Capítulo 12

Demelza y Drake partieron para Bodmin a primera hora de la mañana del lunes. Morwenna permaneció en el taller de Pally. La señora Trewinnard había pasado todas las noches en el cottage, durante el día, los mellizos Trewinnard atendían a los visitantes. Morwenna había dicho que no deseaba mostrarse, le bastaba permanecer sentada y coser, y ayudar a cocinar y limpiar la casa. Ella y Drake habían hablado poco, e intercambiaban comentarios ocasionales, cada uno un poco temeroso del otro. Morwenna parecía un animal salvaje herido al que Drake intentaba domar. Drake no hacía movimientos súbitos ni intentaba tocarla, para que ella no se asustara. Al principio, y a pesar de las afirmaciones de Morwenna, Drake había creído que ella estaba enferma; pero no era así. Drake llegó a la conclusión de que el espíritu de Morwenna estaba perturbado, y de que sobre todo necesitaba tiempo para recuperarse y descansar.

Ni siquiera se habían alejado de las empalizadas que marcaban el límite de las dos hectáreas y media anexas al taller. Drake le mostró orgulloso su propiedad y Morwenna le preguntó por su trabajo, y cuando él hacía algo lo miraba con aparente interés. A veces, cuando la gente traía objetos a la herrería y ella estaba abajo, prefería no asomarse. El domingo no habían ido a la iglesia, pero por sugerencia de Demelza se había hecho la primera lectura de las amonestaciones. No importaba que la noticia se divulgase, y ante la posibilidad de que la gestión en Bodmin fracasara, más valía no perder una semana.

El sábado, Sam había venido a verlos y se había sentido muy bien impresionado por la discreción y la modestia de Morwenna y también por la evidente alegría de su hermano. Drake sabía que Sam no se opondría a la boda, pero había temido las salvedades y reservas implícitas en la voz y la actitud de su hermano. Aunque no hubo nada de eso. Más aún, Sam percibió inmediatamente en esa joven silenciosa, ataviada con discreta elegancia, un ser que ofrecía posibilidades de conversión. Sin duda, sus vínculos relativamente estrechos con la iglesia oficial la alejarían momentáneamente del tipo de mensaje cristiano que Sam ofrecía. Pero Morwenna había sufrido como consecuencia de su primer matrimonio y quizás ahora estuviese madura para apartarse del tronco tradicional; sin hablar de la posibilidad de que gracias a ella Drake retornase a la condición de miembro fiel de la congregación metodista.

De todos modos, eso pertenecía al futuro. Ahora, cuando Sam miraba el rostro de su hermano, veía que había mejorado y agradecía al Señor porque había concedido algo que era una alegría al mismo tiempo carnal y espiritual. Sabía que era egoísta y poco elogiable de su parte sentir cierto dolor íntimo cuando pensaba qué bueno hubiera sido que él, Sam, hubiese alcanzado la felicidad con Emma.

El lunes hizo buen tiempo, pero hubo mucho viento. John Gimlett, que se vanagloriaba de pronosticar el tiempo, dijo que después llovería. Había que esperar que el sol quebrase el espinazo del viento. Seguramente había observado que a lo lejos el mar comenzaba a agitarse, y que las aves marinas regresaban a tierra.

Drake y Demelza partieron a las ocho, más o menos la misma hora en la que Ross y Carolina atravesaban Liskeard. A las once, Elizabeth fue a ver a Morwenna.

Estaba arriba, trabajando en las cortinas que Drake había arreglado con escasa elegancia, cuando uno de los mellizos Trewinnard asomó la cabeza por la puerta y canturreó:

—Por favor, señora, ha venido a verla una dama.

Elizabeth subió los peldaños de la escalera. Morwenna se sonrojó, se puso de pie en actitud defensiva y miró alrededor como buscando el modo de huir; y como no encontró nada, aceptó el beso. Elizabeth era su queridísima prima, la que había tramado el matrimonio de Morwenna con Ossie. Aunque George había ejercido más presión que nadie, Elizabeth se había prestado al juego. De todos modos, durante el último año Elizabeth había demostrado auténtica simpatía. Y después del nacimiento de John Conan había insistido en que el doctor Behenna no trataba bien a Morwenna y en que debía llamarse al doctor Enys. Y cuando Ossie murió, también le había prestado toda la ayuda posible.

