Era una soleada tarde de febrero, y a pesar del buen tiempo, toda la jornada había sugerido la posibilidad de una helada, como una suerte de frío relente. La diligencia recorrió el último tramo del viaje de Bodmin a Truro, se detuvo más o menos a kilómetro y medio de la ciudad, y depositó a dos jóvenes al comienzo de un camino que descendía hacia el río. Las esperaba una joven alta, elegante y tímida, la misma que durante los últimos meses había sido conocida por los habitantes del lugar como la nueva esposa del vicario de Santa Margarita.
La joven, que venía acompañada por un criado, abrazó con mucho afecto a las dos muchachas, y los ojos se le llenaron de lágrimas; poco después, todas comenzaron a descender por el camino, seguidas por el criado que llevaba un baúl y una maleta pertenecientes a las viajeras. Charlaban sin detenerse un momento y el criado, acostumbrado a la reserva y el silencio excesivos de su ama, vio asombrado que ella participaba de la conversación e incluso reía. Le pareció un hecho sorprendente.
No parecía muy claro que se tratara de tres hermanas, salvo quizás en los nombres extraños que el padre, un romántico incorregible, les había puesto. La mayor, Morwenna, casada con el vicario, era morena, de piel oscura, bellos y dulces ojos miopes, de atractivo discreto y figura noble, que ahora comenzaba a engordar por el niño que llevaba en el vientre. La segunda hermana, Garlanda, que había viajado sólo para acompañar a la hermana menor, y regresaba a Bodmin con la diligencia siguiente, era robusta, al estilo campesino, con ingenuos ojos azules, espesos y desordenados cabellos castaños, vivacidad en los movimientos y el hablar y una voz extrañamente profunda, que parecía la de un varón poco después de haberla cambiado.
La menor, Rowella, que aún no tenía quince años, era casi tan alta como Morwenna, pero más delgada, su piel tenía un color parecido al pardo ratón y los ojos estaban bastante juntos sobre la nariz larga y delgada. Tenía la piel muy fina, una expresión astuta, las cejas más claras que el cabello, un labio inferior que tendía a temblar y el mejor cerebro de la familia.
Al pie de la colina había un grupo de cottages con techo de paja, el portón de arco, la vieja iglesia de granito construida en 1326; y más lejos, el vicariato, una casa cuadrada, grata a los ojos, que miraba al río. Las tres mujeres entraron, sacudieron el lodo y la escarcha medio fundida de las faldas, y pasaron a la sala para beber el té. Allí se reunió con ellas el reverendo Osborne Whitworth. Ossie era un hombre corpulento, con una voz acostumbrada a hacerse oír, pero a pesar de la extravagancia de sus prendas a la moda, se mostraba torpe en presencia de mujeres. Aunque había tenido dos esposas, su comprensión del sexo opuesto estaba limitada por su falta de imaginación. Veía en las mujeres sobre todo objetos, vestidos de distinto modo que él, apropiados para recibir cumplidos insinceros, madres de hijos, vehículos estáticos pero útiles para perpetuar la raza humana; y a menudo, pero sólo por breves momentos cada vez, como los objetos desnudos de su deseo. Si hubiese conocido la observación de Calvino en el sentido de que las mujeres fueron creadas para engendrar hijos y morir de ello, probablemente habría coincidido.
En todo caso, su primera esposa había muerto de ese modo, dejándole dos hijitas, y él había adoptado rápidas medidas para sustituirla por otra mujer. Había elegido a una joven cuyo cuerpo le atraía físicamente y cuya dote matrimonial, gracias a la generosidad del señor George Warleggan —ahora convertido en primo político— le había ayudado a enjugar antiguas deudas y a mejorar su futuro nivel de vida. Hasta ahí, todo iba bien.
Pero incluso su mente cerrada había llegado a comprender durante los últimos meses que su nueva esposa no estaba satisfecha con el matrimonio o con su nueva situación. En cierto sentido, Ossie estaba preparado para soportar cierto «decaimiento» de las mujeres después del matrimonio, pues su primera esposa, si bien al comienzo había aceptado de buen grado la unión física, después había mostrado una disposición cada vez menor a recibir sus atenciones; y aunque jamás había esbozado el más mínimo intento de rechazarlo, en su actitud Ossie había observado cierta resignación que, por cierto, no le había agradado demasiado.
