Daniel Behenna, médico y cirujano, tenía cuarenta años y vivía en una casa cuadrada, bastante desarreglada y más o menos distante de otras residencias, que se levantaba en Goodwives Lane, Truro. También él tenía un cuerpo macizo, y sus modales también imponían distancia; pero de ningún modo podía decirse que fuera un individuo desaliñado, pues los ciudadanos de la ciudad y el distrito pagaban bien el beneficio de su moderno conocimiento médico. Se había casado en edad temprana, y después de nuevo en segundas nupcias, pero sus dos esposas habían fallecido y ahora él y sus dos hijas pequeñas estaban atendidos por la señora Childs, que vivía en la casa. Su ayudante, el señor Arthur, dormía en un desván de los establos.
Behenna residía en Truro desde hacía sólo cinco años, y había llegado directamente de Londres, donde no sólo gozaba de reputación como médico práctico, sino que había escrito y publicado una monografía que corregía el famoso Tratado de Obstetricia de Smellie; y desde su llegada había impresionado mucho a los provincianos más adinerados con su autoridad y su destreza.
Sobre todo, su autoridad. Cuando los hombres estaban enfermos no veían con buenos ojos el método pragmático de un Dwight Enys, que usaba sus ojos y veía con cuánta frecuencia fracasaban sus remedios, y que por lo tanto adoptaba decisiones más o menos provisionales. No les agradaba un hombre que entraba, se sentaba, conversaba amablemente y se dirigía con sencillez a los niños e incluso se inclinaba a acariciar al perro. Preferían la importancia, la confianza, esa actitud de semidiós cuya voz ya resonaba por toda la casa cuando subía la escalera, que ordenaba a las criadas correr en busca de agua o mantas mientras tenía pendientes de sus labios a los parientes del enfermo. Behenna era un hombre así. Su aparición misma aceleraba los latidos del corazón, aunque, como ocurría a menudo, ese órgano dejara después de funcionar. El fracaso no le deprimía. Si uno de sus pacientes fallecía, no era culpa de sus remedios; era culpa del paciente.
Vestía bien, y de acuerdo con la mejor elegancia de su profesión. Cuando viajaba lejos —como tenía que hacerlo a causa de su reputación cada vez más extendida— cabalgaba en un hermoso corcel negro llamado Emir y vestía briches de gamuza y botas altas, con una pesada capa sobre una chaqueta de terciopelo con botones de bronce; y en invierno, gruesos guantes de lana para mantener calientes las manos. Cuando estaba en la ciudad usaba un manguito en lugar de los guantes y portaba una fusta con anillos de oro, en cuya empuñadura tenía una redoma con hierbas destinadas a combatir la infección.
Un atardecer de principios de octubre de 1795 regresaba después de hacer varias visitas locales, del otro lado del río, donde había prescrito su tratamiento heroico a dos pacientes que padecían cólera estival, y había extraído tres pintas de fluido del estómago de un comerciante de trigo enfermo de hidropesía. Había sido un mes cálido tras un verano irregular y el terrible invierno que lo había precedido, y la pequeña localidad dormitaba amodorrada por el calor dei día. Los olores de las aguas residuales y los restos en descomposición se habían manifestado intensamente toda la tarde, pero al caer el día había comenzado a soplar brisa y el aire parecía más puro. La marea subía y el río se deslizaba y rodeaba al pueblo como un lago dormido.
Cuando llegó a la puerta principal de su casa, el doctor Behenna apartó a un pequeño grupo de personas que se habían puesto en movimiento cuando lo vieron venir. En general, los menos acomodados acudían al farmacéutico del pueblo; los pobres se arreglaban con los brebajes que ellos mismos podían preparar o que compraban con un penique a algún gitano ambulante; pero a veces, el propio Behenna atendía sin cobrar —no era un hombre egoísta, y esa actitud fortalecía su ego— de modo que siempre había alguien esperándole, confiado en que le atendería un instante a la puerta de la casa. Pero hoy no estaba de humor para esas cosas.
Cuando entregó el caballo al ayudante del caballerizo y entró en la casa, el ama de llaves, la señora Childs, vino a saludarlo. Tenía los cabellos en desorden y estaba limpiándose las manos con una toalla sucia.
—¡Doctor Behenna! —La mujer habló con un murmullo—. Vino una persona a verlo. Está en la sala. Espera desde hace unos veinticinco minutos. Yo no sabía cuánto tardaría en volver usted, pero él me dijo: «Esperaré». Exactamente así. «Esperaré». De modo que lo dejé en la sala.
La miró mientras se despojaba de la capa y dejaba el maletín. Era una joven desaliñada, y Behenna a menudo se preguntaba por qué la mantenía en su casa. En realidad, había una sola razón que explicaba su propia conducta.
—¿Qué caballero? ¿Por qué no llamó al señor Arthur? —No bajó la voz, y ella miró nerviosa hacia atrás.
—El señor Warleggan —dijo.
Behenna observó su propia imagen en el espejo sucio, se alisó los cabellos, se quitó del puño una mota de polvo y se examinó las manos para comprobar que no tenían manchas desagradables.
—¿Dónde está la señorita Flotina?
—Fue a su clase de música. La señorita May todavía guarda cama. Pero el señor Arthur dijo que la fiebre ha desaparecido.
—Por supuesto, tenía que desaparecer. Bien, ocúpese de que no me molesten.
—Está bien, señor.
Behenna se aclaró la garganta y un tanto desconcertado entró en la sala.