En el medio hostil del vicariato Morwenna la hubiera recibido como a una amiga. En ese tibio y sereno retiro donde Drake la ocultaba, Elizabeth representaba al enemigo.

—¡Pero si ayer se publicaron las amonestaciones! Cómo podía dejar de enterarme. ¿Drake no está?

—No, salió. ¿Quieres sentarte?

Las dos mujeres se sentaron y se miraron. Los ojos de Morwenna en realidad nada veían. Después de unos instantes, consiguió reaccionar y dijo:

—¿Quieres beber algo… té o leche caliente? Me temo que no hay nada más fuerte.

—No, gracias. Pero me agradaría descansar unos minutos. Hoy el viento es muy fuerte.

Morwenna miró la figura de su prima.

—No habrás venido caminando, ahora que…

—Por supuesto. Me hace bien. —Elizabeth se desabotonó la capa oscura y se quitó la capucha. Trató de arreglarse los cabellos—. Como sabes, aquí no estáis muy lejos de Trenwith. Apenas unos tres kilómetros. Quizá ya habías venido por estos parajes cuando vivías con nosotros.

—A veces. Aunque apenas recuerdo esto. Generalmente íbamos en otra dirección. Geoffrey Charles a menudo deseaba…

—Lo sé, querida, lo sé. Ese es un capítulo cerrado. Un período triste de nuestra relación. No sabíamos. No comprendíamos.

Morwenna pensó que ahora Elizabeth parecía haber envejecido mucho. Quizás el embarazo la fatigaba y la deprimía.

—Ahora —dijo Elizabeth—, después de todo te casarás con Drake. ¿Vivirás aquí? —Miró alrededor—. ¿Los Poldark lo aceptan?

Morwenna se sonrojó.

—Espero que sí.

—¿No les habéis informado?

—El capitán Poldark aún no ha vuelto. Espero que nunca tengan motivos para avergonzarse de mí.

—Lo creo muy improbable. ¿Y lady Whitworth?

—No se mostró complacida.

Elizabeth se alisó el vestido para disimular la prominencia del vientre.

—Seguramente fue muy difícil vivir con ella. Una anciana formidable… pero ¿le dijiste que te marchabas y te fuiste?

—Sí.

—Y… ¿John Conan? Morwenna frunció el ceño.

—Sí, también.

—¿No te importó dejar a tu hijo?

—Sí… y no. ¡Por favor, no me preguntes más!

—Lo siento. No deseaba molestarte.

—No… —Morwenna dobló la cortina y la dejó sobre la mesa—. Mira, nunca creí que fuera realmente mi hijo. Era el hijo de Ossie. El hijo de Ossie. ¡Y estoy convencida de que llegará a ser exactamente como el padre!

Afuera, alguien tocaba la campanilla, reclamando atención. El viento azotaba el cottage y arrancaba crujidos a la madera.

—Nunca pudiste aceptar a Ossie, ¿verdad? Yo… cuando llegué a conocerle mejor, empecé a comprender. Pero entonces no quise hacer preguntas más personales. Si deseas hablar de ello…

—No.

—Pero seguramente fue un gran sacrificio dejar a tu único hijo… ¿no pensaste traerlo? —dijo Elizabeth.

Morwenna se puso de pie.

—Elizabeth, por mucho que lo quisiera cuando era un niño —y por supuesto, lo quería— ¡ahora no lo deseo! ¡Es un Whitworth!

Elizabeth miró los árboles a través de la ventanita. Sin más razón que la amargura que se manifestaba en la voz de Morwenna, pareció que el vidrio defectuoso de la ventana reflejaba otra cosa. Sí, un frasco de medicina oscura que había hecho todo el viaje desde Londres, traqueteando en su equipaje, pero sin romperse. Se había convertido en un símbolo, en amargo símbolo de la desintegración de su propio matrimonio. ¡Es un Whitworth! ¡Es un Poldark!

—¿Supongo que no vivirás aquí hasta que te cases?

—Todas las noches viene una mujer. Estoy… bien cuidada.

—No, no, Morwenna, ¡debes venir a Trenwith! Es lo normal. Puedes ocupar tu antiguo cuarto.

—¡Oh, no, gracias!

Elizabeth frunció el ceño, un poco ofendida.

—Cuando te casaste con Osborne, saliste de Trenwith. ¿Por qué no puede ser lo mismo ahora?

—¿Para que el señor Warleggan me entregue de nuevo?

