Capítulo 7

Otro hombre que en ese momento buscaba cierta orientación, aunque en asuntos poco afines a los que interesaban a Sam, era el reverendo Osborne Whitworth. Su mente afrontaba dos problemas. Uno moral y otro temporal.

Ya habían pasado ocho semanas desde que el doctor Behenna dijera a Osborne que debía abstenerse de mantener relaciones con Morwenna hasta que hubiera nacido el bebé.

—Señor Whitworth, usted es un hombre corpulento, y cada vez que ocurre eso hay peligro de que aplaste y mate al niño. No me satisface del todo la salud de la señora Whitworth, y ciertamente en este momento, ella necesita más descanso y atención.

De mala gana, Ossie había accedido. Por supuesto, comprendía el razonamiento del médico, y no quería dañar al niño, pues podía ser varón; pero la situación le imponía restricciones cada vez más irritantes. Sí, había padecido la misma privación durante los embarazos de su primera esposa; pero esos períodos de abstención habían sido más breves que lo que probablemente sería este, y de todos modos los gestos cariñosos, los besos y las caricias que entonces habían cambiado los esposos determinaban una condición más soportable.

Pero la idea de besarse y acariciarse con una mujer que no deseaba que él la tocase y rehuía tocarlo, sin duda era una imposibilidad. Así, se veía privado de esa relación normal con una mujer que era el derecho de un hombre casado, y la continencia le parecía una cruz muy pesada. Ese estado de cosas era todavía más ingrato de lo que podría ser en otras condiciones en vista de la presencia de otra mujer en la casa.

Naturalmente, Rowella era una niña; en mayo cumpliría quince años. De todos modos, era alta como una mujer y caminaba y hablaba como una mujer, incluso a la hora de comer se sentaba también como una mujer; y en ocasiones, le dirigía sonrisas secretas y muy femeninas. A Ossie no le agradaba especialmente la figura de Rowella, la nariz larga, las cejas rubias, la figura delgada y sin forma. Sí, desde el punto de vista físico era una tontería tenerla en cuenta… y aún peor, una tontería pecaminosa. Las dos criadas de la casa eran mujeres de cierta edad, Morwenna era una figura silenciosa y triste con el vientre cada vez más hinchado, y comparada con ellas Rowella se destacaba por su encanto juvenil.

Por supuesto, en Truro, a orillas del río, había lugares donde Ossie podía pagar su placer, ya durante su viudez había estado allí varias veces, y una o dos veces más había apelado a ese recurso. Pero era peligroso en una localidad de tres mil habitantes. No era suficiente protección disfrazarse con una pesada capa, quitarse el cuello de clérigo y caminar de prisa por las calles oscuras después de la caída de la noche. Alguien podía reconocerle e informar a sus superiores; más aún, alguien podía robarle, y en ese caso, ¿qué reparación obtendría? La mujer misma podía identificarlo, y tratar de extorsionarlo.

Era una situación cada vez más difícil.

El segundo problema tenía que ver con su propia situación en la Iglesia, y era conveniente discutirlo con otra persona. Así que decidió hablar de ello con George.

Encontró al señor Warleggan en su oficina, discutiendo una cuenta con su tío, el señor Cary Warleggan. Pasó aproximadamente media hora antes de que George pudiese atender a Osborne. Finalmente, este explicó el asunto.

Dos semanas atrás, el reverendo Philip Webb, vicario de la parroquia de San Sawle, Grambler, había muerto como consecuencia de una afección renal y por lo tanto la renta de la parroquia había quedado vacante. Osborne deseaba acumular dicha renta.

Osborne señaló que se trataba de unas 200 libras anuales. Como todos sabían, el señor Webb había residido en Londres y Marazion, y rara vez visitaba la iglesia; el reverendo Odgers, que recibía cuarenta libras anuales, se ocupaba de los asuntos religiosos. Osborne consideraba que era una excelente oportunidad de acrecentar sus ingresos, y había escrito al deán y al Capítulo de Exeter, que tenían jurisdicción sobre el curato, solicitando la renta. También había escrito a su tío Godolphin, que ejercía cierta influencia en la corte, pidiéndole que intercediese por él. Osborne pensaba que si George también escribía al deán y al Capítulo, probablemente los inclinaría en su favor.

