Capítulo 7

A su propio y retorcido modo, Adderley había respetado hasta el fin las reglas del juego y George Warleggan no se enteró del asunto hasta el miércoles. El jueves por la mañana fue al alojamiento de Adderley y encontró que ya habían corrido las cortinas y la dueña de casa se ocupaba de sus tareas mientras esperaba que el mensajero volviese con el doctor Corcoran y certificase el fallecimiento. Aun así necesitó tiempo para aclarar los hechos. Asistió a la encuesta, todavía inseguro, pero sospechando lo que podía haber ocurrido. Los rumores que llegaron a sus oídos confirmaron sus sospechas durante los días siguientes, y George se encolerizó profundamente cuando vio que el adversario de Adderley podía evitar el castigo de la ley.

El lunes siguiente visitó al señor Henry Bull en su despacho de Westminster. Nueve años antes el señor Bull había sido el representante de la Corona en un caso ventilado en Cornwall en el que se había procesado a un hombre acusado de desorden, incitar a otros al desorden y la destrucción, y de ataques a un funcionario de aduanas. George había conocido al señor Bull en aquella ocasión, y había mantenido la relación durante todo el período en que este caballero consiguió elevarse hasta alcanzar una posición influyente. Ahora era fiscal del rey, lo que significaba que era el principal funcionario jurídico de la Corona en los tribunales navales y eclesiásticos.

George consideró que era la persona más apropiada, es decir, la más apropiada que él conocía. El señor Bull, que estaba al tanto del poder y la influencia crecientes del señor Warleggan, trató por su parte de atenderlo con la cortesía y la atención debidas. Y con cortesía y atención escuchó la queja del señor Warleggan.

—Sí —dijo—. Por supuesto, recuerdo bien a Poldark. Un individuo altanero. En justicia, hubiéramos tenido que colgarlo, pero los jurados de Cornwall son demasiado sentimentales con su propia gente. Pero este caso, señor, este caso… aunque todo lo que se murmura sea cierto, ¿dónde están las pruebas? ¿Eh? ¿Eh? Se celebró la encuesta, y se dio un veredicto de muerte por accidente. Para anularlo necesitaríamos nuevas pruebas que corroborasen los rumores.

—Poldark está herido y recluido en sus habitaciones. Lo sabe todo el mundo.

—Sí. Muy cierto. Pero la relación entre los dos hechos no es más que una inferencia. No es posible extraer conclusiones apresuradas.

—Por lo menos, habría que interrogarlo.

—Sin duda. Pero no sé muy bien con qué fundamento. En realidad, nadie le acusa de nada. Adderley ha muerto. Nadie vio a Poldark en Hyde Park esa mañana. O si lo vieron, mintieron para salvarle el pellejo. Supongo que hubo una especie de pacto. Todo lo cual es muy irregular. Pero usted sabe que Adderley tuvo más problemas que Poldark en lo concerniente a la celebración de duelos. Imagino que convinieron batirse sin padrinos, y que nadie los vio… y al demonio con el que perdiera. Sin duda, muy irregular; los caballeros no se comportan de ese modo. Pero los dos son militares, de infantería… ambos tan locos como Ajax. ¿Qué podía esperarse?

—Me parece —dijo George— absurdo suponer que su gran amigo Craven «pasaba casualmente» cuando oyó el disparo. Y también que el doctor Enys se encontrase allí a hora tan temprana de la mañana. No se hizo ningún esfuerzo —prácticamente ningún esfuerzo— por encontrar a los cocheros que llevaron a Adderley a su casa. Y tampoco hubo intentos de identificar a otros testigos del episodio. ¡Señor, todo esto huele a conspiración!

—Tal vez. Tal vez. —El señor Bull se lamió los gruesos labios y miró fijamente los papeles depositados sobre el escritorio—. Bien, señor Warleggan, por mucho que me gustara colaborar, aunque en realidad el asunto no corresponde a mi competencia, en esta etapa no puedo sugerir una iniciativa oficial. Si la investigación oficiosa revelase la existencia de información prometedora con mucho gusto lo comunicaría a las partes interesadas.

Por el momento George tuvo que contentarse con esa respuesta, pero en el curso de su asistencia regular a White, adonde acudía tres veces por semana desde que había sido reelegido diputado, había comprobado que sir John Mitford, el fiscal general, era miembro del club. George lo conocía sólo de vista, pero ya había identificado a un socio que conocía a todo el mundo, que andaba escaso de dinero y que estaba muy dispuesto a facilitar las relaciones de quienes tenían mucho. Así, una tarde esperó un rato, y cuando vio que sir John entraba en el salón de fumadores, después de almorzar, llamó a su nuevo amigo y logró que este le presentara.

No fue difícil. Mitford aceptó amablemente la presentación, y después de unos momentos de charla intrascendente el amigo común se retiró.

Así, George pudo encauzar la conversación en la dirección deseada, y señaló que el club sin duda debía sentir mucho la pérdida de uno de sus miembros más prestigiosos. ¿Quién era?, preguntó Mitford. Ah, sí, y aquí enarcó el ceño, ah, sí, el joven Adderley, una verdadera lástima, aunque ese hombre nunca podía jugar una mano de whist sin convertirla en un combate personal. George dijo que él lamentaba especialmente la pérdida, porque en realidad Monk Adderley había sido quien le había introducido en el club, y porque se trataba de un antiguo y estimado amigo. Unas pocas observaciones por el estilo, y la palabra «asesinato» se deslizó en la conversación. ¿Asesinato?, preguntó sir John. ¿Quién afirmaba eso? El veredicto había sido accidente. George sonrió y dijo, oh, sí, señor, pero nadie lo cree.