Elizabeth escuchó asombrada el sarcasmo de labios de tan gentil criatura.

—El señor Warleggan está en Truro y probablemente permanecerá allí. Quizá venga para Navidad. ¿Te casarás antes de Navidad? —Elizabeth hizo un rápido cálculo—. Sí, por supuesto. ¿Qué día es Navidad… miércoles? Quizá puedas casarte la víspera.

—Quizá. —Morwenna no pudo decidirse a explicar adónde habían ido Demelza y Drake. Elizabeth preguntaría a qué respondía tanta prisa, ambos aún eran jóvenes. Después de esperar tanto, ¿por qué apresurarse? Incluso podía llegar a convencer a Morwenna. Ese era el peor peligro… que su opinión prevaleciera.

—Deseaba ver a Drake. ¿Tardará mucho?

—Me temo que bastante.

—Quería volver a verlo para obtener una reconciliación total.

—No creo que sea necesario —dijo Morwenna—. Creo que te estima. Por el favor que le hiciste una vez.

Elizabeth se ruborizó.

—Lo había olvidado. Un asunto sin importancia. —Se puso de pie—. En fin, lo veré en otra ocasión, pues creo que se acerca una tormenta y no deseo que me sorprenda en el campo. Morwenna…

—¿Sí?

—¿No vendrás a visitarnos a Trenwith? Mis padres aún viven allí y te quieren mucho. Ahora la salud de ambos es muy frágil, pero estoy segura de que querrán verte antes de que te cases… sólo para desearte bien.

—Por supuesto. —Las dos mujeres se besaron, con calidez un tanto mayor que al comienzo de la entrevista por lo menos por parte de Morwenna.

Descendieron a la cocina y Morwenna abrió la puerta. Una fuerza incontenible se la arrancó de la mano e hizo que golpeara contra la pared. El viento entró en la cocina y derribó una botella y una balanza.

—¡Dios mío! —dijo Elizabeth—. Es mucho peor que cuando vine. Felizmente, no tendré que soportarlo de frente todo el camino a casa.

—Espera un momento. Quizá sea una racha que pronto se calmará.

—¡He vivido demasiado tiempo sobre esta costa como para creerlo! Tal vez sople doce horas seguidas. No, ya me las arreglaré.

—Puedes tropezar y caer. En tu estado…

—¿Qué importa?

Morwenna se volvió para mirar a su prima.

—No comprendo tus palabras. Elizabeth trató de disimular.

—Quise decir que no correré peligro.

—Pero ¿no te caíste la vez anterior? —El carácter naturalmente afectuoso de Morwenna volvía a manifestarse ahora a pesar de los pensamientos sombríos que enturbiaban su mente—. Espera, te acompañaré una parte del camino.

—No, no. Mira, el viento es intenso sólo en la puerta. Cuando salga al campo…

—Las dos nos ayudaremos. Iré a buscar mi capa.

Cuando salían del patio, Morwenna habló a uno de los mellizos Trewinnard.

—Voy a Trenwith con la señora Warleggan.

—Muy bien, señora.

Fue bastante difícil, porque el intenso viento del suroeste cobraba fuerza por momentos y las empujaba a uno y otro lado. Fue evidente que Morwenna no podía regresar antes de que Elizabeth llegase sana y salva a su casa; no tenía más remedio que acompañarla hasta la puerta de Trenwith. Cuando llegaron Elizabeth dijo que, puesto que Morwenna había llegado hasta allí, seguramente no se negaría a entrar un momento para saludar al matrimonio Chynoweth. Morwenna replicó que, en fin, prefería no hacerlo ahora. Elizabeth insistió, y dijo que se ofenderían si se enteraban de que ella había llegado hasta el umbral mismo de la puerta y no había entrado para saludarlos. Un poco estremecida por el recuerdo, Morwenna entró en el espacioso vestíbulo. Después, mientras el viento soplaba con creciente fuerza y sacudía el gran ventanal, como si hubiera querido arrancarlo, aceptó la invitación a cenar.

II

El viento que sopló el 9 de diciembre de 1799 fue poco más intenso que media docena de fenómenos parecidos que solían ocurrir año tras año, pero tuvo una característica especial: la marejada y el tremendo oleaje en la costa. Las tormentas más intensas habían estallado en alta mar, pero la costa también sufrió los efectos. Naufragaron nueve barcos de diferente calado, principalmente en la costa meridional, sobre todo en la región de las Manacles; pero unos pocos fueron a encallar en la costa septentrional. Ninguno en playa Hendrawna.

