Capítulo 2

El doctor Dwight Enys y la señorita Carolina Penvenen contrajeron matrimonio el día de Todos los Santos, que en 1795 cayó en domingo, y la ceremonia se celebró en la iglesia de Santa María, en Truro. Killewarren, la casa de Carolina, estaba en la parroquia de Sawle con Grambler; pero la iglesia de Sawle no era lo suficientemente grande. Truro estaba más cerca de la residencia de la mayoría de los invitados, y a causa de las intensas lluvias, noviembre no era un momento apropiado para internarse en el campo.

Después de todo, fue una boda importante. Dwight se había opuesto desde el comienzo, pero Carolina había rechazado sus protestas mientras él aún estaba demasiado débil para resistirse con excesiva firmeza. Más aún, la recuperación de Dwight, después del prolongado período de cárcel, aún no era segura. Padecía prolongados períodos de fatiga e inercia, y no podía librarse de una molesta tos y de los jadeos nocturnos. Su inclinación personal había sido postergar la boda hasta la primavera, pero ella había dicho:

—Querido, he sido solterona demasiado tiempo. Además, debes tener en cuenta mi buen nombre. El condado ya está escandalizado porque durante tu convalecencia vivimos en la misma casa sin el beneficio de una carabina. Las abuelas insisten en que te des prisa y me devuelvas la honestidad.

De modo que se había convenido la fecha y llegado a un acuerdo acerca de los detalles de la boda.

—No querrás sugerir que te avergüenzo —había dicho Carolina—. Es embarazoso que yo tenga tanto dinero, pero eso lo supiste desde el comienzo; y una boda importante es una de las consecuencias de esa situación.

Como Elizabeth había previsto, la mayor parte del condado, o los habitantes del condado que estaban a discreta distancia del lugar, se dieron cita en la boda. La intensa lluvia durante la noche se vio seguida por un día luminoso, y los charcos en las calles resplandecían como ojos reflejando el cielo. Carolina usó un vestido de satén blanco con la pechera y los costados cubiertos por una lujosa red de oro, y se sostuvo los cabellos con una guirnalda de perlas. Su tío de Oxfordshire la condujo hasta el altar, y después de la boda se ofreció una recepción en los salones de «High Cross».

Los argumentos de Elizabeth habían determinado finalmente que George aceptara acompañarla; y él muy pronto descubrió a su antiguo enemigo, acompañado de Demelza, cerca de los novios. Dado el ánimo que ahora tenía George, le parecía casi insoportable acercarse y pasar al lado de los Poldark; pero sólo Elizabeth percibió su vacilación.

Ross Vennor Poldark, propietario de 50 hectáreas de tierra bastante estéril e improductiva sobre la costa septentrional, único dueño de una mina de estaño pequeña pero muy lucrativa, antaño soldado y siempre inconformista, estaba vestido con una chaqueta de terciopelo negro abierta adelante para mostrar el chaleco gris y los ajustados pantalones del mismo color. El chaleco y los pantalones eran nuevos, pero la chaqueta era la misma que su padre le había comprado cuando él había cumplido veintiún años; se había negado a sustituirla por una prenda nueva, a pesar de que ahora bien podía permitírselo. Quizás en su negativa había un sutil orgullo, ya que en catorce años no había engordado ni adelgazado. Por supuesto, la prenda estaba pasada de moda; pero Ross pensaba que quienes habrían podido observar ese hecho no merecían que él los considerase ni tuviese en cuenta.

De todos modos, Ross había insistido en que su esposa, Demelza, tuviese un vestido nuevo, a pesar de que ella aseguraba que era innecesario. Ahora, Demelza Poldark tenía veinticinco años. Era una joven que nunca había sido muy bella, pero que por los ojos, la sonrisa, el andar y la exuberancia general siempre atraía la atención de los hombres como un imán atrae las limaduras de hierro. Los hijos no habían deteriorado su figura, y así aún podía usar un ajustado vestido de damasco verde bordado con hilos de plata. Había costado más de lo que ella deseaba recordar, por lo que no podía dejar de pensar en el asunto. Con ese vestido, parecía tan delgada como Elizabeth, aunque no tan virginal. Por lo demás, nunca hubiera podido decirse de ella que tuviera un aspecto virginal.

