Un fontanero ambulante que vendía y reparaba ollas y cacerolas se acercó un día a la Wheal Grace y dijo que traía un mensaje para los hermanos Carne. Había pasado por Illuggan la semana precedente, y el hermano Willie había sufrido un accidente y podía perder ambas piernas. La viuda Carne le había pedido que llevase la noticia. Cuando Sam salió de la mina le comunicaron el mensaje, y él pidió permiso para faltar el día siguiente e ir a ver a su familia.
Cuando salió, llevó consigo algunas cosas para su propia familia y también para los Hoskin. Peter le entregó tres chelines —y le pidió a Sam que no le dijese nada a su esposa— media libra de manteca y seis huevos. Sam llegó a Illuggan en mitad de la tarde; y como podía preverse que ocurriría, descubrió que al pasar de boca en boca el mensaje se había modificado. El herido era Bobbie Carne, no Willie. Bobbie había caído de una escalera mientras descendía por un respiradero, y había sufrido heridas en la cabeza y el pecho; tenía las piernas perfectamente sanas.
Sam compartió con ellos una magra cena, mientras escuchaba la voz irritante de su madrastra, una voz que generalmente expresaba complacencia, pero convertida en quejosa por las circunstancias. Su reserva monetaria se veía duramente presionada por las necesidades de la familia a causa del casamiento. Luke se había casado y separado de la familia; pero tres hermanos aún compartían el hogar y ella tenía un solo hijo propio. Más aún, John, el cuarto hijo, había contraído matrimonio poco antes —allí estaba la esposa, con su rostro hosco y el vientre hinchado— ¿y quién sabía cuántas bocas más aún habría que alimentar?
Sam durmió en el suelo, al lado de su hermano herido, y pasó con él la mañana siguiente; después, salió en dirección a Poole, a cumplir la segunda misión, después de dejar a la viuda su salario de la última semana.
Una turba de Hoskin vivía en un cottage que se levantaba en un valle muy deteriorado por los trabajos de la minería, entre dos hornos de carbón abandonados, en el camino que comunicaba a Poole con Cambóme. Eran una familia común y corriente; de ninguno podía decirse que fueran perezosos, pero en general carecían de aptitud para mejorar sus condiciones. La pobreza es soportable, si se la soporta con orgullo. Trabajaban donde y cuando podían, y eran buenos obreros; pero carecían de iniciativa. Sam se sentó un rato en la cocina, conversando con los miembros mayores de la familia, mientras los niños semidesnudos jugaban en el piso, cubierto por una espesa capa de suciedad y cenizas. Después de entregar los regalos enviados por Peter, y de rezar una plegaria, ya se disponía a partir cuando John, el hermano mayor de Peter, llegó de una reunión con otro hombre. Sam conocía al acompañante, se llamaba Sampson: lo apodaban el Colorado Sampson a causa de su rostro florido, y en general se le creía un individuo descontento de su suerte.
Ante las corteses preguntas de Sam, después de los saludos, John Hoskin dijo que no, que ellos no habían asistido a una asamblea religiosa; y sonrió, y miró a su amigo y no dijo más. Pero el Colorado Sampson dijo:
—Bien, ¡no es ningún secreto! Con Sam no hay secretos. Estuvimos en una asamblea contra los molineros y los vendedores de granos. Estamos con el trigo a dos guineas el quintal, ¡y todavía esperando que aumente de precio! Mientras la gente necesita comer y se muere de hambre, los molineros viven bien, y guardan el trigo en sus casas. ¡Es perverso, muy perverso, y tenemos que hacer algo para remediar la situación!
El padre de Peter dijo:
—De nada os servirá tomaros la justicia por propia mano; te lo digo claramente, Colorado Sampson. Y también a ti, John. Eso es peligroso. Hace dos años…
—Lo sé, lo sé, hace dos años vinieron los soldados —dijo el Colorado—. Pero ahora no están aquí. En todo el condado no hay tropas importantes. ¿Y qué deseamos? No una revolución, sino justicia. Alimento a precio justo. Trabajo por un salario justo. Queremos que nuestras esposas y nuestros hijos vivan. ¿Qué tiene de malo eso?
—Eso nada tiene de malo —dijo el padre de Peter—, es lo justo y propio. Pero de todos modos, hay que respetar la ley. Quizá los soldados se marcharon. Pero por todo el condado hay voluntarios; quizá fueron organizados para luchar contra los franceses, pero pueden usarlos en otras cosas. Bien pueden venir para salvar a los molineros.
