Capítulo 3

Excepto en un aspecto, Sam Carne era un hombre feliz. Pocos años antes, cuando aún estaba en las garras de Satán, su enérgico padre medio lo había persuadido y medio obligado a asistir a una asamblea metodista. Y allí, su corazón había despertado de pronto del mismo modo que su espíritu había sufrido una experiencia profunda y dolorosa, para sentir después la alegría de los pecados perdonados: en consecuencia, había abrazado la fe de Cristo vivo, y su vida se había transformado por completo. Ahora, después de abandonar su hogar para buscar trabajo en la mina de su cuñado, el capitán Ross Poldark, y de haber descubierto que el vecindario de Nampara era un erial seco y estéril donde ya no se celebraban reuniones regulares y, salvo algunos casos, la gente había retornado a la vida carnal y pecaminosa, en menos de dos años había reconstituido la sociedad, infundido ánimo a los pocos fieles, luchado contra Satán para salvar las almas de muchos débiles y desviados y atraído a varios neófitos, por todos los cuales se había orado; hombres y mujeres que habían descubierto por sí mismos la preciosa promesa de Jehová y a su debido tiempo habían sido santificados y purificados.

Había sido un trabajo notable, pero eso no era todo. Sin pedir la aprobación de los jefes del Movimiento, Sam Carne había iniciado la construcción, en el límite de la propiedad de los Poldark, de una nueva casa de oraciones que podía albergar a cincuenta personas sentadas, y que ya estaba casi terminada. Además, poco antes se había dirigido a Truro, y después de una reunión con los jefes de la congregación había recibido el título de jefe de su grupo, además de la promesa de que durante la primavera enviarían a uno de los mejores predicadores para que asistiese a la inauguración de la casa.

En verdad, le parecía maravilloso que Dios hubiese actuado a través de su humilde persona, que Cristo lo hubiese elegido como misionero en ese rincón de la tierra; era una fuente de maravilla y alegría constantes. Pero todas las noches oraba de rodillas pidiendo que ese privilegio que se le había concedido no le llevase nunca a caer en pecado de orgullo. Era la más humilde de todas las criaturas de Dios, y así continuaría siempre, sirviendo y orando ahora y por toda la eternidad.

Pero tal vez aún padecía cierta debilidad, quizás aún había cierta maldad en él, y por eso tenía que soportar su cruz, que adoptaba la forma de su hermano menor, caído en pecado.

Drake aún no tenía veinte años, y si bien jamás había manifestado una fe tan ardiente, había recibido la bendición en edad más temprana que Sam, y había alcanzado una condición de verdadera y auténtica santidad del corazón y la vida. Los dos hermanos habían convivido en esa unidad perfecta que se origina en el servicio de Dios hasta que Drake se había enamorado de una mujer.

El matrimonio con una esposa apropiada era parte de las órdenes sagradas de Dios, y no había que desalentarlo y despreciarlo; lamentablemente, la joven que atraía a Drake pertenecía a una clase distinta y, aunque por ser hija de un clérigo sin duda reverenciaba sinceramente a Dios, toda su educación y los conceptos autoritarios que le habían inculcado la convertían en compañera poco apropiada para un metodista de Cornwall. Habían sido separados, no por la acción de Sam, que no hubiera podido controlar a su hermano aunque lo hubiese deseado, sino por el señor Warleggan, primo de la joven, y por la madre, y así ella se había unido en un matrimonio muy apropiado con un joven clérigo de Truro.

Sin duda, era lo mejor que hubiera podido ocurrir para todos los interesados, y aunque Drake no lo creyera así; era imposible convencerle de ello. Y aunque todos los demás sabían que se trataba de un amor juvenil contrariado y de que en un año, poco más o menos, olvidaría su enamoramiento y se mostraría tan animoso y alegre como siempre, por el momento no había indicios de cambio; y ya habían transcurrido varios meses.

No podía afirmarse que estuviera exhibiendo su dolor. Trabajaba y comía bien, la bala de mosquete no le había afectado permanentemente el hombro, y podía trepar velozmente una escala o un árbol. Pero Sam, que lo conocía muy bien, sabía que íntimamente había cambiado mucho. Y casi había abandonado la comunidad. Ahora, pocas veces asistía a las reuniones vespertinas y con frecuencia ni siquiera los acompañaba a la iglesia los domingos; en cambio, solía recorrer la playa Hendrawna y desaparecer durante horas enteras. De noche no rezaba con Sam, y tampoco escuchaba razones.

