Apenas se sentó a cenar Morwenna lamentó su decisión de quedarse. Había sido muy difícil rehusar. Su negativa hubiera parecido un desaire a los dos ancianos que tan bien la habían recibido. Además, hubiera sido un desaire para Elizabeth que, por mucho que hubiese errado en otras cosas, había tratado de compensar todo lo posible. Sobre todo, había protegido a Drake en un asunto que era muy importante si quería continuar trabajando en su taller. También le complació ver de nuevo a Valentine Warleggan, ese niño moreno y atractivo. Morwenna lo había visto muchas veces durante las visitas de Elizabeth a Truro y se había encariñado con él. El niño se sentó al lado de Morwenna durante la cena, e insistió en ofrecerle más alimentos y bebida de lo que ella podía aceptar.
Todo eso estaba muy bien; pero la casa le traía sombríos recuerdos, el recuerdo de escenas amargas y dolorosas. El mero hecho de estar allí la devolvía al tiempo en que era institutriz de Geoffrey Charles, una adolescente impresionable que casi siempre cedía ante sus mayores. Y esos recuerdos venían a minar su actual convicción. Ahora que estaba aquí, nada parecía definido y decidido. Morwenna se dijo que todo eso era una debilidad íntima, originada en la tensión nerviosa de los últimos años; la indecisión no era un auténtico ingrediente de su temperamento. Pero arraigaba profundamente en su conciencia.
Ahora que había decidido aceptar la invitación, veía que su temor de ofender a los ancianos Chynoweth era infundado. Aunque sabían que era viuda y que tenía un hijo, en realidad no se interesaban en ella ni se preocupaban de sus asuntos. Los cuatro años que habían pasado desde su salida de Trenwith quizá fueran una vida entera para Morwenna, pero para los Chynoweth representaban apenas unos meses en una existencia repetitiva, cuya monotonía estaba interrumpida sólo por la diversidad de las dolencias que soportaban. Y la buena acogida que le dispensaban en realidad no se basaba en un sentimiento de calidez personal, sino en que veían en ella a un ser humano conocido que antes siempre se había mostrado dispuesto a escuchar con simpatía las quejas de ambos.
Habían concluido el plato principal y los criados retiraban la pesada vajilla cuando llegó George.
Al principio, se oyó ruido que venía de la puerta, voces lejanas y pasos que se acercaban. Después, voces más cercanas y el repiqueteo de los cascos sobre la grava, cerca de la ventana. Elizabeth se puso de pie, el rostro sonrojado, y apoyó la mano en el respaldo de la silla. George entró en el comedor.
Calzaba botas altas y vestía un traje de montar color rapé. Mientras entraba en el comedor entregó a un criado la capa y el sombrero. El viento le había desordenado los cabellos, y con una mano trataba de alisarlos. Tenía el rostro enrojecido a causa de las ráfagas constantes.
—Bien, bien —dijo—. La familia cenando. ¿Llego tarde?
—No, de ningún modo —contestó Elizabeth—. Pueden servirte inmediatamente. Stevens, Morrison…
—Sí, señora.
—Y Morwenna —dijo George, mirando de reojo mientras saludaba a su suegra—. No creí encontrarla aquí.
—Es sólo una visita —dijo Elizabeth—. ¡Qué día! ¿Por qué viniste con este tiempo?
—Fue un impulso. Y pensé que debía atender mis asuntos aquí…
—¡Papá! ¡Papá! ¿El viento no se te ha llevado?
—Y Valentine —dijo George con expresión sarcástica—. ¡Qué feliz familia!
—¡Papá! ¿Viste el mar? ¡Es e-nor-me! ¡Tom y Bettina me llevaron a verlo a la caleta de Trevaunance!
—Hacía seis meses que no venía por aquí —dijo George—, y a veces la presencia del propietario produce un efecto saludable en los criados. —Se sentó frente a Morwenna y miró alrededor—. Ah… bien, no, creo que no me interesa el bacalao. Stevens, tampoco la carne frita. ¿Está bueno el ganso?
—No lo probé —dijo Elizabeth—. Padre…
—¿Eh? ¿Qué? Oh, sí, el ganso está bastante bien. Aunque para Navidad necesitaremos animales más grandes. Ya no hay gansos de buen tamaño. La primavera tardía los ha perjudicado.
—¡Papá! ¡Dicen que voló el techo del cottage de Hoskin!. ¡Cómo la peluca de un calvo! Eso dijo Bettina. ¡Fue como arrancarle la peluca a un calvo!
—¿Se lleva bien con lady Whitworth? —preguntó George a Morwenna, sin hacer caso del niño—. No dudo que vivir con ella debe ser difícil.
—Bien, no —dijo Morwenna, y se interrumpió.
—¡Papá…!
—Valentine —dijo Elizabeth—, por favor no hables tanto en la mesa. Da un poco de paz a tu padre.
—La paz —dijo George, sin mirar a Valentine— es algo que apreciamos sólo cuando la perdemos. Como la fe, como la confianza. —Comenzó a comer.
—Hablando de paz —dijo el señor Chynoweth, mientras se mesaba la fina barba—. Dijeron que murió ese individuo, George Washington. Siempre fue como una espina clavada en nuestra carne. Y de qué reputación exagerada gozaba. En fin, imagino que es el fin de una época. Y también de un siglo. Dios sabe qué vendrá después. —Contempló con desagrado un futuro que no le pertenecía.
Elizabeth indicó al criado que trajese el plato siguiente para todos. Consistía en tartas de cereza, pasteles, torta de manzanas y un budín de ciruelas con crema y jalea. El almuerzo se prolongó un rato, mientras afuera el viento continuaba aullando. La presencia de George era como un cuerpo extraño y dominante en la habitación, como un rey que acaba de presentarse a un grupo de súbditos. Todos trataban de comportarse normalmente, pero en realidad nadie lo conseguía.
