Capítulo 9

—¿Qué número dijo, señora? —preguntó el cochero.

—Catorce —dijo Elizabeth.

—Catorce. Es al fondo de la calle, señora. Sí, seguro que es allí. La llevaré.

El vehículo avanzó traqueteando sobre el pavimento desigual, abriéndose paso entre los transeúntes con la frase usual: «¡Permiso, señor! ¡Permiso!».

Pool Lane era una calle estrecha y sinuosa que avanzaba hacia el norte, desde la calle Oxford, y que se angostaba poco a poco hasta que, al llegar al número 14, aparecía una puerta recién pintada de verde entre otras muchas descascaradas. Elizabeth casi había renunciado, angustiada por el deseo de ordenar al cochero que la llevase de nuevo a su casa. Pero el recuerdo de los últimos diez días la obligó a insistir.

Después de la inocente observación de Geoffrey Charles, George se había mostrado insufrible. Lo terrible de la observación era que, pese a que no respondía rigurosamente a la verdad —Valentine era un niño que, al compás de sus estados de ánimo, parecía cambiar de apariencia como un camaleón— una vez formulada era como un letrero que se mantenía inconmovible en el aire. Parecía una maldición más que un comentario. Como si las palabras pronunciadas por el hijo de Francis hubieran sido las de un Poldark que reconocía a otro Poldark. Algo que brotaba de la tumba. Naturalmente, nada de todo eso era cierto, y en una situación racional todos lo hubieran entendido así. Pero esa no era una situación racional, jamás lo había sido.

Elizabeth se sentía aún más deprimida porque veía que bajo su actitud de áspero malhumor George también estaba profundamente agobiado. Hasta el momento en que Geoffrey Charles había soltado su frase, los dos cónyuges se habían sentido más felices que nunca. Elizabeth era una mujer que florecía cuando estaba en sociedad. Aunque había gozado bastante poco de ella, era su elemento natural. Años antes, cuando Francis aún vivía y Elizabeth llevaba una existencia de enclaustramiento y pobreza en Trenwith, mientras él se jugaba a las cartas las escasas rentas de la propiedad, George la había visitado y le había dicho, con su voz respetuosa, cuánto lamentaba ver que su belleza se malgastaba para el placer de unos pocos parientes y los cuartos vacíos de una casa en ruinas, cuando en realidad ella merecía y debía recibir el homenaje de la sociedad, si se permitía que por lo menos sus miembros llegasen a conocerla. George incluso se había aventurado a sugerir que la belleza no duraba eternamente.

Bien, durante los últimos años él había cumplido su palabra. Un tiempo antes, cuando George había sido diputado por Truro, Elizabeth le había acompañado un breve período y la experiencia había sido bastante placentera. Pero después, él se había mostrado inseguro de sí mismo, había adoptado una actitud defensiva en presencia de terceros y había manifestado celos —o por lo menos envidia— por el comportamiento de Elizabeth, que actuaba como si ese ambiente hubiera sido el lugar que por derecho le correspondía. Esta vez todo había sido diferente. No sólo tenía asegurado su escaño tanto tiempo como deseara ocuparlo, sino que además lo debía a sus propios esfuerzos, por lo que no estaba obligado a respetar los caprichos ajenos. Más aun, llevaba a los Comunes el voto de otro diputado. Más o menos un mes antes, y contraviniendo su innata cautela, ya había explicado sus planes a Elizabeth, y había hablado de la carta que, por consejo del señor Robinson, había escrito al señor William Pitt, primer lord del Tesoro. Incluso había mostrado a Elizabeth una copia, de la que ella recordaba ciertas frases: «… que yo he resuelto y ordenado los asuntos del condado de Cornwall que, según se desprende de mis conversaciones con el señor John Robinson, pueden usarse como medio de apoyar al Gobierno y a su Administración. Es lo que haré siempre en adelante, como podrá comprobar en mis actos ulteriores. Y los intereses que yo defenderé serán los mismos que, según su opinión, merezcan ser apoyados. Por lo tanto, antes de que se suspendan las sesiones del Parlamento, deseo tener el honor de una audiencia a la más breve comodidad de usted mismo, con el fin de concertar acuerdos más firmes…».

La «audiencia» aún no había sido concedida, pero Robinson había asegurado a George que llegaría a su debido tiempo. George había explicado a Elizabeth que, si bien el concepto vulgar de un quid pro quo directo no era admisible, él haría saber a Pitt que la concesión de un título de nobleza al señor Warleggan aseguraría su fidelidad con más firmeza que cualquier otro tipo de prebenda.

