Capítulo 11

El Parlamento suspendió sus sesiones el 20 de noviembre y no debía reunirse de nuevo hasta el 21 de enero. Los diputados que regresaran el siguiente período de sesiones lo harían para iniciar una nueva vida y un nuevo siglo. Como había un intervalo de dos meses, los Warleggan decidieron que, después de todo, valía la pena volver a Cornwall. Elizabeth lo deseaba firmemente y George no se opuso. Por el momento, parecía poco interesado en ella, o en el discutido niño que les acompañaba. Tampoco parecía muy interesado en el hijo que evidentemente ella había concebido. Aunque el regreso se hizo sin prisa, en nada se pareció al trayecto cómodo y triunfante del viaje de ida. Si el carruaje la sacudía, que así fuera; si la extensión de las estepas le molestaba, que le molestase; si los dormitorios tenían corrientes de aire que ella los soportara. Llegaron a Truro el domingo uno de diciembre, pero había tanta pestilencia en la ciudad que Elizabeth dijo que prefería trasladarse a Trenwith. George respondió que ella hiciera lo que deseara; él tenía asuntos que atender. (En efecto, algunos de los inquilinos de San Miguel se mostraban obstinados y rehusaban mudarse). Elizabeth fue a Trenwith el día 5, y llevó consigo a Valentine.

Ross vio a Carolina el 21, y ella le preguntó si podía esperar unos pocos días para de ese modo viajar juntos. Debía acompañarla su criada, señaló Carolina, de modo que tendrían quién los vigilase en ausencia de la esposa de Ross y de su propio marido. Ross, que había estado ayudando a John Craven a liquidar la propiedad de Monk Adderley y pagar algunas de las deudas que él había dejado, aceptó. Si estaba destinado a recibir una visita oficial y a sufrir un interrogatorio, que así fuera, un día o dos mas no modificarían la situación. Ahora Ross tendía a mostrar cierto fatalismo. Pero a medida que pasaron los días, no recibió ninguna citación, ni fue a buscarle ningún representante de la Corona. Visitó a Andrómeda Page, pero esta ya se había vinculado con un joven conde expulsado poco antes de Cambridge, y no sentía el menor deseo de recordar a un amante perdido. Así pasa la gloria del mundo…

El sábado 30 de noviembre, y en la misma diligencia, que salía de La Corona y el Ancla, en el Strand, a las siete de la mañana, Ross, Carolina y la criada partieron hacia Cornwall. A pesar de que intentaba fingir lo contrario, incluso ante sí mismo, Ross se sentía aliviado al alejarse de Londres… cuando regresara, si regresaba, el asunto sería un recuerdo muy lejano.

El 6 de diciembre Demelza recibió un mensaje traído por uno de los mellizos Trewinnard, y después de leerlo montó a caballo y se dirigió inmediatamente al taller de Pally. Drake la recibió a la entrada. El rostro del joven lo dijo todo.

—¿Está aquí…?

—Adentro. Le dije que te pediría que vinieses. Mientras la ayudaba a desmontar del caballo, Drake le sostuvo la mano un momento más de lo necesario.

—Hermana… con cuidado. Demelza sonrió.

—¿Crees que no lo tendré?

—No… por eso mandé llamarte. Pero pienso…

—¿Qué?

—Que si algo sale mal, huirá de nuevo. Ahora, vamos…

Morwenna estaba en el cuartito, pelando patatas. Se puso de pie en seguida y se quitó los anteojos. Demelza le dirigió una sonrisa y Morwenna le respondió del mismo modo y se alisó el delantal. Parecía muy alta, poco segura de sí misma y fuera de lugar.

—Señora Poldark…

—Señora Whitworth.

—Por favor… siéntese.

—Creo —dijo Demelza—, que sería mejor que usáramos los nombres de pila.

Se sentaron, y Morwenna utilizaba el cuenco, el cuchillo y el canasto casi como una línea defensiva.

Demelza examinó el cuartito sórdido. Después de un momento dijo:

—Drake necesita mucho una persona que le cuide.

—Sí…

—Dice que desea que esa persona sea usted.

—Sí.

—Morwenna, ¿usted le acepta?

—Creo que sí… Pero no sé si podré hacerlo.

—¿Está enferma?

—Oh, no. Soy fuerte. Físicamente soy fuerte.

—¿Entonces?

