Capítulo 15

El jueves por la mañana George mandó llamar a Dwight. Carolina, que deseaba demostrar sus buenos sentimientos, en ese momento estaba poniéndose un sombrero y se preparaba para visitar a Elizabeth y admirar a la niña. Al fin, se quitó el sombrero y dejó que Dwight fuese solo.

El doctor Behenna estaba con George en el vestíbulo, pero los dos hombres no se hablaban.

George estaba pálido y no había dormido.

—La señora Warleggan sufre mucho y está así desde hace treinta y seis horas —dijo—. Le agradecería que usted suba y vea qué puede hacer por ella.

Dwight miró a Behenna, que dijo fríamente:

—El parto prematuro provocó una condición gotosa aguda de las vísceras abdominales, y ese estado determina ahora espasmos severos de las extremidades. Estamos haciendo todo lo posible, pero el señor Warleggan opina que, como usted atendió el parto, es necesario llamarlo en consulta.

Dwight asintió.

—¿Qué le recetó?

—Sangrías. Infusión de hojas de atropa belladonna. Sal de ajenjo y amoníaco. Purgas livianas para reducir la presión excesiva de los fluidos nerviosos. —Behenna habló con evidente fastidio; en general, los detalles de los tratamientos no se comunican al rival, y Dwight advirtió sorprendido que su colega se mostraba muy franco.

De un cuarto salió una anciana que atravesó el vestíbulo cojeando; Dwight reconoció con dificultad a la señora Chynoweth.

—Señor, ¿puede indicarme el camino? —dijo al doctor Behenna.

Cuando entró en el dormitorio Dwight miró horrorizado a Elizabeth. Había envejecido diez años, y tenía el rostro hundido y marcado por el dolor. Al entrar, Dwight olió discretamente el aire. Después, se acercó a la cama.

—Señora Warleggan. Ha empeorado. Pero nos ocuparemos de mejorarla.

—¡Es evidente que conseguiremos mejorarla! —Behenna estaba detrás de Dwight. Despreciaba a los médicos que comentaban el mal aspecto de sus propios pacientes—. Unos pocos días, y estará bien del todo.

—Bien, veamos, ¿de qué se trata? ¿Dónde le duele?

Elizabeth se humedeció los labios para hablar, pero no pudo hacerlo. Miró a Dwight. Dwight acercó el oído a la boca de la enferma. Elizabeth dijo:

—Mi… mis pies. Todo el cuerpo… duele… nunca me sentí tan enferma… ni sentí tanto dolor. —Dwight vio que la lengua estaba hinchada y recubierta con una mancha rojo oscura de sangre.

—¿Le administró opiáceos? —preguntó Dwight a Behenna.

—Sí, algo. Pero en esta etapa es muy importante aumentar la elasticidad de las venas y eliminar la materia descompuesta que lleva en la sangre.

—Tanto frío —murmuró Elizabeth.

Dwight volvió los ojos hacia el fuego que ardía en el hogar. Lucy Pipe estaba sentada a un lado, y movía suavemente la cuna. El joven médico apoyó la mano en la frente de Elizabeth, y después le tomó el pulso, que estaba muy acelerado. Tenía azules e hinchados los dedos de una mano.

—Señora Warleggan, tal vez pueda examinarla. Trataré de que no sufra.

Con movimientos cautelosos retiró las mantas y apretó suavemente el abdomen de la enferma. Esta se estremeció y gimió. Después, apartó todavía más las mantas y miró los pies. Cerró la mano sobre el pie derecho. Miró el pie izquierdo y después, descargó ligeros golpes sobre ambas piernas hasta la rodilla.

Se enderezó y volvió a cubrir a Elizabeth. Ahora sabía por qué el doctor Behenna se había mostrado tan franco acerca de los detalles del tratamiento. No servía de nada.

De la cuna llegó un débil grito.

Dwight ordenó secamente:

—¡Retire de aquí a esa niña!

—Oh —dijo Elizabeth, que de pronto pareció más atenta—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque usted necesita descanso y silencio —dijo suavemente Dwight—. Incluso el más leve ruido puede molestarla.

