Capítulo 8

El 9 de noviembre Dwight volvió a retirar las vendas, oliéndolas al mismo tiempo que las aflojaba. Revelaron un brazo aún inflamado, aunque sólo alrededor de la herida. La hinchazón había descendido.

—Ross, ha tenido mucha suerte —dijo Dwight.

—¿Por qué?

—Hace tres días pensé amputarle el brazo por encima del codo. Como usted sabe, hay un momento en que el envenenamiento de la sangre se difunde con rapidez. Y entonces, hay que perder el miembro para salvar la vida.

—No se lo diga a Demelza.

—Ya lo sabe. No podía correr el riesgo sin su autorización.

Ross se miró el brazo.

—¿Y ahora?

Dwight estaba plegando la venda.

—Quizás un poco del tinte de la manga haya pasado a la herida… ¿Ahora? Oh, un mes o más y podrá usar el brazo. Entretanto, Demelza tendrá que cortarle la carne.

—Apenas puedo mover los dedos.

—No se esfuerce demasiado. Ejercicios suaves todas las mañanas. Ross, regreso a Cornwall la semana próxima. Me he quedado sólo por usted.

—¿Le acompaña Carolina?

—No… Desea asistir a ciertas reuniones que se celebran a fines de este mes. Volverá a principios de diciembre.

—Espero que esta vez permanezca más tiempo en Cornwall.

Dwight apartó la venda y cerró el maletín. La luz de la mañana mostró su rostro muy juvenil bajo los cabellos grises.

—Eso creo. Por lo menos, es lo que ella afirma.

—Sea como fuere, y al margen de lo que su visita haya significado para Carolina, casi me salvó la vida.

—Su cuerpo le salvó la vida, porque en definitiva tuvo fuerza suficiente para rechazar la infección.

—Por lo menos, se mostró más fuerte que mi mente, que no pudo resistir la infección de Monk Adderley.

—Eso es asunto concluido. Tiene que pensar en el futuro, no en el pasado.

—No estoy tan seguro de que todo haya concluido. Un episodio como este acarrea sus propias consecuencias.

Dwight manipuló el cierre del maletín.

—¿Por qué no vuelve a casa conmigo?

—No. Todavía no. Aún debo hacer ciertas cosas.

—Ross, no puede deshacer lo hecho. De lo que se trata, es de adaptarse a una nueva situación.

—Bien, lo veremos…

Cuando Ross visitó a su protector al día siguiente, la niebla cubría el río. Encontró en casa a lord Falmouth y este aceptó recibirlo. Conversaron en un saloncito retirado, pues la señora Boscawen tomaba el té con varias damas en el salón principal.

Lord Falmouth había estrechado la mano izquierda de Ross y sugerido secamente que bebiesen una copa de vino de Canarias. Se cubría la cabeza con un gorro, vestía una chaqueta color ciruela, lustrosa en los codos, y pantalones y medias de seda negra.

—Supongo que su… que la herida que usted mismo se infligió está sanando.

—Gracias, milord. Así es. Aunque la curación se ha demorado bastante. El doctor Enys dice que sólo es cuestión de tiempo y que pronto podré volver a firmar mi nombre.

—Le será útil cuando regrese a la compañía de sus amigos de la banca.

—En el supuesto de que aún deseen conservarme.

Falmouth pasó la copa a su invitado.

—Tuvo suerte de haber venido con su propio cirujano. Es un refinamiento que hasta ahora ni siquiera yo he podido permitirme.

Ross sonrió.

—Vuelve a Cornwall a comienzos de la semana próxima. Después, tendré que arreglármelas solo o solicitar los servicios de un londinense. —Sorbió el vino, y hubo una pausa—. Lord Falmouth, ocurrieron muchas cosas desde la última vez que almorzamos juntos.

—Así parece.

Era difícil interpretar la expresión del rostro del vizconde. En general, no tendía a mostrar sus sentimientos, y ahora parecía mostrarse más reservado que nunca. Fuera del leve sesgo sarcástico, su voz era neutra, como si esperase que el visitante revelara sus intenciones antes de comprometerse y mostrar las propias.