Pero con Morwenna nunca había sido diferente. Él sabía —sí, ella se lo había dicho antes del matrimonio— que Morwenna no lo «amaba». Ossie había desechado el asunto como un capricho femenino, algo que podía resolverse fácilmente en el lecho matrimonial: tenía confianza suficiente en su propia atracción masculina para suponer que esas vacilaciones virginales de Morwenna pronto desaparecerían. Pero aunque ella se sometía a sus abundantes atenciones cinco veces por semana —ni los sábados ni los domingos— su actitud sumisa a veces se parecía a la de un mártir en la pira. Ossie rara vez le miraba la cara mientras realizaban el acto, pero los vistazos ocasionales le revelaban la boca tensa, las cejas contraídas; y después, a menudo ella temblaba y se estremecía sin control.
A Ossie le hubiera agradado creer que la causa de esas reacciones era el placer… si bien se reconocía en general que las mujeres no extraían placer de todo esto; pero la expresión de los ojos, cuando él alcanzaba a verla, demostraba con mucha claridad que este no era el caso.
La actitud de Morwenna lo fastidiaba e irritaba. A veces, le inducía a incurrir en pequeñas crueldades, crueldades físicas de las que después se avergonzaba. Ella cumplía bastante bien sus sencillas obligaciones domésticas, atendía a los visitantes que llegaban a la parroquia, y a menudo estaba fuera de la casa cuando él suponía que debía estar dentro; quería a las hijas de Ossie, y estas, después de un período de prueba, la habían aceptado con afecto; asistía a los servicios religiosos, alta y delgada, bien, ahora más o menos delgada; se sentaba a la mesa e ingería su alimento; usaba, con su estilo demasiado discreto, las ropas que él había ordenado confeccionar; comentaba con él los asuntos de la iglesia, y a veces incluso las noticias de la ciudad; cuando Ossie asistía a una recepción —por ejemplo, la boda de Carolina Penvenen— ella lo acompañaba. Durante las comidas no charlaba como Esther, no se quejaba cuando estaba enferma, no despilfarraba el dinero en trivialidades y mostraba una dignidad de la cual su primera esposa había carecido por completo. Ciertamente, hubiera podido ser la clase de mujer que a él le habría complacido del todo, si hubiese podido dejarse de lado el propósito principal del matrimonio, un hecho lamentable pero necesario.
No, no era posible desechar eso. La semana precedente, cuando presidía la ceremonia de la boda en su propia iglesia, Ossie había permitido que su mente se apartase de la tarea inmediata y cavilase un momento acerca de su propio matrimonio y los tres propósitos que según el Evangelio justificaban el vínculo conyugal. El primero, la procreación de hijos, ya estaba cumpliéndose. El tercero, el confortamiento y la compañía mutuos, etc., se desarrollaba bastante bien; casi siempre ella lo acompañaba y hacía su voluntad. El inconveniente estaba en el segundo, «… una barrera opuesta al pecado y a la fornicación; que las personas que no tienen el don de la continencia puedan casarse y se mantengan como miembros puros del cuerpo de Cristo». Bien, él no tenía el don de la continencia, y Morwenna estaba allí para salvarlo de la fornicación. No era justo que ella temblase y se estremeciese cuando él la tocaba. «Las esposas», había dicho San Pablo, «deben someterse a sus maridos como al Señor». Lo había dicho tanto en su Epístola a los Efesios como en la Epístola a los Colosenses. No era justo que ella mirase con horror y asco el cuerpo del marido.
Por eso, a veces ella lo empujaba al pecado. A veces, él la lastimaba cuando no era necesario. Una vez, le había retorcido los pies hasta que ella gritó; pero eso no debía volver a ocurrir. Esa noche se había sentido muy perturbado. Y pensaba que Morwenna tenía la culpa del episodio.
Pero hoy, frente a las tres jóvenes, él se sentía mejor que nunca. Seguro en su dignidad —había dicho a Morwenna, antes de que llegasen sus hermanas, que ellas debían llamarle «señor Whitworth» cuando estaban reunidos, pero que con otros debían aludir a él llamándole «vicario»— Ossie podía relajarse y mostrarse torpemente amable. Estaba de pie sobre la alfombrilla del hogar, las manos tras la espalda y los faldones de la chaqueta sobre los brazos, y les hablaba de los asuntos de la parroquia y los defectos de la ciudad, mientras ellas bebían té y murmuraban respuestas y reían cortésmente de las bromas del dueño de la casa. Después, relajándose aún más, él les explicó detalladamente una mano de naipes que había jugado la víspera, y Morwenna volvió a respirar, pues ese género de confianza era siempre signo de que Ossie aprobaba. Jugaba whist tres veces por semana: era su pasión favorita, y la partida de la víspera era el tema acostumbrado en el desayuno.