Mientras Ossie hablaba, George sopesaba fríamente los méritos del caso. Era una pretensión bastante natural, algo normal; sin embargo, le molestaba. Aunque el matrimonio de la prima de Elizabeth con ese joven había sido idea del propio George, a pesar de que él mismo había promovido el asunto y salvado los diferentes obstáculos, sin hablar de las objeciones de Morwenna, sentía que el joven le desagradaba. Sus modales y sus atuendos eran excesivamente estridentes por tratarse de un párroco, su voz indicaba un carácter demasiado seguro, de autosuficiencia. George recordó el prolongado regateo acerca de las condiciones de la unión conyugal. Había sido necesario recordar a Ossie —y en definitiva, no parecía que él lo hubiese entendido bien— que pese al hecho de que el matrimonio unía el importante nombre de Godolphin con el de Warleggan, desde el punto de vista financiero el propio Ossie era poca cosa, como lo eran en esos tiempos todos los Whitworth, e incluso los Godolphin. Una actitud más deferente hubiera sido la apropiada en el hombre más joven hacia el individuo con más años y mucho más rico que le había protegido.

Además, George sabía que Elizabeth no estaba muy complacida con el aspecto de Morwenna; la joven parecía más demacrada que nunca, y en los últimos tiempos sus ojos tenían una expresión muy sombría, como si reflejaran una tragedia íntima. La mayoría de las jóvenes que concertaban matrimonios de conveniencia, sin amor, se adaptaban con rapidez y ponían al mal tiempo buena cara. Más tarde o más temprano ese sería el caso de Morwenna. George no tenía paciencia con ella, pero Elizabeth atribuía la culpa a Ossie. Elizabeth decía que Ossie era un joven desagradable, y no por cierto un adorno de la iglesia. Cuando la incitaba a explicar su opinión, ella encogía sus bonitos hombros y afirmaba que no podía decir nada definido, pues Morwenna jamás hablaba; era sencillamente una sensación general que durante el último año se había convertido paulatinamente en convicción.

De modo que, cuando Osborne terminó de hablar, durante un momento George nada dijo, se limitó a mover las monedas que guardaba en el bolsillo y a mirar por la ventana.

Finalmente, dijo:

—Dudo de que mi influencia con el deán y el Capítulo sea tan considerable como usted supone.

—No es considerable —dijo Osborne, demostrando espíritu práctico—. Pero en su condición de dueño de la antigua propiedad de los Poldark en Trenwith, usted es el principal terrateniente de la parroquia y estoy seguro de que eso importará al deán.

George miró al joven. Osborne nunca armaba bien sus frases. Si el propio George le escribía de ese modo al deán, probablemente la recomendación no valdría mucho. De todos modos, ahora Ossie era parte de la familia. A George no le agradaba la idea de que había elegido mal. Y si las cosas evolucionaban de acuerdo con los planes trazados, un amigo elegante en Londres, y sobre todo un hombre que podía entrar en la corte, como era el caso de Conan Godolphin, podía ser muy importante para un nuevo miembro del Parlamento, recién llegado a Westminster y que no estaba muy seguro de su posición social ni de sus amigos.

—Escribiré. ¿Tiene la dirección?

—Dirijo mis cartas al deán y al Capítulo de Exeter. No se necesita más.

—¿Cómo está Morwenna?

Al oír esto, Ossie enarcó el ceño.

—Bien, podría estar mejor. Estará bien cuando dé a luz.

—¿Cuándo será?

—Ella cree que aproximadamente en un mes más, pero las mujeres suelen cometer errores. George, cuando escriba explique al deán que, como resido en Truro, para mí será más fácil supervisar el trabajo de Odgers, e incluso, de tanto en tanto, cuando vaya a Trenwith, predicar en esa iglesia.

George dijo:

—Osborne, es posible que más avanzado el año yo vaya a Londres. La próxima vez que escriba a su tío infórmele de que espero tener el placer de visitarlo.

Ossie pestañeó, arrancado de su preocupación por la aspereza del tono de George Warleggan.