A medida que avanzaba el día, varias personas convergían sobre la región de Sawle con Grambler. Ross y Carolina habían abordado la nueva diligencia que salía de Torpoint a las siete y media y llegaba a Truro poco después de mediodía. El viento retrasó la diligencia, y ya eran las dos cuando, después de un breve y temprano almuerzo en el Royal, montaron los caballos que habían alquilado para recorrer la última etapa.

Demelza y Drake habían llegado temprano a Bodmin, pero el reverendo John Pomeroy, rector de Lesnewth, vicario de Bodmin y representante del archidiácono, había salido y no regresaba hasta mediodía. Aunque no puso obstáculos al otorgamiento de la licencia, las formalidades del caso llevaron bastante tiempo; y además, antes de regresar Drake tuvo que realizar otra visita.

Otro personaje notable que cabalgó hacia la costa septentrional fue el señor George Warleggan.

Ross fue el primero en llegar a destino exceptuando a Carolina y su criada, de quienes él se separó a la entrada de Killewarren. Como había ocurrido con su propia esposa pocas semanas antes, Ross llegó sin anuncio previo y sin que nadie lo esperase. La primera persona a quien vio fue un niño de ocho años, delgado y de piernas largas, que atravesaba con dificultad el jardín. Su grito se perdió, dominado por el aullido del viento, pero Jeremy pronto estuvo en brazos de su padre, y pronto se suscitó la misma confusión que había provocado el de Demelza. En medio del desorden, Ross preguntó dónde estaba su esposa, y le explicaron que mamá había salido con el tío Drake temprano esa misma mañana, y había dicho que no regresaría a almorzar.

—¡Papá! —gritó Jeremy, tratando de dominar la charla de su hermanita y las frases de bienvenida de los criados—. ¡Papá, ven a ver el mar!

De modo que todos fueron a verlo acercándose hasta el portal que daba acceso a la playa. Era peligroso avanzar más. Donde era frecuente ver la playa, excepto con marea muy alta, ahora se desplegaba un campo de batalla de olas gigantescas. El mar batía y arrastraba las dunas más bajas y arrancaba las raíces de la hierba de la costa. Mientras estaban allí, mirando, una ola avanzó imponente, rompió contra el arrecife de piedra y alcanzó la base del muro defensivo, enviando un hilo de espuma que lamió los zapatos de los espectadores. En general, la marejada se inicia en aguas profundas y a medida que llega a la superficie pierde impulso. Pero ahora las olas golpeaban las rocas que estaban bajo la Wheal Leisure, y lo hacían con tal fuerza que originaban una nueva marejada en ángulo recto con el movimiento del mar; y así se formaban surtidores de agua que se elevaban en el lugar de las colisiones. Una nueva e irracional marejada rompía en las rocas más lisas que estaban debajo del Campo Largo. Donde el mar comenzaba a retroceder se formaban montañas de espuma que luego se distribuían sobre la tierra. El mar estaba tan alto que apenas alcanzaba a verse el horizonte. Y las nubes estaban tan bajas que parecían rozar la superficie del agua.

Mientras volvía a la casa con sus hijos, que charlaban sin cesar, Ross trató de descubrir adonde había ido Demelza; pero aparentemente nadie lo sabía. Después, Jane Gimlett lo llamó aparte y le dijo algo al oído. Ross asintió y contempló el cielo encapotado. Nuevamente había ocurrido algo importante durante su ausencia. Demelza ya debería estar en casa; menos de una hora después comenzaría a oscurecer.

Gimlett había guardado en el establo el caballo de su amo. Después de beber un vaso de cerveza, Ross acarició los rostros ansiosos de sus hijos, y dijo que tenía que salir, y que volvería media hora después; lamentablemente, el viento era tan intenso que no podía llevarlos. Se dirigió a la mina y vio a Zacky Martin y al resto de sus amigos, y cuando ya había iniciado el regreso a la casa vio a Drake que se alejaba por el valle. Deseoso de evitar un encuentro en ese momento, permaneció de pie detrás de uno de los cobertizos. Cuando Drake pasó, Ross siguió su camino.