Antes de dejarlas libradas a sus propios recursos, Ossie pensó que era necesario corregir una posible impresión de frivolidad, originada en sus propios modales o su conversación, y así se lanzó a un resumen de sus opiniones acerca de la guerra, la escasez de alimentos en Inglaterra, el peligroso aumento del descontento, la desvalorización de la moneda y la inauguración de un nuevo cementerio en Truro. Y así, después de cumplir su deber, tocó la campanilla para llamar a la criada, y ordenar que retirasen el servicio de té —Garlanda aún no había terminado— y se separó de las mujeres, para regresar a su estudio.
Pasó un rato antes de que las tres jóvenes reanudaran su conversación normal, y cuando así lo hicieron se centró principalmente en los asuntos de Bodmin y las noticias de los amigos comunes. Garlanda, una mujer de buen carácter, de naturaleza sincera y práctica, ardía en deseos de formular todas las preguntas que podían ocurrírsele acerca de los preparativos para el futuro hijo; y si Morwenna era feliz en su vida conyugal, qué sentía siendo la esposa de un vicario en lugar de la hija de un deán, si había conocido a mucha gente de la ciudad y qué vestidos nuevos había comprado. Pero era la única de las hermanas que sabía algo de las dificultades de Morwenna y esa misma tarde, apenas vio a su hermana, comprendió que esta no se sentía mejor que antes. Había abrigado la esperanza de que unos pocos meses de matrimonio, y especialmente el futuro hijo, la inducirían a olvidar «al otro». Garlanda aún no sabía si lo que inquietaba a Morwenna era el recuerdo de su amor perdido, o simplemente el desagrado que sentía por su esposo; pero ahora que conocía a Ossie, comprendía algunos de los problemas que su hermana tenía que afrontar. Lástima que ella no pudiera quedarse, pensó Garlanda; hubiera ayudado a Morwenna más que ninguna de las restantes hermanas. Morwenna era una criatura muy dulce y suave, a quien era fácil lastimar, pero que por temperamento tendía a ser feliz; durante los años siguientes necesitaba endurecerse para tratar con un hombre como Ossie, para enfrentarse a él; de lo contrario, acabaría sometiéndose y llegaría a ser un ratoncito tímido, tan temerosa del marido como esas dos niñitas que eran las hijas de Ossie. Tenía que adquirir más fuerza.
Con respecto a la hermana que ahora debía vivir allí, Garlanda no sabía qué pensaba ella y probablemente jamás lo sabría. Pues mientras la discreción y la reticencia de Morwenna en realidad eran muy transparentes y se originaban sólo en la timidez, de modo que todos muy pronto conocían sus pensamientos, sus sentimientos y sus temores, la pequeña Rowella, con su nariz fina, los ojos estrechos y el labio inferior móvil, se había mostrado inescrutable desde el día en que nació. La pequeña Rowella, que ya era varios centímetros más alta que Garlanda, apenas intervenía en la conversación ahora que, de un modo irregular, se había reanudado. Sus ojos recorrieron el salón, como lo habían hecho varias veces desde que entrara allí, juzgándolo, llegando a sus propias conclusiones, las que fueran, del mismo modo que había extraído sus propias conclusiones acerca de su nuevo cuñado.
Poco después, mientras sus dos hermanas charlaban, Rowella se puso de pie y se acercó a la ventana. Ya era casi de noche, pero aún había luz cerca del río, que brillaba como una uva pelada entre los árboles sombríos.
La criada entró con velas y así expulsó el último resto de luz diurna.
Al advertir que Rowella estaba tan silenciosa, Morwenna se puso de pie, se acercó a la ventana y rodeó con los brazos los hombros de su hermana.
—Bien, querida, ¿crees que esto te gustará?
—Gracias, hermana, así estaré cerca de ti.
—Pero lejos de mamá y de tu hogar. Tendremos que apoyarnos una en la otra.
Garlanda miró a sus dos altas hermanas, pero no dijo nada.
De pronto, Rowella observó:
—El vicario se peina con mucha elegancia. ¿Quién es su peluquero?
—Oh… Alfred, nuestro criado, se ocupa de eso.
—No se parece en nada a papá, ¿verdad?
—No… no, no se parece.
—Y tampoco se parece al nuevo deán.
—El nuevo deán viene de Saltash —dijo Garlanda—. Un hombrecito menudo, parece un pajarito.
