde de una tumba. No hacía mucho, realmente no hacía mucho que él se había visto en la misma situación.

Pero había muchas mujeres —y de algunas conocía muy bien los antecedentes— que engendraban un hijo tras otro y no tenían ningún género de dificultades. Tenían diez o quince hijos, y más de la mitad sobrevivía; y ellas mismas alcanzaban la ancianidad, a menudo incluso duraban más que el marido, que había trabajado sin descanso toda su vida para mantener a la familia. Sería una lástima que Morwenna corriese el mismo destino que Esther, y para colmo con un hijo muerto. Porque en ese caso era seguro que sería varón.

Aproximadamente media hora después de bajar al jardín vio llegar al señor Rowe, el farmacéutico. Miró su reloj. Era mediodía, y la elección seguramente había concluido. Veinticinco personas no necesitaban mucho tiempo para depositar sus votos. Consideró la posibilidad de una visita rápida. Estaba a poco más de kilómetro y medio del salón municipal y podía ir y volver en media hora. Pero resolvió no salir de su casa. Sus feligreses no lo verían con buenos ojos. Y parecería incluso peor si Morwenna moría mientras él estaba ausente.

Rowella salió de la casa caminando con paso rápido. Descendió los peldaños atándose el gorro sin detenerse y se alejó en dirección al pueblo. ¿Qué ocurría ahora? Contempló la figura de Rowella que se alejaba, y después se volvió hacia el jardín. Ese canalla de Higgins no había recortado bien los bordes del césped; le hablaría del asunto. Ossie volvió los ojos hacia el vicariato. Después de aquella noche, dos veces más había subido al desván a buscar sermones, pero no había tenido tanta suerte; la muchacha se había movido fuera del campo visual que correspondía al pequeño orificio, y aunque él se había aventurado a ampliarlo un poco no había podido ver nada.

Si Morwenna moría, ¿qué sería de su asociación con los Warleggan? Era dueño del dinero, pero lamentaría la pérdida del interés que esa familia podía manifestarle ahora. ¿Y si trasladaba su propio interés a Rowella? También ella era prima de Elizabeth. ¿Se mostraría George tan generoso una segunda vez? Parecía improbable. De modo que Rowella tendría que retornar a Bodmin y él, un hombre de treinta y dos años, viudo por segunda vez, clérigo joven y distinguido con una buena iglesia y un ingreso de 300 libras esterlinas anuales —460 libras esterlinas si conseguía agregar Saint Sawle— sería un candidato interesante —hijo de un juez, emparentado con los Godolphin, relacionado con los Warleggan— y muchas madres volverían ansiosas los ojos hacia él. Se tomaría su tiempo, estudiaría las oportunidades y vería quién y qué se le ofrecía. Pensó en una o dos personas elegibles, por lo menos desde el punto de vista monetario. ¿Betty Michell? ¿Loveday Upcott? ¿Joan Ogham? Pero ahora debía encontrar una joven que no sólo representase una ventaja financiera, que no sólo lo atrajese como mujer, sino que también lo hallase fascinante como hombre. No podía ser una empresa tan difícil. Cuando se veía reflejado en el espejo no encontraba motivos para dudar de la atracción que ejercía sobre las mujeres. Había fracasado sólo con Morwenna. Caramba, si debía juzgar basándose en ciertas miradas, también Rowella estaba impresionada.

Permaneció afuera, cerca del río, hasta que vio regresar a Rowella. Venía con mucha prisa, y él tuvo que detenerla bloqueándole el paso.

—¿Qué sabes de tu hermana? ¿Adónde fuiste? ¿Cómo está?

Ella lo miró, y le tembló el labio.

—El doctor Behenna me envió a su casa a buscar esto. —Mostró un bolso—. Morwenna estaba más tranquila cuando salí. Pero ahora no me permiten entrar. —Intentó seguir su camino.

Ossie atravesó el jardín en dirección a la iglesia. Cerca del sendero estaba la tumba de Esther y junto a ella un ramo de alelíes frescos. Se preguntó quién los habría puesto. Entró en la iglesia y se acercó al altar. Estaba orgulloso de su parroquia, que daba a tres de las calles principales de Truro. En ese distrito había vivido Condorus, el último conde celta, que había perecido poco después de la conquista normanda. Hombres influyentes y adinerados de las residencias vecinas venían a orar todos los domingos. Aunque el estipendio no era muy elevado, vivía cómodamente.