Morwenna miró a Elizabeth, encontró su mirada, y le dio a entender que deseaba retirarse. Elizabeth esbozó con la cabeza un lento movimiento negativo.
—Por lo que pude ver —dijo George— los jardines no están bien cuidados. ¿Qué han estado haciendo los hombres?
—Es difícil mantener bien un jardín en esta época. Y con este viento. Ahora mismo, cerca de la entrada cuelga una rama rota del pino.
—Habría que talar el árbol. ¿Ya llegaron los aprendices?
—Ayer por la mañana.
—Me costaron quince libras esterlinas cada uno. Me pareció que era demasiado, pues salen de un asilo, pero los supervisores dijeron que eran jóvenes muy eficaces.
—Eso parecen. Pero preferiría que uno de ellos, un tal Wilkins, no entrase en la casa… no tuvo la viruela. Tendrá que dormir en la aldea.
—Oh, George —dijo la señora Chynoweth, rebuscando en su memoria inmediata y tratando de contener su lengua díscola—. ¿Sabías que nuestra pequeña Morwenna volverá a casarse?
Morwenna miró horrorizada a la anciana: durante su visita no se había mencionado el hecho. No tenía la menor idea de que la señora Chynoweth supiese nada.
—No —dijo George, y depositó en la mesa el cuchillo para beber un sorbo de vino—. Quizá sea el modo de resolver las actuales dificultades. ¿Con quién?
—Papá —dijo Valentine—, estuve pintando el libro de imágenes que me compraste en Londres. Hay que tener bien quieto el libro, porque a veces los colores se corren. Te lo mostraré después de la cena. Mamá, ¿puedo ir a buscarlo?
—No, querido, todavía no…
—Estados Unidos —dijo el señor Chynoweth, medio despertando de un semisueño—. Así se llaman. Una democracia. ¡Ah! Pero ¿qué dice de ello el presidente que han elegido? ¿Qué dice? ¿Eh? Pues aquí lo tenéis. Dice: «Recuerden, jamás existió una democracia que no se suicidase». Eso mismo dice. ¿Cómo se llama? Ya lo olvidé. Adamson, o Adams, algo por el estilo.
Un ventarrón más intenso presionó sobre la casa, y pareció decidido a derrumbarla. Entró un criado y retiró los platos.
—Esa cafetera de plata que compramos en Londres —dijo Elizabeth—, me parece que uno de los goznes de la tapa es defectuoso. Creo que habrá que devolverla.
—Pagué por ella veintiséis libras esterlinas —dijo George.
—Tu viejo caballo Kinsman estuvo enfermo —dijo Elizabeth—. Un frasco de Elixir de Daffy lo mejoró un poco, pero creo que en parte es cosa de la edad.
—Que lo sacrifiquen —dijo George.
—Papá —dijo Valentine—, el día que llegamos fue muy divertido. Apenas habíamos entrado en la casa y apareció un halcón que perseguía a un gorrión, y el gorrión se metió por la puerta del vestíbulo, y se escondió bajo el armario, y el halcón lo persiguió dentro de la casa. ¡Qué conmoción! ¡Todos los criados de aquí para allá! ¡Y después, el gorrión huyó y el halcón continuó persiguiéndolo!
Se hizo el silencio mientras todos escuchaban el gemido del viento.
—Ayer vino el campesino Hancock. Quiere renovar el arriendo por las quince hectáreas que le alquilas. Dice que ahora paga treinta y cinco libras esterlinas anuales.
—Hancock debería saber que no tiene que venir a molestarte —dijo George—. Tankard llegará la semana próxima.
—No lo sabía. Y por supuesto, no sabía que tú vendrías.
De nuevo el silencio.
—¿Con quién se casará? —preguntó George a Morwenna.
Morwenna lo miró con sus ojos que apenas veían.
—Lucy Pipe vino ayer de la iglesia y trajo la noticia —informó la señora Chynoweth—. No recuerdo el apellido. Un carpintero o un herrero o algo así. No es un buen matrimonio… no, no lo es. No sé qué pensará su madre.
—¿Se trata de Carne? —preguntó George, mirando directamente a Morwenna.
—Papá —dijo Valentine—. Después de la cena, ¿vendrás a ver mis…?
—Stevens —dijo George, volviéndose hacia el criado—, por favor, llévese a este niño.
Hubo un momento tormentoso y breve mientras Valentine, los ojos llenos de lágrimas, pero sin llorar, fue retirado del comedor.
Una vez que se calmó la conmoción, George insistió:
—¿Es Carne?
Morwenna continuó mirándolo.
—Sí —dijo.
II
Cerca de la entrada de Trenwith, un golpe de viento casi derribó al pony y su jinete, y Drake decidió desmontar y subir por el sendero de grava llevando de la brida a Judith. Parecía un trayecto largo, pero su ansiedad disipó el temor de un posible encuentro con los guardias. Llegó a la puerta principal. Ató a Judith a un poste y golpeó la puerta. No era el momento de cortesías o refinamientos.
Finalmente, un hombre vino a abrir, dejando un espacio de apenas unos centímetros para evitar la entrada del viento.
—¿Sí?
—¿Está Mor…? ¿Está la señora…? Vine a buscar a la señora Whitworth.
La luz iluminó las ropas de Drake.
—Vaya por la puerta del fondo.
Ya se cerraba la puerta. Drake metió el pie.
