Ross volvió caminando junto a su caballo. La impresión y el horror le habían debilitado de tal modo las piernas que el regreso a Nampara, caminando con paso lento, llevando a Sheridan de la brida, fue obra más del instinto que de la voluntad.
Atravesó la aldea de Grambler y pasó frente a la iglesia de Sawle, y salió al páramo. El viento barría la tierra.
Era el camino que mejor conocía en el mundo. Durante la niñez y la adolescencia había corrido de una casa a la otra, y por allí había cabalgado y caminado innumerables veces. Pero esa noche Sheridan guiaba a su amo.
Se cruzó con una o dos personas que le dieron las buenas noches. Era una costumbre de Cornwall, no siempre mera cordialidad; a menudo, respondía al deseo de identificar al otro en la oscuridad. Esa noche, Ross no contestó a los saludos. El horror le dominaba. En la guerra había visto mucho, pero esto era diferente. Que ella se hubiese corrompido así, al mismo tiempo que parecía tan bella, era algo que le agobiaría hasta el fin de sus días. En eso terminaba el amor. En eso se convertía la belleza. Los gusanos. ¡Dios Todopoderoso!
Se estremeció y escupió. Sentía náuseas en el estómago, una náusea análoga a la gangrena de la cual ella había muerto.
Llegó a la casa de oraciones, al lado de la Wheal Maiden. Adentro había luz. Probablemente Sam. Quizás unos pocos fieles, alumnos de la clase, que rezaban o escuchaban mientras Sam leía. Tal vez él debía entrar, arrodillarse en un rincón, pedir que lo guiasen, y rezar para que Dios le concediese la humildad. Era lo que faltaba en todos los hombres. Humildad y perspectiva. Pero esta última era peligrosa. Quien tenía perspectiva, siempre podía ver el fin.
Algo se movió.
—¿Eres tú, Ross?
—Demelza —dijo Ross—. ¿Qué haces aquí?
—Quise acercarme… pensé encontrarte… ¿Por qué vienes andando?
—Yo… quise hacer tiempo.
—Sé lo que ocurrió. Carolina envió a Myners para que nos avisara.
—Me alegro de que lo sepas.
Se volvieron e iniciaron el camino de regreso.
—Lo siento tanto… —dijo Demelza.
—No hablemos de eso.
Descendieron por el valle. Apenas llegaron a la casa, Demelza entró y retiró a los niños del salón. Él se sentó frente al fuego y bebió el brandy que trajo Demelza.
—¿Deseas estar solo?
—No, si prefieres quedarte.
Demelza ordenó a los niños que permanecieran callados en la cocina, tomó su labor y ocupó una silla del lado contrario del fuego. Ross bebió brandy durante casi una hora. Ella bebió un par de vasos pequeños. Finalmente, Ross la miró.
—Lo siento —dijo.
—¿Deseas cenar?
—No. No quiero comida. Pero tú come algo. ¿Están los niños en el comedor?
—No lo sé. Y no tengo tanto apetito.
—Ha sido un día sombrío —dijo Ross—. A veces creo que ciertos días de diciembre el espíritu humano cae muy bajo. Este es uno de esos días.
—Hay motivos. ¿Ella…?
—Yo… prefiero no hablar del asunto.
Permanecieron sentados otra hora. Él había dejado de beber, y dormitaba recostado en el sillón, la cabeza apoyada en el respaldo. Demelza salió, dio las buenas noches a los niños y se cortó un pedazo de pan y queso.
Cuando Demelza volvió a entrar, Ross dijo:
—Creo que iré a caminar un poco.
—¿A esta hora?
—Sí… puede ayudarme. No me esperes.
—¿No quieres que te acompañe entonces?
—Creo que no me alejaré mucho.
—Recuerda que debes volver.
Cuando Ross salió de la casa, la luna comenzaba a aparecer en el cielo, invisible y envuelta en nubes, y pese a todo iluminaba el campo. Se dirigió a playa Hendrawna y como la marea estaba muy baja comenzó a recorrerla. La arena cedía bajo su peso, tersa como escarcha; su propia sombra, indefinida como un fantasma, oscilaba alrededor de sus pies.
Siguió el mismo camino que Drake había recorrido en su tribulación, algunos meses antes; pero cuando llegó al Pozo Sagrado abandonó la playa y trepó los peldaños tallados en la roca, hasta que llegó al viejo sendero que los peregrinos habían usado muchos siglos antes. Subiendo y bajando, evitando las dunas, con el mar que murmuraba pocos metros más abajo, continuó la marcha, dejó atrás las Rocas Negras y el Ellenglaze, rodeó la Caleta de Hoblyn y se internó en el valle que comenzaba poco después. Excepto la presencia de algún vagabundo solitario o de los gitanos, era una tierra desierta, barrida por el viento y la arena, desprovista de vegetación si se exceptuaba la hierba de la costa y unos pocos parches de brezos y matorrales. Ni un árbol. Hacía años que no iba por allí. No recordaba haber visitado ese lugar desde su regreso de América, dieciséis años antes. No tenía motivo para visitar el lugar. Excepto cuando trataba de escapar de sí mismo, como estaba haciendo ahora.