—Sé que estoy en falta —decía—. Lo sé muy bien. Sé que me entrego a la incredulidad, que no tengo fe en Jesús. Sé que he perdido la gran salvación. Pero hermano, es mucho más lo que acabo de perder en este mundo… Está bien, tú dirás que es blasfemia; pero yo no puedo cambiar lo que siento en lo más profundo de mi corazón.

—Las cosas de este mundo…

—Sí, tú me lo dijiste, y no dudo de que es cierto; pero eso nada cambia. Si Satán me ha atrapado, que así sea; es demasiado fuerte para luchar contra él. Déjame estar, hermano, tienes que salvar otras almas.

De modo que Sam no había insistido. Durante algunas semanas Drake vivió con su hermana y su cuñado en Nampara, y Demelza le dijo que no necesitaba irse; pero cierto tiempo después regresó al cottage Reath con Sam. Por primera vez los dos hermanos mantuvieron una relación un tanto tensa. Ross puso fin a la misma en enero de 1796.

Drake todavía trabajaba en la reconstrucción de la biblioteca y un día de principios de diciembre fue llamado a la sala de la casa.

—Drake, sé que hace mucho que desea alejarse del distrito —le dijo Ross—. Sé que después de lo que ha ocurrido aquí jamás volverá a sentirse bien. Pero, sean cuales fueren sus sentimientos, ni Demelza ni yo creemos que deba malgastar la vida en inútiles pesares. Es nativo de Cornwall, tiene oficio, y vivirá mejor aquí donde podamos ayudarle; si se marcha, para sobrevivir tendrá que aceptar labores muy humildes… Ya antes le expliqué todo esto, pero se lo repito porque acabo de saber que existe una posibilidad —una posibilidad razonable— de que se instale con su propia tienda.

Recogió el último número del Sherborne and Yeovil Mercury and General Advertiser y lo ofreció al joven. Estaba doblado por la última página, y había un anuncio recuadrado. Drake miró preocupado el texto; todavía leía con dificultad. Decía así:

«El miércoles, nueve de diciembre, remate en la posada de las "Armas Reales", de Chacewater. Un taller de herrero, casa y tierra, en la parroquia de Santa Ana, propiedad del finado Thos Jewell. Consiste en: Casa de cuatro habitaciones, local para fabricar cerveza, horno de pan, establo; amplio taller con los siguientes objetos: 1 yunque, un par de fraguas, martillos, tenazas, 2 docenas de herraduras nuevas, establo con una yegua, un potrillo, un bulto de heno viejo. Tres hectáreas, que incluyen tres cuartos de hectárea para el trigo de invierno, 1 hectárea y cuarto arada, 6 ovejas. Deudas anotadas, 21 libras esterlinas.

Antes del remate, pueden inspeccionarse la casa y el taller».

Cuando terminó de leer, Drake se humedeció los labios y miró a Ross.

—No comprendo bien qué…

—Hay ventajas y desventajas —dijo Ross—. La principal desventaja es que Santa Ana está a diez kilómetros de aquí, de modo que sólo hasta cierto punto puede afirmarse que usted «se marcha». Además, estará aún más cerca de los Warleggan cuando ellos residan en Trenwith. Y dos de las cuatro minas que ahora trabajan en el distrito pertenecen a Warleggan. Pero Santa Ana es la aldea más importante de este sector de la costa; en general, el comercio comienza a reanimarse, y tal vez haya oportunidades de ampliar el negocio… se entiende, trabajando duro y demostrando iniciativa.

—Dos libras y dos chelines es lo único que tengo. ¡Creo que con eso podría comprar las herraduras! —observó Drake.

—No sé cuánto costará —contestó Ross—. Usted sabe que puedo comprarle el taller y la casa. Si acepta, es precisamente lo que haremos. En julio, durante nuestra aventura en Francia, usted sufrió una herida grave que casi lo mató. Aunque lo ha negado, creo que fue herido por lo menos parcialmente a causa del intento de salvarme. No me agrada estar en deuda… especialmente con una persona tan joven que podría ser mi hijo. Este asunto será un modo de pagar. —Había hablado con voz neutra, porque deseaba evitar equívocos y manifestaciones de agradecimiento.

—¿Tal vez Demelza…?

—Demelza nada tuvo que ver con esta idea, aunque por supuesto es su hermana y la aprueba.

Drake manipuló el diario.

—Pero, aquí habla de tres hectáreas y… sería una propiedad importante.