Los dos vecinos y primos políticos se saludaron con una leve inclinación de la cabeza, pero no hablaron. Después, los Warleggan se acercaron a los novios para estrecharles la mano y desearles felicidad; una actitud que, por lo menos en el caso de George, era meramente formal. Enys siempre había sido protegido de Ross Poldark, y cuando aún era un cirujano pobre que trabajaba en las minas había rechazado la generosa protección de los Warleggan y definido claramente a quién guardaba fidelidad. George observó ahora que Dwight aún parecía muy enfermo. Estaba de pie al lado de su alta y jubilosa esposa pelirroja, un par de centímetros más alta que él, y que parecía la imagen misma de la juventud y la felicidad; pero el propio Enys aparecía delgado y tenso, las sienes encanecidas, y aparentemente desprovisto de músculos y carne bajo la ropa.

Se alejaron unos pasos y hablaron un momento con el reverendo Osborne y la señora Whitworth. Como de costumbre, Ossie vestía a la última moda, y la joven con quien se había casado en julio llevaba un vestido nuevo de color marrón, que no le sentaba demasiado bien porque confería a su piel oscura un tono aún más sombrío. Por lo demás, Morwenna mantenía los ojos bajos y no hablaba; cuando alguien le dirigía la palabra levantaba los ojos, sonreía y contestaba cortésmente y, en realidad, su expresión no permitía adivinar el sufrimiento y la repugnancia que le carcomían el corazón, ni las náuseas originadas en los movimientos celulares de un Ossie embrionario que llevaba en el vientre.

Poco después, George se apartó de ellos y llevó a Elizabeth a un rincón, donde sir Francis y lady Basset conversaban. Y así se prolongaban las amables charlas de la fiesta de bodas. Doscientas personas, la crema de la sociedad de Cornwall central: caballeros, comerciantes, banqueros, soldados, cazadores del zorro, nobles y terratenientes, plebeyos y adinerados, los buscadores y los buscados. En la confusión general, Demelza se separó de Ross, y al ver al señor Ralph-Allen Daniell y su esposa fue a hablar con ellos. La saludaron como a una antigua amiga y, teniendo en cuenta que sólo la habían visto una vez, esa actitud era muy satisfactoria, sobre todo si se tenía en cuenta que en esa ocasión Ross se había negado a complacer al señor Daniell y había declinado el cargo de magistrado. De pie cerca de los Daniell, se encontraba un hombre de cuerpo robusto, atuendo discreto y expresión reservada, un individuo de cerca de cuarenta años. De pronto, el señor Daniell dijo:

—Le presento a la señora Demelza Poldark, esposa del capitán Ross Poldark; el vizconde Falmouth.

Se saludaron, y lord Falmouth dijo:

—Señora, su marido está en boca de todos. Aún no he tenido el placer de felicitarlo por su hazaña.

—Señor, sólo abrigo la esperanza —dijo Demelza— de que las felicitaciones no se le suban a la cabeza y le induzcan a embarcarse en otra aventura.

Falmouth sonrió, con una expresión muy medida, calculada cuidadosamente, como una dosis de un líquido valioso que no debe malgastarse.

—Es un cambio agradable descubrir una esposa a la que tanto preocupa mantener en casa a su marido. Pero quizá necesitemos sus servicios, así como la ayuda de otros hombres como él.

—En ese caso —dijo Demelza—, ninguno de nosotros dejará de cumplir con su deber.

Se miraron en los ojos con profunda seriedad.

Lord Falmouth dijo:

—Uno de estos días tienen que venir a visitarnos —y se alejó.

Los Poldark habían decidido pasar la noche en casa de Harris Pascoe, y después de una cena tardía en el hogar del anfitrión, en la calle Pydar, Demelza dijo:

—Ross, no estoy segura de haberte dejado bien parado ante lord Falmouth —y le relató el diálogo.

—Carece de importancia si le agradaste o desagradaste —dijo Ross—. No necesitamos su protección.

—Oh, pero ese es su estilo —dijo Pascoe—. Tendrían que haber conocido a su tío, el segundo vizconde. No era ostentoso, pero sí muy arrogante en su fuero íntimo. Este es más tratable.

—Él y yo combatimos en la misma guerra —dijo Ross—, pero no nos conocimos allí. Él estaba en el regimiento del Rey, y tenía un grado más que yo. Confieso que sus modales no me agradan mucho; pero me alegro de que le hayas causado buena impresión.

—De ningún modo creo haberle producido buena impresión —dijo Demelza.