George había entrado en la habitación y miraba a su esposa con la concentrada inquietud de quien teme ser derrotado en un juego cuyas reglas desconoce.

—¿Bien? —dijo.

Dwight se mordió el labio.

—En primer lugar, señora Warleggan, le recetaré una medicina más enérgica con el fin de aliviar el dolor. El doctor Behenna acierta en su opinión de que es una condición de la sangre. Él y yo debemos colaborar con el fin de aliviar esa condición.

—¿En qué consiste la cura? —preguntó George.

—Señor Warleggan, vamos por pasos —dijo Dwight—. Ante todo, tratemos de aliviarla. Después podemos intentar… el resto. Le administraré inmediatamente un opiáceo muy enérgico, y luego intentaremos calentar los miembros. Pero con la mayor delicadeza posible. ¿Tiene sed?

—Siempre… siempre.

—Beberá limonada… toda la que pueda. Es necesario aplicar ladrillos calientes en los pies y frotar suavemente las manos. Pero sólo ladrillos calientes, que se cambiarán cada hora. Y sobre todo, es necesario devolver al cuerpo su calor. Es lo más urgente. Deseo que aviven el fuego y abran un poco la ventana. Doctor Behenna, ¿permanecerá aquí?

—Tengo pacientes en la ciudad, pero tendrán que esperar.

Dwight sonrió a Elizabeth.

—Conserve la calma, señora, trataremos de aliviarla con la mayor rapidez posible. —Se volvió—. Y después, señor Warleggan, habrá que esperar. Por ahora nada más podemos hacer. Doctor Behenna, ¿puede concederme el favor de una palabra a solas?

Behenna gruñó e inclinó la cabeza. Los dos hombres pasaron al cuarto de vestir de Elizabeth, con sus bonitas perchas rosadas y los elegantes cubremesas de encaje.

Behenna cerró la puerta.

—¿Bien?

—¿Supongo que usted no creerá que esto sea un acceso de gota? —dijo Dwight.

—La excesiva excitabilidad de los fluidos nerviosos sugiere una inflamación severa de ese carácter, la cual quizá determine los síntomas que ahora observamos —contestó Behenna.

—Señor, es evidente que usted nunca estuvo en un campo de prisioneros de guerra.

—¿Qué quiere decir con eso?

Dwight vaciló de nuevo. Incluso temía decir las palabras.

—Bien, me parece evidente. ¿No huele nada?

—Concuerdo en que hay un olor muy suave, un olor inquietante que comenzó a manifestarse esta tarde. Pero eso…

—Sí, eso. ¡Aunque sólo Dios sabe qué pudo provocarle tal condición!

—Señor, ¿sugiere que mi tratamiento pudo ser responsable de ello?

—No sugiero nada…

—¡Señor, yo también podría sugerirle que si me hubiese encargado del parto quizás esta condición no se hubiera manifestado!

Dwight miró a su interlocutor.

—Doctor Behenna, ambos somos médicos, y creo que estamos igualmente consagrados a socorrer y curar las enfermedades humanas. Nuestros tratamientos pueden variar tanto como lo harían entre sí dos idiomas, pero nuestros propósitos son análogos y supongo que nuestra integridad no es motivo de duda. Por lo tanto, me permito señalarle que nada de lo que yo pude haber hecho durante un parto sin complicaciones, o nada de lo que usted pudo haber hecho cuando recetó el tratamiento que me explicó hace unos minutos, podría determinar los síntomas que la señora Warleggan presenta ahora.

Behenna se paseó por la habitación.

—De acuerdo.

—Contracción de las arterias, disminución y después suspensión del flujo sanguíneo. Aparentemente es lo que está ocurriendo. Y la restricción más peligrosa es la que afecta la provisión sanguínea de las extremidades. Aparentemente, no hay razón que justifique eso. Como le dije, el parto fue absolutamente regular: prematuro, pero fuera de eso sólo se caracterizó por el hecho de que los espasmos uterinos eran muy rápidos y enérgicos. Pero entendí que esa era una característica de la paciente; después de todo, una mujer a quien atendí la semana pasada dio a luz un niño cincuenta y cinco minutos después de haberse quejado de los primeros dolores. Pensé que se trataba de eso, o de una consecuencia de la caída que había sufrido; no creí que hubiese complicaciones patológicas. Y ahora esto… la causa es oscura, pero de ningún modo puede decirse lo mismo de la enfermedad.