—¿Y sabes otra cosa? —dijo John Hoskin a su padre—. ¿Sabes otra cosa? Los mineros de Saint Just estuvieron hablando de formar un ejército de mineros para contener a los voluntarios. ¿Ves? Uno contra el otro. No por la revolución, no, por la justicia. ¡Justicia para todos!
Como era un hombre para quien el otro mundo tenía suprema importancia y este representaba una vida transitoria con menor significado, Sam tenía poco en común con la gente que hablaba de infringir la ley. De todos modos, volvió a su casa inquieto, simpatizando con la angustia general, aunque convencido de que equivocaban el camino para aliviarla. De todos modos, sabía que no hubiera podido decir eso en casa de Hoskin sin provocar sus burlas. Todos estaban muy amargados, y a pesar de la religión que profesaban, aún eran extraños a Dios. «Oh, Señor, me has enseñado el camino y me salvaste de los peligros ocultos, los trabajos y la muerte». Mientras caminaba, oró en voz alta, pidiendo que todos fuesen salvados de los peligros ocultos del desorden y la violencia, y que se les indicase el camino para llegar a conocer la compasión y el perdón de Cristo.
II
Cuando Sam llegó, Drake estaba herrando un caballo para el señor Vercoe. Sam se sentó sobre un tronco, junto a la entrada, observando la escena hasta que aquel terminó el trabajo y Vercoe se alejó montado en su caballo. Cada vez que Sam visitaba el taller de Pally, veía los resultados de la labor destinada a mejorar el lugar, ordenar y limpiar el patio, reparar la empalizada y mejorar los campos. Como los días se alargaban, sería posible hacer más. Sam hubiera deseado ver una mejora análoga en el nuevo herrero. Drake trabajaba sin descanso del alba al anochecer, pero aún tenía que soportar muchas horas sombrías y solitarias, y todavía no había descubierto un modo más grato de afrontarlas. Tampoco demostraba interés en las jóvenes o las obreras del lugar; muchas de ellas se habrían sentido perfectamente felices de contraer matrimonio con un artesano tan apuesto, En realidad, ahora que era dueño de una propiedad pequeña pero libre de gravámenes, y que él mismo podía ganarse la vida con un oficio honrado, su persona se había convertido en la atracción principal del público femenino del vecindario.
Sam manipulaba los fuelles mientras Drake golpeaba un eje de hierro. Entre el estrépito y las chispas, explicó a su hermano dónde había estado.
—¡Pobre Bobbie! ¿Crees que podrá sanar?
—Dicen que la herida no es mortal, gracias a Dios.
—Tu visita demuestra que tienes buen corazón. Hiciste bien en ir, pero debiste avisarme. Te habría acompañado.
—Tienes que atender a tus clientes —dijo Sam, mirando alrededor—. Si faltas un día, viene alguien, cree que eres perezoso y busca otro lugar.
Con un antebrazo que permanecía obstinadamente pálido, Drake se limpió el sudor de la frente.
—¿Faltaste un día a la mina? Te lo compensaré. Aquí gano más de lo que necesito.
—No, puedo arreglarme. Durante un tiempo todavía tendrás que aprovechar todo lo que ganes… pero el buen Dios no te ha olvidado…
—Se lo debo al capitán Poldark… Sam, la semana anterior recibí una carta…
El rostro de Sam se ensombreció, porque él siempre temía que Morwenna escribiese.
—… de Geoffrey Charles.
Bastante parecido, pero en todo caso preferible.
—Dice que está muy bien en Harrow y que desea verme el verano próximo.
—Dudo de que su padre se lo permita.
—Su padrastro. Todavía no regresaron a Trenwith. Cuanto menos los vea tanto mejor, pero Geoffrey Charles puede ir y venir según su voluntad…
Una de las primeras compras de Drake había sido una vieja campana de barco, adquirida por pocos peniques en Santa Ana; ahora colgaba a la entrada del patio, de modo que el cliente pudiese llamar la atención si Drake estaba trabajando en el campo. Ahora, alguien comenzó a tocar vigorosamente la campana. Drake se acercó a la puerta. Sam, que con paso lento siguió a su hermano, oyó una risa femenina, y la reconoció instantáneamente, con una punzada de dolor.