Pero no había error. El señor George Warleggan estaba de pie frente a la ventana, las manos tras la espalda, la espalda recta, la actitud serena. Tenía los cabellos recién peinados; las ropas evidentemente habían sido compradas en Londres. El hombre más rico de la ciudad y uno de los más influyentes; pero en su actitud, ahora que ya tenía más de treinta y cinco años, aún había algo que recordaba a su abuelo, el herrero.
—Señor Warleggan, confío en que no habrá esperado demasiado. Si yo hubiera sabido…
—Pero no lo sabía. Me entretuve admirando su esqueleto. Ciertamente, nuestra estructura es temible y maravillosa.
Su tono era frío; por lo demás, siempre lo era.
—Lo armamos en mis tiempos de estudiante. Lo desenterramos. Era un delincuente que había tenido mal fin. Siempre hay gente así en una gran ciudad.
—No sólo en una gran ciudad.
—Permítame ofrecerle un refresco. Un cordial o un vaso de vino de Canarias.
George Warleggan negó con la cabeza.
—La mujer, su ama de llaves, ya me lo ofreció.
—En ese caso, le ruego tome asiento. Estoy a sus órdenes.
George Warleggan aceptó un asiento y cruzó las piernas. Sin mover el cuello, su mirada se paseó por la habitación. Behenna lamentó que el lugar no pareciera ordenado. Había libros y papeles amontonados sobre una mesa, así como recipientes con sales de Glauber y cajas de polvos de Dover. Dos botellas vacías, con corchos carcomidos por los gusanos, aparecían entre las anotaciones médicas, sobre el escritorio. Sobre el respaldo de una silla, al lado del esqueleto que se bamboleaba, un vestido de niña. El cirujano frunció el ceño: no suponía que sus pacientes ricos fueran a visitarlo; y ahora que lo hacían, el aspecto de la sala podía suscitar una impresión desagradable.
Permanecieron en silencio un minuto o dos. Pareció que el momento se prolongaba demasiado.
—Vengo a verle —dijo George— por un asunto personal.
El doctor Behenna inclinó la cabeza.
—Por lo tanto, lo que le diré debe considerarlo confidencial. ¿Supongo que nadie puede oírnos?
—Todo —dijo el cirujano—, todo lo que se habla entre el médico y el paciente es confidencial.
George lo miró con sequedad.
—Comprendo. Pero esto debe ser aún más reservado.
—Creo que no sé adonde quiere ir a parar.
—Quiero decir que sólo usted y yo sabremos de esta conversación. Si llegase a oídos de un tercero, sabría que yo mismo no he hablado.
Behenna se acomodó mejor en la silla, pero no contestó. El sentido muy acentuado de su propia importancia rivalizaba con la importancia aún mayor de los Warleggan.
—En esas circunstancias, doctor Behenna, yo no sería un buen amigo.
El cirujano se acercó a la puerta y la abrió bruscamente. El vestíbulo estaba vacío. Volvió a cerrar la puerta.
—Señor Warleggan, si desea hablar, hágalo. No puedo ofrecerle mayor seguridad que la que ya he formulado.
George asintió.
—Así sea.
Ambos permanecieron en silencio un momento.
—¿Es usted supersticioso? —preguntó George.
—No, señor. La naturaleza está regida por leyes inmutables que ni el hombre ni el amuleto pueden modificar. Es tarea del médico descubrir la verdad de esas leyes y aplicarla a la destrucción de la enfermedad. Todas las enfermedades son curables. Ningún hombre debería morir antes de la vejez.
—¿Tiene dos hijas pequeñas?
—De doce y nueve años.
—¿No cree que pueda afectarles la visión de los huesos de un delincuente que se bambolea en la casa día y noche?
—No, señor. Si por acaso les afectara, una purga enérgica las curaría.
George volvió a asentir. Metió tres dedos en el bolsillo y comenzó a agitar las monedas que allí guardaba.
—Usted asistió a mi esposa cuando nació nuestro hijo. Después, fue frecuente visitante de la casa. Supongo que ha colaborado en el parto de muchas mujeres.
—Muchos miles. Durante dos años trabajé en la Maternidad del Hospital de Westminster, dirigido por el doctor Ford. Puedo afirmar que en Cornwall nadie tiene tanta experiencia como yo… y en otros lugares pocos me igualan. Pero… usted ya sabía eso, señor Warleggan. Lo sabía cuando su esposa, la señora Warleggan, estaba embarazada, y usted reclamó mis servicios. Supongo que no habrá encontrado motivos de queja.
—No. —George Warleggan avanzó el labio inferior. Se parecía más que nunca al emperador Vespasiano juzgando un asunto del Imperio—. Pero precisamente acerca de eso deseaba consultarle.
—Estoy a sus órdenes —repitió Behenna.
—Mi hijo Valentine nació a los ocho meses. ¿De acuerdo? A causa del accidente, la caída de mi esposa, mi hijo nació aproximadamente un mes antes de tiempo. ¿Estoy en lo cierto?
—Está en lo cierto.
—Pero, dígame, doctor Behenna, entre los miles de niños que usted ayudó a nacer, ¿sin duda debió ver muchos nacidos prematuramente? ¿Es así?
—Sí, un número considerable.
—¿De ocho meses? ¿De siete meses? ¿De seis meses?
—De ocho y siete meses. Nunca vi sobrevivir a un niño de seis meses.
—Y con respecto a los nacidos prematuramente que sobrevivieron, como Valentine, ¿exhibían diferencias claras e identificables al nacer? Quiero decir, ¿diferencias entre ellos y los que nacían al cabo de nueve meses?
Behenna se atrevió a especular unos segundos acerca del carácter de las preguntas de su visitante.
—¿Diferencias? ¿De qué índole?
—Es lo que le pregunto.