—Por supuesto, George, eso haré. ¿Permanecerá mucho tiempo en Londres?

—Depende. Aún no hay nada decidido.

Durante un momento se hizo el silencio. Ossie se puso de pie para salir.

—La nueva renta será muy útil, ahora que habrá que alimentar otra boca.

—Creo que el estipendio del pequeño Odgers no ha sido aumentado durante los últimos diez años —dijo George.

—¿Qué? Oh, no. Bien… Tendré que considerar ese asunto… aunque yo diría que como vive en el campo sus gastos son muy reducidos.

George también se puso de pie y volvió los ojos hacia la oficina contigua, donde trabajaban dos empleados, pero no habló.

—También estoy escribiendo a lord Falmouth —dijo Ossie—. Aunque no tiene interés directo en el asunto, en general es un hombre influyente. También contemplé la posibilidad de acercarme a su amigo sir Francis Basset, a pesar de que en realidad no he tenido oportunidad de conocerlo. En la boda de Enys…

—Creo que ambos caballeros estarán demasiado preocupados las próximas semanas, y no dispondrán de tiempo para atender su petición —dijo brevemente George—. Será mejor que no gaste tinta.

—¿Se refiere a la elección? ¿Sabe quién es el candidato de lord Falmouth?

—Nadie lo sabrá hasta que llegue el momento —dijo George.

II

Esa noche, Ossie realizó un descubrimiento muy inquietante.

Después que Morwenna se acostó, Ossie subió al desván para buscar un viejo sermón que podía servirle como base del que debía pronunciar el domingo. Lo encontró, y se disponía a abandonar el cuarto cuando un rayo de luz le indicó que había una grieta en el tabique de madera que dividía esa habitación del dormitorio de Rowella. Se acercó de puntillas y espió por la rendija, pero el empapelado azul puesto del otro lado le impedía ver. Entre las hojas del sermón había un cortapapeles; lo retiró y con mucho cuidado practicó un orificio. Así, pudo ver a Rowella, vestida con su camisón blanco, cepillándose los largos cabellos.

Se apresuró a dejar el cortapapeles, salió de puntillas del desván y descendió a su estudio, donde permaneció sentado largo rato, volviendo las páginas del sermón, pero sin leer.

III

El miércoles era el día en que Ross realizaba la inspección semanal de la Wheal Grace, acompañado por el capataz Henshawe. Desde el accidente de mayo de 1793, nunca había dejado nada librado a la casualidad o a los informes de otra gente.

Esa misma mañana, antes de descender, habían dedicado cierto tiempo a introducir un cambio en el trabajo que se realizaba en la superficie de la mina. El mineral de estaño se cargaba en mulas, que lo llevaban a las estamperías; y durante mucho tiempo la costumbre había sido llenar un gran saco con el mineral extraído; después, dos hombres depositaban el saco sobre los hombros de un tercero, y este lo llevaba y lo cargaba sobre el lomo de la mula. Pero una vez llenos estos sacos pesaban unos 160 kilogramos, y solían cargarse así unas veinticinco mulas, a menudo dos veces por día. Ross había visto hombres tullidos como consecuencia del peso excesivo, y así, propuso que a medida que se gastaran los viejos sacos, se compraran otros nuevos que tuvieran la mitad del tamaño anterior.

La reacción de los propios cargadores sorprendió a Ross: Se oponían porque estaban orgullosos de su propia fuerza, y sospechaban que si se usaban sacos diferentes se emplearían más hombres y ganarían menos. Henshawe y el propio Ross necesitaron casi dos horas para convencerles de que el cambio les beneficiaba. De modo que eran más de las once cuando iniciaron la inspección de la mina y casi las doce cuando llegaron al túnel que Sam Carne y Peter Hoskin excavaban hacia el sur, en el nivel de 40 brazas.

—¿Ninguno de los dos trabaja hoy? —preguntó Ross.

—Carne pidió el día libre para visitar a su hermano que se hirió las dos piernas en un accidente, y por eso Hoskin está ayudando en el socavón sur.