—¡Herrero Carne! ¿Ya terminó el trabajo que le encomendamos? Lo traje hace dos semanas… ¡Oh, Dios mío, también está aquí el párroco Carne! ¿Tal vez he interrumpido una fiesta de rezos? ¿Tendré que volver el viernes?
Emma Tregirls, los cabellos negros agitados por la brisa, un vestido de algodón rosa asegurado en la cintura por un cinturón de terciopelo rojo, gruesos zapatos negros manchados de lodo, la piel reluciente al sol, los ojos chispeantes de vitalidad animal.
—Aquí lo tiene —dijo Drake—. Le he hecho un eje nuevo. No es más caro que reparar el viejo y durará más.
La joven se acercó y permaneció de pie, los brazos cruzados, mientras Drake alzaba un pesado tablón de madera con un gancho de hierro en el extremo. Sam no habló a la joven, y después de la primera broma ella nada le dijo y se limitó a mirar a Drake.
Estaba un poco fastidiada de ver allí al hermano mayor. Dos semanas atrás, en su tarde libre, Emma había visitado a su hermano Lobb, que trabajaba en su estampería de estaño, al fondo de la aldea Sawle, cerca del Guernseys, y había descubierto que estaba examinando un brazo de polea que se había quebrado y pensaba cargarlo al hombro y llevarlo a reparar al herrero de Grambler. Pero como de costumbre, tosía mucho, y le preocupaba la posibilidad de una recaída; así, Emma había dicho que ella se ocuparía de llevar la pieza. Al llegar a Sawle Combe ella había tomado hacia la derecha y no hacia la izquierda. La distancia que la separaba del taller de Pally era mayor, pero la joven había oído decir que Pally había vendido y que ahora trabajaba allí un joven y apuesto herrero; en definitiva, ella deseaba echarle una ojeada.
Era lo que había hecho, pero sin que ella misma hubiese producido el más mínimo efecto en el herrero. Emma se sintió bastante impresionada por el joven Drake, pero le irritó que por una vez en su vida su propia belleza parecía pasar inadvertida. Él la trató con cortesía y ecuanimidad, y al despedirse la acompañó hasta la salida, pero en sus ojos Emma no pudo ver esa «mirada» especial. Era tratada como si ella hubiera sido una anciana. La situación no agradó a Emma.
Ahora, había regresado para probar de nuevo la temperatura del agua, ¡y se encontraba con ese hermano que solamente sabía hablar de la Biblia y que todo lo echaba a perder! Aunque a decir verdad el hermano religioso la miraba con más interés que el herrero, si bien ella no podía estar segura de la parte que era interés por su cuerpo, y la parte que se refería al alma.
Extrajo su bolso y pagó, y las monedas tintinearon y relucieron cuando Emma las depositó en la mano de Drake. Después, alzó el pesado brazo, lo depositó sobre su propio hombro y se dispuso a partir.
—Señorita, ¿va a Sawle? —dijo Sam—. Yo voy también en esa dirección. Se lo llevaré. Es demasiado peso para una joven.
Emma se echó a reír.
—¡Yo lo traje hasta aquí! ¿Dónde está la diferencia?
—Drake, es hora de que me vaya —observó serenamente Sam—. No debo faltar a la reunión de la noche. Si yo no estoy, nadie puede reemplazarme.
—¡No bromee! No lo dude, soy tan fuerte como usted —dijo Emma—. Creo que podría derribarlo, si la gente no pensara que es impropio de una dama golpear a un hombre. ¡Dios mío!
—Drake, vendré a verte la semana próxima. El primer día festivo de la semana.
—Sí, Sam. Cuando gustes. Estaré aquí día y noche.
—Señorita, permítame llevar esta barra. Es demasiado peso para una joven —insistió Sam.
Con los ojos muy abiertos, bastante divertida, Emma acercó su hombro al de Sam y le permitió que trasladase el peso. Después, se frotó el hombro donde había descansado la barra y miró a Drake.
—Su hermano párroco es un individuo notable, ¿verdad? Cree que podrá convertirme, ¿eh? ¿Qué le parece, herrero?
—Señorita, quizás usted se ría de Sam, pero nunca conseguirá que se avergüence de su propia bondad —contestó Drake.
Emma se encogió de hombros.
—Y bien, que así sea —dijo—. De acuerdo, párroco, vamos de una vez. Conviene que nos pongamos en marcha.