—Usted va demasiado lejos y se apresura en exceso. —Behenna miró a Enys.

—Ojalá sea así. Pero lo sabremos muy pronto.

—Confío en que no comunicará su sospecha al señor Warleggan.

—Lejos de ello. Entretanto, aunque usted dude de mi diagnóstico confío en que no rechazará mi tratamiento.

—No… No puede dañar a la paciente.

II

Ross estuvo en Truro todo el viernes 13 de diciembre para asistir a su segunda reunión del banco de Cornwall, en su carácter de socio y garantía. Nadie mencionó el duelo, aunque sin duda todos estaban al corriente; podía deducirse por el mero hecho de que nadie dijo una palabra acerca de la torpeza de su mano derecha. Comenzaba a recuperar el movimiento, pero aún tenía cierta dificultad para firmar.

En general, la conversación le pareció chino puro y simple, pero se mantuvo cortésmente atento. Comprobó que en temas de política general sus observaciones eran útiles, y aunque lord de Dunstanville seguramente tenía muchos informantes directos en Londres, Ross era allí el único miembro del Parlamento, y por eso mismo podía realizar informes ocasionales.

Después de la reunión, cenó y durmió en la casa de Harris Pascoe, en Calenick, donde momentáneamente el anciano banquero continuaba viviendo con su hermana. Se proyectaba vender o demoler el antiguo local del banco de Pascoe, y Harris estaba buscando una residencia más pequeña en Truro, cerca del centro. De ese modo, todos los días podría ir caminando al nuevo banco. Se había adaptado bien a su nueva vida, y aunque carecía del prestigio propio del hombre que es su propio patrón, ahora eran menos sus responsabilidades; y como decía a Ross en su habitual estilo desdeñoso, esa situación era ventajosa para un hombre de su edad y su temperamento.

Ross partió el sábado por la mañana y a mediodía llegó a Nampara. Fue el día más sombrío del año y de todo el invierno, pues aunque no llovió el mundo estaba sumido en sombras y la madrugada y el atardecer eran formas nominales que indicaban leves variaciones de la visibilidad.

Apenas llegó, Demelza le dijo que había oído decir que Elizabeth continuaba gravemente enferma. Se había enterado la víspera, por intermedio de Carolina, y Demelza había ido esa mañana a Killewarren para obtener más noticias.

—Fue todo lo que pude hacer —dijo—. Si fuésemos vecinos con relaciones normales…

—¿Te dijo si había cambios en el estado de Elizabeth?

—No ha mejorado. Cuando yo llegué, Dwight estaba en Trenwith.

—¿Y la niña?

—Creo que está bien. Prematura, pero está bien.

Se miraron, pero no dijeron más.

Solían almorzar con los niños, y ahora que la señora Kemp se había convertido en residente más o menos estable, también con ella, de modo que no faltaron temas de conversación. Clowance había dejado de ser una niña silenciosa y ahora rivalizaba con Jeremy por su capacidad de hablar sin detenerse, sin que le importara si alguien la escuchaba. Ross no comió mucho, y en mitad del almuerzo dijo en voz baja a Demelza:

—Creo que debo ir.

Demelza asintió.

—Lo mismo digo. Pero temo por ti.

—Sé cuidarme.

—Si te encontraras con Tom Harry… y con el brazo en ese estado.

—Si voy montado, no podrá detenerme. Y en vista de las circunstancias, estoy seguro de que George no se opondrá.

—Ross… no confiaría en ello.

—No. —Ross recordó la última vez que se habían visto—. Lo único que puedo hacer es intentarlo.

—¿Voy contigo?

—No… Si me insultan, en una ocasión como esta podré soportarlo. Pero no será igual si tú eres la afectada.