Una o dos veces se sentó, no tanto para descansar como para pensar; pero apenas comenzaba a pensar se incorporaba y continuaba caminando. A medida que avanzaba la noche el cielo se aclaraba y de tanto en tanto aparecía la luna, velada, deforme y gastada por el tiempo. Los bordes de los riscos eran cada vez más agudos, como los rostros de los ancianos cuando se les encoge la carne. En algunas de las caletas más pequeñas, las algas marinas cubrían las rocas y olían a descomposición.
Pasaron horas antes de que diese media vuelta y comenzara el largo camino de regreso. Ahora se trataba de que su cuerpo cansado se interpusiera a su mente cansada. O que su pensamiento consciente aceptase únicamente la voluntad referida al esfuerzo muscular. Cuando al fin volvió a la playa, alargó el paso para adelantarse al avance de la marea. Rodeó los riscos de la Wheal Leisure cuando ya el agua le salpicaba las rodillas.
El alba comenzaba a insinuarse en el cielo cuando llegó a la vista de Nampara. Amanecía de mala gana, con el gesto renuente de quien comienza a abrir las cortinas de una habitación bien protegida. Comenzó a caer una fina lluvia. Ross entró por el paso abierto en el muro, llegó al jardín, dejó atrás el viejo árbol de lilas y entró en la casa. Con movimientos silenciosos llegó al salón, helado a causa del agua del mar que le había empapado las piernas, y pensando que quizás aún quedasen restos del fuego.
El fuego aún estaba encendido, pero no era más que brasas; cuando Ross se arrodilló alguien se movió en el sillón. Ross se sobresaltó y después vio quién era.
—Te lo dije. Era mejor que te acostases.
—¿Por qué tenía que acostarme? —contestó Demelza. Permanecieron un rato en silencio, mientras él agregaba carbón al fuego y usaba el fuelle para avivarlo.
—¿Tienes frío? —preguntó Ross.
—Sí. ¿Y tú?
Él asintió y fue a abrir las cortinas. La enfermiza luz diurna reveló que ella no se había desvestido; tenía una manta sobre las rodillas y un chal sobre los hombros.
—Te traeré el desayuno.
Ross movió la cabeza.
—Pero tú debes comer algo
—No, no; no tengo apetito. Estás empapado.
—No importa. En seguida me cambiaré. —Se sirvió una copa de brandy para quitarse de la boca el gusto desagradable del brandy anterior. Ofreció una copa a Demelza, pero ella rehusó.
—¿Estuviste caminando toda la noche?
—Sí. Creo que estas botas están para tirar. —Se las quitó, y volvió a arrodillarse frente al fuego. Demelza vio cómo la luz más intensa bailoteaba sobre los rasgos de Ross. El brandy llegó a su estómago, y él tuvo la sensación de un fuego que le quemaba.
—¿Dormiste?
—Un poco.
—Pero me has esperado.
—Esperé.
Ross se apoyó en el respaldo de otra silla.
—Como sabes, ahora termina el siglo. Parece… muy apropiado. Dentro de pocas semanas comienza el siglo diecinueve.
—Lo sé.
—Por razones que quizá sean válidas, en mi caso se diría que ha concluido algo más que el siglo. Se diría que es el fin de la vida tal como la hemos conocido.
—¿A causa de… la muerte de Elizabeth?
Ross rechazó la palabra.
—No del todo. Aunque por supuesto, también influye.
—¿Deseas hablar ahora de eso?
—No… si no te importa.
Se hizo el silencio.
—Bien, Ross, el fin del siglo no significa el fin de nuestra vida —dijo Demelza.
—Oh… Es un ataque de profunda depresión… en mi caso se trata de eso. Me recobraré poco a poco.
—No hay prisa.
—Quizá siempre hay prisa.
Ross echó más carbón y una bocanada de humo se difundió en la habitación.
—Ve a dormir antes de que despierten los niños —dijo Demelza.
—No. Quiero hablar contigo, Demelza, acerca de lo que estuve pensando. No hace mucho perdiste a alguien a quien… amabas. Eso… hiere muy hondo.
—Sí —dijo ella—. Hiere muy hondo.