Se hizo el silencio.
—No creo que estemos tan cerca de la revolución como sugiere el vicario, pero la semana pasada hubo desórdenes en Flushing… ¿A qué distancia está de Truro? —intervino Rowella.
—Más o menos un kilómetro y medio. Un poco más si uno sigue el camino de los carruajes.
—¿Hay tiendas allí?
—Oh, sí, en la calle Kenwyn.
Una pausa.
—Tu jardín es bonito. ¿Se extiende hasta el río?
—Oh, sí. —Morwenna hizo un esfuerzo—. Sara, Ana y yo nos divertimos mucho. Cuando la marea crece se forma una islita, y nos quedamos en ella y fingimos que somos náufragos y que esperamos un bote. Pero si no elegimos el momento justo para huir, tenemos que hundir los pies en el lodo y mojarnos… y también alimentamos a los cisnes. Hay cuatro, y son muy mansos. Uno tiene un ala dañada. Lo llamamos Leda. Robamos mendrugos de la cocina. Ana tiene mucho miedo, pero Sara y yo… en fin, comen de nuestra mano…
Ahora la oscuridad era tan completa que sólo alcanzaban a ver sus imágenes reflejadas en la ventana.
—Te he traído un almohadón alfiletero. Es de satén blanco y colores extraños… arriba y abajo tiene dibujos diferentes. Creo que te agradará —dijo Rowella.
—Estoy segura de que así será. Muéstramelo cuando desempaques.
Rowella se estiró.
—Wenna, creo que lo haré ahora mismo. Me aprietan los zapatos y deseo cambiar de calzado. Pertenecían a Carenza, que creció y los dejó, y así ahora los uso yo. Pero creo que también son demasiado pequeños para mí.
II
Ross Poldark había conocido a los Basset más o menos toda su vida, pero más que amistad había sido el conocimiento que tienen unos de otros los propietarios de Cornwall. Sir Francis Basset era un hombre demasiado importante para relacionarse estrechamente con los pequeños caballeros del condado. Era dueño de la propiedad Tehidy, a unos quince kilómetros al oeste de Nampara, y sus grandes intereses mineros le suministraban una renta más abundante que la de cualquier habitante del condado. Había escrito y publicado trabajos acerca de la teoría política, la agricultura práctica y la seguridad en las minas. Era protector de las artes y las ciencias, y pasaba la mitad del año en Londres.
Por lo tanto, sorprendió a los Poldark recibir en marzo una carta suya invitándoles a almorzar en Tehidy; aunque no les sorprendió tanto como hubiera sido el caso un año atrás. Por mucho que la situación lo irritara, Ross era un héroe del condado después de su aventura en Quimper; conocían su nombre personas que jamás habían oído hablar de él, y esa no era la primera invitación inesperada que habían recibido. En algunos casos, había logrado rehusar… y el principal obstáculo para adoptar esa actitud había sido Demelza, que por principio jamás rechazaba ninguna invitación. Durante el invierno, Clowance había tenido una dentición difícil y Ross había aprovechado esta circunstancia para salirse con la suya; en efecto, la muerte de Julia aún se mantenía como un recuerdo vivo en la mente de Demelza, y el hecho de que el nuevo hijo fuese una niña la inducía a suponer que la pequeña era particularmente vulnerable. Pero ahora Clowance se sentía mejor, y por lo tanto no había excusa.
—Oh, simpatizo bastante con este hombre —dijo Ross, que ya había agotado sus excusas—. Es distinto de mis vecinos más inmediatos; es un hombre sensible, aunque un tanto rudo en el manejo de sus asuntos. Ocurre sencillamente que no me agrada una invitación que se origina de un modo tan evidente en mi reciente notoriedad.
—Notoriedad no es la palabra apropiada —dijo Demelza—. ¿No te parece? Creía que notoriedad alude a una especie de mala fama.
—Imagino que puede sugerir diferentes formas de fama. En todo caso, es aplicable a la fama inmerecida… es decir, la mía.
—Quizás otros sean mejores jueces que tú, Ross. No es vergonzoso que a uno lo conozcan como una persona valerosa y atrevida.
—Temeraria y absurda. Perdí tantos hombres como los que salvé.
—No, a menos que incluyas en tu afirmación a los que murieron tratando de escapar por su cuenta.
