Capítulo 14

Drake llegó a Nampara alrededor de las siete. Después de anunciarles la hora de la boda, fue a ver a Sam. Demelza cabalgó hasta Killewarren, y preguntó a Carolina si podía prestar un vestido a Morwenna en vista de que ambas tenían más o menos la misma estatura. Después, llevó el vestido al taller de Pally.

Fue necesario resolver ciertos problemas, ya que Morwenna, a pesar de parecer bastante delgada, era como su hermana Rowella y tenía formas más abundantes de lo que aparentaba a primera vista. En resumen, el vestido de Carolina le quedaba estrecho. Todo eso había ocurrido antes, pero sólo Morwenna lo sabía. Cuatro años antes había sido necesario coser y reformar, coser y reformar… para adaptar el vestido de boda de Elizabeth. Ahora, otro matrimonio, y esta vez con más prisa, pero la misma iglesia, el mismo clérigo… sólo el hombre era distinto. Tenía que dominarse, dominar esos nervios tensos. Pero la escena con George Warleggan la víspera —las bajezas, las insinuaciones perversas contra Drake— en realidad habían destruido cierto bloqueo mental… lo que ciertamente no era el efecto deseado por el señor Warleggan. Ella había defendido a Drake, estaba dispuesta a hacerlo con su propia vida si era necesario; y al hacerlo, sus sentimientos y sus ideas habían cobrado perfiles más claros. El matrimonio —este matrimonio— aún representaba un refugio bien venido, donde al fin podía gozar de cierta paz. Con una sutileza de la cual Demelza no le habría creído capaz, Drake se cuidó de no apremiarla o exigirle nada. No le preguntó qué había ocurrido en Trenwith. Durante toda la mañana se dedicó a su trabajo y a las diez preparó una comida rápida, miró los castillos que los cúmulos formaban sobre el mar y llegó a la conclusión de que no llovería antes de la caída de la noche. Así pasó el tiempo, y el vestido, una tela color crema con algunas cintas carmesí, finalmente estuvo listo. Drake se puso su chaqueta nueva y poco después de las once todos cabalgaban en dirección a la iglesia. Allí les esperaban Ross y los dos niños, con la señora Kemp para cuidarlos, y Sam, su amigo Peter Hoskin, Jud y Prudie —a quienes nadie había invitado—, Carolina —una presencia inesperada— y tres o cuatro personas que se habían enterado y habían venido a ver.

A las once y veinticinco llegaron el reverendo y la señora Odgers y comenzó la ceremonia. En pocos minutos todo terminó y quedó confirmado el vínculo indisoluble. Morwenna y Drake firmaron el registro y pocos minutos después todos salieron al camposanto, con sus lápidas silenciosas que se alzaban aquí y allá, como dientes de formas irregulares, los nombres borrados por la acción del tiempo, y los ocupantes de las tumbas convertidos en polvo y olvidados hacía mucho.

Demelza, que llevaba sobre el pecho un nuevo y original camafeo pintado, repitió a Drake y a Morwenna la invitación de ir a Nampara a beber una taza de té y comer pasteles; pero sabía que se negarían. Ross besó a Morwenna, también lo hizo Demelza, y después Carolina y finalmente Sam. Drake besó a Demelza y después a su hermano; Carolina también besó a Demelza y dejó a Ross para el final. Muchos apretones de manos, antes de que el señor Drake Carne y señora montaran sus ponys para recorrer el corto trayecto que les separaba del hogar.

—Y ahora, ya está —dijo Demelza, sosteniéndose el sombrero para evitar que el viento se lo arrancara—. Ya está, Sam. Cumplido el más profundo y sincero deseo de ambos desde la primera vez que se vieron.

—Dios decidió que unidos alcanzaran la belleza —dijo Sam.