—Sin embargo… —Extendió la mano para tomar la copa de brandy, pero la dejó cerca del hogar sin haber probado el licor—. Aunque antes amé a Elizabeth, lo que esta noche me duele más es el recuerdo de ese amor. Este mes o el próximo cumpliré cuarenta años. De modo que siempre hay prisa. Lo que más lastima es el recuerdo —y el temor— de la pérdida de todo lo que es amor.
—No sé a qué te refieres.
—Bien, en cierto sentido mi dolor es egoísta. Quizás a eso se refiere Sam cuando predica. No se puede llegar al bien si no se destruye ese egoísmo.
—¿Y tú deseas hacerlo?
—No se trata de lo que se desea sino de lo que se debe hacer.
—El interés personal… —dijo Demelza—. ¿No hay diferencia entre el interés personal y el egoísmo? ¿No hay diferencia entre… apreciar todas las cosas buenas de la vida y… aprovechar las cosas buenas en beneficio propio? Creo que sí.
Él la miró. Sus cabellos oscuros le caían en desorden sobre los hombros, bajo la bata el vestido de seda amarilla, y las manos nunca inmóviles, y el seno que se elevaba y descendía y la sombría y vivida inteligencia de sus ojos.
—Lo que vi anoche… me destroza el corazón… a causa de todo el encanto y toda la belleza perdidos… en Elizabeth. Pero sobre todo, me atemoriza.
—¿Te atemoriza, Ross? ¿Por qué?
—Imagino que porque pienso que puedo perderte.
—Es poco probable.
—No me refiero a perderte porque te consiga otro hombre… si bien eso fue bastante desagradable. Me refiero a la posibilidad de perderte físicamente, como persona, como compañera, como presencia humana que me acompaña toda la vida.
Demelza le abrió su corazón.
—Ross —dijo—, no es posible. A menos que me eches.
—No es una posibilidad, es una certeza —dijo Ross—. Después de ver a Elizabeth… tocamos el fin de un siglo… una época…
—No es más que una fecha.
—No, no es eso. No es eso para nosotros. Para nadie; pero especialmente no lo es para nosotros. Es… la división de las aguas. Hemos llegado hasta aquí y ahora miramos hacia abajo.
—Estoy segura de que miramos hacia delante.
—Hacia delante y hacia abajo. ¿No comprendes que llegará el momento, inevitablemente llegará el momento en que no pueda volver a oír tu voz o tú la mía? Quizá parezco sentimental, pero… siento que este hecho es intolerable, inconcebible, algo que no puedo soportar…
Demelza abandonó bruscamente el sillón, se arrodilló frente al fuego, recogió el fuelle y comenzó a removerlo. Lo hizo para disimular las lágrimas que se habían asomado a sus ojos. Comprendió que Ross había llegado a las regiones más oscuras del alma, que se debatía en aguas muy profundas y que quizá sólo ella podía tenderle una mano.
—Ross, no debes temer. No es ese tu carácter.
—Quizás el carácter cambia a medida que uno envejece.
—No ha de ser así.
—¿Nunca tienes miedo?
—Sí. Oh, sí. Quizás a cada instante, si me diese tiempo para pensar en ello. Pero no puedes vivir de ese modo, no puedes vivir si piensas así. Estoy aquí. Estás aquí. Arriba los niños duermen. Es lo único que importa ahora. La… la sangre corre por mis venas. Por las tuyas. Nuestros corazones laten. Nuestros ojos ven. Nuestros oídos oyen. Olemos, hablamos y sentimos.
Demelza se volvió y se puso en cuclillas al lado de Ross. Él le pasó el brazo sobre los hombros, mirando sin ver, los ojos fijos en la oscuridad.
—Y estamos juntos. ¿No es eso importante? —dijo Demelza.
—¿Incluso cuando todo es como fue en Londres?
—Eso no debe repetirse.
—No —dijo Ross—. Jamás debe repetirse.
—Naturalmente, tiene que haber un fin —dijo Demelza—. Por supuesto. Pues eso es lo que siempre ha debido afrontar el hombre desde que comenzó el mundo. Y es… ¿cómo dijiste? Intolerable. ¡Es intolerable! Por lo tanto, no debes pensar en ello. No debes afrontarlo. Porque es una… certeza, hay que olvidarlo. Uno no puede… no debe… temer a una certeza. Sólo conocemos este momento, y ahora, Ross, ¡vivimos! ¡Somos! Nosotros somos. El pasado está muerto y enterrado. Lo que ha de venir aún no existe. ¡Es el mañana! Sólo el ahora puede ser en cada instante. Y en este momento, ahora, estamos vivos… y reunidos. No podemos pedir más. No hay más que pedir.