Ambos estaban entusiasmados ante esa perspectiva. Para George era el espaldarazo, tanto literal como psicológicamente. Cuando lo llamasen sir George sentiría que se habían colmado sus esperanzas. Incluso era posible que un año o dos después obtuviese una baronía, y de ese modo el título podía perpetuarse. Elizabeth se sentía colmada de satisfacción ante la idea de ser lady Warleggan. Por supuesto, su cuna garantizaba su posición con más firmeza que un título. En efecto, había sido tradición en la familia Chynoweth —y una tradición muy orgullosa— su linaje de terratenientes y caballeros distinguidos con una antigüedad superior a los mil años, aunque sin haber tenido jamás un título. De todos modos, Elizabeth sabía que después de su matrimonio con George se había rebajado a los ojos del condado; un título restablecería la situación anterior.

Elizabeth había abrigado la convicción de que un título, si lo obtenía, y el nuevo hijo, cuando naciera, consolidarían más firmemente que nunca su matrimonio con George. Y ella aún era hermosa, sobre todo cuando se peinaba como lo había hecho para la fiesta celebrada la noche de la apertura del Parlamento. Quizá podía afirmarse que ahora disponía de menos tiempo que el día en que George había hablado con ella, en el salón de invierno de Trenwith; pero aún le quedaba algo.

De modo que todo había sido grato y satisfactorio. Por las mañanas despertaba para contemplar la perspectiva de un día agradable, y permanecía en la cama antes de levantarse para trazar planes complicados y felices para el futuro.

Y de pronto, nada. Nada era satisfactorio, nada era grato. Una exclamación irreflexiva de su propio hijo había emponzoñado la fuente misma de sus vidas. Habían regresado a la situación que prevalecía tres años antes, cuando aumentaron las sospechas y la desconfianza provocando una grave disputa entre ambos. Habían vuelto a eso, pero la situación ahora era peor. Tenían más que perder además de lo que ya habían perdido. Todo lo que ahora hacían, todo lo que respiraban, estaba contaminado.

De ahí la visita que se proponía hacer hoy. A veces, le parecía que era absurdo dar ese paso; pero por otra parte, veía que era la única salida.

Había pagado al cochero y, con un velo ocultándole el rostro, fue recibida por un delgado jovencito judío de chaqueta y pantalones de seda negra. Indicó su nombre —señora Tabb— y entró en la casa. Tras tres minutos en una sala de espera fue introducida en la habitación contigua. El doctor Anselm se puso de pie para saludarla.

Franz Anselm, nacido en los ghettos de Viena, había llegado a Inglaterra en 1770. Era un joven pobre de veintidós años, que traía consigo unas pocas guineas cosidas a la camisa y una caja de medicinas que había sido confiscada por la aduana de Dover. Fue caminando a Londres —como caminando había atravesado Europa— y tras un año durante el cual casi había muerto de hambre, encontró empleo como ayudante de sala en el Hospital Westminster, creado poco antes. Después de cinco años en dicho establecimiento, había ocupado el cargo de ayudante de un partero llamado Lazarus, que trabajaba en Cloth Lane, cerca de la plaza Golden. Cuando Lazarus tuvo la desgracia de cortarse un dedo mientras disecaba a una mujer que había fallecido de fiebre puerperal, Anselm se hizo cargo de la clientela. Así, sin diplomas, pero armado con una enorme confianza en sí mismo, cinco años de observación pragmática, un olfato especial para conocer a su prójimo (algo que había heredado de su madre) y un ejemplar de las Tablas Anatómicas de William Smellie, había afirmado su reputación.

Quince años antes se había mudado a la casa que ahora ocupaba, y cinco años después compró la propiedad. Tras atender a las mujeres pobres de la ciudad, había comenzado a formar poco a poco su clientela entre las damas ricas. Aunque todavía no tenía letras que agregar a su nombre, cada vez era mayor el número de mujeres que venían a consultarle o que le llamaban. Simpatizaban con él porque las impresionaba, a menudo por la única razón de que no se parecía a los restantes médicos. Tenía un enfoque distinto, una conciencia flexible, una comprensión íntima de las costumbres del mundo, así como una actitud tolerante y un conocimiento amplio de la medicina continental. Pero en él era valioso sobre todo el instinto para comprender a los enfermos, es decir, esa cualidad heredada de su madre.

De cerca, se le veía aún más feo y más temible que lo que le había parecido durante la recepción en casa de la señora Tracey. Sus ojos eran puntos negros que espiaban bajo unas cejas inmensas, hirsutas y ásperas. El labio superior y los gruesos carrillos no habrían parecido fuera de lugar en un mono. Los cabellos que le cubrían la cabeza hubieran podido juzgarse excesivamente lanudos, demasiado artificiales si hubieran aparecido en la cabeza de una muñeca.