—Creo que a estas horas todos deben saber qué ocurrió realmente —dijo Ross—. Sin embargo, es posible que las versiones que corren no revelen la esencia de la verdad, por lo que me pareció que usted debía conocerla de mis propios labios apenas yo pudiera venir aquí.

—Si está seguro de que desea hablarme de ello.

—¿Por qué no?

—Porque el rumor es una cosa y la confesión otra. Capitán Poldark, es mejor callar ciertas cosas.

—Puedo asegurarle, milord, que excepto en esta ocasión no volveré a hablar del asunto. Pero represento a Truro en cierto modo gracias a usted y si bien a veces no presto excesiva atención a las opiniones que sustenta, creo que en esta cuestión le debo una explicación.

—Muy bien. —Falmouth se acercó al ventanal francés, que daba a un invernadero, y lo cerró—. Diga lo que desee decir.

Ross le relató la historia del duelo. Cuando concluyó, el dueño de la casa volvió a llenar las copas, evitando cuidadosamente derramar una gota de licor.

—Entonces, ¿qué desea de mí?

—Quizás un consejo.

—¿De qué clase?

—En Cornwall saben que soy un hombre de cierto carácter. Ahora, comienza a difundirse en Londres la misma opinión. Por supuesto, el duelo se realizó respetando las reglas, pero el mero hecho de que fuera un episodio clandestino, y de que la ley nada pueda hacer contra mí —o parezca que no puede hacer nada—, sugiere connotaciones más sórdidas de lo que sería el caso si me juzgaran y condenaran. Usted desea tener en Westminster a un representante que sea un parlamentario, no un pendenciero. El estigma perdurará en Londres cierto tiempo. Por mi parte, quizá la actitud que me corresponda sea renunciar a mi escaño, de modo que usted pueda designar en mi lugar a una persona más apropiada. Después de todo, Truro está ahora del todo en sus manos. No habrá necesidad de proceder a una elección. El asunto podría resolverse en un par de meses.

Lord Falmouth se puso de pie y tiró del cordón de la campanilla. Apareció un criado.

—Tráigame una botella del vino de Canarias más añejo.

—Sí, milord.

—Y llévese esta botella vacía.

—Sí, milord.

Se hizo el silencio hasta que llegó la botella de vino.

—Esto es mejor —dijo Falmouth—. Tiene un sabor especial. Lamentablemente, me queda muy poco. Mi madre lo consiguió el año pasado.

—Sí —dijo Ross—. Tiene más cuerpo.

—Poldark, volviendo a su problema… ¿quiere decirme que está cansado de Westminster y desea retirarse?

—No dije eso. Pero creo que quizá, durante el año que estuve en el Parlamento, usted ha podido cansarse de mí.

Su Señoría asintió.

—Es posible. Con no poca frecuencia hemos discrepado. Pero sólo en una o dos cuestiones —por ejemplo, el Proyecto de Emancipación de los Católicos— se manifestó una diferencia importante. Nuestras verdaderas diferencias no tienen que ver con problemas concretos, sino con principios.

—No sé muy bien a qué se refiere.

—Bien, veamos un ejemplo. A usted le desagrada la evolución de la Revolución Francesa, y está dispuesto a combatirla con todos los medios disponibles. Pero creo que en el fondo del corazón usted acepta los principios fundamentales de Libertad, Igualdad y Fraternidad, pese a que no los concibe en esos términos ni lo expresa con estas palabras. Su humanidad y su sentimiento reaccionan ante esos lemas que no están suficientemente controlados por su cabeza, que debería indicarle la imposibilidad de alcanzar tales metas.

Ross guardó silencio un momento.

—Pero, si usted elimina ese sentimiento… el republicanismo, el concepto de revolución violenta… ¿no le atraen también tales ideales?

Falmouth sonrió secamente.

—Quizás estoy mejor educado y me rijo atendiendo a los dictados de la sensatez. ¿Puedo decirle que creo mucho en la Fraternidad, un poco en la Libertad y nada en la Igualdad?

—Que es exactamente lo contrario de lo que han hecho los franceses —dijo Ross—. Tanto insistieron en la Igualdad, que no dejaron espacio para la Libertad y muy poco para la Fraternidad. Pero no ha respondido a mi pregunta.