III
Durante un rato ninguno de los dos habló. La joven alta y robusta caminaba al lado del hombre más alto y aún más robusto. Una intensa brisa que venía del noreste le apartaba los cabellos del rostro, y mostraba sus líneas bien perfiladas; también le pegaba el vestido al cuerpo, de modo que destacaba la plenitud de los pechos, la cintura fina y la amplia curva de los muslos. Después de una mirada sobresaltada, Sam desvió los ojos.
—Predicador, ¿su hermano no tiene interés en las jóvenes?
—Ah, no es eso, no.
—Creo que yo no le intereso.
Sam vaciló, preguntándose si debía explicar mejor la situación. De todos modos, era un asunto muy conocido. A ella le bastaba preguntar a otros.
—Drake quiso mucho a otra joven. Pero no era para él.
—¿Por qué no?
—No armonizaban bien. Ella era de una clase social diferente. Ahora está casada.
—¿Sí? Y él sigue sufriendo, ¿verdad?
—Así es.
—¡Qué tonto! ¡Ningún hombre lloró demasiado por mí! ¡Bah! ¡Y yo tampoco por ellos! La vida es demasiado breve, predicador. Bien… de modo que él quiere únicamente a la muchacha a la que no puede tener, ¿eh? Bien… Una bonita situación. ¿Y usted?
—¿Yo? —preguntó Sam, sobresaltado.
—Dios no le dijo que no podía casarse, ¿verdad?
—No… tal vez cuando llegue el momento… este… Emma, por ahí no. Eso es propiedad de los Warleggan.
Ella lo miró.
—Oh, de modo que sabe mi nombre… Esto es un atajo. Por aquí llegaremos antes a la aldea Grambler.
—Lo sé. Pero a los dueños no les gusta que la gente entre en su propiedad. Ya me han echado otras veces.
Emma sonrió, mostrando los dientes.
—Siempre vengo por aquí. No tema. Párroco, mientras esté conmigo yo le protegeré.
Sam quiso insistir en sus protestas, pero ella ya había salvado el muro y continuaba caminando. Él la siguió, con la carga al hombro. Qué extraño, pensó, la última vez que había venido por aquí traía otra carga con Drake, y en el bosquecillo que se levantaba a poca distancia habían conocido a Morwenna Chynoweth y a Geoffrey Charles Poldark. Había sido el comienzo de los problemas.
—¿Conoce mi apellido? —preguntó Emma.
—Tregirls.
—¿Y conoce a mi padre? Un viejo demonio, un sinvergüenza. Ahora está con Sally la Caliente. Ojalá se pudra en el infierno.
Sam se sintió perturbado y no supo qué contestar. Ciertamente, nunca había simpatizado con su propio padre, ni lo había admirado, pero había hecho todo lo posible para cumplir con su deber y amarlo; es decir, una actitud muy distinta de la que adoptaba Emma. En todo caso, jamás había pronunciado palabras como las que acababa de oír.
Emma lo miró y se echó a reír.
—No cumplo los preceptos religiosos, ¿verdad? Honra al padre y a la madre… lo sé. Pero mi padre nos abandonó cuando Lobb tenía doce años y yo seis. Lobb y yo nos criamos en el asilo. Después, Tholly volvió y quiso ser nuestro padre, mientras que durante trece años dejó que nos arreglásemos como mejor pudiéramos. En fin, le dijimos que no queríamos saber nada con él.
—El perdón en Cristo es una noble virtud —dijo Sam.
—Sí, sin duda. ¿Sabe una cosa? El mes pasado estábamos detrás de los arbustos y me puso la mano encima. Sí, Tholly lo hizo. ¿Qué le parece eso, párroco? ¿Desea que también perdone eso? Le dije que no. Le dije: Padre, cuando yo desee eso hay jóvenes por aquí mucho mejores que un viejo demonio con un solo brazo. Mejores que un hombre que abandonó a mi madre, ¡que nos abandonó cuando todos éramos pequeños!
Sam pasó la barra al otro hombro. Emma ni siquiera buscaba la protección del bosque y seguía un atajo aún más corto por el que podían ser vistos desde Trenwith. A lo lejos aparecieron dos hombres. Tendrían dificultades, exactamente el tipo de dificultades que Sam había tratado de evitar después de los choques del año precedente. Vio que uno de los hombres que se acercaban era Tom Harry, el menor de los hermanos Harry. No sólo eran guardas, sino protegidos especiales del señor Warleggan.