—Por eso mismo, hay que pagar el precio. En realidad, tenemos suerte, porque estos talleres generalmente pasan del padre al hijo. Pally Jewell, que falleció el mes pasado, era un viudo con dos hijas, ambas casadas con agricultores. Las muchachas quieren dividirse el dinero.

Drake miró a Ross.

—¿Ha estado informándose?

—Así es.

—En realidad, no sé qué decir.

—El remate se realiza el miércoles. Puede visitarse el mismo día, pero creo que tendríamos que ir antes. Por supuesto, es usted quien debe decidir.

—¿Qué quiere decir?

—Apenas tiene veinte años. Quizá la responsabilidad es excesiva. Usted nunca fue su propio amo. Tendrá que afrontar muchas obligaciones.

Drake miró por la ventana. También examinó el sombrío panorama de su propio corazón, la falta de entusiasmo, los largos años sin la joven a quien amaba. Sin embargo, tenía que vivir. Incluso en los momentos más sombríos no se le había ocurrido contemplar la posibilidad del suicidio. El proyecto que ahora le proponían era un reto, no simplemente a su capacidad y su iniciativa, sino a la fuerza vital que anidaba en él.

—Capitán Poldark, no sería excesiva responsabilidad. De todos modos, me gustaría pensarlo.

—Hágalo. Dispone de una semana.

Drake vaciló.

—No sé muy bien si puedo aceptarlo. No me parece justo. Tendrá que pagar una suma excesiva. Pero no lo digo porque no aprecie…

—De acuerdo con mis informes, es probable que el precio se eleve a unas doscientas libras. Pero permítame decidir ese aspecto del asunto. Usted resuelva lo suyo. Vuelva a su casa, converse con Sam y comuníqueme su decisión.

Drake volvió a su casa y conversó con Sam. Este le dijo que era una gran oportunidad que Dios había puesto en su camino. Mientras aún estaban sometidos a las obligaciones de la vida temporal, se justificaba el esfuerzo por mejorar el destino individual, tanto en las cosas materiales como en las de carácter espiritual. Había que servir en todo al Verbo, pero no estar ociosos, ni mostrar pereza en el trabajo o la actividad. Era justo pedir la bendición de Dios en una empresa iniciada con honestidad, caridad y ambición humilde. Y aún era posible que la laboriosidad disipara la nube oscura que ensombrecía el alma de Drake, y que una vez más él hallase la salvación total y bienhechora.

Drake preguntó si, en el supuesto de que él inspeccionase la propiedad, y de que el capitán Poldark la comprase para él —o le prestase el dinero para comprarla, lo cual a su juicio le parecía más propio—, Sam lo acompañaría y desearía asociarse, de modo que pudiesen trabajar juntos y compartir las dificultades o la prosperidad de la empresa.

Sam sonrió con su sonrisa antigua y joven al mismo tiempo, y dijo que había previsto que escucharía esa pregunta, y que se alegraba de que Drake la formulase; pero había estado pensando en el asunto mientras conversaban y consideraba que su deber era permanecer allí. Gracias a la divina inspiración del amor de Cristo que se manifestaba en un pobre pecador como él, había influido a los hombres y las mujeres del vecindario y llevado a muchos al trono de la Gracia. Poco antes le habían designado jefe de su grupo, la nueva casa de oraciones estaba casi terminada, su trabajo comenzaba a fructificar, y no podía ni debía dejarlo ahora.

—Drake observo:

—Aún no estoy muy seguro de que me corresponda aceptar esto del capitán Ross. Me parece demasiado.

—La generosidad es una de las virtudes cristianas más nobles y no debemos desalentarla en otros. Aunque sea mejor dar que recibir, es noble saber cómo recibir con elegancia.

—Sí… sí… —Drake se frotó el rostro y el mentón—. Hermano, vives duramente y sufres muchas privaciones. Y estarás apenas a diez kilómetros de distancia. Muchos recorren un trecho parecido para trabajar. ¿Por qué no para rezar?

—Quizá más tarde. Si… —Contestó Sam.

—¿Si qué?

—¿Quién puede saber si en un año o más, una vez que estés bien establecido, no querrás modificar tu situación en la vida? En ese caso, no desearás mi compañía.

—No te entiendo.

—Bien, tal vez desees dejar la condición de soltero y contraer matrimonio. En ese caso, formarás tu propia familia.

Drake elevó los ojos al cielo que amenazaba lluvia.

—Bien sabes que no pienso nada semejante.