—Lleva contigo a Gimlett.

—No creo que Gimlett intimide ni siquiera a un ratón. Tholly Tregirls sería el hombre apropiado, pero difícilmente podría arrancarlo de su taberna con el único fin de que me acompañe a hacer una visita de carácter social.

—La visita a una enferma —dijo Demelza.

—Como quieras… Creo que iré ahora, mientras sea de día… o lo parezca.

—Encenderé las velas —dijo Demelza.

Mientras los niños preguntaban, Ross se puso de pie y fue a buscar su capa y el sombrero. Antes de salir besó a Demelza, un gesto desacostumbrado en él a esa hora.

—No tardes demasiado porque comenzaré a preocuparme. Quiero decir, por tu seguridad.

Ross sonrió.

—Por mi seguridad.

Afuera, dirigió una mirada al mar, que ahora se había aquietado del todo. Parecía una tela encerada impulsada por una fuerza oculta; sólo los bordes mostraban un ribete blanco sucio. Las gaviotas marinas celebraban la oscuridad del día.

Cuando entró por el portón de Trenwith, en la casa ya parpadeaban muchas luces. Ross pensó que pocas casas reflejaban los estados de ánimo con tanta rapidez como Trenwith. Había estado allí aquella noche estival, hacía dieciocho meses, y la casa le había parecido un lugar vibrante y alegre; ahora se la veía inmóvil y fría, tan fría como esa Navidad que había visitado a la tía Agatha.

No vio a los criados. Desmontó y golpeó la puerta. La abrió casi en seguida un criado a quien Ross no conocía.

—Usted es el… o…

—Vine a preguntar por la señora Warleggan —dijo Ross—. ¿El señor Warleggan está?

—La señora Warleggan… bien…

—Mi nombre es Poldark.

—Oh… —El hombre parecía paralizado.

—¿Quién es? —dijo detrás una voz. Era George.

Tenía el rostro en la sombra, pero su voz era particularmente dura.

—Vine con espíritu de paz, George. Sólo para preguntar por Elizabeth. Espero que esté mejor.

Del interior de la casa llegaban ruidos, pero era difícil identificarlos.

—Echen a este hombre —dijo George.

—Vine a preguntar cómo está —dijo Ross—. Eso es todo. Creo que cuando se trata de la enfermedad, uno debe olvidar las viejas querellas… aun las más enconadas.

—Echen a este hombre —insistió George.

La puerta comenzó a cerrarse. Ross metió el pie, apoyó el hombro sano y empujó con fuerza. El criado salió despedido y chocó contra una mesa. Ross entró. En el gran vestíbulo había una sola vela encendida y goteando. Parecía un ojo amarillo que parpadeaba en la luz grisácea del día.

Ross cerró la puerta.

—¡Por Dios, George! ¿Tenemos que ser tan mezquinos que discutamos como perros sarnosos cuando alguien está gravemente enfermo? Dime que está mejor. Dime que está igual. ¡Dime lo que dicen los médicos y me iré! ¡De buena gana me iré! Nada tengo que hacer aquí… pero hay una antigua relación, con la casa y sus habitantes. Soy pariente político de Elizabeth, y sólo le deseo bien…

—Maldito seas, maldita sea tu familia y tu sangre por toda la eternidad. —Se sofocó y calló, como si él mismo estuviese enfermo.

Ross esperó, pero George no continuó hablando. El criado se había incorporado y ahora estaba arreglando la mesa que había derribado con su propio cuerpo.

—No me iré hasta saber cómo está —dijo Ross.

—¿Elizabeth? —dijo George—. ¿Elizabeth?… Elizabeth ha muerto.

III

En el silencio que siguió, el criado se deslizó con movimientos cautelosos y salió del vestíbulo.

El propio vestíbulo era como una iglesia, poblado de ecos y frío, con una luz enfermiza que venía de la ventana de muchos paneles y caía sobre la gran mesa, el hogar vacío; y también con la luz de la única vela encendida.

—Qué… no puede… —Respiró hondo—. No es posible que…

—Murió hace dos horas —dijo George con voz lejana—, murió sosteniendo mi mano. ¿Te complace?