—Lobb siempre está enfermo. Lo detuvieron cuando tenía diecisiete años por robar manzanas, y la rueda lo quebró, de modo que nunca se siente bien. Y ahora tiene que alimentar a cinco niños y cuidar de su familia… Hola, Tom, burro viejo, trabajaste fuerte todo el día mirando los faisanes, ¿verdad?
Tom Harry era un hombre corpulento de rostro pesado y rojizo, el menos feo de los dos hermanos, pero igualmente formidable a causa de su mente obtusa, su fuerza bruta controlada por una inteligencia que sólo aceptaba absolutos. Sonrió a Emma, los ojos dispuestos a guiñar, pero cuando vio a Sam se le heló la expresión.
—Eh —dijo—. ¿Qué quiere? Márchese antes de que lo eche de aquí. Jack, echa de nuestra tierra a este vagabundo, y cuida de que no vuelva a entrar.
—¡Sam Carne me lleva esa barra! —dijo Emma con aspereza—. ¡Pertenece a mi hermano Lobb, y si Sam no la hubiese traído yo habría tenido que cargarla!
Tom la miró de arriba abajo y sus ojos apreciaron los juegos del viento con el vestido de la muchacha.
—Bueno, Emma, ya no lo necesitas, porque yo me ocuparé de llevarla hasta la casa de Lobb. Y usted, Carne, fuera de aquí.
—Tom Harry, Sam la trajo hasta aquí y la llevará el resto del camino. ¿Por qué tienes que aprovecharte de su trabajo?
Tom la miró, desvió los ojos hacia Jack, después hacia Sam, mientras su cerebro trabajaba lentamente.
—Fuera de aquí, Carne. O te daré una tunda. ¡Se acabaron los tiempos en que los gusanos como tú pisoteaban la tierra de Warleggan!
—Si le pones la mano encima —dijo Emma— jamás volveré a hablarte. ¡Ya puedes elegir!
Otra pausa, mientras Tom Harry meditaba el problema.
—¿Todavía eres mi muchacha?
—Lo mismo que lo fui siempre, ni más ni menos. Aún no soy de tu propiedad y jamás lo seré si afirmas que no puedo caminar por aquí…
—¡Siempre dije que podías! Recuérdalo, siempre dije que tú podías. Pero este…
Siguió un breve silencio durante el cual el ayudante de Tom Harry miró con ojos inexpresivos primero a uno de los interlocutores y después a la otra. Durante el diálogo Sam se había mantenido silencioso, los ojos fijos en el mar. Poco después, la conversación concluyó y la joven y su escolta pudieron pasar. Se alejaron en silencio, hasta que llegaron a Stippy Stappy, un camino que descendía hacia Sawle. De pronto, Emma se echó a reír.
—¿Ve? Fue muy fácil, ¿eh? Hacen lo que yo les ordeno que hagan, ¿no le parece?
—¿Es cierto lo que él dijo? —preguntó Sam.
—¿Qué?
—¿Usted es su muchacha?
—Bien… —Ella volvió a reírse—. Exactamente lo que dije. Más o menos. Quiere que me case con él.
—¿Y qué le contestará?
—Ah, eso depende, ¿no? No es la primera oferta que me hacen.
—Y probablemente no será la última.
Ella lo miró.
—Sam, opino que la única ventaja de una muchacha es tener a los hombres bailando, atados de la cuerda que ella sostiene. Cuando ellos obtienen lo que quieren, la muchacha está perdida. Es entonces cuando la tienen agarrada por el cuello. Vamos, haz lo que te mando, dame hijos, amasa el pan, barre la casa, trabaja la tierra. Y así siempre, desde la noche de bodas hasta la noche del entierro. Por eso, no creo que mi suerte mejore si me caso ahora mismo.
Sam pensó en los rumores acerca de la joven. Se sentía profundamente atraído por ella, como mujer y como alma que merecía ser salvada. Pero sabía que si mencionaba su propio interés espiritual en ella, provocaría sus habituales risas de burla. Descendieron la empinada colina hasta que llegaron a los ruinosos cottages y los cobertizos de limpiar pescado que estaban en el fondo del valle. El lugar hedía intensamente a pescado podrido, pese a que la sardina no llegaba hasta el verano. Algunos niños habían estado pescando, y una bandada de gaviotas disputaba donde habían quedado las entrañas y los huesos. Pero el olor nunca desaparecía del todo; y tampoco era exclusivamente olor de pescado.