—Bien —dijo Ross, inquieto—, la objeción vale. No me agrada que me aprecien por razones equivocadas. Pero acepto. Acepto, me rindo; iremos y soportaremos a sir Francis en su madriguera. Como sabes, su esposa también se llama Frances. Y su hija. De modo que llegarás a confundirte mucho si bebes demasiado oporto.
—Sé cuándo dirás algo desagradable —afirmó Demelza—. Se te mueven las orejas, como a Garrick cuando ve un conejo.
—Quizás es el mismo impulso —dijo Ross.
De todos modos, Demelza se habría sentido mejor si se hubiera tratado de una velada en la cual hubiera podido fortalecerse con un vaso o dos de oporto un instante después de llegar. Para Ross no tenía importancia que ella hubiera nacido a un kilómetro o dos del parque Tehidy, y que el padre hubiese trabajado toda su vida en una mina cuyos derechos de explotación estaban en manos de sir Francis Basset. Cuatro de sus hermanos habían trabajado antes o después en minas cuyas acciones estaban casi todas en manos del potentado. En Illuggan y Cambóme el nombre de sir Francis Basset era tan importante como el nombre del rey Jorge, y habría sido emocionante incluso que la presentaran a él en la boda. ¿Sabía o no sabía sir Francis que la señora de Ross Poldark había sido la hija de un minero, que había vivido en una choza con seis hermanos y un padre borracho que la castigaba con el más mínimo pretexto? Y si no lo sabía, ¿quizás el acento de Demelza —a pesar de que su inglés había mejorado mucho— no la delataría? Para el oído educado, había muchas diferencias perceptibles entre un distrito y otro.
Pero Demelza nada dijo a Ross, porque eso podía ofrecerle otra razón para rehusar y ella no creía que él debiera negarse; y, por otra parte, sabía que no iría sin ella.
La invitación era un jueves, y debían llegar a la una, de modo que salieron poco después de las once, bajo una ligera lluvia.
El parque Tehidy era con mucho la residencia más grande y lujosa de toda la costa norte de Cornwall, desde Crackington hasta Penzance. Aunque estaba rodeada a escasa distancia por páramos y mostraba todos los deterioros provocados por la explotación minera, también tenía hermosos bosques, un parque con ciervos y un bonito lago a menor altura que la casa. Varios centenares de hectáreas la aislaban de la industria que aportaba a su propietario más de 12 000 libras esterlinas anuales. La casa misma era una enorme mansión palladiense cuadrada, con un «pabellón» o casa más pequeña en cada rincón. Uno era una capilla, otro un enorme invernadero y los dos restantes alojaban a los criados.
Entraron y fueron saludados por los anfitriones. Si algo sabían de los orígenes de Demelza, no lo dieron a entender ni siquiera con un pestañeo. De todos modos, Demelza se sintió muy aliviada al ver a Dwight y Carolina Enys entre los invitados.
Entre ellos estaba un tal señor Rogers, hombre maduro y regordete proveniente de la costa meridional, cuñado de sir Francis, dos de las hermanas del dueño de la casa, su hija de catorce años y, por supuesto, lady Basset, una mujercita atractiva y elegante, cuyas proporciones menudas armonizaban muy bien con las de su marido. Completaba el grupo un florido caballero, el general William Macarmick, y un joven llamado Armitage, ataviado con el uniforme naval y la charretera de teniente en el hombro izquierdo.
Antes del almuerzo visitaron la casa, cuyo interior era tan lujoso que las grandes residencias levantadas alrededor del Fal en comparación parecían modestas. De las paredes colgaban hermosos cuadros, había otros sobre los rebordes de las chimeneas y por doquier el visitante veía nombres como Rubens, Lanfranc, Van Dyke y Rembrandt. Cuando se lo presentaron, el teniente Armitage no interesó especialmente a Demelza, hasta que ella vio cómo saludaba a Ross y entonces comprendió que era el pariente de los Boscawen a quien Ross había liberado de la prisión de Quimper. Era un joven sorprendente, cuya palidez, quizá resultado del prolongado período de cárcel, acentuaba el atractivo de los grandes ojos oscuros, provistos de más pestañas que cualquier mujer podía envidiar. Pero no había nada femenino en su rostro de rasgos acentuados y en su aire contenido y enigmático, y Demelza vio que sus ojos tenían un destello especial cuando la miraba.