Ahora, Ross identificó el sonido que había oído antes. Era una persona que lloraba, una mujer, y el llanto era casi un gemido, como un alarido celta. Nadie hubiera reconocido la voz de la señora Chynoweth, la misma que durante tantos años había hablado con voz apagada, en frases entrecortadas.

—Elizabeth está… no puedo… creer… George, eso no es un…

—¿Una broma? —dijo George—. Oh, sí, de tanto en tanto me agrada bromear, pero no acerca de un tema tan trivial como la pérdida de una esposa.

Ross permaneció de pie, inmóvil, como si sus piernas se negaran a realizar movimientos coordinados. Se lamió los labios y miró a George.

—¡Adelante, basura! —gritó George—. ¡Sube y mírala! ¡Mira adónde la llevamos!

Un hombre salió del salón de invierno. En otra ocasión, Ross hubiera reconocido al doctor Behenna.

—Señor Warleggan, le ruego que trate de dominarse. Nada más podía hacerse, y ahora no hay nada que hacer…

George se volvió.

—Aquí tengo al capitán Poldark. El capitán Poldark, miembro del Parlamento. Duda de mi palabra, duda de que mi esposa —a quien él deseó mucho tiempo— haya muerto. Cree que estoy bromeando. Lo invité a subir y ver.

—Señor Warleggan, si puedo sugerirle…

—¿Dónde está?

George miró a Ross.

—En el dormitorio rosado, el que da al patio. Debes conocer muy bien esta casa, pues siempre creíste que te pertenecía. Sube, y mírala. No hay nadie con ella. Nadie quiere acompañarla.

—Capitán Poldark… —empezó a decir Behenna, pero Ross ya subía la escalera.

Ascendió los peldaños, tropezando aquí y allá. El interior de la casa estaba oscuro y otra vela solitaria ardía al final del largo corredor. Dejó atrás el antiguo dormitorio de Verity, el dormitorio de Francis, el dormitorio de la tía Agatha. Las sombras le impedían el paso. Tropezó con un viejo armario. Las tablas del piso crujían bajo sus pasos. Pasó frente al dormitorio donde una vez él y Demelza habían dormido y habían hecho el amor. Cinco peldaños más. Allí había caído Elizabeth antes del nacimiento de Valentine.

Llegó a la puerta. No tenía fuerzas para abrirla. Era la habitación donde había encontrado a Elizabeth, siete años antes, un encuentro que había sido el comienzo de tanto dolor. De pronto, incrédulo y anticatólico, deseó persignarse.

Abrió la puerta, y el hedor lo golpeó como una pared sólida.

Allí estaba la cama, y en ella yacía Elizabeth y ardían dos velas. En el hogar, el fuego continuaba encendido.

Las cortinas estaban cerradas, pero se había dejado entreabierta una ventana. En el cuarto, el único movimiento era el de la cortina rosada agitada por la brisa vespertina. Sobre la mesa, al lado de la cama, un reloj, un cuenco, una botella alta, dos limones. Sobre la mesa de tocador, el collar de granates de Elizabeth, un vaso con tres sanguijuelas, un par de tijeras y una botella de agua con una cuchara. Frente al fuego, las chinelas y un hervidor colgado de un gancho, silbando suavemente.

Se aferró del picaporte de la puerta, y la náusea lo dominó. Elizabeth no se movió para saludarlo.

Náuseas cada vez más violentas; extrajo un pañuelo y lo llevó a la nariz y la boca. Contempló a su primer amor. El aire que entró por la puerta abierta agitó la llama de las velas.

Se acercó lentamente al lecho. La muerte había borrado las líneas del dolor, la fatiga y la fiebre. Excepto que ahora tenía la piel amarilla. Los cabellos, sin cepillar pero extrañamente ordenados, aún enmarcaban el pálido rostro patricio. Desprovisto de expresión, en el reposo su cara conservaba la antigua y tierna belleza admirada por tantos hombres. Uno habría imaginado que un instante después los párpados se moverían y los labios formarían una sonrisa de bienvenida. Excepto que la piel se había teñido de amarillo.