—¿Sam trabaja bien? ¿Su religión no le resta eficacia…? Bien, en realidad los metodistas nunca son perezosos. ¿Hasta dónde llegaron?

—Veintidós yardas cuando medí la semana pasada. El suelo es duro y progresan poco.

Inclinados, las velas de los sombreros parpadeando en el aire viciado, se acercaron al final del túnel, donde la pared irregular y una pila de escombros mostraban los resultados de la excavación.

Ross se puso en cuclillas, examinó la roca, y aquí y allá la frotó con el dedo húmedo.

—Aquí hay vetas de mineral, y lugares que pueden explotarse.

—Aparecen aquí y allá. Al comienzo de la galería también hay indicios.

—El problema es que podríamos bifurcar esto veinte pies hacia el oeste y veinte pies hacia el este, y aún así errar la veta por una braza o más. ¿Cree que vale la pena continuar?

—Bien, ahora no podemos andar muy lejos de las viejas galerías de la Wheal Maiden. Como su padre ya trabajó esa parte y le pareció aprovechable, diré que no podemos estar muy lejos de algunas de las viejas vetas.

—Bien, sí, por eso tuvimos la idea de cavar en esta dirección. Pero ¿algunas vetas de la Maiden llegaban a cuarenta brazas?

—Lo dudo. Como la Maiden estaba en una colina…

—En efecto… Es terreno muy duro. Y no me gustan estos bolsones. No quiero que haya otro derrumbe.

—Oh, no es mucho el riesgo. Podría excavarse aquí una iglesia y se sostendría.

—¿Podemos dedicarlos a algo mejor si nos retiramos de aquí?

—Solamente el escalón que está detrás de Trevethan y Martin.

—Entonces déjelos un mes más. ¿No hay riesgo de abrir un conducto que reciba las aguas de la Maiden?

—¡Dios no lo permita!

—Pero es poco probable. Siempre fue una mina seca.

Regresaron lentamente por el mismo camino y comenzaron a subir las empinadas escalas. Un punto de luz se ensanchó lentamente hasta convertirse en una gran boca rodeada de sombras; después, salieron al brillo deslumbrante de un día lluvioso.

Ross conversó unos minutos más con Henshawe; mientras hablaba, vio un caballo atado cerca de su casa. ¿Un visitante? Trató de aguzar la vista pero no alcanzó a identificar el caballo. Era un ruano claro, y estaba bien cuidado. ¿Una nueva adquisición de Carolina? ¿Sir Hugh Bodrugan que venía a reanudar su galanteo?

Desde allí, la fina lluvia cubría la playa como una capa de humo. Las olas apenas se insinuaban, el paisaje no tenía color ni forma. Dos o tres de las estamperías del valle estaban trabajando; el oído estaba tan acostumbrado al estrépito y al retumbo rítmico que uno necesitaba realizar un esfuerzo consciente para escucharlos. Este año el heno del Campo Largo crecía ralo. Convenía mantenerse en contacto con Basset para enterarse del resultado de sus experimentos agrícolas. Es decir, si Basset deseaba mantener la amistad después de que Ross rechazara su oferta. La víspera le había enviado una carta.

Había comentado el asunto con Demelza, y tal como había anticipado a Dwight, la reacción de su mujer había sido inesperada. Se había opuesto a que él aceptara la oferta. Aunque él ya había decidido rehusar, la negativa tan definida de Demelza le había irritado. Una reacción natural y al mismo tiempo irracional.

Ross observó:

—Te decepcionó mucho que rechazara el cargo de juez, que es una dignidad poco importante, pero aplaudes mi negativa a ser miembro del Parlamento, que es algo importante.

Un rizo había caído sobre la frente de Demelza.

—Ross, no siempre puedes exigirme que razone. A menudo se trata de lo que siento, no de lo que pienso; y los sentimientos a veces me abruman. Pero no sé manejar palabras.

—Inténtalo —dijo él—. La mayoría de las veces veo que manejas muy bien las palabras.

—Bien, Ross, se trata de lo siguiente. Creo que vives sobre el filo de una navaja.

—El filo de una navaja. ¿Qué quieres decir?