Drake entró con el inevitable té, y durante unos minutos estuvieron bebiendo sin hablar mucho. Después, con bastante tacto, Drake consiguió que Morwenna repitiese parte de la conversación que ellos habían sostenido la víspera.

Finalmente, Demelza dijo con voz serena:

—Morwenna, Drake lo pasó muy mal desde el día que usted se fue… Ha vivido sólo a medias. Ahora que usted ha regresado a él, ¿no le parece que sería una lástima volver a separarse?

—Sí… Pero…

—Usted le explicó lo que siente acerca del matrimonio, y él acepta que si ahora se casan esta unión no será total… a menos que usted cambie de idea. Jura que respetará sus deseos.

—Sí, lo jura.

—¿Le cree?

Morwenna miró a Drake.

—Sí…

—Entonces, ¿lo acepta?

Morwenna paseó los ojos por el cuarto, como buscando un modo de huir. Finalmente, se lamió los labios y dijo:

—Sé que sólo deseo estar con él toda mi vida…

—No creo —dijo Demelza— que haya mejores razones que esa para casarse.

Morwenna dijo desesperada:

—Si él es capaz de entender. Ya no soy normal. ¡No lo soy! ¡No lo soy!

—Se lo expliqué anoche. Sólo estar con ella es mejor que otra cosa —dijo Drake a Demelza.

—Discúlpenme si menciono este aspecto del asunto, pero ser la esposa de un herrero no es ser la esposa de un vicario. No puede hablarse de posición social, quizás haya que trabajar… trabajar duro, con las manos. Tal vez Drake no pueda pagar una criada. ¿Ha pensado en eso?

—¡Bah! —dijo Morwenna con desprecio—. Soy la mayor de una familia de hijas. Y mi madre nunca fue muy fuerte. Yo era la que trabajaba. Y así, aprendí a cocinar y a cuidar una casa. Por supuesto, teníamos criados, pero no lo hacían todo… estos últimos años he vivido como una dama… otros cocinaban, servían, me trataban como a una persona importante. De modo que hice escaso trabajo físico. Pero en el fondo del alma envidiaba a la criada, a la hija del jardinero, al mendigo que llamaba a la puerta; ¡hubiera preferido barrer las calles antes que ocupar la posición que tenía! ¿Cree que ahora sería incapaz de trabajar?

—¿Para vivir con Drake?

Morwenna vaciló de nuevo.

—Sí.

—¿Podría lavarle la ropa… barrer los suelos?

—Eso no será necesario —dijo Drake.

—Por supuesto —afirmó Morwenna—. Eso no significa nada… nada.

Demelza asintió.

—¿Y no le importará la oposición de su madre?

—Tengo casi veinticuatro años —dijo Morwenna con voz dura—. No me importa lo que diga ninguno de mis parientes.

Son muy jóvenes, pensó Demelza, y miró primero a Morwenna y después a Drake. Morwenna parecía tener muchos más años, ser mucho más vieja que Drake. Los efectos del sufrimiento. Pero ¿quién sabía lo que podía depararles la felicidad? Demelza se había opuesto a esa unión casi desde el principio. No por razones personales, sino fundada en que Morwenna no era la esposa que convenía a Drake… su educación, su relación con los Warleggan. Sin embargo… La mirada de Drake. Qué distinta de la que ella había visto la víspera.

—Morwenna, ¿se casará con él?

—Creo que ya he contestado.

—No dijo que sí.

—En ese caso… sí.

Había llevado tiempo pronunciar esa palabra, como si Morwenna hubiese tenido que atravesar una selva de reservas y restricciones para llegar a ella. Drake se movió y suspiró hondo.

—Me alegro por ambos —dijo Demelza.

—¿Cuándo podemos casarnos? —preguntó Drake.

—Llevará un tiempo. Morwenna, ¿por qué no viene a vivir con nosotros en Nampara? La recibiremos con mucho gusto.

—Prefiero que se quede aquí —dijo Drake.

Demelza sonrió.

—A Morwenna toca decidirlo. Si se proponen seguir viviendo en esta región, quizá deban tener en cuenta lo que diga la gente.

—No me importa —dijo Morwenna.

—Puedo pedir a la señora Trewinnard que venga a dormir aquí —dijo Drake—. O si es necesario, yo puedo dormir en el cottage de los Trewinnard.

—Lo que tú digas —dijo Morwenna.

—La decisión debe de ser de Morwenna —insistió Demelza.

Morwenna vaciló.