—Señor Warleggan, no hay diferencias importantes. Puede tranquilizarse. Su hijo no ha padecido efectos negativos determinados por el nacimiento prematuro.
—No me interesan las diferencias que puedan existir ahora. —La voz de George Warleggan era un tanto áspera—. ¿Qué diferencias se observan al nacer?
Behenna nunca había pensado tan cuidadosamente sus palabras.
—Por supuesto, sobre todo el peso. Un niño de ocho meses rara vez pesa más de dos kilogramos y medio. Rara vez llora con fuerza. Las uñas…
—Me dicen que un niño de ocho meses no tiene uñas.
—Eso no es cierto. Son pequeñas y blandas en lugar de duras…
—Me dicen que un niño así tiene la piel arrugada y roja.
—Lo mismo ocurre con muchos niños normales.
—Me dicen que no tiene cabellos.
—Oh, a veces. Pero son escasos, y muy finos.
Se oyó el ruido de un carro en la calle. Cuando se alejó, George dijo:
—Doctor Behenna, es posible que ahora comprenda claramente el propósito de mis preguntas. Debo formularle la última. Mi hijo, ¿fue o no prematuro?
Daniel Behenna se humedeció los labios. Sabía que George Warleggan estudiaba atentamente cada uno de sus gestos, y también tenía conciencia de las tensiones de su interlocutor y de un sentimiento que en una persona menos controlada hubiera podido considerarse una forma de dolor.
Se puso de pie y caminó hacia la ventana. La luz destacó las manchas de sangre del puño de su camisa.
—Señor Warleggan, en muchos problemas de carácter físico no es fácil responder claramente con un sí o con un no. Ante todo, necesito tiempo para recordar. Sin duda, usted sabe que su hijo tiene ahora… veamos… dieciocho, veinte meses. Desde su nacimiento, he atendido a muchas parturientas. Veamos, ¿qué día fui llamado a su casa?
—El trece de febrero del año pasado. Mi esposa cayó por la escalera de Trenwith. Era un jueves, alrededor de las seis de la tarde. Envié a un hombre y usted vino sobre la medianoche.
—Ah, sí, recuerdo. Fue la semana que traté a lady Hawkins, que se rompió varias costillas en una cacería, y cuando me enteré del accidente de su esposa abrigué la esperanza de que no fuera un problema semejante; pues una caída de esa clase…
—Entonces, usted vino —dijo George.
—… En efecto, fui. Asistí a su esposa toda la noche e incluso el día siguiente. Creo que el niño comenzó a nacer en la tarde siguiente.
—Valentine nació a las ocho y cuarto.
—Sí… Bien, señor Warleggan, según lo que recuerdo inmediatamente no hubo nada extraño en las circunstancias del nacimiento de su hijo. Por supuesto, no pensé observar detalles, o hacer conjeturas. ¿Qué necesidad tenía de ello? Ni siquiera imaginé que llegaría el momento en que sería necesario pronunciarme en un sentido o en otro. O juzgar si el niño había sido concebido un mes antes o un mes después. En vista de la lamentable caída de su esposa, me sentí feliz cuando pude ayudar a nacer a un niño vivo y sano. ¿Ha preguntado a la comadrona?
También George se puso de pie.
—Tiene que recordar al niño que nació entonces con su ayuda. ¿Tenía las uñas bien formadas?
—Creo que sí, pero no puedo decir que… —¿Y los cabellos?
—Escasos cabellos oscuros.
—¿Y la piel estaba arrugada? Lo vi aproximadamente una hora después, y recuerdo solamente unas arrugas leves.
Behenna suspiró.
—Señor Warleggan, usted es uno de mis clientes más adinerados y no deseo ofenderlo. Pero ¿puedo hablar con absoluta franqueza?
—Es exactamente lo que le pido.
—Bien, con todo respeto le sugiero que vuelva a su casa y no piense más en el asunto. No preguntaré cuáles son las razones que lo mueven a investigar esta cuestión. Pero si pretende que ahora yo —o para el caso otra persona— se pronuncie claramente acerca de este asunto, estará pidiendo lo imposible. La Naturaleza no tolera definiciones tan categóricas. Lo normal es apenas la norma… y admite amplias variaciones.
—De modo que no quiere contestarme.
—No puedo contestarle. Si me lo hubiese preguntado entonces, habría aventurado una opinión más firme, y eso es todo. Como dice el aforismo, Naturalia non sunt turpia.
George tomó su bastón y apuntó a la alfombra.
—Entiendo que el doctor Enys ha regresado y pronto comenzará a visitar a sus enfermos.
Behenna endureció la expresión del rostro.
—Aún está convaleciente, y dentro de poco desposará a su heredera.
—Cierta gente lo aprecia.
—Señor Warleggan, eso es asunto que interesa a dicha gente, no a mí. Por mi parte, sólo puedo decir que desprecio la mayoría de sus prácticas ya que revelan un carácter débil y falta de convicción. Es un hombre que carece de un sistema médico lúcido y comprobado, es un hombre sin esperanza.
—Sin duda. Sin duda. Por supuesto, yo también sé que los médicos no prodigan elogios a sus rivales.
Behenna pensó: «Y quizá tampoco los banqueros a sus rivales».
—Bien… —George se puso de pie—. Behenna, le deseo que tenga un buen día.
—Confío en que la señora Warleggan y el señorito Valentine continúen gozando de buena salud —contestó el cirujano.
—Gracias, sí.
—Es tiempo de que vuelva a verlos. Quizás a principios de la semana próxima.
Hubo una pausa momentánea, durante la cual pareció que George estaba contemplando la posibilidad de añadir: «Por favor, no nos visite más».