—Señora… este… Tabb —dijo el doctor Anselm, con una voz suave y atractiva que sorprendía por venir de un hombre tan corpulento—. ¿Ya nos conocemos?

—No —dijo Elizabeth—. Una persona me recomendó.

—¿Puedo preguntar quién?

—Preferiría… preferiría no decirlo.

—Muy bien. ¿En qué puedo servirla?

Elizabeth se lamió los labios. Comprendió que no sabía por dónde empezar. El doctor Anselm esperó unos instantes y después enarcó el ceño.

—Quizá pueda ofrecerle algo de beber, señora… este… Tabb. ¿Un cordial, un poco de jugo de naranja? No tengo bebidas alcohólicas.

—No… gracias. Doctor Anselm, lo que tengo que decirle es… sumamente confidencial… usted comprenderá que…

—Mi estimada señora, muchas personas de la nobleza, incluso dos duquesas y dos princesas, me han concedido el honor de su confidencia. Si no pudiese guardar secretos, perdería mi clientela, y en esas condiciones, tampoco desearía conservarla.

Era una habitación extraña, con muebles que, por excesivamente lujosos, infringían el buen gusto. Era como si el doctor Anselm buscara recompensar por tantos años de privación no sólo a su cuerpo sino también a sus sentidos. Había una alfombra árabe, de tonos rojos y amarillos muy vivos, con un complicado diseño geométrico. Las cortinas eran francesas: seda muy bien trabajada de Lyon. Los tapices que cubrían las paredes también eran franceses, y representaban escenas del Antiguo Testamento. La silla que ella ocupaba exhibía un lujo que rara vez podía observarse en los muebles de la época. Los candelabros eran venecianos. La única prueba del uso, que a veces se daba a la habitación era un diván largo y liso, con un cobertor de seda amarillo claro. Elizabeth contuvo un estremecimiento y abrigó la esperanza de que no se le pidiera ocupar el diván.

—Tengo treinta y cinco años —dijo Elizabeth con brusquedad—. Me casé muy joven. Pero mi marido falleció. Volví a casarme y ahora estoy embarazada.

Los labios del doctor Anselm esbozaron una sonrisa suave.

—Bien.

—Le advierto desde un principio que mi hijo no es ilegítimo.

—Ah, bien…

—Y también que no deseo perderlo.

—Me alegro de saberlo. En todo caso, señora… este… Tabb, si mi observación es buena, ya lleva… ¿digamos… cinco meses?

—Seis.

—Bien, bien. —Asintió y esperó.

—Me dicen —continuó Elizabeth—, doctor Anselm, que usted posee muchos conocimientos.

—También yo lo he oído decir.

—Bien, por razones que no puedo explicar… que no deseo explicar… quisiera que este hijo naciera de un embarazo de siete u ocho meses.

El médico se mostró sorprendido, pero recuperó el dominio de sí mismo. Un reloj francés de similor dio la media hora.

—Es decir, ¿usted desea dar a luz antes de tiempo?

—Sí…

—¿Pero también quiere que el niño nazca vivo?

—Sí, sí. Por supuesto.

Él juntó los dedos velludos y miró la alfombra.

—¿Es posible? —preguntó al fin Elizabeth.

—Es posible. Pero no es fácil. Y será peligroso.

—¿Para mí o para el niño?

—Para uno de los dos o para ambos.

—¿Hasta qué punto peligroso?

—Depende. Tendría que examinarla.

Oh, Dios mío, pensó Elizabeth.

—¿Ha tenido otros hijos?

—Sí, dos.

—¿Qué edad tenía?

—El primero… cuando nació el primero yo tenía veinte años. El segundo… veintinueve.

—Un intervalo considerable. ¿Del mismo padre?

—No.

—Y ahora otro intervalo… ¿cinco años y medio o seis?

—Serán seis si el niño nace en la fecha debida.

—Comprendo. ¿Hubo complicaciones cuando nacieron los dos primeros?

—No.

—¿Y ambos fueron embarazos de nueve meses?

Elizabeth vaciló.

—… Sí.

—¿Cuándo advirtió la falta de sus reglas?

—¿Esta vez? En mayo.

—¿Puede ser más precisa?

—El 14. Lo recuerdo bien. Quizás el 13.

—¿Son regulares, o varían tanto por la fecha como por la duración?

—Regulares. A veces varía la duración.

El doctor Anselm levantó su voluminoso cuerpo y acercó el estómago a un armario chino. Lo abrió, extrajo un calendario y lo depositó sobre el escritorio Luis XV. Hundió la pluma en un tintero y anotó algunas cifras en un pedazo de papel.