—Lo siguiente. Se trata de lo que crees que deberías hacer, de lo que tú… tu conciencia, tu espíritu o tu mente cree que deberías hacer. Y si te apartas de eso, si te desvías de eso… ¿Cómo decirlo? Bien, el filo te lastimará.

—Te ruego que continúes. Me fascinas.

—No, no debes burlarte. Me pediste que dijese lo que pensaba y estoy intentándolo. Si hubieras sido juez, habrías impartido justicia… ¿no es así? Y aplicado las leyes locales. Me pareció que podías hacerlo, que debías hacerlo… y que si a veces fracasabas, de todos modos no tenías que someterte. Y un caballero tiene la obligación de ayudar así, ¿no? En fin, eso me hubiera agradado. Pero en el Parlamento, si lo que dices es cierto, con frecuencia, con mucha frecuencia, ¿no tendrías que someterte? —Con un gesto impaciente se recogió los cabellos—. Someterse no quiere decir humillarse; quiere decir apartarse de lo que tú crees justo.

—Desviarse —dijo Ross.

—Sí. Eso mismo, desviarse.

—A juzgar por tus palabras, soy un hombre muy noble y altivo.

—Ojalá pudiera expresarme mejor. No, ni noble ni altivo. Aunque puedes ser ambas cosas. Pero a menudo siento que eres como un juez en un tribunal. ¿Y quién es el acusado? Tú mismo.

Ross se echó a reír.

—¿Y quién mejor que yo en el papel de acusado?

—Creo que a medida que entran en la edad madura, la mayoría de los hombres se sienten cada vez más satisfechos de sí mismos, pero tú te muestras cada vez menos satisfecho de ti.

—¿Y esa es tu razón?

—Mi razón es que quiero que seas feliz, que hagas lo que te guste hacer… y trabajes mucho, y vivas una vida difícil. Lo que no deseo es verte tratando de hacer cosas que no puedes hacer, y teniendo que hacer cosas que no aceptas… y destrozándote porque crees que has fracasado.

—Dame una cota de mallas y estaré perfecto, ¿eh?

—¡Si te diera una cota de mallas, seguramente la aceptarías!

Ross había terminado la conversación agregando en tono un tanto impaciente:

—Bien, querida, tu resumen de mis virtudes y mis defectos quizá sea muy acertado, pero si he de serte sincero debo confesar que estoy convencido de la necesidad de rechazar el cargo y no por tus razones, y menos aún por ninguna de las razones que mencionaste. La cuestión es que no estoy dispuesto a ser el perrito faldero de nadie. No pertenezco al mundo de la buena conducta y los modales corteses. Como tú sabes, en general me complace observar las normas de cortesía… y a medida que tengo más años y me convierto en hombre de hogar, a medida que aumenta mi prosperidad, se debilita el impulso de… de quitar el freno. Pero… me reservo el derecho. Quiero reservarme el derecho. Lo que hice el año pasado en Francia apenas se diferencia de lo que hice hace pocos años en Inglaterra; ¡pero mi aventura en Francia justifica el que me llamen héroe, y el episodio en Inglaterra me convierte en renegado! ¡Si me designan juez para aplicar la ley o diputado del Parlamento para sancionarla me sentiré el peor hipócrita de la tierra!

Cuando se acercó a la casa le pareció recordar que había visto el mismo caballo pocos días antes —hacía una semana— y no se equivocaba.

Cuando entró, el teniente Armitage se puso de pie.

—Caramba, Ross, esperaba verlo, pero temí que no fuese posible. Ya no dispongo de mucho tiempo.

Se estrecharon las manos y conversaron cortésmente. Demelza, que parecía un tanto sonrojada —una circunstancia tan extraña que Ross no pudo dejar de advertirla— dijo:

—El teniente Armitage me ha traído una planta del jardín de su tío. Una planta rara, que según él dice puede adornar la pared de la biblioteca. Es una mag… ¿cómo se llama?

—En realidad, no viene del jardín de mi tío —dijo Hugh Armitage—. Ordenó que le enviaran tres, y llegaron en macetas; yo le convencí de que cediera una como regalo a la esposa del hombre que salvó a su sobrino de un cautiverio infernal. Cuando nos vimos en Tehidy, la semana pasada, hablé de ellas a su esposa. Crecen mejor contra una pared, porque son bastante delicadas y vienen de Carolina, en América.