Demelza, que se había enterado de la llegada de Ross, había regresado de prisa a la puerta y espiaba las sombras de la tarde, con la esperanza de verlo. Ross y Demelza se vieron, y esta se acercó a la entrada del jardín para recibirlo; casi había echado a correr, pero se había contenido.

Se detuvo, insegura.

—Bien, Demelza… —dijo Ross.

—¿Cómo…? —empezó a decir—. ¿Ocurrió algo?

—¿Cuándo?

—Por supuesto, después de irme.

—No, el incidente ha terminado.

—Oh…

—Aunque «terminado» es una palabra un tanto desagradable.

—No —dijo ella—. El incidente ha… terminado.

—Pero lo recordaré mucho tiempo. Hubo una pausa.

Él se inclinó y la besó. Los labios de Demelza parecían fríos, inseguros.

—¿Hace mucho que has vuelto?

—Menos de una hora. Vine con Carolina. La diligencia llegó con retraso.

—Qué día…

Miraron alrededor, contentos de tener un tema que podían compartir sin turbación. La espuma salpicaba el jardín y colgaba formando hilos de las malezas, los arbustos y las ramas, como simientes de clemátide silvestre.

—Ya ves por qué esos árboles tan bonitos de Strawberry Hill no pueden crecer aquí —dijo Ross.

—Incluso los que tenemos no parecen muy lozanos.

—Cuando llegué, Jeremy trataba de apuntalar algunos.

—¿De veras? Ama las plantas. Esta mañana el viento sopló con fuerza normal. Fui a Bodmin con Drake.

—Me lo dijo Jane.

—Después te lo explicaré. ¿Ya comiste?

—Poco y temprano. Pero puedo esperar hasta la cena.

Por el momento, ambos se contentaban con una neutralidad fundada en el conocimiento de lugares comunes, la manifestación y el comentario de cosas mundanas. Si entre ellos el futuro podía ser de guerra o de paz, de amor o de indiferencia, de acuerdo o de discrepancia, de afinidad o malentendido, en todo caso aún no era posible saberlo. Los bordes más filosos podían evitarse un tiempo apelando a la rutina doméstica.

Se volvieron y entraron en la casa.

Entretanto, con la licencia en el bolsillo, Drake se dirigía a Sawle. Demelza le había prestado a Judith hasta el día siguiente, de modo que llegó al cottage del párroco Odgers y encontró a este acompañado por su hijo mayor, tratando de reparar un pedazo de cañería arrancado por el viento. Drake sentía tal benevolencia frente al mundo en general que dijo que apenas disminuyese la fuerza del viento iría a reemplazar con uno nuevo el fragmento deteriorado. Afirmó que lo que ahora estaban reparando se encontraba en muy mal estado y no soportaría el invierno.

Su intención no fue congraciarse con el párroco Odgers, pero en todo caso el anciano comenzó a pensar que quizás el joven no era tan malo como él siempre había creído. Examinó la licencia con un par de anteojos rotos, dijo que todo estaba bien y… ¿cuándo deseaban casarse? ¿El lunes siguiente? Drake preguntó si no podía ser antes. El párroco Odgers contestó que nada impedía que fuese antes. ¿Qué proponía el joven? El joven proponía el día siguiente. Odgers frunció el ceño, como si le hubiesen dado un pisotón, y dijo que era imposible, el día siguiente estaba muy atareado, tenía varias entrevistas, y muchas cosas que atender; no era posible. Tal vez, si modificaba un poco su horario, podría celebrar el matrimonio el miércoles por la mañana. Drake, que había visto el efecto obtenido involuntariamente con su oferta de reemplazar parte de la cañería dijo que estaba bien, y que si por casualidad el señor Odgers podía atenderlos al día siguiente, y para el caso poco importaba a qué hora, él, Drake, fácilmente podía reparar todos los desagües del cottage antes de que concluyese el invierno. En el taller tenía una chapa de hierro muy apropiada; podía darle forma y aplicarle una capa de pintura antes de instalarla. Era chapa gruesa y duraría años. El señor Odgers tosió sobre su bufanda de lana y dijo:

—Bien, a las once y media. Pero no lleguen tarde —agregó cuando ya Drake se volvía para salir—. No puedo casarles después de mediodía. La ley lo prohíbe.

—Gracias, señor Odgers. Le aseguro que no llegaremos tarde. Creo que estaremos aquí poco después de las once.