Cuando al fin se sentaron a comer eran las tres. Demelza ocupaba un lugar frente al teniente Armitage, entre Dwight y el general Macarmick. Este, aunque ya anciano, se mostraba alegre y animoso; era un hombre que tenía muchas opiniones y no carecía del deseo de manifestarlas. Otrora había sido miembro del Parlamento por Truro, había organizado un regimiento destinado a las Indias Occidentales y había amasado una fortuna con el tráfico de vino. Se mostraba cortés y encantador con todos, pero entre plato y plato, cuando sus manos no estaban ocupadas con la comida, varias veces tanteó la pierna de Demelza encima de la rodilla.
A veces, ella se preguntaba qué había en su propia personalidad que inducía a los hombres a mostrarse tan audaces. Antes, cuando ella había asistido a diferentes recepciones y bailes, siempre se había visto asediada por dos o tres hombres que pedían la pieza siguiente y, a menudo, otras cosas además de la danza. Sir Hugh Bodrugan aún se acercaba esperanzado a Nampara un par de veces al año, quizá con la idea de que más tarde o más temprano la tenacidad tendría su recompensa. Dos años atrás, durante el almuerzo en Trelissick, conoció a ese francés que había salpicado toda la conversación con sugerencias impropias. A Demelza no le parecía justo.
Si ella hubiese pensado que poseía suprema belleza, o que era muy impresionante —por ejemplo, tan bella como Elizabeth Warleggan, o tan impresionante como Carolina Enys— la situación le habría parecido más aceptable. En cambio, se limitaba a mostrar una actitud amistosa y ellos la confundían. O bien sentían que en su persona había una femineidad especial que les excitaba. O quizá creían que, a causa de su falta de educación, sería presa fácil. O bien, lo mismo les ocurría a todas las mujeres. Tenía que preguntar a Ross con qué frecuencia pellizcaba las piernas de las mujeres bajo la mesa del comedor.
Se habló mucho de la guerra. El señor Rogers había hablado poco antes con varios emigrados franceses y creía que el Directorio formado poco antes estaba a punto de desmoronarse y que en su caída arrastraría a la República.
—No sólo —afirmó Rogers— hay descomposición moral y religiosa, también se observa gran deterioro de la voluntad, el rechazo a todo lo que signifique deber o responsabilidad, la falta de disposición para actuar en defensa de los pocos fanáticos ateos que se aferran al poder. Usted, señor —dijo dirigiéndose a Ross— sin duda confirmará mis palabras.
El asentimiento de Ross indicó cortesía más que acuerdo.
—Mi contacto con los republicanos franceses ha sido escaso —excepto el reducido grupo al que conocí— y en circunstancias que podrían denominarse de combate. Por desgracia, mi experiencia de los contrarrevolucionarios franceses ha sido tal que también a ellos podría aplicársele lo que usted acaba de decir.
—De todos modos —dijo Rogers sin inmutarse—, la caída del actual régimen francés no puede tardar mucho. ¿Usted qué opina, Armitage?
El joven teniente apartó los ojos de Demelza y dijo:
—Aunque estuve nueve meses en Francia sólo vi algo los primeros nueve días, mientras me trasladaban de una cárcel a otra. ¿Y usted, Enys?
—Después que nos encerraron en Quimper —dijo Dwight—, fue como vivir en el purgatorio. Sí, de tanto en tanto oíamos hablar a los guardias. El costo de muchas cosas se había multiplicado doce veces en un año.
—En mil setecientos noventa uno podía comprar un sombrero en París, un buen sombrero, por catorce libras —dijo Rogers—. Según oí decir, ahora cuesta casi seiscientas. Los campesinos no llevarán sus productos al mercado porque el papel moneda con el que les pagan pierde su valor en una semana. Un país no puede librar una guerra si no dispone de una sólida base económica.
—Esa es también la opinión de Pitt —dijo sir Francis Basset.
En el silencio que siguió, Ross añadió:
—Este joven general que aplastó a los contrarrevolucionarios de París ¿no recibió el mando del ejército francés en Italia? Este mes. Hace algunos días. Siempre olvido su nombre.
—Bonaparte —dijo Hugh Armitage—. Fue el hombre que capturó Tolón a fines del noventa y tres.
—Hay un nuevo grupo de jóvenes generales —dijo Ross—. Hoche es el más inteligente. Pero mientras vivan, manden tropas y no sufran derrotas en el campo de batalla, se hará difícil creer que la dinámica de la Revolución se ha agotado. Existe el riesgo de que, por no hacer caso de la concepción ortodoxa de la guerra y la economía, se apoyen demasiado en el impulso del proceso. Durante años se ha pagado al ejército sólo con el botín de los países conquistados.