A la derecha del camino cubierto de grava, una última estampería de estaño utilizaba el hilo de agua, afluente del Mellingey, y esa fue la dirección que tomó Emma.
Sam había estado antes en ese lugar, pues allí vivía Betty Carkeek, una conversa reciente de su rebaño; pero Sam jamás había visto a Lobb Tregirls, que vivía en la choza contigua. Se sobresaltó cuando vio a un hombre pálido, encogido, bastante encorvado, los cabellos ralos y canosos, que parecía más próximo a los cincuenta años que a los veintiséis o veintisiete que seguramente tenía, si podía creerse en la palabra de Emma. Alrededor, una pandilla de niños trabajaba o cargaba mineral, según la edad; todos estaban semidesnudos y tenían los brazos y las piernas muy flacos. La madre estaba en la playa, recogiendo algas.
Emma llegó como un hálito de alegría y buena salud, mencionó a Sam y explicó cómo la había ayudado; y Lobb movió la cabeza, asintió, fue a detener la estampadora y sin rodeos pidió a Sam que le ayudase a ajustar el eje. Mientras se hacía esto, Lobb apenas dijo una palabra, y Sam hizo lo que se le indicaba, aunque de tanto en tanto dirigía una mirada al vestido de algodón rosado y la cabellera negra, mientras Emma caminaba hacia la playa para saludar a su cuñada.
Más o menos en media hora habían montado el eje, y Lobb movió la palanca para dirigir nuevamente el agua hacia la rueda. Sam observó interesado cómo la débil caída de agua volvía a poner en movimiento gradualmente la gran rueda. La rueda activaba un tambor de metal que tenía a intervalos una serie de vástagos; se parecía mucho a una caja de música, pero en lugar de producir música esos vástagos alzaban y dejaban caer con diferentes intervalos una serie de doce rodillos muy grandes, que al caer ayudaban a aplastar el mineral crudo que descendía o era paleado desde las artesas, dispuestas a cierta altura. Debajo, el agua se utilizaba de nuevo para mover una barredora, gracias a la cual el estaño se depositaba, separándose así de la tierra, que era más liviana.
—Carne, creo que estoy en deuda con usted. ¿Usted es uno de los hombres de Emma? —preguntó Lobb.
—No —dijo Sam.
—Creo que ella está tratando de elegir al que le parece mejor.
Es astuta. Si no lo fuera, se vería en aprietos. Muchas doncellas se vieron en dificultades por menos de lo que ella ha hecho.
Sam miró en dirección al mar.
—Creo que es hora de que me marche.
Durante los últimos años pocas veces se había sentido tan embarazado como era el caso con estos Tregirls. Con los Hoskin podía haber desacuerdo acerca de los derechos de los mineros a tomarse la justicia por propia mano, pero aun así todos defendían los mismos conceptos básicos y discrepaban sólo acerca del modo de aplicarlos. No era el caso ahora. Rara vez el lenguaje que él empleaba en una sola tarde omitía de modo tan visible las coloridas frases de los Testamentos, a las que había consagrado su vida. No se trataba de que no fueran oportunas, parecía más bien que estaba hablando inglés con personas que sólo sabían chino. Estaba entre paganos, para quienes la palabra del Evangelio nada significaba. Las frases no tenían sentido, carecían de contenido, las palabras eran absurdas. Por el momento, era mejor ahorrar saliva.
—Hola —dijo Lobb, con gesto hosco—. Mirad quién viene aquí.
Un hombre montado en un burro bajaba la pendiente. Estaba tocado con un sombrero de ala ancha, las piernas le colgaban a tan escasa altura que casi tocaban el suelo, sostenía las riendas con mano vigorosa y el segundo brazo descansaba sobre la montura y terminaba en un gancho de hierro. Tenía el rostro arrugado y parecía guiñar constantemente.
—Mi padre —dijo Lobb, con mucho desprecio—. No quiero saber nada con él.
—Aunque no lo tolere —dijo Sam—, ¿no sería mejor saludarlo?
—Mire —dijo Lobb—, esto no le concierne.
—Sé que los abandonó. Emma me lo dijo.
—Cuando se fue, todos tuvimos que ir al asilo. ¿Sabe cómo es eso? Obligó a nuestra madre a ir al asilo. Y ahora vuelve, se pavonea y nos trae regalos… No soporto hablar con él. Carne, si usted quiere váyase. Le estoy muy agradecido por la ayuda.