Demelza contempló a las dos figuras que se alejaban y dejaban atrás la entrada de Trenwith. Diez minutos después estarían en su hogar, solos y felices en ese aislamiento que ellos mismos habían buscado, bebiendo té, conversando —o quizá sin hablar—, con el único deseo de gozar de la compañía y la confianza mutuas. Se volvió para mirar a Sam, que con la mano protegiendo los ojos seguía el curso de la pareja cada vez más lejana. El resto del grupo comenzaba a dispersarse. Después de haberse despedido obsequiosamente de Ross, el señor y la señora Odgers regresaban a su cottage. Carolina conversaba con Ross. Jeremy quitaba el moho de una lápida y trataba de leer la inscripción. Clowance brincaba un poco más lejos. La señora Kemp conversaba con una amiga. El cielo estaba claro y limpio, las nubes se habían alejado hacia el mar, que rugía como si deseara tragárselas.

Clowance entró por un sendero cercano al lugar por donde se alejaban Jud y Prudie.

—Bonita, ten cuidado por donde caminas —dijo Jud—. ¡Si llegas a pisar mal, saldrá un esqueleto enorme a morderte el pie!

—¡Caballo viejo! —exclamó Prudie—. No le hagas caso, querida. Camina por donde quieras… nadie te molestará.

Se alejaron, siempre discutiendo, mientras Clowance los miraba con el dedito en la boca. Cuando ya se habían alejado un trecho, la niña comenzó a caminar de puntillas por el sendero y finalmente echó a correr en busca de su madre.

Demelza la llevó adonde estaba Ross.

—¿Dónde está Dwight? —preguntó a Carolina—. Pensé que ambos vendrían a casa a tomar el té.

Carolina frunció el ceño.

—Estaba explicándoselo a Ross. Dwight pensó venir conmigo, pero poco después de las diez lo llamaron a Trenwith y ya no volví a verlo.

—Probablemente uno de los ancianos —observó Demelza—. El doctor Choake está tan afectado por la gota ahora…

—No —dijo Carolina—. Es por Elizabeth.

Se hizo un breve silencio.

—¿Dijeron qué era?

—No…

Ross extrajo el reloj.

—Bien, eso fue hace dos horas.

—Quizá tiene que ver con el embarazo —dijo Demelza.

—Eso pensé —dijo Carolina—. Espero que no sea así, porque en ese caso se trataría de un hijo prematuro… aunque entiendo que lo mismo ocurrió con Valentine.

Otro silencio.

—Sí —dijo Ross.

II

Alrededor de las ocho de la mañana George había encontrado a Elizabeth tendida en el piso del dormitorio. Se había desmayado, pero no herido. George la llevó de vuelta a la cama y quiso llamar inmediatamente al médico, pero ella le aseguró que no había sufrido daño. George aceptó la situación, pero sólo porque Choake apenas podía moverse y porque Enys le desagradaba profundamente.

Pero una hora y media después Elizabeth se quejó de dolores en la espalda, y George ordenó llamar inmediatamente a Dwight. Dwight llegó y la examinó. Dijo a George que Elizabeth estaba en las primeras etapas del parto. George envió un hombre a Truro, con la orden de traer al doctor Behenna.

Pero esta vez el doctor Behenna llegaría muy tarde. Los dolores eran constantes, apenas había intervalos entre un ataque y otro y las contracciones eran regulares y severas. A la una, Elizabeth dio a luz una niña. Pesaba sólo dos kilogramos y medio, un ser minúsculo de rostro arrugado y rojizo, con una boca que se abría para llorar pero parecía capaz de emitir sólo un débil maullido, como un gatito recién nacido. No tenía cabello y las uñas no estaban formadas; pero demostraba mucha vida. El deseo de Elizabeth se había realizado.

Como no había enfermera, Dwight tuvo que contentarse con la ayuda de Ellen Prowse, Polly Odgers y la patosa Lucy Pipe. Pero todo se había desarrollado bien y no hubo complicaciones. Después de aliviar en todo lo posible a la parturienta, Dwight bajó para informar al orgulloso padre.

George había afrontado terribles dudas y temores desde la mañana temprano, y cuando Dwight le dijo que tenía una hija y que la madre y la niña estaban bien, su primera reacción fue servirse otra copa de brandy; las manos le temblaban y, mientras se servía, la copa chocaba contra el botellón. Por una vez en su vida había bebido demasiado.