—Lo que significa que usted terminará su embarazo en febrero, probablemente durante la primera quincena. Lo que usted desea de mí es que consiga provocar el nacimiento de su hijo, vivo y sano, en diciembre o en enero. ¿Es así?

—Sí.

—¿Vive en Londres? ¿Desea que yo la atienda?

—Había pensado quedarme en Londres, pero ahora creo que volveré a… bien, a mi casa del campo.

Franz Anselm se frotó la pluma contra la mejilla que, aunque fue afeitada tres horas antes, ya comenzaba a mostrar sombras.

—Señora Tabb. Antes de continuar, le pido que reflexione acerca de lo que desea hacer. La naturaleza establece leyes inmutables y no es bueno interferir en ellas. Si usted hubiese venido aquí con un embarazo de dos meses, interrumpirlo hubiera sido más fácil y seguro que hacer lo que ahora me pide. Aunque es posible hacerlo y aunque usted parece tener buena salud, le recuerdo que tiene treinta y cinco años, y eso constituye una desventaja. En segundo lugar, y eso es más importante, usted me pide que le recete una medicina cuyos efectos no podré supervisar o vigilar.

Elizabeth asintió, y en ese momento deseó no haber venido.

—Presumo que acierto al suponer que usted desea que todo parezca un nacimiento naturalmente prematuro, y que la presencia de un médico llamado abiertamente para provocar ese resultado se opondría a sus deseos.

Elizabeth volvió a asentir.

Se hizo el silencio en la habitación, pero afuera las campanillas de los buhoneros sonaban persistentes.

—A veces hay escasa paz, incluso de noche —dijo el doctor Anselm—. La diligencia correo llega a medianoche y arma un tremendo escándalo con su campana. También es frecuente que los avisos se lean tarde para atraer más la atención. Y yo diría que algunos de los vendedores callejeros jamás duermen.

—Doctor Anselm, creo que fue un error venir a verle. Y no lo hubiera hecho, si no hubiese tenido que afrontar un grave problema —dijo Elizabeth.

—Por favor, siéntese. Señora, aprecio lo que usted dice. Debemos discutir serenamente este asunto y después quizá parezca más fácil decidir lo que conviene hacer.

Abrumada, ella aceptó y esperó.

El doctor Anselm atravesó la habitación y volvió con un vaso de jugo de frutas endulzado que Elizabeth bebió. El médico asintió con gesto aprobador.

—Mi propia receta. Calma los nervios… señora Tabb.

—¿Sí?

—Le sugiero… si el examen demuestra que usted goza de buena salud y, hasta donde es posible determinarlo ahora, el embarazo es normal, le sugeriré la posibilidad de usar cierta medicina, que puede llevarse hoy. Es un sencillo remedio vegetal, formado mediante la destilación de una serie de hierbas útiles y un hongo que crece en el centeno. Si usted toma la dosis prescrita —ni más ni menos, y le anotaré cuidadosamente la cantidad— y en la fecha adecuada, es probable que dé a luz un niño vivo según lo que usted misma desea. Anotaré dos fechas, una en diciembre y otra en enero. A usted le corresponde elegir, pero ciertamente le recomiendo diciembre.

—¿Por qué?

—A los siete meses el niño es menos maduro, pero la posición es adecuada para el parto. Hacia el octavo mes se mueve y ocupa una posición diferente. Nacen más niños vivos de siete meses que de ocho.

—Comprendo.

—Le sugiero que se lleve esta medicina y la tenga siempre con usted. Cuando llegue el momento, quizá decida no tomarla, y en ese caso el embarazo continuará hasta su término natural, según lo establece la naturaleza. Pero si usted mantiene su propósito, podrá utilizar este producto. ¿Supongo que cuando llegue el momento dispondrá de un médico que la atienda?

—Oh, sí.

—Bien. Ah, en fin… Bien, si hubiese complicaciones —por ejemplo, si los espasmos uterinos continúan mucho después del nacimiento del niño, no vacile en hablar con el médico. Quizás usted enferme, y en ese caso será necesario que él sepa lo que usted tomó. Después de todo, no soy el único médico del mundo que puede curar a sus enfermos.

Elizabeth le dirigió una sonrisa descolorida.

—Sin embargo, no es seguro que se vea en ese aprieto. Creo que no ocurrirá nada parecido. La excelente mezcla de estas hierbas debe impedir tales complicaciones.

—Gracias.

—Muy bien —dijo el doctor Anselm—. Le ruego se acueste sobre este diván. Limitaré mi examen a lo esencial, de modo que usted soporte molestias mínimas.