—¿Sabían que Hugh Armitage es primo de los Falmouth? Su madre es Boscawen —intervino Pascoe.

—¿Quién? —dijo Ross.

—Hugh Armitage. Seguramente usted conoce al teniente Armitage. Lo rescató de la prisión de Quimper.

—¡Al demonio! No, no lo sabía. Creo que no hablamos mucho durante el camino de regreso.

—Ahora, la familia en cierto modo está en deuda con usted.

—No veo por qué. No fuimos para salvarlo. Fue uno de los afortunados que aprovecharon nuestra presencia para huir.

—De todos modos, usted lo trajo de regreso a la patria.

—Sí… lo trajimos. Y durante el viaje sus conocimientos de navegación fueron muy útiles…

—En ese caso, cada uno está en deuda con el otro —intervino Demelza.

—¿Hablaste con los Whitworth? —le preguntó Ross.

—No. No conozco a Morwenna, y no simpatizo con Osborne.

—Hubo un tiempo en que pareció que le atraías mucho.

—Oh, eso —dijo Demelza arrugando la nariz.

—Hablé con Morwenna —dijo Ross—. Es una persona tímida, y contesta sí y no, como si creyera que eso hace una conversación. No pude descubrir si en realidad se siente infeliz.

—¿Infeliz? —preguntó Harris Pascoe—. ¿Una joven que lleva cuatro meses de casada? ¿Por qué debería sentirse infeliz?

—Ross dijo:

—Mi cuñado, el hermano de Demelza, tuvo una breve y abortada relación con Morwenna Whitworth, antes de que ella se casara. Drake todavía está muy deprimido por el asunto, y por nuestra parte tratamos de ayudarle a encontrar una forma de vida que le parezca aceptable. De ahí que me interese saber si su amada se siente cómoda con un matrimonio que, según afirma Drake, merecía el más enérgico rechazo de la joven.

—Por mi parte, sólo sé —dijo Pascoe—, que por tratarse de un clérigo gasta demasiado en vestirse. No asisto a su iglesia, pero entiendo que cumple cuidadosamente sus obligaciones. Lo cual en todo caso constituye un cambio bienvenido.

Después que Demelza se retiró para acostarse, Ross dijo:

—¿Y sus asuntos, Harris? ¿Prosperan?

—Gracias, sí. El banco marcha bastante bien. El dinero todavía se obtiene barato, hay suficiente crédito, por doquier se fundan empresas nuevas. Entretanto, vigilamos con cuidado la emisión de billetes —y por eso mismo perdemos algunos negocios—, pero como usted sabe soy hombre prudente y recuerdo siempre que el buen tiempo no es eterno.

—¿Sabe que tendré una participación del veinticinco por ciento en la nueva fundición de estaño de Ralph-Allen Daniell? —Dijo Ross:

—Lo mencionó en su carta. ¿Un poco más de oporto?

—Gracias.

Pascoe vertió el vino en ambos vasos, procurando no formar burbujas. Sostuvo un momento el botellón entre las manos.

—Daniell es un buen hombre de negocios. Creo que será una inversión provechosa. ¿Dónde se proponen construirla?

—A unos tres kilómetros de Truro, sobre el camino de Falmouth. Tendrá diez hornos reverberos, cada uno de aproximadamente dos metros de alto por un metro y medio de ancho, y empleará regular número de hombres.

—No creo que Daniell haya necesitado capital.

—No. Pero no sabe mucho de minería y me ofreció una participación, además de pedirme que cooperase en el diseño y la administración.

—Bien, bien.

—Y no deposita su dinero en el banco de los Warleggan.

Harris rió, y ambos terminaron las copas de oporto y hablaron de otras cosas.

—A propósito de los Warleggan —dijo de pronto Pascoe—. Se ha concertado cierto acuerdo entre su banco y Basset, Rogers y compañía, que fortalecerá a ambos. Por supuesto, no es una fusión, ni mucho menos, pero habrá una coordinación amistosa y ello puede ser desventajoso para Pascoe, Tresize, Annery y Spry.

—¿En qué sentido?

—Bien, su capital será seis veces mayor que el nuestro. Siempre es perjudicial ser mucho más pequeño que los competidores… sobre todo en épocas difíciles. En el negocio bancario, la magnitud ejerce una extraña seducción sobre el depositante. Como usted sabe, hace algunos años incorporé a mis tres socios, en vista del peligro de que otros bancos nos desplazaran. Ahora, de nuevo corremos ese riesgo.