—Lo siento. A veces, me concentro con dificultad… Demelza, me quedaré. Gracias. Me quedaré aquí.

Demelza la besó.

—Cuando se hayan casado, y Drake sepa que ya la tiene segura, confío en que la traerá a Nampara y así podrá conocer a Ross… como corresponde, y todos podremos pasar… momentos felices.

Demelza salió. Después de un momento, Drake se acercó y apoyó su mejilla contra la de su hermana.

—Bendita seas, hermana. Bendita seas. ¿Puedes hacer algo más por mí esta mañana?

—¿De qué se trata?

—Ven conmigo a ver al párroco Odgers. ¡Es terrible pensar que tenemos que esperar tres semanas! ¿No hay modo de reducir el plazo?

—¿Importa?

—Temo por ella —dijo—. Es como tú dijiste… asegurarme. Todavía no está segura… y no lo estará mientras no nos casemos. Temo que pueda ocurrir algo. Temo que pueda cambiar de idea y alejarse.

II

—Bien, señora Poldark, con mucho gusto la complacería si hubiese un modo apropiado que se ajustara a las leyes canónicas de la Iglesia, pero como usted sabe no es así —dijo el señor Odgers—. Hoy es viernes. Para complacerla, puedo leer el domingo las primeras amonestaciones, aunque en rigor se necesita mayor anticipación. Pero fuera de eso…

El pequeño clérigo había sido llamado de la cocina, donde estaba ayudando a su esposa a salar un pedazo de carne de cerdo. Sus modales eran amables, pero sus sentimientos padecían cierta contradicción. En realidad, se sentía perturbado. Como era un hombre ecuánime, si le hubiesen apremiado habría estado dispuesto a reconocer que no era exactamente blasfemia que la hija del deán, viuda de su exvicario, a quien él solía dispensar toda la cortesía y el respeto que su posición justificaban, ahora estuviese dispuesta a renunciar a su condición social y a casarse con un vulgar herrero, inconformista para colmo. A su juicio, el episodio rondaba la blasfemia.

Si eso hubiera sido todo, la acogida dispensada a Drake hubiera sido sumamente fría. Pero no era todo. Le acompañaba la esposa del capitán Poldark, y este era miembro del Parlamento y tenía estrecha relación con el vizconde Falmouth, y ahora que de nuevo e inesperada, casi providencialmente la renta había quedado libre, restaba la posibilidad, quizá la última, de que fuese a beneficiar al señor Odgers. De modo que él no podía permitirse ofender en lo más mínimo a la esposa del capitán Poldark.

La esposa del capitán Poldark frunció el ceño y dijo:

—Señor Odgers, ¿me equivoco o he oído hablar de algo denominado licencia especial?

—Ah, sí, señora. Pero sólo puede otorgarla el arzobispo de Canterbury. Pero una licencia, señora, una licencia no es lo mismo que una licencia especial, y esta sólo puede otorgarla el archidiácono de Cornwall, o su representante en el condado.

—¿Quién es?

El señor Odgers se rascó bajo la peluca de crin de caballo.

—Según creo, el archidiácono vive en Exeter, salvo cuando realiza una de sus… visitas. Pero su despacho está en Bodmin. Creo que si usted acudiese allí, si el joven fuese a Bodmin… —No soportaba la idea de llamarlo por su nombre—. Y si alguien lo acompaña para prestar juramento, creo, señora, que podría obtener una licencia; y de ese modo, yo celebraría la boda apenas la recibiese.

Demelza miró a Drake.

—Son unos cuarenta kilómetros. Ochenta el viaje de ida y vuelta. ¿Estás dispuesto a ir tan lejos?

Drake asintió.

—¿Qué debe hacerse? —preguntó Demelza.

—Firmar una declaración jurada en el sentido de que no hay impedimentos legales. Es decir, señora, él tendrá que jurar. Y llevar un testigo que declare que él reside en esta parroquia. Y así es, ¿verdad? Sí, eso mismo. —El señor Odgers lo reconoció con escaso agrado—. Necesitará dinero. Creo que cobran dos guineas, pero no estoy seguro. Y es posible que la persona que lo acompañe deba ofrecer una fianza, una suma considerable.

—¿Una mujer puede ser testigo?

—Oh, sí. Pero no su… no su futura…

—Pensaba en mí misma.