—¿Puedo ofrecerle algo, doctor… este… doctor Enys?

—Gracias, no. —Pero Dwight cambió de idea en beneficio de la buena vecindad—. Bien, sí, pero muy poco.

Los dos hombres bebieron.

—¿Mi esposa lo soportó bien? —preguntó George, apoyando la mano en una silla.

—Sí. En cierto sentido, un niño prematuro representa menos esfuerzo para la madre, porque es mucho más pequeño. Pero los espasmos fueron muy violentos, y si este es el resultado de su caída las próximas semanas tendrá que cuidarse mucho. En realidad, aconsejaría que trajeran un ama de leche.

—Sí, sí. ¿Y la niña?

—El mayor cuidado posible durante cierto tiempo. No hay motivos que impidan que se desarrolle bien, pero un niño prematuro siempre significa más riesgo. Imagino que usted tiene su propio médico…

—Mandé llamar al doctor Behenna.

—En tal caso, estoy seguro de que él podrá recomendar el tratamiento y la atención apropiados.

—¿Cuándo puedo ir a verla?

—Administré a su esposa una droga somnífera que la adormecerá hasta la noche, y dejé el mismo producto en manos de la señorita Odgers, por si la necesita esta noche. Vaya a verlas ahora, si lo desea, pero no permanezca en la habitación.

George vaciló.

—Mis suegros se sentaron a almorzar. Si desea acompañarlos…

—Bien, ya debería estar en mi casa. Llegué aquí hace cuatro horas y mi esposa se preguntará qué ha sido de mí.

—¿No es peligroso abandonarlas ahora… quiero decir, privarlas de la presencia del doctor? —preguntó George.

—Oh, sí, volveré esta noche, alrededor de las nueve, si usted lo desea. Pero imagino que el doctor Behenna llegará antes.

—Si salió tan pronto recibió mi aviso, debe estar aquí dentro de la próxima hora. Le agradezco su pronta y eficiente atención.

Después de acompañar al doctor Enys hasta la salida, George se preguntó si debía informar a los ancianos que de nuevo eran abuelos; pero calculó que, si bien sabían que Elizabeth había comenzado el parto, no esperarían un desenlace tan rápido. Más tarde, Lucy Pipe podría informarles. Ahora, el propio George sentía la necesidad abrumadora de ver a Elizabeth.

Depositó la copa sobre la mesa y se acercó al espejo, se enderezó la corbata y se alisó los cabellos. Con un pañuelo se limpió el sudor del rostro. Así estaba bien. Nunca se había sentido tan terriblemente ansioso y tan terriblemente aliviado poco después. No era justo verse sometido a esa clase de tensión emocional; uno se sentía vulnerable y avergonzado.

Subió y golpeó la puerta. Polly Odgers abrió, y George entró en la habitación.

Elizabeth estaba muy pálida, pero en cierto sentido parecía menos agotada que después del prolongado esfuerzo del nacimiento de Valentine. Como siempre, la postura yacente realzaba su frágil belleza. El descanso parecía una condición natural de su engañosa delicadeza. Los cabellos rubios formaban un marco dorado sobre la almohada. Cuando vio a George se pasó un pañuelo sobre los labios secos. Sobre una estera, frente al fuego, una cosa minúscula se movía y agitaba.

—Bien, George —dijo Elizabeth.

—Polly, retírate —dijo George.

—Sí, señor.

Cuando la criada se retiró, George se sentó con un movimiento pesado y miró fijamente a Elizabeth; estaba muy tenso.

—En fin… todo está bien.

—Sí. Todo está bien.

—¿Sufres?

—Ahora, no. El doctor Enys fue muy bueno.

—Todo se repitió. Como antes. Y con tanta rapidez.

—Sí. Pero la última vez fue ocho meses. Esta vez siete.

—Te caes —dijo George, acusador—, siempre te caes.

—Me desmayo. Parece que es un rasgo especial. Como recordarás, ya me ocurrió este año, cuando el niño empezaba a formarse.

—Elizabeth, yo…

Ella vio que George se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas, pero no le ayudó.