Y bajo la sábana, apenas contenidos por ella, se ocultaban todos los horrores de la corrupción, la mortificación y la muerte. Y todo eso se acentuaba a medida que pasaban los minutos. ¿Hasta dónde había llegado ya? Había comenzado a descomponerse cuando aún estaba viva, de modo que el entierro ya se había retrasado varios días.

Ross volvió a tragarse el vómito, se quitó el pañuelo de la boca y la besó. Los labios de Elizabeth eran como una pasta suave, fría, y blanda.

De nuevo el pañuelo en la boca, y sintió que escupía las entrañas y casi cayó al suelo. La habitación comenzó a girar, y Ross se sostuvo de una silla. Se volvió y huyó. El estrépito de la puerta sonó como un estampido; la puerta de un sepulcro. Un sepulcro que debía quedar aislado de todo lo que aún vivía.

Avanzó trastabillando por el pasillo y descendió la escalera sin mirar a George, que estaba de pie y le observaba. Salió de la casa, encontró su caballo e inclinó la cabeza sobre el cuello del animal, incapaz de montar.

IV

—Indíqueme cuánto le debo y le pagaré —dijo George.

—A su debido tiempo. Me ocuparé de ello a su debido tiempo.

—Dígame cuándo desea que le traigan del establo su caballo.

—Como de nuevo es de noche —dijo fríamente el doctor Behenna—, prefiero dormir aquí. Además, me parece aconsejable examinar de nuevo a la niña antes de salir.

—¿Está enferma?

—De ningún modo. Pero creo que el ama de leche es un tanto torpe. Estas muchachas del campo…

—Fue todo lo que pudimos conseguir en tan poco tiempo.

—Oh, comprendo. Administré un opiáceo enérgico a la señora Chynoweth, y ahora dormirá profundamente. ¿Las mujeres están arriba?

—En efecto.

—Creo que el ataúd debe cerrarse cuanto antes.

—No dudo que ellas piensen lo mismo.

En un cuarto cercano, Valentine discutía con su niñera. Hasta ahora, lo único que sabía era que mamá estaba enferma.

George recorrió la casa silenciosa, fría y oscura. Esto que ahora le había ocurrido contradecía todas sus experiencias anteriores. A lo largo de cuarenta años había sufrido escasos tropiezos, y todos habían sido frutos de la acción humana, situaciones que podían corregirse. Y en efecto, había logrado corregirlas a su debido tiempo. Uno aceptaba un desaire, una derrota, y después calculaba cuidadosamente la magnitud y la calidad de la misma. Se proponía organizar los hechos futuros de tal modo que pudiese superar o esquivar esa condición. Por supuesto, de tanto en tanto él y sus padres habían soportado dolencias secundarias o quizás un poco más graves; y uno aceptaba que con el tiempo envejecía y moría. Pero en un período de cuarenta años no había perdido a nadie… o por lo menos, a nadie importante.

Le parecía difícil o incluso imposible aceptar esta derrota total. Desde que él tenía veinte años, Elizabeth había sido su meta… absolutamente inalcanzable durante mucho tiempo. Pero la había conseguido, aunque parecía improbable, una meta absurda. Había sido su principal triunfo. Después, había permitido que la sospecha y los celos lo carcomiesen, y perjudicasen la vida en común; un sentimiento dirigido contra algo que era suyo, un sentimiento de amarga cólera que se difundía en un sector circunscrito que le pertenecía personalmente. Por eso, las pocas veces que los celos se habían convertido en amarga disputa, George se había mostrado dispuesto a retroceder tan pronto Elizabeth le amenazaba con la separación. Podía sentirse muy mal con ella, e incluso podía mostrarse fieramente dispuesto a torturarla; pero jamás se le había pasado por la mente la idea de que viviría sin ella.