—Este Bonaparte aplastó la contrarrevolución a cañonazos… —dijo Basset—, limpió con metralla las calles de París; mató e hirió a centenares de compatriotas. Es evidente que no podemos menospreciar a hombres como él. Y el Directorio de Cinco, que derrocó a los anteriores tiranos sanguinarios… esos cinco son criminales de la peor calaña. No pueden permitir que la máquina de guerra se detenga. Para ellos y para los generales jóvenes se trata de vencer o morir.
—Me alegra oírle hablar así, señor —observó el teniente Armitage—. Mi tío pensó que si cenaba con un whig tan destacado y distinguido, quizás oyera hablar de paz y recogiera alusiones favorables a la Revolución.
—Su tío debería saber a qué atenerse —dijo fríamente sir Francis—. El verdadero whig es tan patriota como todos los habitantes de este país. Nadie detesta más que yo a los revolucionarios, pues han pisoteado todas las leyes divinas y humanas.
—En mi condición de tory veterano —dijo el general Macarmick— yo no podría haberlo expresado mejor.
Demelza movió su rodilla.
—Una rociada de metralla —continuó el general, mientras recuperaba alegremente la rodilla de Demelza—, una andanada de metralla de tiempo en tiempo no vendría mal en este país. ¡Mira que incendiar el carruaje del Rey cuando se dirigía al Parlamento! ¡Monstruoso!
—Creo que arrojaron sólo piedras —dijo Dwight—. Y alguien descargó su…
—Y cuando el carruaje regresaba, lo volcaron… ¡y casi lo destrozaron! ¡Habría que dar una lección a esos rufianes y vagabundos!
Demelza miró el bacalao hervido con salsa de camarones que el criado había depositado frente a ella, y después volvió los ojos hacia lady Basset, para comprobar qué tenedor elegía. A pesar de la austeridad de los tiempos —se limitaba voluntariamente el consumo de alimentos y se consideraba patriótico moderar el estilo de vida— el almuerzo era excelente. Sopa, pescado, venado, vaca, cordero con tartas, compotas y budín de limón; y borgoña, champaña, madeira, jerez y oporto.
Durante un rato se comentaron las noticias locales. Por ejemplo, la repentina muerte de sir Piers Arthur, uno de los miembros del Parlamento por Truro; su fallecimiento obligaría a convocar a elecciones en el distrito y cabía preguntarse si los Falmouth elegirían en el condado al nuevo miembro que debía acompañar al capitán Gowers en la Cámara. Cuando lo miraron, el teniente Armitage sonrió y movió la cabeza.
—No me pregunten nada. No soy candidato, y no tengo la menor idea acerca de quién puede serlo. Tampoco soy confidente de mi tío. ¿Y usted, general?
—No, no —dijo Macarmick—. Nada tengo que ver con esas cosas. Estoy seguro de que su tío tratará de hallar un hombre más joven.
También se comentó el interés del condado en la construcción de un hospital central destinado a atender las enfermedades de los mineros; y la idea, formulada entre otros por sir Francis Basset y el doctor Dwight Enys, en el sentido de que dicho hospital central debía instalarse cerca de Truro.
Y que Jonathan, el hijo mayor de Ruth y John Treneglos, había contraído viruela y que el doctor Choake había dictaminado que era del tipo benigno, y que en el momento apropiado se había llevado a las tres hermanas al cuarto del enfermo, de modo que todas recibieran la infección, y que ahora evolucionaban de manera muy favorable.
Demelza se sintió aliviada cuando terminó el almuerzo. No era que le preocupasen demasiado los avances del general Macarmick; pero la mano del viejo se mostraba cada vez más atrevida, y ella temía por su vestido. En efecto, cuando subió a su habitación, descubrió manchas de grasa.
Mientras almorzaban, se disiparon las nubes, calmó el viento y salió un sol tibio y amarillo. Los Basset sugirieron dar un paseo por los jardines y atravesar el bosque para llegar a una explanada desde la cual podían verse los riscos septentrionales y el mar.
Las mujeres se pusieron capas o chales ligeros, y el grupo partió, al principio como una especie de cocodrilo sinuoso, con lady Basset y el general Macarmick a la cabeza, pero dividiéndose cuando este o aquel se detenían para admirar una planta o una vista, o se desviaban por un sendero lateral, siguiendo los impulsos de su capricho.
Desde el principio Demelza se encontró acompañada por el teniente Armitage. No fue intencional en Demelza, pero ella sabía que sí lo era en él. Los primeros minutos él guardó silencio, y después dijo:
—Señora, estoy en deuda con su esposo.