—En fin, es una posibilidad. Drake, rezo por ti todas las noches, rezo noche y día, y pido que tu alma se libere de ese tremendo peso. Esta joven…

—No digas más. Es suficiente.

—Sí, tal vez.

Drake se volvió.

—¿Crees que no sé lo que piensa otra gente? ¿Supones que no sé cuánta razón tienen? Pero eso no me ayuda. Hermano, no me ayuda aquí. —Drake se tocó el pecho—. ¿Comprendes? ¡De nada me sirve! Si… si me dijeran… si me dijeran que Morwenna ha muerto, y supiera que nunca volvería a verla, todo sería aún más duro, mucho más duro, pero podría afrontarlo. Otros perdieron a los seres amados. ¡Pero lo que no puedo soportar y nunca soportaré es que la hayan casado con ese hombre! Pues sé que él no le agrada. ¡Sam, sé que no puede soportarlo! ¿Eso es cristiano? ¿Es obra del Espíritu Santo? Jesús jamás ordenó que un hombre y una mujer se uniesen y fuesen una sola carne cuando la carne de la mujer se enferma apenas el hombre la toca. ¿Está eso escrito en la Biblia? ¿Dónde dice eso en la Biblia? Dime, ¿dónde aparecen el amor, la compasión y el perdón de Dios?

Sam lo miró, muy inquieto.

—Hermano, tú sólo piensas que esas son las preferencias de la joven. No puedes saber…

—¡Lo sé muy bien! Me dijo poco, pero me demostró mucho. ¡No podría mentirme en una cosa como esta! ¡Y su rostro no podría mentir! Eso es lo que no puedo soportar. ¿Me comprendes?

Sam se acercó y permaneció de pie frente a su hermano. Ambos estaban al borde de las lágrimas, y durante unos instantes no hablaron.

Al fin, Sam dijo:

—Drake, quizás yo no comprenda muy bien este asunto. Tal vez algún día lo entenderé, pues con la ayuda de Dios espero que un día podré elegir esposa. Pero no es difícil comprender lo que sientes. Sólo puedo rezar por ti, como lo hice a cada momento desde que comenzó esto.

—Ruega por ella —dijo Drake—. Ruega por Morwenna.

II

El taller de Pally, como era llamado, estaba en un valle pequeño y profundo, junto al camino principal que unía Nampara y Trenwith con Santa Ana. Desde allí, se debía descender una empinada pendiente y trepar otra ladera, del lado contrario, para llegar al pequeño pueblo costero.

Unos dos kilómetros de campos llanos y pedregosos y páramos estériles lo separaban del contacto directo con el mar; entre brezos y matorrales, de una de las minas de los Warleggan, la Wheal Spinster, se elevaba a lo lejos un hilo de humo. Detrás del taller, la tierra formaba una pendiente menos acentuada, y allí estaban las tres hectáreas que se ofrecían en venta. La propiedad estaba separada del resto, que pertenecía a los Warleggan, por la caleta de Trevaunance y la casa y las tierras del anciano solterón, sir John Trevaunance. Sobre la colina que se elevaba en el camino a Santa Ana había media docena de cottages en estado ruinoso, y el único bosquecillo visible protegía el campanario de la iglesia de Santa Ana, apenas entrevisto sobre el borde de la colina.

Demelza había insistido en visitar la propiedad con Ross y Drake; y había explorado y examinado todo con mucho mayor cuidado que los dos hombres. Para Ross esa compra representaba el pago de una deuda, un cambio satisfactorio, una forma útil de usar el dinero. Para Drake, era un sueño que él no atinaba a vincular con la realidad: si llegaba a poseer eso, sería propietario. Un joven que podía consagrar sus esfuerzos a algo bien definido, un artesano diestro con futuro. Hubiera sido una absurda ingratitud preguntar qué propósito tenía eso. En todo caso, Demelza examinaba la propiedad y todo lo que ella contenía como si hubiera pensado comprarla para su uso privado y personal.

Una pared de piedra bastante baja circundaba un patio lodoso, donde se acumulaban pedazos de metal viejo, arados enmohecidos y ejes quebrados. Detrás, el «taller», que daba al patio, con un pilar central de piedra para atar los caballos, la forja, la bomba que alimentaba un barril de agua, el yunque y la ancha chimenea. Por doquier, estiércol de caballo. Detrás del taller estaba el cottage, con su estrecha cocina de piso de tierra, y dos peldaños que conducían a un minúsculo salón con piso de madera, con una escalera que permitía llegar a dos dormitorios, en el piso alto.