—¡He venido a ver a la señora Whitworth! ¡La que era señorita Chynoweth! Dijo que venía para aquí… a mediodía. —Vaciló—. ¿Está la señora Warleggan?
—Amigo, vaya por el fondo, donde le corresponde, o de lo contrario…
—Quiero ver a la señora Warleggan.
Hubo un forcejeo en la puerta. Detrás se abrió otra puerta.
—¿Qué pasa, Morrison?
—Un hombre, señor…
La puerta cedió, y el viento silbó y penetró en el vestíbulo.
—Disculpe, señor Warleggan —dijo Drake, el rostro tenso—. No deseo molestar, pero oí decir que Morwenna estaba aquí, y vine a buscarla.
—Carne —dijo George—. Usted está en propiedad ajena. La ley castiga severamente a los intrusos y yo soy magistrado. Le doy tres minutos para salir de mi propiedad. —Extrajo el reloj—. Después, ordenaré a mis guardias que lo echen.
En ese momento Elizabeth salió de la habitación. Tenía el rostro tenso a causa de la emoción contenida.
—Ah, Drake, ¿es usted? —dijo—. Seguramente…
—Señora, vine a buscar a Morwenna. Si…
—Ya se fue. Hace apenas diez minutos.
Arriba un niño gritaba y una puerta golpeó con violencia.
—¿Se fue? ¿Adónde? ¿Adónde, señora?
—Sí, se fue. Me pareció que…
—¿Sola?
—Sí, no quiso quedarse…
—Vengo de mi taller. No la vi en el camino.
—Dispone de dos minutos —dijo George—. Y si duda de la palabra de mi esposa tampoco le concederé eso, chiquillo insolente. Y respecto de esa mujerzuela miope con quien piensa casarse, me ocuparé de que nunca vuelva a entrar en esta casa. ¡Y tampoco tendrá relación con ninguno de los que aquí habitan! ¡Me entiende! ¡Si entra aquí, ordenaré que la expulsen como a una mendiga!
—Drake —dijo Elizabeth—. Si usted vino por el sendero… Quizás ella tomó el atajo.
—¿Hace apenas diez minutos? —Drake vaciló—. Gracias, señora. Muchas gracias, señora.
Temblando de cólera y ansiedad, Drake se volvió y salió.
Antes de que hubiera pasado la puerta, esta se cerró a su espalda, empujándolo hacia los peldaños. Recogió las riendas de Judith, montó de nuevo y ahora cabalgó de frente al viento.
Estaba seguro de que Elizabeth decía la verdad. Pero aunque Morwenna hubiese salido de allí, ¿volvería al taller? Tal vez había errado sin rumbo. O incluso podía haberse acercado a los riscos. Si George la había tratado del mismo modo que a él, sin duda estaría profundamente deprimida. Y la oscuridad, y las nubes bajas y ese viento perverso…
Clavando los talones al pony, llegó al portón de entrada e inició el camino de regreso a su casa.
Ahora, con la marea baja, la espuma en el aire no era tan abundante; de todos modos, hojas, ramitas, polvo y otros desechos volaban por el aire y se metían en los ojos de Judith de modo que el animal estaba cada vez más nervioso. A pesar de que era el comienzo de la tarde, había poca gente en el camino. No muchos se atrevían a salir de su casa con ese tiempo. Un cottage aquí y allá, en las depresiones más protegidas del suelo, mostraba un hilo de luz. Después de Trevaunance, el viento comenzó a atenuarse.
Judith se encabritó y casi desmontó a Drake; era un hurón que cruzaba el camino como un espíritu maligno. Quizá Morwenna había caído y él no la había visto en la oscuridad. Por superstición Drake no quería pronunciar su nombre en voz alta mientras cabalgaba. Quizás eso la alejara aún más. Tal vez ella no identificara su voz y se escondiese en una zanja hasta que él pasara. Peor aún, agobiada por lo que había oído en Trenwith, quizá recayese en la actitud neurótica que la había inducido a rechazarlo en abril, y se negara a contestar.
Primero tenía que verla, tenía que ver el movimiento de su figura. Rogó en silencio, pero sin palabras.
Comenzaba a asomar la luna, de modo que la oscuridad no era total. El viento rugía a cierta altura, como en un túnel plagado de ecos del cual hacía mucho que la vida había huido. Unos pocos y zarandeados árboles inclinaban las copas en dirección al horizonte. La tierra formaba bultos y sombras, difícilmente identificables en la semioscuridad.
Descendió la última colina, la más empinada, y para facilitar el descenso volvió a desmontar. Llevando a Judith por las riendas resbaló y se deslizó entre el barro y las piedras. El taller de Pally continuaba sumido en sombras. Una sola luz alumbraba a un lado de la próxima colina. Y de pronto, la vio.
No tuvo ninguna duda, porque su figura era exactamente igual a la que él había visto la primera vez, el jueves anterior. Alta, con un aire levemente masculino a causa de la larga capa, el paso arrastrado. Estaba a la entrada de la herrería.
Soltó las riendas, echó a correr y pronunció su nombre, pero el viento se apoderó de su voz y la dispersó.
—¡Morwenna! —gritó.
Esta vez ella lo oyó y se volvió, pero con la capucha sobre los cabellos y la escasa luz era imposible verle la cara.
—Drake.
—Estuve buscándote por todas partes.
—Drake —dijo Morwenna, y vaciló, y después se arrojó en los brazos del joven.
—Fui a Trenwith. Me dijeron que habías salido poco antes…
—También yo estuve buscándote. Pensé que no habías regresado a casa. —Temblaba y estaba sin aliento, agotada.
—Sin duda, me crucé contigo sin verte. Habrás venido atravesando el bosque.