Pero Behenna agregó:
—Señor Warleggan, he intentado abstenerme de imaginar por qué usted me ha formulado estas preguntas. Pero no sería humano si no apreciase qué importante puede ser para usted la respuesta. Por consiguiente, señor, aprecie usted qué difícil es esa respuesta. Yo no podría decir nada, y en efecto no diré nada que pueda considerarse perjudicial para el honor de una mujer noble y virtuosa, es decir, no puedo decir ni una palabra en ese sentido si no poseo una opinión segura de la cual ciertamente carezco. Si supiese a qué atenerme, en efecto se lo diría. Pero no lo sé. Eso es todo.
George lo miró con ojos fríos. Su expresión indicaba desagrado y antipatía, lo cual quizás indicaba su opinión acerca del cirujano, o sólo su reacción ante la necesidad que le obligaba a revelar tanto a un extraño.
—Doctor Behenna, recordará cómo comenzó esta conversación.
—Estoy obligado a guardar secreto.
—Por favor, no lo olvide. —Se dirigió a la puerta—. Mi familia está bien, pero usted puede venir si lo desea.
Cuando George Warleggan se marchó, Behenna fue a la cocina.
—Nellie, esta casa es una vergüenza. Pierdes el tiempo charlando, soñando y mirando el tránsito. ¡La sala no está en condiciones de recibir a un paciente distinguido! Vamos, quítate ese vestido. Y los zapatos. ¡Y cuida tu posición en la casa!
Continuó reprendiéndola tres o cuatro minutos con su voz potente y resonante. Ella permaneció en silencio, observándolo pacientemente bajo la mata de cabellos castaños, esperando que pasara la tormenta e intuyendo que él necesitaba afirmar su autoridad momentáneamente lesionada. Era una situación poco usual, pues incluso sus pacientes más ricos eran naturalmente personas enfermas, que buscaban su ayuda. Es decir, él dictaminaba, y el auditorio estaba pendiente de sus palabras. Nunca había asistido al propio George Warleggan, pues ese hombre gozaba de una salud anormalmente sólida. Pero hoy, como siempre que ambos se encontraban, había tenido que ceder. Esa situación no le complacía; se había sentido incómodo, y ahora se desquitaba con Nellie Childs.
—Sí, señor —decía la mujer—. No, señor. Mañana me ocuparé de eso. —Nunca dejaba de llamarlo señor, y lo hacía incluso cuando él acudía al dormitorio de Nellie; y esa era la base de su relación. Entre ellos había un implícito quid pro quo. En definitiva, ella tomaba en serio las reprimendas; pero no demasiado en serio.
Cuando él terminó de hablar, Nellie comenzó a ordenar la sala, mientras Behenna permanecía de pie frente a la ventana, las manos a la espalda, pensando en lo que había ocurrido.
—Señor, la señorita May quiere verlo.
—En seguida.
Nellie trató de recoger todas las pantuflas, y dejó caer un par. Los cabellos cayeron sobre su cara.
—Señor, pocas veces los caballeros vienen a verlo. ¿Deseaba una consulta médica?
—Una consulta médica.
—Pero entonces hubiera podido enviar a uno de sus criados, ¿verdad, señor?
Behenna no contestó. Ella salió con las pantuflas, y volvió a buscar el vestido.
—Creo que el señor Warleggan nunca había venido a esta casa. ¿Tal vez era algo privado, y no quería que sus criados lo supiesen?
Behenna se volvió.
—Creo que fue Catón quien dijo: «Nam nulli tacuisse nocet, nocet esse locutum». Señora Childs, recuérdelo siempre. Debe ser su norma principal. Suya, y de muchos otros.
—Quizá, pero yo no puedo contestarle porque no sé qué significa.
—Se lo traduciré. «A nadie perjudica guardar silencio, pero a menudo es dañino haber hablado».
II
George Tabb tenía sesenta y ocho años y trabajaba en la posada del «Gallo de Riña», donde era mozo de cuadra y criado. Ganaba nueve chelines semanales y a veces recibía un chelín más por ayudar a preparar las peleas de gallos. Vivía en un cuarto pequeño, al lado de la posada, y allí su esposa, mujer trabajadora a pesar de su mala salud, ganaba unas dos libras esterlinas anuales lavando ropa. Con los ingresos ocasionales de un criado, por lo tanto, ganaba lo suficiente para sobrevivir; pero durante los nueve años que habían pasado desde el día de la muerte de su amigo y benefactor Charles William Poldark, Tabb se había aficionado demasiado a la botella, y ahora a menudo se bebía los recursos que hubiera debido consagrar a su propia supervivencia. Emily Tabb trataba de mantener bien sujetos los cordones de la bolsa, pero como necesitaba 5 chelines semanales para pan, 6 peniques semanales para carne, 9 peniques para media libra de manteca y media libra de queso, un chelín para patatas y un alquiler semanal de 2 chelines, tenía poco campo de maniobra. La señora Tabb lamentaba siempre —otro tanto hacía su marido cuando estaba más sobrio— las circunstancias en que habían salido de Trenwith, dos años y medio antes. Elizabeth Poldark, viuda y pobre, había despedido uno tras otro a sus criados, hasta que sólo quedaron los fieles Tabb; pero bajo los efectos de la bebida, Tabb había confiado demasiado en que él era indispensable y así, cuando de pronto la señora Poldark volvió a casarse, el matrimonio había tenido que abandonar la residencia.
Una tarde de principios de octubre George Tabb estaba limpiando el reñidero de gallos, detrás de la posada, porque se había organizado un encuentro para el día siguiente. El posadero lo llamó y le dijo que alguien deseaba verlo. Tabb salió y vio a un hombre de aspecto demacrado, vestido de negro, con los ojos tan juntos que parecían torcidos.