—Por otra parte —dijo el señor Odgers—, será mejor que espere al lunes, para asegurarse de que lo encontrará. Me refiero al clérigo, al subrogado del archidiácono. Los fines de semana y los domingos hay mucho trabajo y quizá no lo encuentre.

Cuando salieron de la casa, Demelza dijo:

—Bien, eso es todo.

—¿Me prestarías un caballo?

—Oh, sí.

—¿Y tú misma vendrías?

—Creo que yo sería mejor que Sam. Como estoy casada con Ross, tengo cierta…

—Lo sé. —Drake la besó—. No olvidaré esto.

Era grato alejarse un día; así se vería obligada a desarrollar cierta actividad. El tiempo que llevaba esperando a Ross comenzaba a agotar sus nervios.

—A propósito —dijo Demelza—, ¿Sam ya lo sabe?

—Todavía no. ¿Puedes avisarle? Creo que lo harás mejor que yo.

III

Las lluvias torrenciales de diciembre inundaron el camino cerca de Marlborough y el carruaje de Ross y Carolina quedó detenido un día. El domingo 8 estuvieron en Plymouth, y supieron que al día siguiente llegarían a destino.

Habían compartido el almuerzo todos los días y la cena todas las noches, conversaron sobre muchos temas, desde la locura del zar al impuesto aplicado a los caballos, pero evitaron lo personal. Ross descubrió que Carolina era una compañía agradable, ingeniosa cuando hablaba, aunque parca en palabras. No tenía la conversación intrascendente de Demelza.

Debían pasar la noche en la Posada de la Fuente, y estaban cenando en uno de los cómodos reservados con asientos de terciopelo rojo y mesas de nogal y fue Ross quien por primera vez salvó la barrera de cortesía y formalismo que los separaba. Recordó a Carolina el encuentro que él había preparado entre ella y Dwight en esa misma posada. En realidad, apenas habían pasado más de seis años.

—Parece media vida —dijo Carolina—. Y más todavía a los ojos de Dwight, porque incluye no sólo su cautividad en Francia sino cuatro años de matrimonio conmigo.

—A menudo me he preguntado —dijo Ross—, si no fue arrogancia de mi parte reunirles casi por la fuerza, y decidir que usted y él debían llegar a ser marido y mujer.

—El inconveniente, Ross —dijo Carolina—, consiste en que usted es arrogante. Lo que algunas veces es una gran virtud y otras no.

—Bien, ¿qué fue esta vez?

Carolina sonrió. Para la cena se había puesto un vestido de terciopelo verde, su color favorito, porque contrastaba con los cabellos cobrizos y destacaba el verde de sus ojos, que a menudo, con otros colores, parecían simplemente castaños o grises.

—Una virtud —dijo ella—. Dwight es el único hombre a quien he querido… Aunque quizá no el único con quien he deseado compartir el lecho.

Ross cortó un pedazo de cordero, lo pasó a su plato y agregó un poco de salsa de alcaparras.

—En eso, no creo que usted sea peculiar —dijo.

—No… de tanto en tanto todos buscamos cierta variación. Pero después apartamos los ojos.

—Generalmente…

Carolina comió un poco, jugueteó con su carne.

—Dwight y yo, usted y Demelza; ¿advierte qué morales somos según las normas actuales?

—Sin duda.

—Sí, sin duda. Tantos de mis amigos de Londres… Pero olvidémonos de Londres. Nuestro condado. Sume los asuntos en curso, algunos en secreto y otros a la luz del día, de nuestros amigos o sus amigos. Y lo mismo, aunque tal vez en un estilo distinto, entre los pobres.

Ross bebió un sorbo de vino.

—Siempre fue así.

—Sí. Pero también hubo siempre un pequeño núcleo de matrimonios auténticos… matrimonios en los cuales el amor, la fidelidad y la verdad conservaron su importancia. El suyo es uno y el mío otro. ¿No es así?

—Sí.

Carolina bebió un largo trago de vino, medio vaso, mientras Ross tomaba un sorbo. Ella se recostó sobre el terciopelo rojo.

—Por ejemplo, Ross, de buena gana me acostaría con usted esta noche.

Los ojos de Ross se clavaron rápidamente en los de Carolina.

—¿De veras?

—Sí. En realidad, siempre lo deseé… como tal vez usted ya sepa.

—¿Lo sé?

Se miraron.

—Creo que sí. Creo que usted podría poseerme como lo harían pocos hombres… equiparando su arrogancia a la mía.

Se hizo el silencio.

—Pero —dijo Carolina.