—¿No tiene a quién acudir para restablecer el equilibrio?

—En esta región, no. Fuera de aquí, por supuesto… pero la distancia es excesiva entre Truro y Helston o Falmouth, y no es fácil ni seguro transportar oro o billetes. —Pascoe se puso de pie—. Bien, continuaremos sin cambios, y estoy seguro de que no saldremos perdiendo. Mientras tengamos vientos favorables, nadie sufrirá.

II

En otro barrio de la ciudad, Elizabeth se peinaba sentada frente a la mesa de tocador y George, instalado junto al fuego, ataviado con una larga bata, como de costumbre la miraba. Pero ahora, durante la última semana, poco más o menos, después de aquella conversación, parecía que la vigilancia era menos tensa. Se hubiera dicho que todo era más laxo. Parecía que él había sufrido cierta crisis nerviosa, cuyo carácter ella apenas se atrevía a adivinar, y que ahora eso había quedado atrás.

—¿Viste —dijo George—, viste cómo nos evitó Falmouth?

—¿Quién, George Falmouth? No, no presté atención a eso. ¿Por qué crees que actuó así?

—Siempre se ha mostrado duro, frío y renuente.

—¡Pero ese es su carácter! O por lo menos, su apariencia, pues en el fondo no es así. Recuerdo que poco después de nuestro matrimonio lo vi en una fiesta y me pareció tan frío y hostil que me pregunté en qué lo había ofendido. Y un momento después comenzó a bromear, porque ahora todos teníamos los mismos nombres —dos Georges casados con dos Elizabeth— ¡y quizás a la hora de ir a acostarnos confundiéramos nuestras parejas!

—Oh —dijo George—, tú gozas de su aprobación; pero nada de lo que yo o mi padre podamos hacer le satisface. Siempre se opone, y últimamente está peor.

—Bien, la muerte de su esposa le afectó mucho. Es triste quedar solo con hijos tan pequeños. Y no creo que sea el tipo de hombre que vuelve a casarse.

—Le bastaría mover el dedo y cien jóvenes acudirían a su llamada. Tan seductor es un título.

El desprecio que la voz de George trasuntaba indujo a Elizabeth a mirarlo, y después a apartar los ojos. Mal podía decirse que los Warleggan no fuesen sensibles a dicha atracción cuando un título se cruzaba en su camino.

—No le satisface ser dueño de sus tierras a orillas del Fal, también desea dominar a Truro. ¡Y no puede permitir que nadie le haga sombra!

—Bien, en efecto, es dueño de Truro, ¿verdad? Por lo menos, si se refiere a propiedades e influencia. Nadie le disputa esa posición. Según creo, ejerce tranquilamente su dominio.

—Si eso crees, te equivocas —replicó George—. La ciudad y el condado están hartos de que se los trate como al ganado de un rico. Nunca fuimos un burgo corrompido, donde se paga a los votantes; pero su conducta determina que la corporación sea el hazmerreír de todos.

—Ah, te refieres a las elecciones —dijo Elizabeth—. Jamás entendí las elecciones.

—Hay dos miembros, y la corporación los elige. Hasta ahora, esta corporación no tuvo inconveniente en elegir a los candidatos de Boscawen… más aún, hasta hace poco dos jóvenes Boscawen ocupaban los escaños… lo cual nada tiene de malo, porque todos nos adherimos a las mismas ideas políticas; pero es esencial que por dignidad los representantes del burgo aparenten elegir, más aun, que puedan elegir realmente, por improbable que sea la posibilidad de que elijan un candidato que no satisfaga a Falmouth.

Elizabeth comenzó a peinarse.

—Me gustaría saber si es cierto que George inflige esa ofensa innecesaria. Sé que su tío era un gran autócrata, pero…

—Todos lo son.

Elizabeth pensó que tenía una idea de la razón por la cual George Evelyn, tercer vizconde, e incluso los Boscawen en general se mantenían a distancia de los Warleggan. Conocía los enormes esfuerzos que habían realizado Nicholas, padre de George, y el propio George, para congraciarse con los Falmouth; pero al margen del prejuicio natural que una familia antigua, ahora noble, oponía a otra que comenzaba a abrirse paso, los respectivos intereses se tocaban en muchos lugares. La influencia de los Warleggan aumentaba constantemente; tal vez no chocaba de un modo muy visible con los intereses de los Boscawen, pero se desarrollaba paralelamente. Además, los Boscawen estaban acostumbrados a tratar con sus iguales o con sus inferiores; los Warleggan no eran ninguna de las dos cosas: representaban a los nuevos ricos que aún no pertenecían a un sector social identificable. Por supuesto, había otros nuevos ricos, especialmente en Londres, pero algunos se adaptaban mejor que otros. Elizabeth sabía que, a pesar de sus esfuerzos, los Warleggan no tendían a adaptarse con rapidez.