—¿Tabb? ¿George Tabb? Alguien desea hablarle. Dígaselo a su amo. Será una media hora.
Tabb miró a su visitante y preguntó de qué se trataba y quién deseaba verlo y por qué; pero no se le dijo más. En la calle esperaba otro hombre, de modo que Tabb dejó su escoba y los acompañó.
No caminaron mucho. Algunos metros por un callejón paralelo a la orilla del río, donde ya comenzaban a subir las aguas; después otra calle lateral, hasta una puerta por la cual pasaron, y un patio. El fondo de una alta casa.
—Entre. —Entró. Un cuarto que podía ser el despacho de un abogado—. Espere aquí. —Cerraron la puerta. Quedó solo.
Pestañeó inquieto, preguntándose qué peligros encerraba la situación. No tuvo que esperar mucho tiempo. Por otra puerta entró un caballero. Tabb lo miró sorprendido.
—¡Señor Warleggan! —No podía llevarse la mano a los cabellos, para saludar, pero se tocó la cabeza de piel arrugada.
El otro George, el George infinitamente importante, hizo un gesto de asentimiento y fue a sentarse frente al escritorio. Estudió algunos papeles mientras aumentaba la incomodidad de Tabb. Después de su casamiento con la señora Poldark, el señor Warleggan había ordenado despedir a los Tabb; y ahora, su acogida no demostraba mucha cordialidad.
—Tabb —dijo George sin mirarlo—. Deseo hacerle algunas preguntas.
—¿Sí?
—Son preguntas confidenciales, y espero que las trate como tales.
—Sí, señor.
—Veo que dejó el empleo que le conseguí a petición de la señora Warleggan, cuando usted salió de Trenwith.
—Sí, señor. La señora Tabb no podía hacer ese trabajo y…
—Al contrario, la señorita Agar me dijo que usted no podía hacer el trabajo, y que ella propuso conservar a la señora Tabb si ella se separaba de su marido.
Los ojos de Tabb se pasearon inquietos por la habitación.
—Y ahora usted vive miserablemente como peón y criado. Muy bien, usted se lo buscó. Los que no desean recibir ayuda, deben afrontar las consecuencias.
Tabb se aclaró la garganta.
El señor Warleggan metió los dedos en un bolsillo y retiró dos monedas. Eran de oro.
—De todos modos, estoy dispuesto a aliviar un poco su suerte. Estas guineas serán suyas, con ciertas condiciones.
Tabb miró el dinero como si este hubiese sido una serpiente.
—¿Sí?
—Deseo hacerle unas preguntas acerca de los últimos meses que usted estuvo en Trenwith. ¿Los recuerda? Usted salió de allí hace poco más de dos años.
—Oh, sí, señor. Recuerdo todo muy bien.
—Tabb, en esta habitación estamos solamente usted y yo. Sólo usted sabrá las preguntas que le hice. Por lo tanto, si más adelante me entero de que otros conocen esas preguntas, sabré quién habló. ¿Está claro?
—Oh, señor, soy incapaz de hablar…
—¿Lo cree? No estoy muy seguro. Un hombre que ha bebido demasiado tiene la lengua muy suelta. En fin, escúcheme bien, Tabb.
—¿Señor?
—Si me entero de que usted ha revelado algo de lo que yo le pregunte ahora, conseguiré que le expulsen de esta ciudad, y me ocuparé de que se muera de hambre. De hambre. Se lo prometo. Cuando esté bebido, ¿lo recordará bien?
—Bien, señor, se lo prometo. Más que eso no puedo decirle. Yo…
—Como bien dice, más no puede. De modo que cumpla su promesa, y yo cumpliré la mía.
Tabb se lamió los labios en el silencio que se hizo entonces.
—Señor, recuerdo bien ese tiempo. Recuerdo bien ese tiempo en Trenwith, cuando la señora Tabb y yo tratábamos de cuidar la casa y la granja. Eramos los únicos, y teníamos que hacer todo el trabajo…
—Lo sé… lo sé… y se aprovecharon de la situación. Por eso perdió el empleo. Pero como reconocimiento a los años de servicio buscamos otro lugar para usted, y también lo perdió. Bien, Tabb, es necesario resolver ciertas cuestiones legales relacionadas con la propiedad, y quizás usted pueda ayudarme. Ante todo, deseo que recuerde quiénes fueron los visitantes de la casa. Es decir, todos los que llamaron a su puerta. Desde más o menos abril de 1793 hasta junio de ese año, la fecha en que usted se marchó.
—¿Quién visitó la casa? ¿Para visitar a la señorita Elizabeth? ¿O a la señorita Agatha? Señor, vino muy poca gente. La casa estaba muy mal… bien, algunas personas de la aldea. Betty Coad vino a traer sardinas. Lobb, una vez por semana. Aaron Nanfan…
George obligó a callar a Tabb.
—Para los Poldark. En visita social. ¿Quién llamó?
Tabb pensó un momento y se frotó el mentón.
—Bien, usted, señor. ¡Usted más que nadie! Y del resto, el doctor Choake para ver a la señorita Agatha, el párroco Odgers una vez por semana, el capataz Henshawe, el alguacil de la iglesia, el capitán Poldark que venía de Nampara, sir John Trevaunance quizá dos veces; creo que la señora Ruth Treneglos una vez. Vi una vez a la señora Teague. Recuerde que yo estaba en el campo la mitad del tiempo, y mal podía…
—¿Con qué frecuencia venía de Nampara el capitán Poldark?
—Oh… una vez por semana, más o menos.
—¿A menudo por la noche?