—Elizabeth, el veneno de la tía Agatha…

Elizabeth movió una mano fatigada.

—Olvidémoslo.

—Su veneno. Su veneno ha… Desde que murió, como tú misma lo dijiste ayer, afectó la mitad de mi vida.

—Y la mitad de la mía, sin que yo conociera la causa.

—Soy un hombre acostumbrado a arreglarse solo. Bien lo sabes. Para mí es muy difícil… confiar en otra persona. En casos así, la sospecha prospera. Me entregué a la sospecha y los celos.

—Y yo tuve pocas oportunidades de defenderme de todo eso.

—Sí… lo sé. Pero tienes que reconocer que también yo sufrí. —Encogió los hombros y miró pensativo a Elizabeth—. Y lo que dije esa noche, hace dos años… oh, es verdad. El amor y los celos son parte de la misma cosa. Sólo un santo puede gozar del amor sin sufrir celos. Y yo tenía buenas razones para sospechar…

—¿Buenas razones?

—Creía tenerlas. Con la ayuda de la maldición de esa anciana. Ahora, al fin puedo ver que me equivoqué. Y advierto también que perjudicó… nuestro matrimonio. Confío en que no sea de un modo irreparable.

Ella guardó silencio, momentáneamente complacida por la ausencia de dolor, de esfuerzo; el láudano actuaba suavemente y desdibujaba los bordes más filosos de la existencia. George había acercado su silla y sostenía la mano de Elizabeth. Un gesto desacostumbrado en él. En realidad, era la primera vez que ella le veía en esa actitud. Así comenzaba a domesticarse el hombre recio.

Elizabeth dijo tranquilamente:

—A ti te toca decidirlo. —Aunque por supuesto sabía cuál sería la decisión de George.

George dijo, con expresión firme:

—Tenemos la vida entera por delante. Ahora que… ahora que puedo expulsar de mi mente todo esto. Por mucho que me pese haber permitido la sospecha… así fue. Elizabeth, no puedo, nadie puede borrar el pasado. Comprendo mi verdadera culpa. Quizás ahora… en adelante… pueda perdonarse parte de la infelicidad… podamos olvidar los momentos desagradables.

Ella le apretó la mano.

—Ve a ver a nuestra hija.

George se puso de pie y se acercó a la cuna. A la sombra del dosel, protegida de la luz que venía del fuego del hogar, una carita rojiza parpadeó con sus ojos azules sin pestañas, y la minúscula boca se abrió y cerró. George acercó un dedo, y una mano apenas más grande que una nuez suave y sonrosada se cerró alrededor. George vio que la niña era mucho más pequeña que lo que había sido Valentine al nacer. Pero Valentine había sido el fruto de un embarazo de ocho meses.

Permaneció de pie un momento, balanceándose un poco sobre los talones, no tanto por efecto del alcohol como por la satisfacción que le dominaba. Estaba conmovido. Un ingrediente muy esencial de su carácter se irritaba ante la tensión emocional impuesta por el matrimonio y la paternidad. Una parte de su carácter se habría sentido más satisfecha dedicando todo el día a las cifras y el comercio, como hacía el tío Cary, y no a esos terribles forcejeos, a esos sentimientos contradictorios que lo agobiaban en el plano de la existencia personal.

Pero gracias a tales sentimientos ahora vivía más profundamente; y cuando, como ocurría ahora, el resultado era tan satisfactorio… Regresó a Elizabeth.

—¿Cómo la llamaremos? Elizabeth abrió los ojos.

—Úrsula —dijo sin vacilar.

—¿Úrsula?

—Sí. Tú elegiste Valentine para nuestro primer hijo; creo que ahora a mí me toca decidir. Mi madrina, que era también mi tía abuela, se llamaba Úrsula. Mi tío abuelo falleció cuando ella tenía treinta años, y Úrsula fue viuda durante treinta y ocho.

—Úrsula —dijo George, y volvió a pronunciar el nombre—. No me opongo. Pero ¿tenía algo especial tu madrina?