—Hay mucho descontento en la ciudad, y es muy posible que sir Francis Basset se convierta en la figura que concentre dicho descontento —dijo George.

—¿Francis? Oh, sin duda es muy importante por sí mismo, muy rico, y está muy atareado, pero…

—Por supuesto, tú lo conoces desde siempre, pero mi relación con él se remonta apenas al mes de febrero. Hemos llegado a la conclusión de que tenemos muchos intereses comunes. En su carácter de propietario del tercer banco de Truro, me ha facilitado algunos negocios, y yo hice lo mismo con él. En realidad, colaboramos en diferentes asuntos.

—Y de qué modo este…

—Hace dos años que está comprando propiedades en la ciudad, y hace poco lo eligieron representante. Ya es miembro del Parlamento por Penryn, y controla otros escaños. Bien, sé que le interesan los escaños de Truro.

Elizabeth aseguró el extremo de su trenza con una cinta azul. Preparada así para dormir, se hubiera dicho que era una joven de dieciocho años.

—¿Te dijo eso?

—Todavía no. Aún no hemos llegado a tanta intimidad. Pero veo qué dirección siguen sus pensamientos. Y sospecho que si nuestra amistad se estrecha puedo llegar a ser uno de sus candidatos.

Elizabeth se volvió.

—¿Tú?

—¿Por qué no? —preguntó George con aspereza.

—Nada lo impide. Pero… este burgo pertenece a los Boscawen. ¿Tendrías alguna posibilidad?

—Creo que sí. Es decir, si las cosas continúan como ahora. ¿Te opondrías?

—Por supuesto, no. Y creo que me agradaría bastante. —Se puso de pie—. ¡Pero Basset es whig!

Los Chynoweth habían sido tories durante generaciones.

—El rótulo me agrada menos que a ti —dijo George—. Pero Basset se ha distanciado de Fox. Si voy a los Comunes, será como uno de sus hombres; y por eso mismo, apoyaría al actual gobierno.

Elizabeth apagó una de las velas. Un hilo de humo derivó hacia el espejo y se disipó.

—Pero ¿a qué viene toda esta charla? A nadie oí decir que se aproximaba una elección.

—Aquí, no. Si bien el mandato de Pitt ya es un tanto anticuado. No… no se habla de elección, pero es posible que haya elecciones parciales. Sir Piers Arthur está gravemente enfermo.

—No lo sabía.

—Dicen que no puede evacuar líquidos y rehusa obstinadamente someterse a la operación del catéter.

Elizabeth corrió las cortinas de la cama.

—Pobre hombre…

—Me limito a explicarte mis ideas y a mostrarte adonde puede conducir mi amistad con sir Francis Basset.

—Gracias, George, por confiar en mí.

—Por supuesto, es esencial que no se divulgue nada de esto, pues aún falta preparar el terreno.

—No diré una palabra a nadie.

Después de un momento, George añadió:

—¿Acaso no confío siempre en ti?

—Ojalá lo hagas siempre —replicó Elizabeth.

III

En otro lugar de la ciudad Ossie Whitworth, que había concluido el acostumbrado ejercicio nocturno con su esposa, se volvió en la cama, se bajó el camisón, se ajustó el gorro y dijo:

—Si aceptara a tu hermana, ¿cuándo podría venir?

Con voz apagada, tratando de ocultar la náusea y el dolor, Morwenna contestó:

—Tendría que escribir a mamá. No creo que Rowella tenga compromisos; pero quizás haya obligaciones de las que nada sé.

—Mira —dijo él—, no podemos darnos el lujo de que venga aquí para pasar el día charlando contigo. Tendrá que ocuparse de los niños, y cuando tú tengas tu propio hijo deberá colaborar en todas las tareas domésticas.

—Aclararé eso cuando escriba.

—Veamos, ¿cuántos años tiene? Tus hermanas son tantas que nunca las recuerdo.

—En junio cumplió catorce años.