Demelza formuló muchos comentarios en el camino de regreso: cómo debía eliminarse esto, repararse aquello y mejorar lo otro; qué podía hacerse con los cardos, el establo y el patio, y de qué modo Drake podía emplear mano de obra barata para limpiar y ordenar el lugar. En general, los hombres guardaron silencio, y cuando llegaron a la casa Drake la ayudó a bajar, le oprimió la mano y la besó en la mejilla, sonrió a Ross y se alejó caminando en dirección a su cottage.

Ross lo miró alejarse.

—No habla mucho. El taller tiene posibilidades, pero él necesita tiempo para cambiar ese estado de ánimo.

—Ross, creo que «el lugar», como tú lo llamas, ayudará. Cuando sea su propietario, no tendrá más remedio que trabajar. Adivino que podría hacerse tanto…

—Tú siempre puedes hacer mucho. Quizás estoy apostando a la posibilidad de que se parezca bastante a ti.

Así, dos días después, Ross y Drake cabalgaron hasta la posada de las «Armas Reales» de Chacewater y se unieron a unas veinte personas más. Un rato después Ross pujó por última vez y el taller de Pally le fue adjudicado por 232 libras esterlinas. Siete semanas después Drake abandonó definitivamente el cottage Reath, después de abrazar y besar a su hermano, y montó el pony de la mina que le habían prestado para esa ocasión, y llevando de la rienda otro pony cargado con canastos que contenían los alimentos, los utensilios y los objetos y las telas que Demelza había podido reunir, partió para ocupar su propiedad. Al comienzo sería una vida solitaria, pero ya habían convenido que una viuda que vivía en el cottage más próximo fuese a verlo de tanto en tanto y le preparase una comida, y que dos de los nietos de la mujer trabajasen para Drake en los campos cuando este anduviese corto de tiempo. No podía estar ocioso mientras tuviese luz; pero en esa época del año oscurecía temprano y amanecía tarde. Demelza se preguntaba a veces si habían elegido bien el momento.

Ross dijo:

—No es diferente de lo que yo pasé hace trece años. No le envidio. Una situación así es muy desagradable cuando se es tan joven. Pero ahora debe trabajar para salir adelante.

—Ojalá Sam lo hubiese acompañado.

—Supongo que Sam lo visitará con bastante frecuencia.

Durante esos primeros meses Sam lo visitó a menudo, y a veces, cuando hacía mal tiempo, pasaba allí la noche; pero su propio rebaño le exigía mucho esfuerzo. Y también los que no pertenecían al rebaño. En opinión de Sam era necesario practicar siempre lo que predicaba. Uno tenía que aplicar las enseñanzas de Cristo atendiendo a los enfermos del cuerpo tanto como a los del alma. Y aunque ese invierno era benigno comparado con el que le había precedido, en ciertos aspectos las condiciones eran peores. El precio del trigo se había elevado a 110 chelines la arroba y continuaba aumentando. Los niños semidesnudos de vientres hinchados se sentaban, acurrucados en las chozas húmedas y ventosas, donde no se encendía el fuego. Había hambre y enfermedad por doquier.

Una mañana, una mañana fría y luminosa de fines de febrero, Sam, que había dormido en el taller de Pally, salió de allí con tiempo sobrado para cumplir su turno en la Wheal Grace, de modo que se detuvo en Grambler para visitar un cottage aislado y ruinoso, donde según sabía casi toda la familia estaba enferma. El hombre, llamado Verney, había trabajado primero en la mina Grambler, y después que esta suspendió la explotación, había pasado a la Wheal Leisure. Cuando también la Wheal Leisure despidió a todo su personal, había dependido del auxilio de la parroquia; pero Jim Verney había rehusado «internarse», es decir, separarse de su esposa, o permitir que ninguno de sus hijos fuese enviado a trabajar como aprendiz en otro lugar, porque sabía que eso significaba la semiesclavitud.

Pero esa mañana, Sam descubrió que la fiebre había provocado la separación que los hombres no habían podido lograr. Jim Verney había muerto durante la noche, y Sam encontró a Lottie Verney tratando de preparar a su esposo para la sepultura. Había un solo cuarto y una cama, y sobre esta, junto al cadáver de su padre, yacía el niño más pequeño, tosiendo y revolviéndose, afectado por la misma fiebre, mientras a los pies el hijo mayor descansaba, débil y pálido, pero comenzando a recuperarse. En una palangana, al lado de la cama, estaba el segundo hijo, también muerto. No tenían alimento, ni fuego, ni ayuda; y aunque el hedor era insoportable, Sam los acompañó media hora, haciendo lo que estaba a su alcance por la joven viuda. Después, cruzó el camino y se acercó al último cottage de la aldea para informar a Jud Paynter que la fosa común de los pobres recibiría dos nuevos cuerpos.