—¡Dije a las once y media! Y por supuesto, mucho depende del viento. En este clima, mi pobre iglesia sufre mucho.

Mientras montaba en Judith, Drake rogó en silencio que el campanario inclinado de Sawle resistiera por lo menos una tormenta más. Al atardecer el viento se había atenuado un poco. Lo cual no significaba mucho; Judith vacilaba bajo los golpes constantes de las ráfagas. Incluso aquí, a unos sesenta metros sobre el nivel del mar, los hilos de espuma volaban como espectros, agitados y deshilachados por el viento.

Habían sido dos días muy largos para Drake; pero no sentía fatiga. Había dormido apenas tres horas cada noche desde la llegada de Morwenna, pero durante el día no se había sentido soñoliento. Tampoco se sentía así ahora. De haber sido necesario, hubiera cabalgado de nuevo los ochenta kilómetros de ida y vuelta a Bodmin. Le parecía que la vida era una chispa ardiente y luminosa; cada instante y cada pensamiento la avivaban más y más. Ross le había dicho una vez: «No permita que esto destruya su vida». Pero la había destruido. Y al mismo tiempo, quizá nada —ni nadie— debía ser capaz de rehacer así su vida… de renovarla de arriba abajo, para hablar con las palabras de Sam. Y sin embargo, era lo que había ocurrido. Y si la profundidad de la angustia había sido excesiva, la felicidad parecía cada vez más completa. Quizás existiera una norma moral que rechazara el sufrimiento: no había ninguna que se opusiera a la felicidad.

Tampoco tenía graves dudas acerca del amor de Morwenna. Por el momento, sólo deseaba asegurarse su compañía, convertirla en su esposa: el resto llegaría… o no. Estaba dispuesto a demostrar toda la paciencia que había prometido… dispuesto a esperar meses o años. ¿Qué importaba que fuese un matrimonio a medias? Según el proverbio, entre los ciegos el tuerto es rey. Hasta pocos días antes él había estado ciego.

En la cima de la última colina desmontó, pues Judith estaba muy cansada. Llevándola de la brida descendió el estrecho camino y con cierta sorpresa vio que no había luz en el taller de Pally. En la casa sin duda ya estaba oscuro, y si cosía, Morwenna no debía forzar la vista. Experimentó cierta alarma. Aunque, por supuesto, era posible que estuviese esperándolo a la entrada. Tal vez era ella quien estaba preocupada. Pero Morwenna no lo esperaba a la entrada. El lugar parecía abandonado. Los mellizos Trewinnard generalmente trabajaban desde el alba hasta el anochecer. Pero en un día como ese él solía despedirlos a las tres. ¿Se habrían ido? ¿Y también Morwenna? Desmontó de un salto, ató las riendas al poste y entró corriendo en la casa.

—¡Morwenna! ¡Morwenna! —Atravesó la cocina y entró en el cuartito, para después subir unos peldaños de la escalera que llevaba a los dormitorios. Allí no había nadie. El fuego estaba apagado. Nada. Otra vez la situación vivida una semana antes.

Subió los últimos peldaños y se asomó a la habitación donde ella dormía. Vio la maleta, el camisón, las pantuflas, el cepillo y el peine. Entonces, no había huido…

—Ah, señor. —Uno de los mellizos Trewinnard, Drake no sabía muy bien cuál—. La señora Whitworth se fue.

—¿Se fue? ¿Adónde? —Ahora, un poco más aliviado.

—A Trenwith.

—¿A Trenwith? —Ahora no estaba aliviado.

—La señora Warleggan vino a visitarla esta mañana. La señora Whitworth dijo que la acompañaba a su casa porque la señora Warleggan espera un hijo y hacía mucho viento.

—¿Cuándo salieron, Jack?

—Jim, señor. Jack se fue. Tiramos una moneda a ver cuál de los dos volvía a casa. Oh… no sé. No tengo reloj. Pero creo que fue antes de mediodía.

—¿Dijo… algo más… cuánto tiempo se quedaría allí?

—No, señor, nada más. Sólo que acompañaba a su casa a la señora Warleggan. Creo que pensaba estar fuera una hora.

—Gracias, Jim. Vete a casa.

—Muy bien, señor.

Deteniéndose apenas un instante para cerrar de un golpe la puerta, Drake corrió en busca del fatigado pony, montó de un salto, le clavó los talones y enfiló colina arriba, en dirección a Trenwith.