—¿Y es sana? ¿Conoce los quehaceres domésticos? No podemos traer aquí a una damita que tema ensuciarse las manos.

—Sabe coser y cocinar, y estudió un poco de griego. Mi padre decía que era la mejor alumna de la familia.

—Hum… no creo que un idioma antiguo sea útil para una mujer. Aunque, por supuesto, tu padre era un erudito.

Se hizo el silencio.

—Hoy, el novio parecía terriblemente enfermo. No creo que sobreviva mucho en este mundo —dijo Osborne.

Morwenna no contestó.

—Habría que recomendar al médico que se cure él mismo, ¿no te parece? ¿Estás durmiendo?

—No, no.

—He visto muchas veces a la novia en reuniones sociales. —Agregó reflexivamente—: Es una muchacha fogosa. Muy pelirroja… apuesto a que tiene mucho brío.

—Me recordó, a pesar de que nos vimos sólo dos veces.

—Eso me sorprende. En general, pasas completamente inadvertida, y es una lástima. Recuerda siempre que eres la señora de Osborne Whitworth, y que en esta ciudad tienes derecho a llevar bien alta la cabeza.

—Sí…

—Hoy se reunió allí gente bastante distinguida, pero algunos vestían prendas completamente anticuadas. ¿Viste a los jóvenes Teague? Y ese Poldark… estoy seguro de que le confeccionaron la chaqueta hace medio siglo.

—Es un hombre valiente.

Ossie se acomodó mejor en la cama y bostezó.

—Su esposa conserva su buena apariencia.

—Bien, aún es joven, ¿verdad?

—Sí, pero generalmente la gente vulgar decae con más rapidez que los individuos de más noble cuna… Hace unos años solía exhibirse bastante en las recepciones y los bailes… quiero decir, poco después de casarse.

—¿Se exhibía?

—Bien, llamaba la atención, atraía a los hombres… te lo aseguro. Usaba vestidos muy escotados… Se mostraba mucho. Y sospecho que todavía lo hace.

—Elizabeth nunca mencionó eso… y no creo que sienta mucho afecto por su cuñada.

—Oh, Elizabeth… —El reverendo Whitworth bostezó de nuevo, apagó la solitaria vela y corrió las cortinas. Coronar la noche como él solía hacerlo originaba después una soñolencia muy agradable—. Elizabeth no habla mal de nadie, pero concuerdo contigo, esas dos no se quieren.

Morwenna suspiró. El dolor se había atenuado, pero ella aún no deseaba dormir.

—Explícame una cosa. ¿Por qué los Poldark y los Warleggan están distanciados? Todos conocen el asunto, pero nadie lo menciona.

—A decir verdad, no sé muy bien de qué se trata. Sólo sé que tiene que ver con la rivalidad y los celos. Elizabeth Chynoweth estaba comprometida con Ross Poldark, y en cambio se casó con Francis, primo de Ross. Unos años después, Francis murió en un accidente de la mina, y Ross quiso repudiar a su criada, con quien entretanto se había casado, y tomar a Elizabeth, pero esta no lo aceptó, y contrajo matrimonio con George Warleggan, que había sido el enemigo jurado de Ross… desde que eran condiscípulos. —Como si hubiera pertenecido a una persona que se alejaba por un túnel, la voz de Ossie comenzó a debilitarse.

A través de una rendija entre las cortinas de la cama, Morwenna vio los rayos de luz de luna que penetraban en la habitación. Tras los doseles de la cama lá oscuridad era tan completa qué ella apenas alcanzaba a ver el rostro de su marido; pero sabía que pocos instantes después él estaría dormido, y permanecería inconsciente, de espaldas, con la boca muy abierta, durante las ocho horas siguientes. Aunque tenía la respiración muy pesada, felizmente no roncaba.

—Y yo amaba a Drake Carne, el hermano de la señora Poldark —dijo ella en voz baja.

—¿Qué? ¿Qué dijiste?

—Nada, Ossie. Absolutamente nada… ¿Y por qué eran enemigos Ross Poldark y George Warleggan?

—¿Qué? Oh… no sé. Ocurrió antes de que yo llegara aquí. Pero ahora son como el aceite y el agua. Todos pueden verlo… ambos son muy altivos, pero por diferentes razones. Supongo que Poldark desprecia el origen humilde de Warleggan; y no siempre ocultó sus sentimientos. Y no es bueno hacerle eso a George… ¿ya dije mis plegarias de la noche?