—Creo que fue el miembro más inteligente de la familia Chynoweth. ¡Si suponemos que tenemos cierta inteligencia! Antes de casarse era amiga de Mary Wollstonecraft, y traducía libros del griego.

—Úrsula Warleggan. Sí, no me desagrada. Valentine Warleggan. Úrsula Warleggan. Serán una notable pareja.

Aunque se sentía soñolienta, Elizabeth experimentó una particular satisfacción ante la unión de los nombres, y en silencio bendijo al doctor Anselm, por haberla ayudado a obtener este resultado.

George comprendió que debía retirarse. Pero aún deseaba decir algo.

—Elizabeth.

—¿Sí?

—Ayer, cuando vine, lo hice con un propósito particular. Tenía que decirte algo.

—Espero que sea agradable.

—Sí, es agradable. Recordarás que fui a ver al señor Pitt un día antes de que saliéramos de Londres.

—… Sabía que debías ir… Pero después no me dijiste nada.

George gruñó y movió las monedas que tenía en el bolsillo.

—No. Bien, ambos estábamos irritados. Bien lo sabes. Confío en que esa situación no se repetirá. Tenemos el deber de impedir que se repita… Pero ahora te diré que mi entrevista con el canciller fue muy grata y muy útil. Le prometí todo mi apoyo, y él tuvo la bondad de aceptar mis expresiones de lealtad.

—… Me alegro.

—Bien, eso fue hace tres semanas. Ayer por la mañana recibí una carta de John Robinson. Me informa que Pitt considera posible aceptar mi petición —mi única petición— y que con mucho gusto recomendará a Su Majestad que me otorgue un título en Año Nuevo.

Un leve ruido, como un minúsculo suspiro, vino de la niña acostada en la cuna, quizá su primer comentario acerca de ese extraño mundo nuevo.

Elizabeth abrió del todo los ojos, esos bellos ojos azul grisáceos que siempre le habían fascinado.

—¡Oh, George, cuánto me alegro!

George sonrió satisfecho; una reacción extraña en él.

—Imaginé que te gustaría… lady Warleggan.

Se oyó un leve golpe en la puerta. Era Lucy Pipe.

—Por favor, señor, ha llegado el doctor Behenna. ¿Le digo que suba?

—No. No debe subir. El ama necesita dormir. —La cabeza se retiró de prisa. George dijo:

—Querida, tienes que descansar. —Ella nunca le había oído hablar con voz tan cálida.

Elizabeth entornó los ojos.

—Sí.

—Que duerma bien, lady Warleggan —dijo George. Se inclinó y la besó.

—Gracias, sirsir George.

III

Después de su largo y fatigoso trayecto, el doctor Behenna se sintió bastante deprimido cuando supo que el parto se había desarrollado bien y que la madre y el niño gozaban de buena salud. Le deprimió aún más la actitud de George, que no le permitió ver a la paciente. Por supuesto, en la mayoría de las casas habría entrado sin ceremonias en el dormitorio; pero con los Warleggan y su insistencia de nuevos ricos en su propia importancia mundana, tenía que mostrarse más prudente.

Y cuando al fin el señor Warleggan se dignó aparecer, bien… el señor Warleggan se mostró inflexible. Su esposa había dado a luz una niña, y ahora necesitaba dormir. La señorita Odgers la acompañaba, y tan pronto fuera necesario lo llamaría. George sabía que Behenna era uno de esos hombres mentalmente incapaces de entrar discretamente en un dormitorio, de modo que por el momento había que impedir que subiese al primer piso.

Para conciliarlo, lo llevó al comedor, donde los ancianos Chynoweth cabeceaban sobre el brandy y el oporto; y se ordenó al personal de la cocina que sirviese un almuerzo tardío para dos hombres hambrientos.

Naturalmente, la señora Chynoweth se sintió muy complacida cuando supo que tenía una nieta y, a semejanza del doctor Behenna, se mostró contrariada porque no se le permitía subir inmediatamente al primer piso. El señor Chynoweth estaba tan adormilado que no pudo regocijarse, y poco después apoyó la cabeza en la mesa y roncó durante el resto de la comida. Era una mesa grande, y los dos hombres pudieron acomodarse en el otro extremo.