—No, señor, siempre por la tarde. Los jueves por la tarde. Tomaba el té y después se marchaba.
—Y bien, ¿quién venía por la noche?
—Señor, nadie. Todo estaba tranquilo… como la muerte. Una viuda, un señorito de apenas diez años, y una dama anciana. Pero si usted quiere saber cómo era cuando vivía el señor Francis, entonces sí que…
—Y la señora Elizabeth… ¿salía por la noche?
Tabb pestañeó.
—¿Si salía? Señor, no que yo sepa.
—Pero durante las noches claras de ese verano… abril, mayo y junio, seguramente salía a cabalgar.
—No, casi nunca. Habíamos vendido casi todos los caballos, salvo dos que eran demasiado viejos y no podíamos montarlos.
George manipuló las dos guineas y Tabb miró las monedas, con la esperanza de que el interrogatorio hubiese concluido.
—Vamos, vamos, todavía no ha ganado nada. Piense, hombre. Estoy seguro de que hubo otros visitantes —dijo George.
Tabb trató de pensar.
—Gente de la aldea… el tío Ben solía venir con sus conejos. No había visitantes especiales ni…
—¿Con qué frecuencia la señora Elizabeth iba a Nampara?
—¿A Nampara?
—Eso dije. A visitar a los Poldark.
—Nunca. Jamás. Que yo sepa, nunca fue.
—¿Por qué no? Eran vecinos.
—Creo… creo que no se llevaba bien con la esposa del capitán Poldark. Pero lo digo sólo como una suposición.
Se hizo un silencio prolongado.
—Trate de recordar sobre todo el mes de mayo. A mediados o principio de mayo. ¿Quién vino? ¿Quién vino por la noche?
—Caramba… nadie, señor. No apareció ni un alma. Ya lo dije.
—¿A qué hora se acostaba?
—Oh… a las nueve o las diez. Apenas oscurecía. Trabajábamos de sol a sombra y…
—¿A qué hora se retiraba la señora Elizabeth?
—Oh… más o menos a la misma hora. Todos estábamos muy cansados.
—¿Quién echaba el cerrojo a las puertas?
—Yo, antes de acostarme. Hubo un tiempo en que no se echaba cerrojo, pero como entonces no había otros criados, y se hablaba de los vagabundos que eran peligrosos…
—Bien, me temo que no ha ganado nada —dijo George, y con un gesto apartó el dinero.
—¡Oh, señor, si supiera qué desea que le diga, se lo diría!
—No dudo de ello. Así que, dígame. Si alguien hubiese venido después de que usted se acostara, ¿habría oído la campanilla?
—¿De noche?
—Naturalmente.
Tabb pensó un momento.
—Lo dudo. Dudo de que nadie pudiese oírla. La campanilla estaba en la cocina de la planta baja, y todos dormíamos arriba.
—¿De modo que no se habría enterado?
—Bien… sí, creo que sí. Pero ¿porqué alguien hubiese querido entrar, salvo para robar? Y en realidad, había muy poco que robar.
—Pero ¿no existe una puerta secreta para entrar en la casa? ¿Una puerta conocida quizá por uno de los miembros de la familia?
—No… no, que yo sepa. Y estuve en esa casa veinticinco años.
George Warleggan se puso de pie.
—Muy bien, Tabb. —Dejó caer sobre la mesa las monedas—. Tome sus guineas y váyase. Le recomiendo que no diga una palabra a nadie…, ni siquiera a la señora Tabb.
—No se lo diré —afirmó Tabb—. Porque si lo hago… bien, señor, usted sabe cómo son las cosas. Querrá guardar este dinero.
—Tome sus guineas —dijo George—, y váyase.
III
Elizabeth Warleggan tenía treinta y un años y dos hijos. El mayor, Geoffrey Charles Poldark, pronto cumpliría once años, y estaba cursando su primer semestre en Harrow. Hasta ahora, había recibido tres cartas muy breves que le demostraban que su hijo por lo menos aún vivía, y al parecer estaba bien y comenzaba a acostumbrarse a la rutina del colegio.
Le dolía el corazón cada vez que las veía, plegadas cuidadosamente en una esquina del escritorio; con la imaginación leía muchas cosas entre líneas. El hijo menor, Valentine Warleggan, aún no tenía dos años y comenzaba a recuperarse lentamente de un grave ataque de raquitismo que había sufrido el último invierno.
Había participado en una partida de naipes con tres viejas amigas, uno de esos placeres que obtenía de sus estancias durante el invierno en Truro. En Truro todos jugaban a cartas y así la vida era distinta de los inviernos sombríos y solitarios en Trenwith, con Francis, y después de la muerte de Francis. La vida con su segundo esposo incluía momentos difíciles, sobre todo últimamente; pero también tenía estímulos mucho mayores; y ella era una mujer que respondía a los estímulos.
Estaba envolviendo un paquetito en la sala cuando llegó George. Durante un momento él no habló; en cambio se acercó a un cajón y comenzó a revisar el contenido. Después, dijo:
—Deberías encomendar esa tarea a un criado.
—Ya tengo bastante poco que hacer. —Dijo Elizabeth con voz neutra—. Es un regalo para Geoffrey Charles. Cumple años a fines de la semana próxima y la diligencia destinada a Londres parte mañana.
—Bien, puedes incluir un regalito de mi parte. No había olvidado del todo la fecha.
George se acercó a otro cajón y extrajo una cajita. Contenía seis botones de madreperla.
—Oh, George, ¡qué bonitos son! Me alegro que hayas recordado la ocasión… Pero ¿crees que vale la pena enviárselos al colegio? ¿No se perderán?