—Sí, Ossie.

—Deberías mostrarte más asidua con las tuyas… y recuérdame por la mañana… Tengo un bautizo a las once… los Rosewarnes… una familia importante. —Su respiración adquirió un ritmo profundo y regular. El cuerpo y la mente relajados al mismo tiempo. Desde que se había casado con Morwenna su salud había sido excelente. Ya no sufría las frustraciones de un viudo sensual, consagrado a la religión en una ciudad pequeña.

—Aún amo a Drake Carne —dijo ella, ahora en voz alta, con su voz suave y gentil—. Amo a Drake Carne, amo a Drake Carne, amo a Drake Carne.

A veces, después de una hora o dos, la repetición amortiguaba sus sentidos, y se dormía. Otras, se preguntaba si Ossie despertaría para oírla. Pero jamás ocurría. Quizá sólo Drake Carne despertaba y la oía, a muchas millas de distancia.

IV

En la vieja casa de Killewarren, los esposos estaban en el dormitorio. Carolina se había sentado sobre la cama y estaba ataviada con un largo peinador verde; Dwight, vestido con camisa de seda y calzones, removía ociosamente el fuego. Horace, el perrito de Carolina, y causa del primer encuentro de la joven con Dwight, había sido desterrado de la habitación y llevado bastante lejos, de modo que no se oyesen sus protestas. Durante los primeros meses había demostrado intensos celos de Dwight, pero con paciencia él lo había conquistado y durante las últimas semanas Horace había llegado a aceptar lo inevitable, es decir, que había otro ser que tenía derecho a las atenciones del ama.

Después de casarse, se habían instalado en Killewarren, porque aparentemente no existía un lugar mejor adonde ir. Había sido la residencia de ambos después que Dwight había regresado, débil y enfermo, de la prisión de Quimper. Carolina había insistido en que él residiese allí, porque de ese modo podía atenderlo mejor. Durante esos meses, pese a que habían desafiado externamente las convenciones, la conducta de ambos hubiera podido satisfacer al más mojigato de los vecinos.

Procedieron así no sólo respondiendo a consideraciones de carácter moral. La vida de Dwight pendía de un hilo, como una vela que amenazaba apagarse. Agregar a todo eso las exigencias de la pasión hubiera equivalido a condenarlo a una muerte segura.

—Bien, querido, como ves, al fin nos hemos reunido, y nuestro matrimonio está certificado por la Iglesia. Te diré una cosa… me parece muy difícil ver diferencias… —dijo Carolina.

Dwight se echó a reír.

—Tampoco yo las veo. Y casi diría que siento que estoy cometiendo pecado de adulterio. Quizá la razón es que hemos esperado tanto.

—Sí, hemos esperado mucho.

—De todos modos, no hemos podido evitar la postergación.

—Al principio, hubiéramos podido. Yo tuve la culpa.

—No fue culpa de nadie. Y finalmente, todo se ha arreglado.

Dwight dejó el atizador, se volvió y la miró; después, fue a sentarse en la cama, al lado de Carolina y apoyó la mano sobre la rodilla de la joven.

—Sabes una cosa —dijo ella—, cuentan que un médico estaba tan absorto en el estudio de la anatomía que durante su luna de miel incluyó un esqueleto en su equipaje, y la mujer despertó, y se encontró acariciando los huesos depositados en la cama, entre los dos esposos.

Dwight volvió a sonreír.

—Nada de huesos. Por lo menos durante los dos primeros días.

Ella lo besó. Dwight apoyó las manos sobre los cabellos de Carolina, dejando al descubierto ambas mejillas.

—Quizá debiste haber esperado más, hasta que te recuperases del todo —dijo Carolina.

—Quizá no teníamos que haber esperado tanto.

El fuego chisporroteaba luminoso, y las sombras bailoteaban en las paredes del dormitorio.

Carolina agregó:

—Por desgracia, mi cuerpo no te ofrecerá sorpresas. Por lo menos, la mitad superior; ya la examinaste detenidamente a la implacable luz del día. Tal vez pueda considerarme afortunada porque nunca sufrí dolores debajo del ombligo.

—Carolina, hablas demasiado.

—Lo sé. Y siempre será así. Te has casado con una mujer defectuosa.

—Debo encontrar el modo de acallarte.

—¿Hay modos?

—Así lo creo.

Ella volvió a besarlo.

—En ese caso, inténtalo.