Jud Paynter gruñó, silbó entre dientes y dijo que esa fosa ya tenía nueve ocupantes. Uno más y tendría que cerrarla, quieras que no. Si la dejaba abierta demasiado tiempo vendrían las gaviotas, y picotearían a pesar de la cal y de las tablas con las cuales cubría la fosa. O los perros. Las últimas semanas un sabueso había estado merodeando por allí. Siempre olfateando y buscando. Ya lo agarraría. Sam salió del cottage y fue a dejar un mensaje al médico.

Fernmore, la casa del doctor Thomas Choake, estaba a menos de un kilómetro del camino, pero cuando se recorría ese trayecto uno pasaba de la pobreza desesperada a la serena abundancia. Incluso a diez pasos de la fétida choza todo cambiaba, pues afuera el aire era frío y limpio. Durante la noche había helado, pero el sol fundía rápidamente el hielo. Las telarañas se desplegaban sobre las gotas de agua. Las gaviotas marinas chillaban en el cielo alto y remoto, en parte dirigiendo su propio vuelo y en parte desplazándose impulsadas por el viento. La marea rugía y murmuraba a la distancia. Un día para estar vivo, con alimento en el vientre y juventud en los miembros.

—¡Gloria a Nuestro Señor Jesús! —dijo Sam, y continuó su camino.

Por supuesto, sabía que a Choake no le importaban mucho los pobres; pero este era un problema vecinal, y una necesidad tan terrible merecía una atención especial. Fernmore era poco más que la casa de una granja, pero estaba dignificada por el jardín, el sendero que conducía hasta la puerta principal, y el grupo de viejos pinos movidos por el viento. Sam se acercó a la puerta del fondo. La abrió una alta criada, con los ojos más audaces y sinceros que él había visto jamás.

En absoluto intimidado —pues, ¿qué tenía que ver la timidez con la necesidad de proclamar el reino de Dios?— Sam sonrió, con su habitual sonrisa triste, y le explicó lo que deseaba que informase al doctor. Que dos personas, dos de los Verney, habían muerto en un cottage cercano, y que el menor necesitaba urgentemente ayuda; padecía una fiebre caprichosa y tosía con frecuencia, y tenía manchas en las mejillas y la boca. ¿Tendría la bondad el cirujano de ir a verlos?

La muchacha lo examinó atentamente de la cabeza a los pies, como si estuviera juzgando el valor del visitante, y después le dijo que esperase mientras ella preguntaba. Sam se arregló la bufanda, golpeó el suelo con los pies para mantenerlos calientes y pensó en la tristeza de la vida mortal y en el poder de la gracia inmortal, hasta que ella regresó.

—El cirujano dice que les lleve esto, y que él irá más tarde a ver a los Verney. ¿Entiende? Ahora, váyase.

Sam recibió una botella de líquido verde viscoso. La joven tenía la piel muy blanca y los cabellos muy oscuros, con matices de cobre rojizo en ellos, como si se los hubiese teñido.

—¿Para beber? —preguntó—. El niño tiene que beberlo o…

—Para frotarlo, tonto. El pecho y la espalda. El pecho y la espalda. ¿De qué otro modo podría ser? Y el cirujano dice que tenga preparados los dos chelines cuando él vaya.

Sam agradeció a la joven y se volvió. Esperaba que la puerta se cerrase con un fuerte golpe. Pero no ocurrió así, y él comprendió que la muchacha continuaba mirándolo. Mientras descendía por el breve camino de lajas, resbaladizo a causa de la escarcha medio fundida, luchaba contra un impulso que cuando había dado los ocho o nueve pasos que lo separaban del pequeño portón ya era demasiado intenso para resistirlo. Sabía que estaba mal resistir a su impulso; pero también sabía que si cedía corría el riesgo de suscitar un malentendido, porque estaba hablando con una mujer de su propia edad.

Interrumpió la marcha y se volvió. Ella se sujetaba los codos con las manos y lo miraba fijamente. Sam se humedeció los labios y dijo:

—Hermana, ¿cómo está su alma? ¿Es indiferente a las cosas divinas?