—Vine atravesando el bosque.
—No temas, querida. Todo ha terminado. Ya no necesitas preocuparte de nada.
Se abstuvo de besarla o de retenerla contra su voluntad. Pero advirtió que ahora ella lo abrazaba con fuerza.
III
George encontró a Elizabeth en el dormitorio, adonde ella había ido después de calmar a Valentine, de hablarle y de admirar sus pinturas. George se paseó unos instantes por la habitación, recogiendo una o dos cosas, examinándolas y después dejándolas de nuevo.
Dijo con voz neutra:
—Me alegro de volver a esta casa. Después de una ausencia tan prolongada, uno olvida sus virtudes.
Elizabeth no contestó, y se limitó a examinar una minúscula mancha en su propio rostro.
—Una cabalgata desagradable y un recibimiento desagradable. Temo haber perdido los estribos.
—No hubo nada desagradable hasta que tú llegaste.
Él volvió lentamente la cabeza, y la miró con medida hostilidad.
—¿Te satisface mucho que tu prima se case con ese insolente y bajo metodista?
—No me hace feliz —dijo Elizabeth—. Pero antes intentamos guiarla, y quizá lo hicimos mal. Ahora, no podemos influir sobre ella. Es una mujer —ya no es una niña— y viuda, sin ataduras, excepto las que su suegra aceptó. No podemos controlarla y es estúpido no reconocer este hecho.
—Estúpido —dijo él—. Comprendo. ¿Y no es estúpido de tu parte haberla invitado a esta casa?
—No esperaba que tú llegases hoy.
—¿Y eso lo disculpa?
—No creo que sea necesaria ninguna disculpa —dijo Elizabeth con voz tranquila.
—Ah, de modo que es eso.
—Sí… es eso.
George percibió el tono acerado de la voz de Elizabeth, que indicaba que por una vez ella estaba dispuesta a luchar. Comprendió que en ese momento la cólera de Elizabeth era más intensa que la suya propia. La de George había comenzado a atenuarse al echar de la casa a Morwenna, y ahora estaba convirtiéndose en una suerte de sardónico malhumor.
—¿Te parece justo que ella me contestara como lo hizo… esa muchacha, esa mujer?
—¿Te parece justo haber dicho lo que le dijiste? ¡Sugerir que Drake Carne fue cómplice de la muerte de Osborne!
—No dije nada parecido. Si ella decidió interpretarlo así…
—Sabes bien que se investigó el asunto y se demostró que él estaba muy lejos del lugar donde encontraron a Osborne.
—Oh, se demostró… se puede demostrar cualquier cosa. En definitiva, me parece que Carne era el que más podía beneficiarse con ello.
—George, a veces no te entiendo. Pareces… impulsado por una fuerza extraña.
—Oh, sí, algo me impulsa. A veces, algo me impulsa.
Elizabeth tomó el cepillo y comenzó a alisarse los cabellos, arreglando y ordenando las finas hebras.
George hizo un esfuerzo.
—Espero que hayas estado bien. —Pero las palabras sonaron frías.
—Muy bien. Aunque escenas como las que presencié hace un rato no mejoran mi estado.
—Lo siento.
—¿De veras?
George analizó sus propios pensamientos.
—Lamento haberte molestado con lo que dije. No lamento haber expulsado de la casa a esa descarada criatura… aunque sea tu prima. Y tampoco lamento haber echado a su deshonesto noviecito.
—En cambio —dijo Elizabeth—, yo me siento… humillada.
George se sonrojó. La respuesta de Elizabeth le afectaba en lo que él tenía de más vulnerable. Ningún Aquiles hubiera podido tener un talón más sensible por donde perder el orgullo y la confianza en sí mismo.
—¡No tienes derecho a decir eso!
—¿Crees que no?
—Digo que no.
George apartó la cortina y miró a través de la ventana. La luna comenzaba a disipar las sombras de la noche, y en el cuarto de Elizabeth, que daba al patio más pequeño, el viento no tenía intensidad suficiente para originar corrientes a través de los paneles de vidrio unidos por hilos de plomo. Tenía que intentar nuevamente una suerte de reconciliación.
Dijo con risa amarga:
—Vine especialmente para verte, y discutimos acerca de dos personas triviales que nos importan muy poco.
—Hay una que nos importa a ambos.
—¿Quién?
—Valentine.
George dejó caer la cortina. Elizabeth estaba sentada frente a su mesa de tocador, vestida con una larga bata que ocultaba su vientre prominente; sus hombros angostos y erguidos parecían tan juveniles como veinte años antes, cuando él la había conocido. Como de costumbre, los sentimientos contradictorios batallaban en el fuero íntimo de George cuando él la miraba. Era el único ser humano que podía perturbarlo así.
—Estuve… muy atareado… apenas tuve tiempo para comer. Vine aquí a descansar. La charla de Valentine… me irrita.
—No es más que la charla de un niño normal. Y el modo de echarlo, esta noche, fue muy doloroso para él.
George no habló.
—¿Fuiste a verlo después? —preguntó Elizabeth.
—No.
—Tendrías que hacerlo.
George sintió que de nuevo se le endurecían los músculos de la cara. Otra reprimenda. Desde que había puesto el pie en ese cuarto todo lo que ella decía era una reprimenda. Como si ella fuese el amo. Como si suyos fuesen el dinero, las minas, el banco, las propiedades, el escaño en los Comunes, las relaciones comerciales. ¡Era insufrible! Sintió deseos de golpearla. Hubiera podido retorcerle el pescuezo con sus propias manos, y la hubiera silenciado en medio minuto.
Elizabeth se volvió y le dirigió una sonrisa descolorida.