—¿Pero?

—Pero no podría ser. Aunque usted quisiera. Tengo el instinto de una mujerzuela, pero los sentimientos de una esposa. Quiero demasiado a Dwight. Y demasiado a Demelza. Y quizás incluso a usted mismo le quiero demasiado.

Él la miró y le dirigió una sonrisa.

—Ese es el mejor de los cumplidos.

Carolina enrojeció y palideció.

—No estoy aquí para ofrecerle cumplidos, Ross, únicamente… trato de decirle algo que, según creo usted debe saber. Si nos libráramos de Ellen —podríamos hacerlo fácilmente— y pasáramos toda la noche haciendo el amor, y si la primera vez que yo fuese a Nampara se lo contara a Demelza, ¿cree que mis palabras podrían herirla?

—Sí.

—Lo mismo digo. Pero ahora soy buena amiga de Demelza. Nos tenemos mucho afecto. Quizá con el tiempo me perdonaría.

—¿Qué intenta decir?

—Intento decir que si le dijese qué habría ocurrido entre nosotros se sentiría herida. Pero me parece que la situación no sería peor que la que usted provocó en Londres.

Ross dejó el cuchillo.

—No entiendo.

—Usted mató a un hombre por ella. Oh, sé que él lo retó a duelo. Y sé que discutieron acerca de un asiento en la Cámara. Y sé que se detestaron desde el principio. Pero en realidad usted lo mató por ella, ¿verdad?

—En parte, sí. Pero no veo…

—Ross, cuando usted disparó sobre Monk Adderley, en realidad no era a él a quien deseaba matar, ¿no es así?

—¿No?

—No… quería matar a Hugh Armitage.

Ross bebió un trago de vino.

—Maldición, Carolina, fue un duelo limpio y franco…

—No fue nada de eso, ¡y usted lo sabe! Usted lo mató porque ya no podía matar a Hugh Armitage, quien de todos modos ya había muerto. Pero Hugh era un hombre gentil, viril y sensible… el único tipo de hombre que podría interesar a Demelza, que podría atraerla profundamente. Usted tuvo que saber desde el principio que ella no hubiera dedicado ni siquiera un pensamiento a un matón pendenciero e indigno como Monk Adderley.

—A veces, esas cosas no se piensan.

—Por supuesto, uno no las piensa… ¡ahí está la dificultad! Usted ejecutó un acto completamente emocional. Pero de todos modos, estaba peleando contra otro hombre.

Ross apartó el plato y apoyó los dedos en la mesa.

—Y no se ponga de pie ni me abandone —dijo—, pues pensaré que su actitud es poco caballeresca.

—No tengo intención de ponerme de pie y abandonarla. Pero puedo escuchar mejor su conferencia si no como.

—La conferencia ha concluido; por lo tanto, puede saborear en silencio el resto de la cena.

—Después de esto, no estoy seguro de que desee saborear mi cena, en silencio o en agradable conversación.

—Quizá no debí haber hablado.

—Si usted creía eso, debió decirlo. Hago todo lo posible para pensar en lo que usted acaba de decir, para mostrarme… racional, y no emotivo. Mire, es la segunda persona que en las últimas dos semanas me acusa de adoptar decisiones emocionales. Nunca adivinará quién fue la primera. Pero sea. Déjeme pensar…

Carolina volvió a jugar un momento con su comida. Con los largos dedos quebró un pedazo de pan, pero no intentó comerlo.

—Quizás en todo eso haya una parte de verdad —dijo Ross—. ¿Cómo puedo saberlo? En efecto, sentí muchas cosas y pensé mucho durante estos dos años acerca de Demelza y Hugh.

Cuando descubrí lo de Demelza, fue como si hubiera perdido cierta convicción… la fe en el carácter humano. La culpa no era tanto de Demelza como… como de algo que es parte de la humanidad. No debe reírse de mí porque mis palabras suenen tontas y pomposas.

—No lo hago. Pero si…

—Fue como descubrir una grieta en lo absoluto. Es posible que los celos sean uno de los ingredientes de mi actitud, pero no se trata sólo de celos. A veces, he descubierto que el espíritu puede volar muy bajo, y he sentido la renovada necesidad de rebelarme, de rechazar las restricciones que la vida civilizada intenta imponerme. —Se interrumpió y la miró—. Porque, ¿acaso la vida civilizada no es más que una imposición de normas irreales aplicadas a unos seres humanos defectuosos por otros seres humanos que padecen fallas y defectos no menores? Creí que en todo esto había algo esencialmente descompuesto que siempre quise rechazar y destruir. —Se interrumpió de nuevo, respirando lentamente, tratando de organizar la complejidad de sus propios sentimientos.