Ella no se movió, y se limitó a mirarlo con los ojos levemente agrandados. Era una muchacha muy hermosa, sin ser exactamente bonita, y tenía apenas unos centímetros menos que él.

—¿Qué quiere decir, tonto?

—Perdóneme —dijo él—. Pero me preocupa mucho su salvación. ¿El Buscador de corazones jamás ha entrado en usted?

Ella se mordió el labio.

—¡Por mi vida! Jamás había visto nada parecido. ¡He visto abordar de muchos modos, pero nunca así! Usted viene de la feria de Redruth, ¿verdad?

—Vivo en el cottage Reath —dijo él, inconmovible—. Cerca de Mellin. Mi hermano y yo vivimos allí desde hace dos años. Pero ahora él…

—¡Oh, así que hay otro como usted! Que me ahorquen si jamás vi nada igual. Caramba…

—Hermana, tres veces por semana tenemos reuniones en el cottage Reath, leemos el Evangelio y abrimos nuestros corazones. Todos la recibirán de muy buen agrado. Podemos orar juntos. Si usted aún no conoce la felicidad, si es un alma dormida, sin Dios y sin esperanza en el mundo, nos arrodillaremos juntos y buscaremos a nuestro Redentor.

—Buscaré a los perros para echárselos encima —dijo ella, en actitud que de pronto se hizo despectiva—. ¡Qué extraño que el cirujano no les dé a tomar veneno para las ratas! Porque yo…

—Tal vez al principio le parezca difícil. Pero si su alma llega a comprender la promesa del perdón y…

—¡Condenación! —gritó ella—. ¿De veras cree que me puede arrastrar a ese carnaval de rezos?

—Hermana, se lo ofrezco sólo por el bien de…

—¡Y le digo que se marche, tonto! ¡Vaya a contar sus cuentos de viejas a quienes deseen escucharlos!

Le cerró la puerta en la cara. Sam contempló un momento la madera, y después reanudó filosóficamente la marcha en dirección al cottage de los Verney, sosteniendo en la mano la botella de ungüento. Tendría que dejarles 2 chelines, porque necesitarían pagar la visita del cirujano.

Después, apretó el paso, pues la altura del sol le indicó que era hora de llegar a la mina. Su socio, Peter Hoskin, lo esperaba, y juntos descendieron la serie de escalas inclinadas que los llevaron al nivel de cuarenta brazas, y avanzaron inclinados por estrechos túneles y cavernas resonantes, hasta llegar al nivel que excavaban hacia el suroeste, en dirección a las antiguas galerías de la Wheal Maiden.

Sam y Peter Hoskin eran buenos amigos, pues habían nacido en las aldeas vecinas de Pool e Illuggan, y en la infancia a menudo habían peleado. Ahora, eran destajistas, es decir, por cada braza excavada recibían un salario constante, pagado por el propietario de la mina. No eran tributarios que arreglaban con la administración el trabajo en una veta prometedora o en terreno previamente explorado, y recibían una parte convenida de la venta del mineral que habían extraído.

El trabajo que ejecutaban ahora, y que les obligaba a alejarse de las excavaciones principales, era aún más difícil porque a medida que aumentaba la distancia que los separaba de los conductos de aire, tenían que esforzarse más para cumplir una jornada productiva sin salir del túnel aproximadamente cada hora con el fin de llenar de oxígeno los pulmones. Esa mañana, después de retirar los restos que se habían desprendido la víspera, y de limpiar todo y abrir un hueco en la caverna más próxima, apelaron a la pólvora.

Aplicaron la carga y se agazaparon hasta que se atenuaron los efectos de la explosión y se apagaron los ecos y los retumbos en todos los conductos, túneles y pasadizos, con bocanadas de aire caliente que les obligaban a proteger las velas. Apenas se apagaron los ecos regresaron al lugar, se abrieron paso entre los restos y las piedras desprendidas, y con las camisas comenzaron a disipar el humo para comprobar cuánta roca había caído. La inhalación de ese humo era una de las causas principales de las enfermedades de los pulmones; pero si uno esperaba hasta que se dispersara la humareda en ese túnel cálido y sin corrientes de aire, tenía que perder veinte minutos cada vez que usaba explosivos.