—Deberías hacerlo, George.
Aquí, los sentimientos de George se desbordaron como una ola que al fin vence el obstáculo de las rocas inmutables. Y la inmutabilidad estaba en el interés por esa mujer y en lo que ella opinaba de él.
—Elizabeth —dijo con voz dura—. Bien sabes que a veces me siento realmente atormentado.
—¿A causa de las palabras irreflexivas de otro niño? —Elizabeth estaba dispuesta a hablar francamente.
—Quizás. En parte es eso. La palabra de los niños y…
—Entonces, ¿crees que Geoffrey Charles dice la verdad cuando habla de pasada, y yo miento cuando juro ante ti?
George bajó la cabeza como un toro aguijoneado.
—Uno no siempre ve las cosas con tanta claridad. Digamos que a veces me he sentido atormentado; y después… después, digo lo que pienso sin atender a las cortesías de la conversación educada. Y no dudo de que entonces piensas en los riesgos que corre una mujer que se ha casado con el hijo de un herrero.
—No dije tal cosa.
—¡De hecho lo dijiste!
—No, no lo hice. Y si tú te sientes torturado, George, ¿qué crees que siento yo cuando entras en esta casa y pisoteas a todo el mundo, cuando te muestras violento con mi prima y cruel con nuestro hijo? ¡Nuestro hijo, George! ¡Nuestro hijo! ¡No, no pienso en que me casé con el hijo de un herrero, pienso que me casé con un hombre que aún soporta sobre sus hombros un peso terrible, el peso terrible y perverso de los celos y las sospechas que nada ni nadie puede apartar! ¡Y menos aún nada de lo que yo diga! ¡Nada de lo que yo jure! ¡Nada de lo que yo haga! ¡Llevarás siempre esa siniestra carga, y de ese modo arruinarás el resto de nuestra vida conyugal!… En el supuesto de que nuestra vida conyugal continúe…
George se asomó a las sombras de su propia alma y comprendió que ella decía la verdad. Trató de dominarse, luchó consigo mismo.
—Sí, bien; ya hemos hablado antes de todo esto.
—¡Eso creía!
—No es un tema agradable. La vieja Agatha maldijo nuestro matrimonio y…
—¿Agatha? —Elizabeth se volvió bruscamente—. ¿La tía Agatha? ¿Qué tiene que ver con esto?
Él meditó un momento.
—No había pensado decírtelo…
—¡Creo que es hora de que me lo digas, sea lo que sea! George continuó vacilando, se mordió el labio.
—Ahora no importa.
—¡Dímelo!
—Bien, la noche en que ella murió… cuando subí a decirle que sólo tenía noventa y ocho años y que no era centenaria, como pretendía… se volvió hacia mí… creo que por rencor, por venganza…
—¿Qué dijo?
—Dijo que Valentine no era mi hijo.
Elizabeth lo miró, una expresión amarga en el rostro.
—De modo que de allí viene todo…
—Sí. La mayor parte. O quizá todo.
—¿Y tú la creíste? ¿Creíste a una vieja medio loca?
—Dijo que en vista del tiempo que llevabas casada conmigo, no habías podido tener un hijo de nueve meses.
—¡Valentine fue prematuro! ¡Caí por la escalera!
—Así lo dijiste…
—¡Así lo dije! Entonces, y a pesar de todo lo que te expliqué, ¿todavía piensas que te mentí intencionadamente desde que nació Valentine? ¡Qué nunca caí por la escalera, que lo inventé todo, con el fin de que creyeses que Valentine es tu hijo, cuando no lo es! ¿La tía Agatha también te explicó eso?
—No. Pero evidentemente a eso se refería. ¿Y por qué tenía que decir nada semejante?
—Porque te odiaba, George, ¡por eso! ¡Te odiaba tanto como tú a ella! ¿Y cómo hubiera podido odiar a nadie más que a ti si habías arruinado la celebración de su cumpleaños, el día que ella tanto esperaba? ¡Estaba dispuesta a decir lo que fuese, lo primero que se le ocurriera, porque quería que tú sufrieras!
—Pensé que la querías.
—¡Por supuesto!
—Entonces, ¿por qué tenía que decir algo que amargaría no sólo mi vida, sino la tuya?
—Porque en ese momento tu sufrimiento le pareció más importante que nada. ¡Y tuvo que haber sido así! Fue una vil maniobra de tu parte arruinar todo lo que ella había preparado…
—¡Ninguna maniobra! ¡La verdad!
—¡Una verdad que nadie necesitaba saber! Si me lo hubieses comentado, habría logrado que no dijeses nada. Se habría realizado la celebración y todos se hubieran sentido felices. Pocos meses después la tía Agatha habría fallecido pacíficamente, satisfecha con su gran triunfo. ¡Pero no! Tenías que ir a verla, hablarle… ¡necesitabas infligirle tu barata y mezquina venganza! Y así, ella trató de devolverte el golpe, de atacarte con sus propias armas. Comprendió que tu hijo te hacía feliz; era tu gran orgullo… tenías un hijo, un hijo que continuaría tu obra y heredaría tus posesiones. Por eso intentó destruir tu felicidad. No creo que ni por un instante haya pensado en mí… o en Valentine. ¡Su único propósito era vengarse de ti!. Y lo logró, ¿verdad? ¡Lo logró! —Elizabeth emitió una risa áspera—. ¡Tuvo más éxito que el que jamás hubiera imaginado! ¡Después, el veneno continuó trabajando en tus venas y así seguirá hasta el día de la muerte! ¡Qué venganza, George, qué venganza, y todo gracias a tu mezquino y pequeño triunfo! ¡La tía Agatha ha seguido destruyendo uno tras otro todos los días de tu vida!