Hoy la iglesia estaba vacía. El doctor Behenna había tenido el atrevimiento de sugerir que él, Osborne, elevase una plegaria por la vida de su esposa y su hijo. Pero lo hacía todas las noches, antes de acostarse. ¿Quizá la situación lo autorizaba a suponer que Dios, en su infinita sabiduría, no lo había oído y que desdeñaba esas plegarias nocturnas? ¿Era propio que por así decirlo él insistiese en llamar la atención de Dios hacia algo que el Señor podía haber omitido? No, no parecía propio. No era una actitud realmente religiosa. Era mucho mejor arrodillarse un momento y orar pidiendo la fuerza necesaria para soportar la carga que Dios en su compasión decidiese descargar sobre los hombros de este mortal. Una segunda viudez, tan joven, con dos niñitas sin madre por segunda vez. Una casa vacía. Otra tumba.

Así, en actitud de plegaria, la cabeza inclinada hacia el altar, le encontró el médico unos veinte minutos después. Una actitud muy apropiada, como si durante las dos horas transcurridas desde el comienzo de la crisis el vicario hubiese dedicado todo el tiempo a interceder ante su dios, pidiendo por la supervivencia de su bienamada esposa y su hijo.

Osborne se sobresaltó y miró alrededor, irritado, como si le incomodara verse sorprendido así.

—¡Doctor Behenna! ¿Bien?

Behenna se había puesto descuidadamente la chaqueta de terciopelo. Tenía la camisa manchada y el cuello abierto.

—Ah, señor Whitworth. Como no lo encontraba sospeché que podía estar aquí.

Ossie lo miró fijamente y se pasó la lengua por los labios, pero no habló.

—Señor Whitworth, tiene un hijo.

—¡Dios! —dijo Ossie—. ¿De veras? ¿Sano y salvo?

—Sano y salvo. Casi tres kilogramos y medio.

—Un niño pequeño, ¿verdad?

—No, no, muy satisfactorio.

—Las dos niñas pesaban más. Creo que cuatro kilogramos cada una. Aunque, por supuesto, fueron hijas de otra madre. ¡Dios mío, qué agradable! ¡Mi hijo! ¡Bien, por Dios! Sabe, siempre quise un hijo que conservase el apellido. Los Whitworth tenemos un antiguo linaje, y yo fui hijo único… y según me dicen, fruto de un embarazo muy difícil. Afirman que al nacer pesaba cinco kilogramos. Mi madre se sentirá muy complacida. ¿Está perfectamente sano? Ya elegí su nombre. John Conan Osborne Whitworth. De ese modo se destaca nuestro parentesco con los Godolphin. Este… ¿y?…

—La señora Whitworth ha afrontado una dura prueba. Ahora duerme.

—¿Duerme? ¿Se recuperará?

—Tengo razones suficientes para confiar en que así será. Puedo decirle que ella me decepcionó mucho, de veras me decepcionó la última vez que la vi. Las convulsiones puerperales eran un riesgo grave para su vida y la vida del niño. Si hubiesen continuado quince minutos más, ambos habrían muerto. Pero mi intervención en la vena yugular tuvo éxito. Tan pronto extrajimos bastante sangre la paciente se tranquilizó y después de un rato apareció el niño. La expulsión de la placenta requirió nuestra ayuda, y eso hubo que hacerlo con el mayor cuidado, no fuese que mi intervención irritase el útero, lo cual a su vez habría determinado la reaparición de las convulsiones, o incluso un colapso. Pero todo fue bien. ¡Señor Whitworth, sus plegarias tuvieron respuesta y la destreza del cirujano fue recompensada!

Ossie dirigió una mirada penetrante al doctor Behenna. El súbito fin de la crisis le había aturdido un poco; desde el punto de vista emocional no era un hombre muy flexible, y el paso del estado anterior, cuando se preparaba para enviudar por segunda vez, a la condición de marido y padre feliz, era demasiado para él y no podía darlo en un instante. Pensó por un momento que los médicos a veces exageraban la gravedad de una dolencia con el fin de obtener mayor gratitud cuando la curaban. La idea lo indujo a fruncir el ceño.

—¿Cuándo puedo ver al niño?

—Dentro de pocos minutos. Vine en seguida para tranquilizarle, todavía hay cosas que hacer. —Behenna advirtió extrañado la actitud del padre a quien había tranquilizado, y también frunció el ceño—. De todos modos, señor Whitworth, debo prevenirlo acerca de su esposa.

—¿Cómo? Dijo que todo estaba bien.

—Parece que todo está bien, pero ella ha sufrido mucho. Ahora duerme profundamente y de ningún modo debe molestársela. Por supuesto, dejaré instrucciones detalladas a la comadrona. Cuando su esposa despierte, probablemente nada recordará de la prueba por la cual pasó, y menos aún de las convulsiones. No debe hablársele del asunto. Es una mujer sensible, y ello puede tener un efecto muy grave en sus emociones, e incluso originar un peligroso desorden de la fuerza nerviosa.