George nunca había sido un gran conversador, y el doctor Behenna, por su parte, aún estaba irritado, de modo que la voz dominante, y a menudo la única, era la aristocrática pero espesa y un tanto arrastrada de la abuela, la señora Joan Chynoweth —de soltera Le Grise, como ella misma decía—, una de las más antiguas y distinguidas familias de Inglaterra.

—Tonterías —se oyó decir a Jonathan Chynoweth, que pese a su niebla alcohólica había alcanzado a escuchar una o dos frases—. Una familia muy vulgar. Vinieron de Normandía hace apenas dos siglos. Muy vulgar.

La señora Chynoweth se enfrascó en extensos comentarios acerca del nombre que más convenía a la niña. George continuaba comiendo, y recordaba la ocasión anterior, después del nacimiento de Valentine, cuando se había mantenido una conversación análoga acerca del nombre del niño. Pero entonces también estaba su propio padre y, agazapada en su sillón, como una vieja bruja, formulando de tanto en tanto sus sugerencias venenosas, había estado esa perversa harpía de Agatha Poldark.

George no era hombre supersticioso, pero recordó el temor de su madre a la vieja Agatha. En una época anterior, Agatha habría sido una de las primeras en afrontar el poste y la pira. Y lo hubiera merecido, ya que nadie le había perjudicado tanto. Incluso la bronquitis de su padre aparentemente había comenzado esa noche en que el fuego humeaba como si la corriente de aire se hubiese invertido por obra de un poder sobrenatural. George se sentía un verdadero estúpido por haberse dejado influir por esa vieja absurda. El día que Valentine había nacido, Agatha había dicho que a causa del eclipse de luna sería desgraciado toda su vida.

Naturalmente, desde el comienzo mismo había odiado a George, incluso antes de que él le prestara atención o comenzara a odiarla. Era la expresión viva de las cuatro generaciones de Poldark a las que ella había sobrevivido; y por eso mismo le irritaba profundamente la aparición del advenedizo, un jovencito a quien al principio se toleraba porque era condiscípulo de Francis. Ella había conocido su insignificancia y había visto cómo gradualmente se convertía en una persona importante. Había visto y había llegado a detestar sus progresos, gracias a los cuales primero se había adueñado de Francis y después de su casa. Una experiencia tan intolerable para Agatha como interesante y satisfactoria para George.

Aunque el placer disminuía con la repetición —como era el caso de todos los placeres—, George aún sentía la satisfacción de entrar en esa elegante residencia rural Tudor, de mirar alrededor y recordar sus visitas cuando era niño y después adolescente, un jovencito inculto, poco refinado, ignorante de las formas sociales. Entonces, los Poldark le habían parecido una familia de individuos inconmensurablemente superiores, una familia cuya posición y cuya propiedad eran inconmovibles. Charles William, el padre de Francis, un hombre grueso e impresionante con su larga chaqueta bermellón, sus eructos, su humor inestable, su amistad condescendiente; la señora Johns, la hermana viuda de Charles William, y el hijo y la nuera de la señora Johns, el reverendo Alfred Johns y su esposa; y Verity, la hermana mayor de Francis; Ross, otro primo de Francis, ese individuo moreno, silencioso y difícil, a quien George conocía desde la escuela, donde ya le desagradaba; y el pariente siempre ausente —el padre de Ross—, porque había sido protagonista de tantos incidentes ingratos que ya ni siquiera se mencionaba su nombre. La tía Agatha había sido la figura principal, en parte la anciana de la tribu y en parte la tía soltera olvidada, que siempre expresaba un espíritu vigilante al que toda la familia rendía tributo.

Y ahora, todo eso había desaparecido. Verity vivía en Falmouth, el matrimonio Johns en Plymouth, Ross en su propio cubil y el resto en la tumba. Y George, el joven tosco e ignorante, era dueño de todo. Del mismo modo que ahora era propietario de muchas cosas en Cornwall. Pero quizá Trenwith era la propiedad que él más apreciaba.