Porque George había trabajado para ella, para complacerla, ofenderla, observarla, criticarla, consultarla, incluso insultarla, mostrarla al mundo, comprarle cosas y sobre todo impresionarla. No existía otra persona. Y ahora, cuando al fin el veneno de la tía Agatha había perdido su tóxico, cuando al fin había conseguido arrancar la púa emponzoñada, de modo que en adelante podían vivir en una atmósfera cálida y afectuosa, cuando tenían una hija además del hijo, cuando realmente la vida recomenzaba, y sobre todo cuando él estaba a un paso de alcanzar la cima definitiva de la distinción, el título de nobleza —él, George Warleggan, hijo de un herrero, elevado a la condición de noble, sir George… sir George y lady Warleggan, dirigiéndose a una recepción… y todos se volvían a mirarlos— cuando era uno de los hombres más ricos de Cornwall y uno de los más influyentes miembros del Parlamento, dueño de un distrito parlamentario y caballero, y junto a él la rubia, elegante y aristocrática Elizabeth: lady Warleggan… y entonces, se la habían arrebatado.

No podía soportarlo. Miró alrededor, la habitación en la cual había entrado, un cuarto de huéspedes, sin saber por qué había ido allí. El siguiente era el antiguo cuarto de Agatha, y George salió rápidamente y entró en el que ella había ocupado. ¡Agatha había lanzado sobre él su maldición, lo había declarado maldito! Y esa maldición le había perseguido, y ahora, cuando se disponía a destruir sus efectos, la vieja bruja había repetido su acto, de modo que ahora la vida de George era un campo de escombros.

Casi todos los muebles eran los mismos que habían estado allí el día de la muerte de Agatha, ya que en esa casa había fallecido. Descargó un violento puntapié sobre la mesa de tocador y astilló una de las patas. Después, la empujó con fuerza y se desplomó con estrépito, destrozando frascos de vidrio y cristal y dispersando artículos de tocador por todo el piso. Abrió bruscamente la puerta del armario y tiró de ella. Lentamente, el mueble comenzó a balancearse y al fin cayó con fuerte ruido, arrastrando en la caída una silla y destrozando la mesa de madera. La vela que él había traído se balanceó en el estante, y a punto estuvo de caer.

Era una casa maldita, y de buena gana la habría incendiado, bastaba acercar la vela a la cortina y al rincón del dosel de la cama. Había mucha madera vieja que se quemaba fácilmente: una pira apropiada para Elizabeth y para los malditos y condenados Poldark que siempre habían vivido allí.

Pero a pesar de su cólera inmensa no era propio de George, no estaba en su carácter destruir la propiedad y, sobre todo, la que ahora más que nunca le pertenecía. Paseó los ojos por la habitación, las manos aún temblorosas de pasión, y arrancó de las paredes dos cuadros que habían pertenecido a Agatha, y arrojándolos al piso los destrozó. Pensó que la noche siguiente —quizás esa misma noche— iría a la iglesia de Sawle para profanar la tumba de la anciana. Llevaría dos hombres para que se ocuparan de destrozar la lápida, para que desenterraran el cadáver podrido y empolvado y lo arrojasen al campo, lo arrojasen para pasto de los cuervos. Lo que fuera, lo que fuera, para vengarse de la injuria irreparable que él había sufrido.

Con mano temblorosa tomó de nuevo la vela y salió del cuarto. La cera fundida se derramó sobre sus dedos y manchó el suelo. Permaneció en el corredor, incapaz de contener la cólera y al mismo tiempo incapaz de hallar una víctima. Había deseado ver de nuevo a Elizabeth, pero sabía que era mejor esperar hasta que las dos mujeres terminasen de prepararla, y el cuarto fuese bien lavado con cloruro de cal. Y no sabía si incluso entonces soportaría entrar allí.

Ella le había abandonado. Le había abandonado. No podía creerlo.

No podía tolerar la idea de regresar a los cuartos de la planta baja, donde encontraría a ese charlatán inepto, o peor aún al baboso y senil padre de Elizabeth. Si le veía, rompería a gritar:

—¿Por qué usted sigue vivo? ¿De qué me sirve usted? ¿Por qué usted y su miserable esposa no se mueren también?

Una muchacha había aparecido por una puerta, y lo miraba fijamente. Era Polly Odgers.