—¿Sí? Me alegro de que todo haya salido bien.
—Fue una actitud noble la suya.
—Él no lo cree así.
—Pienso que es parte de su carácter menospreciar el valor de sus propios actos.
—Tendría que decírselo, teniente Armitage.
—Oh, ya lo hice.
Caminaron algunos pasos. Adelante, varios miembros del grupo comentaban el nacimiento de un hijo del Príncipe y la Princesa de Gales.
—Desde aquí puede verse un paisaje delicioso. Casi tan bello como desde la casa de mi tío. Señora Poldark, ¿ha estado en Tregothnan? —dijo Armitage.
—No.
—Oh, tendría que ir. Espero que muy pronto nos visiten. Mientras yo esté todavía allí. Naturalmente, esta casa es mucho más bella. Mi tío menciona a veces la posibilidad de reconstruir la suya.
—Creo que no me gustaría una residencia tan grande para una familia tan pequeña —contestó Demelza.
—Todos creen que los hombres importantes necesitan una residencia muy espaciosa. Mire ese cisne, allí. Acaba de levantar vuelo desde el lago. ¡Y esas alas, doradas por los rayos del sol!
—¿Le agradan las aves?
—Señora, ahora me agrada todo. Cuando se ha permanecido tanto tiempo encerrado, todo parece nuevo. Y uno mira maravillado… de nuevo con la inocencia del niño. Incluso después de varios meses no he perdido ese modo de mirar.
—Es grato tener pequeñas compensaciones por los malos momentos que pasó allí.
—Créame, no son pequeñas compensaciones.
—Quizá, teniente, usted nos recomiende lo mismo a todos.
—¿Qué?
—Unos meses en prisión para acentuar el sabor de las cosas usuales de la vida.
—Bien… la vida es una sucesión de contrastes, ¿verdad? El día siempre merece mejor acogida después de una larga noche. Pero, señora, creo que usted se burla de mí.
—No, de ningún modo.
Unos metros más adelante, la señorita Mary Basset decía:
—Bien, lástima que sea niña, pues al paso que va el Príncipe dudo de que sobreviva al padre.
—Abandonó del todo a la princesa Carolina —dijo el señor Rogers—. Ocurrió antes de que saliéramos de la ciudad. Casi al instante de nacer la niña abandonó a ambas y fue a vivir con lady Jersey.
—Y lady Jersey lo hace de modo muy ostensible —dijo la señorita Cathleen Basset—. Importaría mucho menos si lo hicieran con más discreción.
—Oí decir —observó Carolina Enys—, que la princesa que lleva el mismo nombre que yo, hiede.
Hubo un breve silencio.
—Y bien, ¡así es! —dijo riendo Carolina—. Además de ser gruesa y vulgar, huele horriblemente. ¡Cualquier hombre preferiría pasar la noche de bodas con una botella de whisky antes que soportar el contacto con una criatura así! Cualesquiera sean sus enfermedades, no creo que una mujer tenga el derecho de ofender el olfato del hombre.
—Puede perjudicarle la nariz, ¿eh? —dijo el general Macarmick, y se echó a reír—. ¡Por Dios, tiene razón, señora! No hay que ofender la nariz de un hombre… ¡ja, ja! No hay que ofender la nariz de un hombre… ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
El eco de su risa llegó desde los jóvenes pinos y era tan contagiosa que todos se unieron a la alegría general.
Hugh Armitage preguntó:
—¿Caminamos primero hasta el lago? Lady Basset me explicó que allí pueden verse muchas aves silvestres interesantes.
Demelza vaciló, pero al fin decidió acompañarlo. Hasta ese momento la relación entre ambos había sido agradable, formal y superficial. Un agradable paseo después de la comida, recorrer un parque en compañía de un joven cortés y agradable. Comparado con los conquistadores de naturaleza predatoria a quienes otrora había mantenido a raya —por ejemplo Hugh Bodrugan, Héctor McNeil y John Treneglos—, este joven no encerraba riesgos, peligros ni azares de ninguna clase. Y al mismo tiempo, ella experimentaba el sentimiento de la aventura… ahí estaba la dificultad. El perfil aguileño del joven, los ojos oscuros profundos y sensibles y la voz galante y dulce la conmovían de un modo extraño. Y quizás el peligro estaba no tanto en el vigor del ataque como en la súbita debilidad de la defensa.
Descendieron hacia el lago, y comenzaron a hablar de las aves acuáticas que allí descubrieron.