—En ese caso, responderé ahora. —Su Señoría se paseó un momento por la habitación, y se quitó el gorro para rascarse la cabeza—. Cuando desee que usted renuncie, se lo diré. Y cuando usted quiera renunciar, infórmeme. Como usted sabe, me gusta que un miembro del Parlamento tenga cierto carácter. Pero un estúpido asunto de honor, lamentablemente con un desenlace fatal, no es razón para adoptar una decisión de este carácter por mucho que merezca ser deplorado. Todos aprendemos de nuestros errores. Yo intento hacerlo. Confío en que también usted, capitán Poldark, sabrá aprender.

Ross depositó su copa sobre la mesa.

—Gracias. Eso era lo que deseaba saber.

—Pero vuelva a casa —dijo Falmouth—. Vuelva inmediatamente. Aquí no tiene nada importante que hacer. Y ya sabe lo que decían los antiguos: «Un hombre a quien uno no ve, muy pronto desaparece también de la mente». Lo mismo vale para la ley. Si se proponen interrogarle, pueden hacerlo mientras usted viva en la calle Jorge, pero ciertamente no viajarán quinientos kilómetros para entrevistarle en su propiedad de Cornwall.

—Me ocuparé de eso.

—Váyase mañana, o tan pronto como pueda resolver discretamente los asuntos que le retienen aquí.

Ross reflexionó un momento.

—Milord, aprecio su interés por mi bienestar. Es muy considerado de su parte… Pero no puedo ausentarme ahora. No me gusta esquivar una situación.

El vizconde Falmouth se encogió de hombros.

—Ya lo ve, Poldark. De nuevo discrepamos. Y también ahora en una cuestión de principio. En la vida, debe mostrarse lógico… no sentimental.

II

De modo que había llegado el momento de salir y mostrarse a la gente, en los Comunes y a la sociedad. En cierto modo, era la prueba del ácido. Adderley tenía pocos amigos, pero muchos conocidos. Era una «figura» relacionada por doquier. Ahora, había desaparecido. En su lugar, por así decirlo, aparecía ese alto nativo de Cornwall, con el brazo en cabestrillo, acompañado a veces, cuando correspondía, por su bonita esposa. Forasteros, desconocidos. Naturalmente, la señora Pelham los protegía, pero… se extrañaba a Adderley. Había miradas oblicuas, murmuraciones, conversaciones que se interrumpían cuando se acercaban ciertas personas.

Para sorpresa de Ross, fue más fácil afrontar la situación en los Comunes. Los diputados parecían sobrentender que un duelista inveterado más tarde o más temprano acabaría destruido por los mismos medios que él solía emplear. La reacción principal fue un respeto más acentuado por el hombre que le había dado muerte. O Poldark tenía excelente puntería, como observó el diputado por Bridgnorth, o bien había tenido una condenada suerte.

Durante toda esa semana, tan tensa y desagradable, la cancioncilla no abandonó la mente de Demelza: «Pastor, perdí mi cintura. ¿Dónde está mi cuerpo?». Inolvidable, a pesar de que no tenía la más mínima relación con sus pensamientos y sus temores.

En el curso de una velada vieron a George y Elizabeth, y Ross recordó la extraña petición de Adderley. Había que cumplir el encargo, por difícil y embarazoso que fuese el gesto. De todos modos, era impropio entregar diez guineas a George en un salón colmado de personas, ya que George bien podía pensar que la intención era insultarlo. De todos modos, tanto Ross —que no era demasiado observador cuando estaba con otras personas— como Demelza vieron que George y Elizabeth tenían una expresión dura y amarga en el rostro. No podía ser nada relacionado con la presencia de los Poldark, pues aún no los habían visto. Demelza tuvo la sensación de que los dos esposos no se habían hablado durante toda la noche. Lo que vino a confirmar más tarde la propia Carolina, quien le dijo que había oído el rumor de que estaban al borde de la separación.

—¿Separación? —preguntó Demelza—. ¡Pero si ella no tardará en tener otro hijo!

Carolina se encogió de hombros.

—Hace una semana, o cosa así, ocurrió algo, aunque no sé de qué se trata. Durante la recepción que ofreció mi tía se mostraron muy satisfechos: pude ver cómo reían juntos.