Durante la mañana, mientras trabajaban, Sam recordó más de una vez el rostro audaz, desafiante pero sincero de la muchacha que había atendido la puerta del doctor. Él sabía que todas las almas eran igualmente preciosas a los ojos de Dios, todas debían arrodillarse ante el trono de la gracia, esperando como los cautivos que anhelan la libertad; sin embargo, para quien como el propio Sam intentaba salvar unas pocas entre tantas, algunas almas inevitablemente parecían más dignas del esfuerzo que otras. A juicio de Sam, ella parecía digna de la salvación. Quizás era pecado discriminar así. Debía rezar para evitarlo.

Pero todos los jefes —y en su esfera infinitamente pequeña a él le habían designado jefe— debían tratar de conocer las almas de las personas a las que trataban, y al examinarlas debían discernir, en la medida de lo posible, las posibilidades de la persona en cuestión. ¿Acaso Jesús había elegido de otro modo a sus discípulos? También él había discriminado. Un pescador, un publicano, y así por el estilo. No podía estar mal que hiciera lo que Nuestro Señor había hecho.

Pero el rechazo de la muchacha había sido absoluto. También acerca de eso tendría que rezar. Por obra del poder de la gracia se habían conocido convulsiones espirituales y conversiones aún más dramáticas que la que quizá fuese necesaria en este caso. «Saulo, Saulo, ¿por qué me perseguiste?».

A mediodía pasaron del túnel donde estaban trabajando al aire más fresco y menos contaminado de una galería abandonada, que había sido excavada hacía tres años en busca de cobre, antes de que se descubriera estaño en el nivel de sesenta brazas. Allí se pusieron las camisas, se quitaron los sombreros, se sentaron, y a la luz vacilante de las velas dedicaron media hora a la comida. Mientras masticaba, Peter Hoskin comenzó a bromear con Sam acerca de la nueva propiedad de Drake, y preguntó cortésmente si cuando el capitán Poldark le comprase a Sam su propia mina el joven nombraría a Hoskin capataz del personal de superficie. Sam soportó amistosamente las pullas, del mismo modo que a menudo tenía que aguantar las bromas que acerca de su vida religiosa le hacían otros mineros, que no sólo eran firmes incrédulos sino que pensaban continuar así. Su carácter ecuánime le había permitido sobrellevar muchas situaciones difíciles. Como creía absolutamente en la redención del mundo, le parecía poco importante que algunos se burlasen. Les sonreía serenamente y no pensaba mal de ellos.

Pero ahora interrumpió las bromas que Peter le hacía con la boca llena, y dijo que esa mañana había acudido a la casa del cirujano con el fin de conseguir ayuda para los Verney, y que una criada había abierto la puerta; una muchacha alta y hermosa, de aire atrevido, la piel blanca y los cabellos negros. ¿Peter la conocía? Peter había llegado al distrito un año antes que Sam y como se había relacionado con otros ambientes sabía bien de quién se trataba. Escupió algunas migas sobre sus pantalones y dijo que era Emma Tregirls, hermana de Lobb Tregirls, el hombre que trabajaba en una estampería de Sawle Combe, e hija del viejo bandido Bartholomew Tregirls, que había encontrado un refugio cómodo en casa de Sally la Caliente.

—Tholly participó con tu hermano Drake y el capitán Poldark, en ese viaje a Francia. Recuerdas el año pasado cuando murió Joe Nanfan y regresaron con el joven doctor…

—Sí, como es natural lo recuerdo bien.

—Tholly los acompañó. Viejo bandido… te lo aseguro. Si alguna gente se saliera con la suya, no viviría mucho por estos lados.

—¿Y… Emma?

Peter se humedeció el índice y comenzó a recoger las migajas que había echado sobre sus pantalones.

—Caramba, qué hambre tenía. Anoche casi no cené… ¿Emma? ¿Emma Tregirls? Sí, es bonita. Pero si quieres saber, yo te diré algo. La mitad de los muchachos de la aldea anduvo con ella.

—¿No está casada?

—No está casada, y yo diría que nunca se casará. Siempre hay algún hombre rondando a Emma; pero Dios sabe si consiguen lo que buscan. Muchos hombres, pero que yo sepa jamás tuvo un hijo. Es un misterio. Sí, un misterio. Pero por eso mismo, los muchachos tienen más interés…

Después, y hasta que volvieron al trabajo, Sam guardó silencio. Meditó serenamente todo lo que había oído. Dios usaba instrumentos misteriosos. Sam no podía cuestionar los actos del Espíritu Santo. Y tampoco pretendería dirigirlos. A su debido tiempo, todo se le revelaría. Pero ¿acaso no había existido también una María Magdalena?