—Ah —dijo Ossie—. Bien, bien. Será mejor no decirle nada. Muy sencillo. Impartiré órdenes a los habitantes de la casa.

Behenna se volvió.

—Señor Whitworth, dentro de diez minutos puede ver a su hijo.

Salió de la iglesia con una actitud que demostraba su desaprobación respecto del hombre al que dejaba allí.

Ossie lo siguió. El sol había salido nuevamente y la luz bañaba las formas vegetales del jardín. John Conan Osborne Whitworth. El propio Ossie se ocuparía del bautizo apenas Morwenna se recuperase. Quizá convendría organizar una reunión. Su madre se alegraría. Su madre nunca había demostrado excesivo entusiasmo en relación con ese matrimonio; pensaba que hubiera podido conseguir algo mejor. Tenía que invitar a George y a Elizabeth, y a otras personas influyentes: Los Polwhele, los Michell, los Andrew y los Thomas.

Se disponía a entrar cuando vio a un hombre alto y delgado que avanzaba por el sendero en dirección a la casa, llevando un paquete. El hombre, que gastaba anteojos y tenía alrededor de treinta años, se dirigió hacia la puerta principal de la casa.

—¿Sí, qué desea? —dijo Ossie con brusquedad.

—Oh, disculpe, vicario, no lo vi a causa del sol en los ojos. Buenas tardes, señor.

—Usted es Hawke, ¿verdad?

—No, Solway. Arthur Solway. De la Biblioteca del Condado.

—Oh, sí. Oh, sí. —Osborne asintió en actitud distante—. ¿Qué desea?

—Traje estos libros. La señorita Rowella los pidió. Para ella y la señora Whitworth. Dijo que… dijo que podía traerlos.

—Oh, por supuesto. —Ossie extendió la mano—. Bien, no conviene que ahora llame a la casa. Yo los llevaré.

Solway vaciló.

—Gracias, señor. —Entregó el paquete, pero de mala gana.

—¿Qué son? ¿Novelas? —Ossie sostuvo el paquete con gesto de desagrado—. No creo que…

—Oh, no, señor. Uno es un libro acerca de las aves, y los restantes son historias… una de Francia y otra de Grecia Antigua.

—Hum —gruñó Ossie—. Los entregaré a la señorita Chynoweth.

Solway medio se volvió.

—Ah, señor, por favor dígale a la señorita Chynoweth que el otro libro acerca de Grecia aún no fue devuelto.

El señor Whitworth asintió y comenzó a entrar. Esa biblioteca de la calle de los Príncipes había sido inaugurada hacía cuatro años y contaba con unos trescientos volúmenes, que se prestaban a los lectores. Libros acerca de toda clase de temas. Osborne nunca había aprobado el asunto, pues nadie sabía lo que podía hallarse en los libros, de los cuales tres cuartas partes eran seculares; así, los espíritus mal formados y desprovistos de instrucción sufrían la influencia de pensamientos e ideas perturbadoras. Ese individuo era el bibliotecario, ahora lo recordaba. Debía advertir a Morwenna —y también a Rowella— de los malos hábitos que estaban adquiriendo. Se sintió tentado de arrojar al río los libros. De pronto, recordó otra cosa.

—Un momento —dijo al joven, que se alejaba.

—¿Señor?

—Dígame. Quizás esté enterado. Seguramente se ha hablado en su biblioteca. ¿Se celebró la elección?

—Oh, sí, señor, hace unas dos horas. En la Cámara del Consejo. Hubo muchísimo interés…

—Sí, lo sé, lo sé. ¿A quién eligieron?

—Oh, hubo muchísimo interés, pues fue una elección muy reñida… o por lo menos eso dicen. Trece votos a doce. Trece a doce. ¡Cómo una carrera de caballos!

—¿Bien…?

—Dicen que el candidato de lord Falmouth fue derrotado. ¿Cómo se llama? Un nombre extraño, creo que Salter…

—Es decir que…

—El candidato de sir Francis Basset ganó por un voto. ¡Todos hablan del asunto! Se trata del señor Warleggan. No del padre, sino del hijo. El señor George Warleggan, el banquero. ¡Qué entusiasmo! ¡Y por un voto! ¡Cómo en una carrera de caballos!

—Gracias. Eso es todo, Solway. —Osborne se volvió y caminó lentamente hacia la casa.

Se detuvo un momento, con un pie en la escalera que conducía a la puerta principal, y vio alejarse al joven. Pero sus pensamientos no estaban en lo que veía.

El viento le desordenó los cabellos. Entró y recordó que tenía apetito.