—¿Quién te lo dijo?

—La señora Tracey los visitó el martes y dijo que Elizabeth tenía muy mal aspecto, y que la atmósfera de la casa era por demás desagradable.

—¿Puede ser a causa de la muerte de Monk Adderley?

—Lo dudo. Creo que se trata de algo mucho más personal.

En medio de la velada, un hombre apuesto, de unos cuarenta años, llamado Harry Winthrop, pariente del marqués de Bute, se acercó y prodigó sus atenciones a Demelza. Ella se mostró casi grosera. Esa misma noche, Demelza adoptó una decisión.

III

Dos días después Ross vio a George en el corredor que llevaba a la capilla de San Esteban. Estaba con otro diputado, pero alrededor había pocas personas. Había que decidirse… ahora o nunca. El momento parecía propicio para afrontar la desagradable obligación.

—¡George! —llamó y apresuró el paso para alcanzarlo.

Y mientras lo hacía pensaba: «Debí haber enviado esa suma; tendría que haberla enviado con un mensajero».

George Warleggan se volvió, y Ross se sobresaltó cuando vio aquella mirada en su rostro tan pronto George advirtió quién lo había llamado. Era una mirada de odio tal que Ross se detuvo. Era la expresión más venenosa que había visto en toda su vida.

¿Tanto apreciaba a Monk Adderley?

—Discúlpeme —dijo George a su interlocutor—. Parece que reclaman mi atención. Me reuniré con usted en un instante.

—Por supuesto. —El hombre dirigió una rápida mirada a la terrible expresión de George, y al brazo en cabestrillo y la cicatriz del rostro de Ross. Después, siguió su camino.

—¿Bien?

—Como sabrás, tuve un encuentro con tu amigo, el capitán Adderley. No me corresponde explicar qué ocurrió entonces, pero antes de morir me transmitió un mensaje por intermedio de su amigo, el señor John Craven. No te lo transmito con mucha alegría, pues no deseo hablarte acerca del tema, pero la última voluntad de un muerto no puede ignorarse.

—¿Bien? —Parecía que George tenía dificultad incluso para hablar.

—Me pidió que te entregase diez guineas. —Ross rebuscó con la mano izquierda, y de su bolso extrajo las diez monedas.

—¿Para… para qué?

—Creo que tú y él hicisteis una apuesta, y él la perdió. No tengo idea de lo que pueda ser, pero tampoco me interesa saberlo. Puesto que me pidió ese favor, supongo que tiene algo que ver conmigo. Corresponde a lo que él consideraba propio y justo.

Ross ofreció el dinero. George lo miró, y después miró a Ross. La expresión de odio de sus ojos no había variado.

George extendió la mano y Ross entregó el dinero. George lo contó.

Después, arrojó las diez monedas al rostro de Ross y se volvió.

Quizás afortunadamente para todos los interesados, John Bullock, representante por Essex, se había acercado para hablar con Ross, y presenció el incidente, y pudo aferrar del brazo a su amigo.

—Cálmese, muchacho, cálmese. Una disputa es suficiente por esta temporada. No provoquemos otra.

Aunque tenía casi setenta años, Bullock era un anciano muy vigoroso y el apretón de su mano sobre el brazo de Ross no aflojó.

—Usted… vio lo que ocurrió —dijo Ross, y el rostro se le contrajo cuando movió el brazo herido para limpiarse unas manchas de sangre del rostro—. Usted… ¡vio lo que ocurrió!

—Sí, lo vi. Y me pareció que era despilfarrar el buen dinero. Si me lo permite, recogeré una parte para devolvérselo.

—Podría… —Ross se interrumpió. Había pensado decir «desafiarlo a duelo por esto,» pero comprendió lo que Bullock había percibido instantáneamente. Por grave que fuese la provocación, un segundo duelo acabaría con Ross.

Otro diputado se había acercado, y estaba recogiendo las monedas que habían rodado en diferentes direcciones. Los dos diputados ofrecieron el dinero a Ross, que ahora estaba de pie, aturdido, mirando hacia el fondo del largo corredor, y limpiándose el rostro. Pero Ross rehusó aceptar las monedas.