—Úrsula —dijo, pensando en voz alta.

—¿Eh? —preguntó la señora Chynoweth—. ¿Quién? ¿Qué dijo?

—Así se llamará.

—¿La niña? ¿Mi nieta?

—Elizabeth lo desea. Y yo también.

—Úrsula —repitió Jonathan, elevándose unos centímetros de la mesa—. Úrsula. La pequeña osa. Muy bien. Me parece muy bien. —Continuó descansando pacíficamente.

La señora Chynoweth se frotó el único ojo bueno.

—Úrsula. Fue el nombre de la abuela de Morwenna. Fue la madrina de Elizabeth. Falleció no hace mucho.

George endureció el cuerpo, pero no contestó.

—No diré que yo le tuviera mucha simpatía —dijo la señora Chynoweth—. Hablaba demasiado de los derechos de las mujeres. Mi… mi padre me dijo cierta vez… mi padre dijo cierta vez: «Si una mujer quiere vivir como un hombre, tiene que arreglárselas de modo que la gente no lo sepa». Pero ella no disimulaba. Jamás… jamás se cuidó.

—Por favor, páseme la salsa —dijo el doctor Behenna.

—¿Por qué dice «la pequeña osa»? —preguntó George a Jonathan, pero su suegro respondió con un ronquido.

—Creo que es el significado del nombre —intervino el doctor Behenna—. Señor Warleggan, ¿debo suponer que usted me propone pasar aquí la noche?

—La pequeña osa —dijo George—. Bien, no me opongo. Y el nombre de Úrsula Warleggan suena muy bien. —Miró fríamente al médico—. ¿Qué dijo? Bien, sí, por supuesto. Tiene que pasar aquí la noche. No creo que le agrade cabalgar en la oscuridad, ¿verdad?

Behenna asintió con idéntica frialdad.

—Muy bien. Pero como hasta ahora se me ha impedido ver a la paciente, me preguntaba si en efecto usted deseaba utilizar mis servicios.

George dijo impaciente:

—¡Por Dios, hombre! La niña nació hace apenas tres horas. El doctor Enys administró una medicina a mi esposa y ahora ambas duermen. ¡Por supuesto, puede verlas cuando despierten! Mientras tanto, me pareció que era de buen criterio médico dejarlas descansar.

—En efecto —dijo Behenna—. Así es.

—Ni siquiera yo pude verlas —intervino la señora Chynoweth—. Y después de todo, la abuela debería tener ciertos derechos. Pero el querido señor Warleggan decidirá… George, usted decide casi todo, y por Dios, así ha de ser en un hogar bien dirigido.

George pensó que nunca había sido así en el hogar de su suegra, porque ella siempre había llevado las riendas, sin prestar mucha atención a Jonathan. De todos modos, en Trenwith veía claramente la importancia de su yerno para ella misma. Si no hubiesen contado con los recursos que George aportaba, los esposos Chynoweth hubieran tenido que soportar estrecheces y privaciones en su viejo hogar de Cusgarne. Aquí, vivían cómodos y ociosos, alimentados y bien atendidos, y así continuarían hasta que les llegase su hora. La señora Chynoweth nunca había sido una mujer que cerrase los ojos a las realidades prácticas de una situación.

Aun así, George sabía bien que la señora Chynoweth antaño se hubiera horrorizado ante la idea de que su bella y joven hija de porcelana descendería hasta aceptar una unión tan degradante con el vulgar hijo de los Warleggan.

En fin, los tiempos habían cambiado, y ahora los valores aceptados eran diferentes.

Elizabeth durmió sin interrupción hasta después de la cena, y cuando despertó se sentía mucho mejor, y entonces todas las personas que estaban esperando para verla pudieron subir a su dormitorio. También Úrsula fue inspeccionada y admirada. El doctor Behenna limitó su examen a lo más esencial, y se declaró satisfecho. A medianoche, todos se retiraron a descansar. A las tres de la madrugada Ellen Prowse despertó al doctor Behenna, y le informó que el ama sentía intensos dolores en los brazos y las piernas.