Ahora, George tenía el rostro cubierto de sudor.
—¡Maldita seas, cómo te atreves a decirme eso! Afirmas que soy mezquino y pequeño. Barato y bajo. ¡No soportaré tales insultos! —Se volvió, dispuesto a salir del cuarto—. Quise aclarar el asunto de su edad y eso fue todo. Puede confiarse en un Poldark, cuando se trata de engañar…
—¡Ella no lo sabía!
—Sospecho que lo sabía. —En la puerta se volvió, y regresó al tocador—. ¡Elizabeth, lo que me dijiste esta noche, al margen de varios insultos imperdonables, es completamente falso! ¡No es cierto que Agatha haya envenenado mi vida después de su propia muerte! ¡Elizabeth, deja de reír!
Elizabeth se llevó los nudillos a la boca, y trató de dominar la risa, la histeria. Hipó, tosió y volvió a reír, y después tuvo náuseas.
—¿Estás enferma?
—Creo —dijo Elizabeth— que voy a desmayarme.
George se acercó rápidamente cuando ya ella vacilaba, la aferró por los hombros y le rodeó la cintura. Mientras Elizabeth se deslizaba de la silla él la recibió en sus brazos, la alzó con un gruñido, miró los ojos ensombrecidos y la llevó a la cama. Un momento después el color comenzó a retornar a las mejillas de Elizabeth, y sus bellos cabellos rubios, un tanto bronceados a causa de las recientes aplicaciones de tintura, le enmarcaban el rostro, brillando a la luz de las velas como las aguas de un lago iluminado por la luna.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —Ahora la cólera de George era diferente, porque provenía de la alarma y no del malhumor. Pero el tono no era muy distinto.
—Nada.
—¿Te ocurre algo? ¿Qué puedo traerte? Llamaré a Ellen.
—No… las sales de olor. En el cajón…
George las trajo y esperó. Durante un rato ninguno de los dos habló y el intervalo calmó los sentimientos de ambos. Poco después, él se apartó, y permaneció de espaldas al fuego, los ojos fijos en Elizabeth.
Ella olió de nuevo el frasco de sales y suspiró.
—El niño se movió… y sufrí bastante.
—Será mejor llamar al médico —dijo George—. ¡Aunque Dios sabe a quién buscar en este maldito distrito! Choake está casi inválido y ese individuo Enys se da tales aires…
—En seguida me pondré bien.
—Regresaremos a Truro apenas pase la Navidad. O antes. Me siento más seguro si Behenna está cerca.
—Tú me inquietas —dijo Elizabeth—. Me sentía muy bien.
George hundió las manos en los bolsillos.
—¡Parece que soy una influencia negativa!
—En efecto.
—Entonces más vale que me marche otra vez, ¿eh?
—No deseo que te vayas, pero no puedo soportar otra escena como esta.
—¡Quizá preferirías que me comportase como tu primer marido y me divirtiera con mujeres, me emborrachara y perdiera mi dinero en la mesa de juegos!
—Sabes bien que no deseo eso.
—Entonces, mi propio sentido de la responsabilidad implica ciertas desventajas, ¿eh? ¿Te molesta que me preocupe lo que haces y lo que hiciste?
Elizabeth no replicó, y él la miró, incapaz de resolver el conflicto que le agobiaba, pero consciente de que no podía ir más lejos. El sentimiento de ansiedad por la salud de Elizabeth le obligaba a buscar un arreglo pacífico a aquella discusión, pero no sabía cómo lograrlo.
—Iré a ver a Valentine —dijo, de mala gana.
—Gracias.
—Esta condenada casa trae mala suerte —dijo George—. Parece que todas nuestras desgracias se originan aquí.
—¿Acaso hemos tenido desgracias?
—No es esa la palabra. Todo lo que digo hoy parece equivocado… —Se debatió con su resentimiento—. Tú sabes que mi… que mi afecto por ti es inconmovible.
—¡Es difícil creerlo!
—Bien, ¡es la verdad! —De pronto se encolerizó de nuevo, y gritó—: ¡Tienes que saberlo, Elizabeth! ¡Eres la única persona a quien más he querido!
—Entonces, puedes demostrármelo.
—¿Cómo?
—Incluye a Valentine en tu amor.
IV
Cuando George se retiró, Elizabeth dormitó un rato.
Se había sentido realmente enferma, y en determinado momento temió desmayarse. El hijo que llevaba en el seno se había movido mucho, y la intensidad del altercado la había agotado. Pero una hora después abandonó el lecho, pasó a la habitación contigua y de su maleta extrajo un frasco.
Sabía que era casi la hora del té, pero había ordenado que no la molestasen. De todos modos no tenía sed. Volvió a la cama con el frasco y una cuchara; retiró el corcho y olió el líquido pardorrojizo. Un olor extraño, como de hongos rancios. Después, probó una gota. No era demasiado desagradable.
Después de la visita al doctor Anselm, Elizabeth había sentido deseos de arrojar el frasco al cubo de los residuos. Finalmente, había decidido conservarlo, pero estaba segura de que jamás lo usaría. A medida que se acercaba la fecha en la cual debía usar la extraña medicina, su decisión se había afirmado. Como tenía frecuentes dolencias poco importantes, se había acostumbrado a mantener una actitud de decente respeto por su propia salud y no experimentaba el menor deseo de perjudicarla. El doctor Anselm no había disfrazado el hecho de que implicaba cierto riesgo, aunque no había especificado en qué consistía exactamente. Por una parte, riesgo para el niño. Ella no deseaba arriesgar la vida del pequeño. Abrigaba la esperanza de tener una hija. A veces, tenía la sensación de que estaba rodeada de hombres. Una niñita sería fuente de alegría y confortamiento.