—Poco importa que se pierdan. A Geoffrey Charles le agrada vestir bien… y uno de los sastres locales sabrá usar estos botones.
—Gracias. En tal caso, los agregaré a mi regalo. E incluiré una nota a mi felicitación de cumpleaños diciéndole que tú se los envías.
En las cartas remitidas a su hogar, Geoffrey Charles había omitido la más mínima referencia a su padrastro. Ambos habían advertido el hecho, pero evitaban mencionarlo.
—¿Saliste de casa? —preguntó George.
—Fui a ver a María Agar. Te lo había dicho.
—Oh, sí, lo había olvidado.
—Me gusta mucho la compañía de María. Es muy alegre y vivaz.
Se hizo el silencio. Y no era un silencio sereno.
—Valentine preguntó hoy por ti —dijo Elizabeth.
—¿Qué? ¿Valentine?
—Bien, repitió varias veces: «¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!». Hace varios días que no te ve, y te extraña.
—Bien, sí… tal vez lo vea mañana. —George cerró el cajón—. Hoy encontré a tu antiguo criado. Tropecé con él en la taberna del «Gallo de Riña».
—¿Quién? ¿Qué criado?
—George Tabb.
—Oh… ¿Está bien?
—Trató de hablar de los viejos tiempos.
Elizabeth volvió a plegar el extremo del paquete.
—Confieso que me sentí un poco culpable cuando él se fue.
—¿En qué sentido?
—Bien, trabajó para nosotros… es decir, estuvo muchos años con mi suegro y con Francis. Para él sin duda fue muy duro perderlo todo porque al final comenzó a darse aires.
—Le regalé dos guineas.
—¡Dos guineas! ¡Una actitud sumamente generosa! —Elizabeth miró a su marido, tratando de interpretar la expresión inmutable de su rostro—. Sin embargo, a veces me pregunto si no deberíamos volver a tomarlo. Ya aprendió su lección.
—¿A un borracho? Los borrachos siempre hablan demasiado.
—¿Y de qué podrá hablar? No sabía que teníamos secretos para el mundo.
George se acercó a la puerta.
—¿Quién no tiene secretos? Todos estamos expuestos a la murmuración y la calumnia del promotor de escándalos. —Salió de la habitación.
Después, cenaron solos. Los padres de Elizabeth habían permanecido en Trenwith, y los padres de George estaban en Cardew. Últimamente habían tenido algunas comidas silenciosas. George era un hombre que se mostraba siempre cortés y se atenía a rígidas normas de conducta. Francis, el primer marido de Elizabeth, había sido un hombre animoso, malhumorado, cínico, ingenioso, cortés y grosero, escrupuloso y desaliñado. George rara vez era nada de todo eso; siempre contenía sus sentimientos. Pero a pesar de los límites que él se imponía, Elizabeth le conocía bien y sabía que durante los dos últimos meses la actitud de su marido hacia ella había variado mucho. Siempre la había observado como tratando de comprobar si ella se sentía realmente feliz en su matrimonio con él; pero durante los últimos tiempos su vigilancia era cada vez menos soportable. Y mientras antes, cuando ella alzaba los ojos y encontraba su mirada, los ojos de George continuaban mirándola tranquilamente, en una actitud francamente indagadora, pero no ofensiva, ahora, cuando sentía los ojos de su mujer él apartaba rápidamente los suyos, quizá porque deseaba evitar que ella adivinase sus pensamientos.
A veces, ella sospechaba que también los criados la vigilaban. Una o dos veces había recibido cartas que aparentemente habían sido abiertas y cerradas de nuevo. Era una situación muy desagradable, pero a menudo Elizabeth se preguntaba si no estaba imaginando demasiado.
Después que se retiraron los criados, Elizabeth dijo:
—Aún no hemos contestado la invitación a la boda de Carolina Penvenen. Es necesario hacerlo muy pronto.
—No deseo ir. El doctor Enys exhibe siempre un desagradable aire de superioridad.
—Imagino que todo el condado asistirá.
—Quizá.
—Y también creo que será la boda de un héroe, pues acaba de salir de una prisión francesa, y por poco no sobrevive a la prueba.
—Y no cabe duda de que también estará allí su salvador, para recibir alabanzas por un gesto de criminal temeridad, que costó la vida de más hombres que los que salvó.
—Bien, todos sabemos que a la gente le agradan los gestos románticos.
—Y también la figura romántica. —George se puso de pie y dio la espalda a su mujer. Elizabeth vio que él estaba mucho más delgado y se preguntó si el cambio de actitud era resultado de un problema de salud—. Dime, Elizabeth, ¿qué piensas ahora de Ross Poldark?
Era una pregunta sorprendente. Durante el año que siguió al matrimonio ninguno de los dos había mencionado ese nombre.
—¿Qué pienso de él? ¿Qué significa esa pregunta?
—Lo que dicen las palabras, y nada más. Lo conoces desde hace… ¿quince años? Fuiste… por lo menos su amiga. Cuando te conocí, solías defenderlo si alguien se atrevía a criticarlo. Cuando intenté ser su amigo y él me desairó, le apoyaste.
Ella permaneció sentada frente a la mesa, manipulando nerviosamente el borde de una servilleta.
—No sé si le apoyé. Pero el resto de lo que has dicho es verdad. Sin embargo… durante los últimos años mis sentimientos hacia él han variado. Y creo que lo sabes bien. Tienes que saberlo después de todo lo que hemos hablado. ¡Cielos!
—Bien, continúa.