Cuando Sam salió de la casa, Tholly ya había desmontado de su burro y con el gancho sostenía un bolso, mientras con la mano sana revisaba el contenido.
—Esta mañana tuve un golpe de suerte, y os traigo unas cositas. ¿Qué os parece esto? —Extrajo un par de briches de cuero y los mostró—. No me vienen bien. Pensé que Lobb podría usarlos. Pagué por ellos tres chelines y seis peniques. Es mucho dinero. Y todavía pueden usarse años, muchos años.
—Gracias, tío Tholly —dijo Mary Tregirls, una mujer desaliñada y delgada, que quizás había sido bonita tiempo atrás—. Se lo diré a Lobb cuando venga del taller.
—¡Eh, Lobb! —gritó Tholly, imperturbable ante la actitud de su hijo—. ¡También traje algo para Mary! —Miró a Sam—. El hermano de Drake Carne, ¿verdad? Peter, ¿no es así?
—Sam —dijo Sam.
—Sam Carne, ¿eh? Ha estado ayudando a Lobb, ¿no es así? Todos tratamos de ayudar a Lobb, cuando él permite que lo ayuden. Emma, mi bomboncito, por lo que veo tan bonita como siempre.
—Emma, me marcho —dijo Sam—. Debo estar en casa antes de las seis. ¿Usted… aún no viene?
—No —dijo Emma. Y a su padre—: ¿Qué trajiste para Mary?
Tholly rebuscó en su bolso.
—Mira esto. Una enagua muy abrigada. ¡Cuesta cuatro chelines! ¡Quiere decir que gasté siete chelines y seis peniques en los dos! ¡Ahora no digas que tu padre nunca te trae nada! Emma, pensé comprarte un gorro, pero costaba más de lo que yo podía gastar. —Tosió ruidosamente al aire, expeliendo una lluvia de gotitas de saliva—. ¡Peter! —dijo cuando vio que Sam comenzaba a alejarse.
—Sam —dijo Sam.
—Por supuesto. Soy muy distraído. Sam, ¿usted sabe luchar?
Sam vaciló.
—No. ¿Por qué?
—El domingo de la semana próxima hay encuentros de lucha.
Estoy organizando uno. Usted es alto y fuerte. ¿Nunca luchó?
—Sólo cuando era jovencito.
—¡Y bien!
—No. Ya no acostumbro a hacerlo. Ahora no. —Sonrió a Tholly para suavizar su rechazo—. Adiós, Emma.
—Adiós —dijo Emma—. ¡Padre, debiste traer comida, no ropas!
—Sí, sí, ¿es este el único agradecimiento que recibo? ¡La próxima vez compraré algo para cubrirme el cuerpo! ¡Sam!
—¿Sí? —Sam volvió a detenerse.
—¿Le interesan los cachorros de perro? Tengo dos, muy bonitos. Una verdadera belleza. Los últimos de la camada. Puedo vender uno muy barato, si se trata de un amigo. ¡Son excelentes! Dentro de un año…
—Gracias. —Sam movió la cabeza—. Gracias, no. —Y continuó caminando.
Mientras se alejaba, aún podía oírlos discutir acerca de los regalos de Tholly, mientras Lobb se mantenía obstinadamente apartado manipulando la rueda de agua.
Pensó: Una verdadera tribu de Tregirls… no había personas: todos paganos, luchadores, vitales, codiciosos, activos y miserables, y en general inconscientes de sus propios pecados. Aunque todos merecían la salvación, pues a los ojos del Cielo todas las almas eran preciosas, Sam pensaba que sólo Emma parecía encerrar cierta esperanza. E incluso podía decirse que ese rayo de esperanza estaba más en el alma del propio Sam que en la de Emma.
Aunque ella era pecadora, como lo eran todas las criaturas, después de haber caminado y charlado con ella a Sam le parecía difícil creer las terribles cosas que se decían de su persona. Era tan franca, tan directa, de aspecto y modales tan claros, que a Sam se le hacía imposible creer que ella pudiera convertirse en juguete de un hombre. Pero aunque así fuera la analogía bíblica que Sam había meditado mientras trabajaba en la mina continuaba siendo válida.
Pero ¿cómo despertar en ella el arrepentimiento? ¿Cómo lograr que una persona cobrase conciencia del pecado cuando su indiferencia era tan absoluta? Él necesitaba orar, pidiendo a Dios que le mostrase la solución del problema.