Pero la actitud de George esa noche había demostrado que, aunque lo quisiera, no podía renunciar a sus viejas sospechas. ¿Las disiparía definitivamente un hijo de siete meses? El episodio no podía dejar de impresionarlo. Era difícil que él conociese los medios artificiales que Elizabeth pensaba usar para provocar el parto. Era necesario destruir las sospechas de George… de eso no cabía la menor duda. Aunque Valentine creciera para convertirse en un jovencito moreno, alto y huesudo, con un segundo hijo prematuro, él no podría continuar alimentando los mismos celos.
De modo que, si afrontaba el riesgo y todo salía bien, aseguraba la estabilidad de su vida conyugal. Pero más que eso, probablemente lograría que Valentine viviese una vida normal. Si el niño vivía pasando por períodos de crisis como en los últimos años, según el aumento o la disminución de las sospechas de George, acabaría convirtiéndose en una ruina. Pero si ella podía destruir para siempre ese fantasma, Valentine llegaría a heredar todo lo que los Warleggan habían acumulado en el curso de muchos años. Nada era más caro al corazón de Elizabeth que la amistad que se había establecido entre sus dos primeros hijos. Si su primer hijo —a quien aún amaba más que a nadie— era pobre y el segundo era rico, y ambos se querían, muy bien podría obtenerse un intercambio de intereses y propiedades que permitiría que Geoffrey Charles viviese en Trenwith como correspondía a un caballero rural. Naturalmente, Valentine aún era muy pequeño, y todo eso correspondía al futuro; pero Elizabeth contemplaría ese futuro con ojos diferentes si se aseguraba la posición de Valentine como heredero de George.
¿Y era ese el modo de asegurarla? Así parecía. En todo caso, no veía otro camino.
Abrió de nuevo la botella, y vertió en la cuchara una gota de líquido. Era un frasco muy pequeño, y no llevaba etiqueta. Las instrucciones venían en hoja aparte —la guardaba en su bolso— y Elizabeth las conocía de memoria. «Ocho cucharaditas del líquido antes de acostarse, durante la segunda semana de diciembre. Si la medicina no produce efecto, no debe repetirse».
V
Esa misma noche, bastante más tarde, cuando ya los niños se habían acostado, Ross preguntó a Jane dónde estaba su ama.
—En el fondo, señor. Creo que fue a mirar a los cerdos. Pero me parece que después se alejó un poco. Quería ver el mar.
Ross se puso la capa y salió a buscar a Demelza. Si dos horas antes apenas había podido tenerse en pie, ahora sólo de tanto en tanto trastabillaba a causa de alguna ráfaga de viento. Las nubes se habían dispersado y en el cielo brillaba una luna a la que sólo faltaban dos días para alcanzar la plenitud.
La vio de pie, junto al viejo muro, bajo la protección de una saliente rocosa. Fue el primer lugar en que buscó, porque era el favorito de Demelza cuando deseaba contemplar toda la extensión de playa Hendrawna.
Ross se acercó, tratando de hacer ruido con las botas para no sobresaltarla. De todos modos, ella se volvió bruscamente.
—¡Me has asustado!
—Pensé que estarías aquí.
—Sí, vine a descansar unos minutos. Lo hago a menudo cuando no estás.
—Creí que por hoy ya habías tenido suficiente aire fresco.
—En realidad, vine a ver. Mira.
Ahora que la marea venía retirándose desde hacía rato, la playa ofrecía un paisaje irregular a la luz de la luna. Aparecía cubierta de espuma, como los restos de leche que desbordan de un hervidor.
—Felizmente, no volví por mar —dijo Ross.
—Sí, felizmente.
Permanecieron inmóviles un momento.
—¿No ocurrió nada en Londres? ¿Absolutamente nada? —preguntó Demelza.
—Nada.
—Me alegro… me alegro de saberlo.
—La señora Parkins se inquietó mucho cuando te fuiste de pronto. Pensó que no te gustaba la habitación.
—Confío en que se lo habrás aclarado.
—Le dije que no gustabas de mí.
—… Eso no es del todo cierto.
Cesó la conversación.
—¿Drake se casará mañana? —preguntó Ross.
—Es lo que él desea. Si el señor Odgers se aviene.
—Más vale que lo haga. Por nosotros.
—¿Tienes esperanzas ahora? Me refiero al señor Odgers.
—Creo que lo he conseguido. Por supuesto, lo sabremos de labios de nuestro protector, quien será el primero en enterarse oficialmente.
—¡Cuánto me alegro! Sobre todo por la señora Odgers y los niños. ¿Cuánto recibirá?
—Doscientas anuales. De modo que su estipendio actual se cuadruplicará.
—Me alegro mucho —volvió a decir Demelza.
Durante unos minutos el viento les obligó a callar.
—Pero me alegro mucho más por Drake —continuó diciendo Demelza—. Por supuesto, mucho, mucho más. Es increíble cómo ha cambiado. Es un hombre diferente. De regreso a su casa incluso cantaba.
—¿Crees que se llevarán bien?
—Sí, lo creo. Ahora la conozco bien. De todos modos, Ross, creo que si dos personas se aman como ellos, es mejor casarse, sin preocuparse mucho del futuro. Incluso si dentro de unos años no se llevan bien, nadie podrá quitarles el tiempo que fueron felices. Estar enamorado es la diferencia entre vivir y no vivir.
—Sí —confirmó Ross.