—El dinero pertenece a Warleggan —dijo—. No puedo aceptarlo. Por favor, entréguenselo. No podré dominarme otra vez si me acerco a él.

—Creo —dijo tranquilamente Bullock—, que será mejor que vaya a la colecta de los pobres. No me gusta la idea de devolverlo a ninguno de los dos.

IV

Ross nada dijo a Demelza cuando regresó a la casa de la señora Parkins. Cuando ella le preguntó cómo se había lastimado el rostro, Ross explicó que varios aprendices habían estado armando gresca mientras él atravesaba el bullicioso barrio de Pequeña Francia y las piedras le habían alcanzado.

Una velada tranquila, cada uno absorto en sus pensamientos privados, y ninguno deseoso de compartirlos. Se hubiera dicho que la maravillosa intimidad y la felicidad de la primera semana de estancia en Londres se habían esfumado.

Cuando fueron a acostarse, Demelza preguntó:

—Ross, ¿te sientes seguro ahora?

—¿Seguro?

—Me refiero a la policía. Han pasado tres semanas. Si pensaban acusarte, ¿no lo habrían hecho ya?

—Imagino que sí.

—Era lo que decía hoy Carolina.

—Le agradezco que me reconforte.

—Ross, no te muestres sarcástico conmigo.

—Lo siento. No, no debo mostrarme sarcástico.

—Bien, yo también debo «agradecer que me reconforten»; pero no a Carolina, sino a Saint Andrew Saint John, que es abogado, y sabe cómo funciona la ley. Dijo que a su juicio ya había pasado el peligro.

—Me alegro.

—Y yo me alegro también. ¿Tu brazo mejora?

—También eso. —Pero Ross no creyó que Demelza necesitara especialmente sentirse reconfortada.

Aunque se acostaron temprano, Ross se durmió tarde. Tuvo horribles pesadillas con Monk Adderley. Era una enorme serpiente que yacía en el suelo de la Cámara, retorciéndose y escupiendo veneno. Oyó que alguien gritaba, y era Elizabeth. Después, vio que ella y Demelza se batían en duelo, y que él debía interponerse para impedirlo. Y ambas dispararon sus pistolas, y una lluvia de monedas le pegó en el rostro y la cabeza. Y después, apareció George y decía con voz burlona: «Treinta monedas de plata. Treinta monedas de plata».

Había amanecido cuando despertó de un sueño pesado. Las cortinas aún estaban corridas, pero el traqueteo de los carros y los gritos de la calle le indicaron que debía ser tarde. Demelza ya se había levantado, pues su lugar en la cama estaba vacío.

Levantó la cabeza y miró el reloj. Ya eran las nueve y diez.

Afuera estaba desarrollándose una gresca, y Ross apartó la cortina para ver de qué se trataba. Era una pelea entre dos vendedores de conejos y algunos harapientos peones irlandeses, que habían intentado canjear pescado no muy fresco y probablemente robado con los conejos. Como la maniobra había fracasado, habían intentado servirse por sí mismos. Una turba de espectadores, buhoneros, mujeres, criados y aprendices se había reunido alrededor de los hombres que forcejeaban y maldecían. Fuera cual fuese el resultado, ni el pescado ni los conejos servirían de mucho una vez concluida la pelea.

Ross volvió a cerrar la cortina y se preguntó dónde estaba Demelza. Entonces, vio la carta.

Decía:

Ross:

Vuelvo a casa. Dwight sale esta mañana a las siete de «La Corona y el Ancla,» y le pregunté si podía acompañarlo.

Ross, creo que no puedo quedarme en Londres. Si acierto o yerro, no lo sé, pero yo fui la causa del duelo entre tú y Monk Adderley. Y sé que podría volver a ocurrir. Una y otra vez.

No debí haber venido, pues estoy fuera de mi ambiente en la sociedad de Londres, y mi deseo de mostrarme amistosa y cortés con todos ha sido mal interpretado. Incluso tú creíste que significaba otra cosa.

Ross, vuelvo a casa, a tu casa, a tu granja y tus hijos. Cuando vuelvas estaré allí, y entonces podremos ver qué nos conviene hacer.

Cariños,

Demelza.