—Disculpe, señor. Quería saber si ocurría algo… quiero decir, además. Oí los ruidos… golpes y cosas así. No sabía qué era.

—Nada —dijo George entre dientes—. Absolutamente nada.

—Oh… gracias, señor. Disculpe. —Comenzó a retirarse.

—¿Se ha despertado la niña?

—Oh, no, señor; duerme muy bien. ¡Y qué apetito! Creció… creo que en sólo cuatro días creció bastante.

Siguió a la criada al interior de la habitación. La señora Simons, el ama de leche, hizo una reverencia cuando él entró.

Miró fijamente a la niña. Úrsula Warleggan. Pero Elizabeth le había abandonado. Era lo único que le quedaba. Le había dejado a Úrsula.

Permaneció largo rato inmóvil, y las dos jóvenes lo contemplaron, tratando de no perturbar el curso de su pensamiento.

George había sostenido la mano de Elizabeth mientras ella moría. Cuando Behenna dijo que ya no había esperanza, George había entrado en el cuarto terrible y nauseabundo, y se había sentado al lado de Elizabeth y le había sostenido la mano. Tenía una mano muy hinchada, pero la otra estaba tan pálida y fina como siempre. Había creído que ella estaba inconsciente, pero los dedos de Elizabeth se habían movido en la mano de George. Era la mano izquierda, la que llevaba su anillo, el anillo que proclamaba su orgullo y su triunfo, el mismo que él había deslizado sobre el dedo de Elizabeth en la ruinosa y vieja iglesia de Mylor, a orillas del río Fal, apenas siete años antes. Cuánto orgullo y cuánto triunfo. Y ahora, había llegado a esto.

Cerca del fin, ella se había vuelto y había intentado sonreírle con sus labios manchados y descoloridos. Después, la sonrisa había desaparecido y en su rostro se había dibujado una expresión de miedo.

—George —había murmurado—. ¡Está oscureciendo! Tengo miedo de la oscuridad.

Él le había sostenido con más fuerza la mano, como si con ese apretón firme hubiera podido retenerla en este mundo, defenderla de la fuerza que desplegaba todos los horrores que querían arrastrarla a la tumba.

Pensaba en eso mientras contemplaba a la niña, que era todo lo que Elizabeth le había dejado. George no era filósofo ni vidente, pero de haber sido ambas cosas habría meditado acerca del hecho de que su frágil esposa, rubia y bella, había engendrado tres hijos, y que ninguno de ellos en definitiva terminaría pareciéndose a ella. Aunque Elizabeth había tenido una constitución bastante fuerte, cierto agotamiento del antiguo linaje Chynoweth quizá fuera la causa de la virtual desaparición de los rasgos personales en todos sus hijos, y del predominio de los tres padres. Geoffrey Charles ya se parecía a Francis. Valentine se parecería cada vez más al hombre que acababa de abandonar la casa. Y la pequeña Úrsula llegaría a ser una mujer sólida y fuerte, con el cuello grueso y la firme voluntad de un herrero.

La niña se movió en sueños; aún era tan minúscula, tan frágil: «cuida de los niños», había murmurado Elizabeth. Muy bien, muy bien, eso haría; pero ¿de qué servía? George quería a su esposa: a la persona para quien trabajaba, su piedra angular. Todas sus labores, todos sus planes, los esfuerzos consagrados a organizar, amasar, negociar y conseguir… sin ella todo era en vano. Hubiera podido derribar a puntapiés esa cuna, como había hecho con los muebles del cuarto de Agatha. Volcar la cuna y su frágil contenido, del mismo modo que su propia vida se había derrumbado, vaciada y destruida por un golpe solitario del destino maligno. Atribuía la culpa al destino, porque no podía aceptar que él fuera el auténtico culpable.

Polly Odgers se inclinó hacia delante y retiró una esquina de la manta que estaba demasiado cerca de la boca de la niña.

—Qué preciosa —dijo.

—Úrsula —murmuró George—. La pequeña osa.

—¿Cómo?

—Nada —dijo George.

Y por primera vez tuvo que usar un pañuelo para enjugarse los ojos.