Después de un minuto Demelza continuó:
—Drake es un hombre muy… honesto. Hoy, como fuimos a Bodmin, tuvimos que ir a ver a la madre de Morwenna, para pedirle su autorización. Intenté disuadirle pero no pude. Por eso regresamos tarde.
—¿Y otorgó su permiso?
—Ojalá conociera la palabra que me permitiera describirla. ¿Quizá pretenciosa?
—Probablemente es esa.
—Por supuesto, al principio se mostró muy agobiada. «Mi pequeña Morwenna, arruinándose así». Pero en bien de Drake tuve que defenderlo con cierta altivez. Señalé que, pese a la falta de elegancia de sus ropas o su lenguaje, Drake no es un herrero común. Después le dije que su cuñado era propietario de minas, miembro del Parlamento y socio del nuevo banco de Cornwall; y entonces ella adoptó otra actitud.
—Pretenciosa es la palabra apropiada —gruñó Ross.
—No, Ross, o por lo menos no era sólo eso. Pero todo terminó bien, y ella se enjugó las lágrimas y dijo que estaba tan deprimida que no podía acompañarnos hasta la puerta. Drake tuvo el descaro de besarla y también besó a las dos bonitas hermanas de Morwenna, y ellas nos despidieron. De modo que quizá no estuvo mal ir a ver a la buena señora.
—La otra hermana —dijo Ross—. Creo que hoy la vi en Truro. Es una criatura extraña. Las ropas bastante miserables, y el andar descuidado, pero… se las arregla para atraer las miradas.
—Morwenna sabe atraer las miradas —dijo Demelza—. Después de todo, interesó a Ossie.
—Para desgracia de todos… pero Morwenna se comporta con modestia… No pasa lo mismo con la que vi hoy… No, de ningún modo. ¿Tienes frío?
—No.
—Demelza… te traje un pequeño regalo.
—Oh. ¿Dónde está? ¿Qué es?
—Te lo daré mañana… o cuando se celebre la boda.
—¿Por qué debo esperar?
—Había pensado dártelo en Navidad. Y después se me ocurrió ofrecértelo esta noche. Pero más tarde recordé las ocasiones en que te traje regalos, y me pareció que era un modo demasiado fácil de recuperar tu favor…
—¿Lo crees necesario?
—Bien… lo que ocurrió en Londres no estuvo bien hecho.
—En ese caso, ¿no sería mejor que ante todo busques recuperar tu propio favor?
—Tal vez. Y quizás es lo mismo. Pero, sea como sea, es un modo demasiado sencillo de resolver los problemas. Un regalo, el gasto de una pequeña suma, y todo queda perdonado y olvidado. No sirve.
La luz de la luna bañó brevemente la escena. Demelza alzó los ojos al cielo móvil.
—Te abandoné. Te abandoné cuando tenía que acompañarte… cuando aún corrías peligro.
—Quizá fue la única actitud posible.
—Así lo creí en ese momento. Pero después, en casa, cambié de idea. Tampoco eso estuvo muy bien hecho.
—Antaño, cuando teníamos diferencias graves, a veces solíamos comentarlas. Charlábamos y sopesábamos los argumentos favorables y contrarios, y creo que en definitiva llegábamos a una conclusión aceptable. Y otras veces no hemos hablado. A lo sumo una palabra o dos, de pesar o comprensión. Y también eso fue útil. No sé muy bien cuál es el camino más apropiado en este caso. A veces creo que hablar y explicar origina tanta incomprensión como la que disipa. Y sin embargo, no podemos reanudar la marcha, no podemos continuar como si nada hubiese ocurrido.
—No, Ross, no creo que sea posible.
—¿Qué puedo decir para resolver esta situación?
—Quizá no mucho. Y quizás eso sea lo más sensato. Pues, ¿qué puedo decir yo a mi vez?
—Bien, no lo sé. En nuestra vida anterior, cada uno supo ofender profundamente al otro. Lo que ahora ocurre no es peor que lo anterior, y en cierto sentido es menos grave. Y sin embargo, nos afecta profundamente.
—Nos afecta profundamente.
Habían llegado a la esencia del asunto.
—Esta vez —dijo Ross—, soy el principal ofensor… tal vez el único. En todo caso, no me excuso.
—Oh, Ross, no es…
—Quizás uno mide la calidad de su propio perdón por la calidad de su amor. A veces, me faltó amor. ¿Te ocurre lo mismo ahora?
—No —dijo Demelza—. Y jamás me ocurrirá. No me falta amor, Ross, sino comprensión.
—La comprensión viene de la cabeza, el amor, del corazón.
¿Qué te pareció siempre más importante?
—No es tan fácil decidirlo.
—No, lo sé —admitió él con voz pausada—. Y yo debería saberlo.
Las nubes se desplazaron tan velozmente que la luna parecía un disco arrojado a través del cielo.
—Quizá —dijo Demelza—, nos queremos demasiado.
—Es un grave defecto en dos personas que llevan casadas catorce años. Pero creo que si podemos reconocer eso, habremos avanzado mucho hacia la comprensión.
—Pero querer —dijo ella—, ¿no significa pensar en el otro? Quizá de eso hemos tenido muy poco.
—En otras palabras, nuestro amor ha sido egoísta…
—No exactamente. Pero a veces…
—Entonces, cada uno debe mostrar más tolerancia al otro… pero ¿cómo mostrar tolerancia sin indiferencia? ¿No es acaso peor?
Después de un minuto, Demelza dijo:
—Sí.
—Entonces, ¿cuál es tu respuesta?
—¿Mi respuesta?
—Tu solución.
—Quizá debamos continuar viviendo… y aprendiendo, Ross.
—Y amando —dijo Ross.
—Sobre todo eso.