—¿Y todo esto provino… derivó de la separación entre usted y Demelza?

—Oh, no del todo. Pero hay cierta relación entre una cosa y la otra. Carolina, hace un momento usted dijo que yo era arrogante. Quizás un aspecto de la arrogancia consiste en la incapacidad para aceptar lo que la vida a veces pretende que uno acepte. El sentimiento mismo de los celos es una ofensa al espíritu, es un sentimiento degradante que es necesario destruir. —Descargó un golpe sobre la mesa—. Pero con respecto a Demelza y a Monk Adderley, creo que usted comete una injusticia. Demelza en efecto lo alentó… siempre tenía apartes con él, y concertaba citas… o por lo menos permitía que él lo hiciera. E incluso le permitía que la acariciara…

—¡Oh, tonterías! —dijo Carolina—. Es la forma que tiene Demelza de mostrarse amistosa… coquetear un poco por buen humor. Siempre que ella sale, y usted lo sabe bien, hay un hombre que se siente atraído por su vitalidad y su encanto tan peculiares. Cuando ella se siente bien, no puede resistir la tentación de producir esa… esa chispa retadora. Y los hombres acuden. Y a ella le agrada. ¡Pero Ross, por Dios, todo eso es inocente! Como usted bien sabe. ¿Piensa desafiar a duelo a sir Hugh Bodrugan? Ha realizado más intentos que nadie para imponerse a la castidad de Demelza. ¿Con qué se batirán? ¿Con bastones?

Ross medio se rio.

—Usted tiene que saber que los celos se avivan sólo cuando hay peligro.

—¿Y cree seriamente que Monk Adderley era un peligro?

—Sí… así lo creí. En todo caso, no fue tan sencillo como usted piensa. Y además, recuerde que él me retó a duelo, no yo a él.

Carolina cambió de posición, y se estiró.

—¡Oh, el viaje me ha fatigado!… Un día más y estaremos en casa.

Llegó el camarero y retiró los platos, pero dejó los cuchillos y los tenedores.

Ross dijo con voz serena:

—Sí, podría dormir con usted.

Ella le sonrió.

—Y por las mismas razones, no lo haré.

—Gracias, capitán.

—Usted siempre ha sido buena amiga mía… desde hace mucho tiempo. Casi antes de que nos conociéramos bien.

—Creo que usted me gustó desde el comienzo.

—Creo que, incluso entonces, fue algo más importante que eso.

Carolina se encogió de hombros, pero entró el camarero y ella no habló. Cuando el criado se retiró, Carolina dijo:

—Quizás esta noche me mostré demasiado dura con usted… ¡Mire qué cosas digo! ¡Dura con usted! ¡Qué extraño que yo adopte esta postura! ¡Jamás antes me había atrevido! Bien, comprendo… lo que usted seguramente siente acerca de Hugh y Demelza. Ha sido… irritante, y torturó su alma durante dos años enteros. Y también comprendo el resto. No niego que una sola desilusión, muy profunda, pueda provocar una desilusión general. Bien… pero ahora ya derramó sangre. Aunque no sea la que usted deseaba. No discutamos más los méritos o deméritos de su enfrentamiento con Monk Adderley. Ha terminado, y nada puede revivirlo. Y lo mismo cabe decir de su antagonismo con Hugh Armitage. Y con toda la humanidad. Y de la que mantiene con Demelza. Lo que ocurrió en Londres la ofendió profundamente. El pro y el contra del asunto no importan tanto como el hecho de que usted mató a un hombre por ella, y de que usted lo arriesgó todo, su vida, y en cierto modo la vida de Demelza, en una lucha insensata que puede ser el modo justo y definitivo de resolver una diferencia para una persona bien educada, pero que para la hija de un minero, con su sentido de los valores tan firme y terrenal, viene a ser la petulancia de un hombre perverso.

—Dios —dijo Ross—. Bien, lo pensaré y trataré de prestarle la debida atención.

—Usted me habló francamente hace seis años —dijo Carolina—. Ahora, yo pretendo lo mismo.

—¿Por afecto del corazón? —preguntó él.

Carolina asintió.

—Por afecto del corazón.