—Para Demelza, una planta nueva es como un nuevo amigo, y tiene que mimarla y cuidarla —dijo Ross—. Pero ¿por qué tiene que marcharse? Quédese a almorzar. Ha cabalgado mucho.

—Estoy invitado a almorzar con los Teague. Dije que llegaría a las dos.

—La señora Teague todavía tiene que casar a cuatro hijas solteras —observó Ross.

Armitage sonrió.

—Eso me ha dicho. Pero creo que se sentirá decepcionada si alimenta esperanzas de esa clase. Hace poco escapé de una cárcel, y por eso es muy poco probable que desee ingresar en otra.

—Una visión poco amable del matrimonio —dijo Demelza, sonriendo también.

—Ah, señora Poldark, opino así del matrimonio sólo porque veo a tantos amigos atados a mujeres aburridas y sofocantes. No me hago una idea pesimista del amor. Por el amor apasionado de una Eloísa, una Cloe, una Isolda, lo arriesgaría todo, incluso la vida. Pues en el mejor de los casos la vida es falsa, ¿verdad? Algunos movimientos, unas pocas palabras entre el nacimiento y la muerte, pero en el verdadero amor uno dialoga con los Dioses.

Demelza se había sonrojado nuevamente.

—No creo que la señora Teague vea las cosas con ese criterio —dijo Ross.

—Bien —respondió Hugh Armitage—, en ese caso, espero que por lo menos me ofrecerá un almuerzo tolerable.

Se acercaron a la puerta, examinaron de nuevo la planta de hojas carnosas, verde oscuras, sostenida por la tierra de la maceta, al lado de la puerta; admiraron el caballo de Armitage, prometieron que irían a visitar al joven cuando su tío, lord Falmouth, pudiese liberarse de las tareas que le imponía la elección, lo vieron montar y pasar el puente, y saludar con la mano un momento antes de descender hacia el valle.

Cuando el teniente Armitage desapareció en un recodo del camino, Ross se volvió y descubrió que Demelza estaba examinando la planta.

—De nuevo olvidé preguntarle el nombre.

—Dijiste mag.

—Mag y algo más. Pero no recuerdo cuál era.

—Quizá Magdalena.

—No. No, ya no podré recordarlo.

—Pues yo la veo muy parecida a un laurel. Habrá que ver si florece con este clima.

—No sé por qué no ha de hacerlo. Dijo que convenía plantarla al abrigo de una pared.

—La vegetación es diferente en la costa sur. La tierra es más oscura, menos arenosa.

—Oh, bien —Demelza se puso de pie—. Podemos intentarlo.

Cuando entraron en la sala, Ross dijo:

—Querida, ¿te conmueve?

Ella le dirigió una rápida mirada, con un destello de inquietud.

—Sí…

—¿Profundamente?

—Un poco. Tiene los ojos tan profundos y tristes. —Se le iluminan cuando te mira.

—Lo sé.

—Mientras no se iluminen los tuyos cuando lo mires.

—¿Quiénes son esas personas que él mencionó? Eloísa, ¿no es así? ¿Isolda? —preguntó Demelza.

—Amantes legendarias. Tristán e Isolda. No recuerdo quién amó a Eloísa. ¿Era Abelardo? Mi educación fue más práctica que clásica.

—Vive soñando —dijo Demelza—. Pero él mismo no es un sueño. Es muy real.

—Confío en que tu maravilloso sentido común te permitirá recordarlo siempre.

—Bien… sí. Siempre trato de recordar que es muy joven.

—¿Cómo? ¿Tres, cuatro años más joven que tú? A lo sumo. No creo que sea un abismo infranqueable.

—Ojalá yo tuviese más años.

—¿Te agradaría ser vieja? ¡Qué ambición! —Rodeó con el brazo los hombros de Demelza, y ella se apoyó prestamente en el cuerpo de su esposo—. Comprendo —comentó Ross—. ¡Un árbol que necesita sostén!

—Un árbol levemente conmovido —dijo ella.