—Creo que mis sentimientos hacia él comenzaron a cambiar a causa de su actitud frente a Geoffrey Charles. Después, cuando me casé contigo, mi decisión sin duda no le agradó; y su arrogancia cuando entró por la fuerza en la casa, esta Navidad, y nos amenazó porque su esposa había sostenido una discusión con tu criado… me pareció intolerable.
—No se abrió paso por la fuerza —observó serenamente George—, encontró un camino que nosotros no conocíamos. Elizabeth se encogió de hombros.
—¿Es importante eso?
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir?
Escucharon un golpeteo sobre los adoquines, en la calle. Era un ciego tanteando el camino; el bastón parecía una antena explorando el sendero. La ventana estaba entreabierta, y George la cerró y de ese modo acalló el sonido.
—Elizabeth, a veces pienso, a veces me pregunto…
—¿Qué?
—Algo que tal vez te parezca inapropiado, un pensamiento que un marido no debe concebir acerca de su esposa… —Hizo una pausa—. A saber, que tu nueva enemistad hacia Ross Poldark es menos auténtica que tu antiguo afecto…
—¡Tienes mucha razón! —respondió ella al instante—. En efecto, me parece un pensamiento muy impropio. ¿Me acusas de hipocresía o algo peor? —Su voz demostraba enojo. El enojo que procura ocultar la aprensión.
Durante su vida matrimonial a menudo habían tenido diferencias de opinión, pero nunca habían disputado. No mantenían ese tipo de relación. Ahora, al borde de la pelea, él vaciló y evitó un enfrentamiento para el cual no estaba bien preparado.
—¿Cómo puedo saberlo? —dijo George—. Quizá ni siquiera es hipocresía. Tal vez ocurre sencillamente que te engañas.
—¿Acaso jamás… acaso jamás… durante estos dos años te di motivo para suponer que Ross me inspira sentimientos más cálidos que los que sugieren mis propias palabras? ¡Menciona una sola ocasión!
—No. No puedo mencionar ninguna. Pero no me refiero a eso. Escucha. Eres una mujer de lealtad duradera. Confiésalo. Siempre defiendes a tus amigos. Durante los años de tu matrimonio con Francis tu amistad con Ross Poldark se mantuvo inconmovible. Si yo mencionaba su nombre, inmediatamente te endurecías. Pero después que nos casamos tu hostilidad hacia él es idéntica a la mía. En todas las disputas tomaste partido por mí…
—¿Te quejas?
—Por supuesto, no me quejo. Me ha complacido. Me siento complacido de que hayas… cambiado tu actitud. Pero no estoy seguro de que cambiar así sea propio de tu carácter. Corresponde más a tu carácter apoyarme de mala gana contra un antiguo amigo… porque si eres mi esposa crees que tu deber es apoyarme. Pero no con los sentimientos tan intensos que tú muestras. Por eso, a veces me inspiran sospechas. Me digo: Quizá no son auténticos. Quizá me engaña porque cree que eso me complace. O tal vez ella misma se engaña y confunde sus propios sentimientos.
Ahora, Elizabeth se retiró de la mesa y se acercó al fuego, encendido poco antes, y que aún no era muy vivo.
—¿Has visto a Ross hoy? —Con la peineta que estaba usando aseguró un mechón de cabellos, y el movimiento trasuntó tanta frialdad como las palabras.
—No.
—Entonces, me gustaría saber por qué me acusas de ese modo.
—Mencionamos su presencia segura en la boda de Carolina. ¿No es bastante?
—No para justificar estas… imputaciones. Sólo puedo suponer que hace mucho que abrigas tales sospechas.
—Me asaltan de tanto en tanto. No con frecuencia. Pero tenía que decírtelo.
Se hizo un silencio prolongado, y con esfuerzo Elizabeth consiguió dominar sus fluctuantes sentimientos. Estaba aprendiendo de George.
Caminó unos pasos y se detuvo al lado de su marido, semejante a una esbelta virgen.
—Querido, tus celos no se justifican. No sólo con respecto de Ross, sino de todos los hombres. ¡Mira, cuando asistimos a una fiesta apenas puedo sonreír a un hombre menor de setenta años sin sentir que estás dispuesto a matarlo! —Apoyó la mano en el brazo de George cuando este se disponía a hablar—. Con respecto a Ross… creíste que estaba desviando la conversación, pero como ves no es así… con respecto a Ross, te digo con absoluta sinceridad que no me interesa. ¿Cómo puedo convencerte? Mira. Sólo puedo decirte que una vez sentí algo por él y que ahora no siento nada. No lo amo. No me importaría si no volviese a verlo. Apenas me queda un resto de simpatía. Ha llegado a parecerme un… fanfarrón, y en cierto sentido un prepotente, un hombre maduro que trata de adoptar la actitud del joven, alguien que otrora usó… capa y espada, y no sabe que esas cosas ya no están de moda.
Si ella hubiese tenido más tiempo para elegir sus palabras probablemente no las habría encontrado tan apropiadas para convencer a su marido. Una declaración de odio o desprecio no habría sido de ningún modo convincente. Pero esas pocas frases frías y destructivas, que reflejaban en gran parte las opiniones del propio George, aunque con palabras que él no habría sabido usar, le tranquilizaban y reconfortaban.
Se sonrojó, un signo muy poco usual en él, y dijo:
—En efecto, tal vez mis celos son excesivos, no lo sé. No lo sé. Pero seguramente tú conoces la causa que los provoca.
Elizabeth sonrió.
—Tus celos son innecesarios. Te aseguro que no tienes de quién estar celoso.
—Me lo aseguras. —La duda se dibujó de nuevo en la expresión de George, y ensombreció y afeó su rostro. Después, se encogió de hombros y sonrió—. Bien…
—Te lo aseguro —repitió Elizabeth.