—Ah —observó Mitford—, ¿se refiere a la versión de que hubo duelo? Sí, sé que todos lo dicen. ¿Cómo se llama el hombre a quien se menciona en relación con esto? Pol… algo por el estilo. No creo conocerlo, ni saber nada de él.

George ofreció un breve y tendencioso resumen de la carrera de Ross, detallando las acusaciones formuladas contra él en Bodmin y la opinión general de que era culpable de los cargos, pero que se le había liberado gracias al veredicto de un jurado parcial.

—Ah —dijo Mitford—. Parece un hombre de carácter díscolo. Pero otro tanto puede decirse de Adderley. Me parece que había poco que elegir entre ambos. Lástima que no se mataran los dos.

—Bien, sir John, el caso es que no se mataron —dijo George—. Puedo atreverme a decir que si ahora Poldark continúa en libertad, y ni siquiera es acusado, estaríamos ante una grave ofensa a la justicia.

Mitford examinó atentamente a su interlocutor.

—Mi estimado señor Warleggan, como usted comprenderá no puedo llevar cuenta de todas las fechorías que se cometen diariamente en esta metrópolis. Y nadie puede hacerlo. Seguramente usted sabe que la ciudad está muy mal vigilada. Por ejemplo, en todo el distrito de Kensington hay sólo tres condestables y tres alcaldes de barrio para vigilar un sector de quince millas cuadradas. ¿Qué puede pretenderse en tales condiciones? —Sir John se aclaró ruidosamente la voz—. Y, por otra parte, si miramos el asunto desde otro ángulo, ¿quién puede demostrar que Adderley no se quitó la vida intencionadamente? Sabemos que andaba muy escaso de dinero. Algunos miembros de este club jamás volverán a ver el color del oro que le prestaron. Pero incluso si fuera como usted dice…

—¿Sí…?

—Nadie disparó por la espalda a Adderley, ¿verdad? ¿Nadie sostiene que ese individuo Pol no sé cuántos le hiriera a mansalva, quizá en una emboscada?

Sir John, de acuerdo con la ley el duelo es ilegal. Las grandes autoridades en la materia —Coke, Bacon y los demás— han afirmado que en nada difiere del asesinato común. Y esto es peor, porque fue un encuentro organizado en secreto.

Sir John se puso de pie.

—Tengo que acudir a una cita por asuntos de mi cargo, de modo que espero que me disculpe. Con respecto a las leyes, en efecto las conozco bien. Si un hombre muere en duelo, debe acusarse de asesinato a su antagonista. Sin embargo, le recuerdo que la ley exige pruebas del hecho. El rumor y la sospecha son testigos poco fidedignos cuando comparecen ante el juez. Cuando tenga algo más sólido que la charla de los salones y los bares, infórmeme.

Cuando salió al vestíbulo, sir John examinó la lista de nuevos miembros exhibida en un tablero, para asegurarse de que el señor Warleggan estaba incluido.

De modo que George pagó a dos hombres para que investigasen, y Ross continuó cuidando su herida mientras Demelza esperaba.

II

Recibieron buen número de visitantes. La versión de que Ross se había herido mientras revisaba su pistola fue mantenida cuidadosamente, y con los visitantes se habló del fracaso, después de alentar tan elevadas esperanzas, de la campaña en Holanda; de la acritud y las sospechas entre los rusos y los ingleses, como resultado de dicho fracaso; de que los rusos que habían desembarcado en Yarmouth estaban bebiéndose todo el aceite de los faroles callejeros; de la vibrante acogida que se había ofrecido al general Bonaparte en Francia; de las esperanzas de paz y del cansancio del octavo año de guerra. O se hablaba de la última pieza teatral, el último escándalo, los últimos rumores acerca de la salud del rey. Nada que fuera más personal.

Y en medio de todo esto, en el fondo de la mente de Demelza, sonando ahora con particular malevolencia, la copla cuya melodía ella no podía olvidar:

Pastor, perdí mi cintura

¿Dónde estará mi cuerpo?

Sacrificado a la nada

Ahora soy un fideo

Hubo un visitante inesperado. Cuando la señora Parkins indicó su nombre, Demelza se acercó a la puerta para comprobar que había oído bien. Era Geoffrey Charles Poldark.

—Bien, bien, tía Demelza… ¡qué expresión tan angustiada! ¿Crees que soy un fantasma? ¿Puedo ver a mi respetado tío?

Entró en la habitación, pálido y delgado. Ross ocupaba un sillón y vestía una bata; el brazo aún le latía, pero se sentía mejor. Sonrió al joven y le ofreció la mano izquierda, pero Geoffrey Charles se inclinó y lo besó en la mejilla. Después, besó a Demelza. Vestía una chaqueta, pantalones de seda con rayas azules y marrones y un chaleco de seda blanca.

—¡Dios mío, qué sorpresa! —dijo—. Tío Ross, ¿qué significa eso de que disparaste sobre tu propia mano? ¡Pongo a Dios por testigo que jamás pensé que podías ser tan descuidado! ¿Y cómo está la herida? ¿Mejora? ¿Te sientes casi como nuevo? Si la próxima vez intentas herirte el pie, no te lo aconsejo. Los pies duelen más.

—Te advierto que es peligroso burlarse de un inválido. Mi paciencia es muy escasa. Pero ¿qué haces aquí… has abandonado tus estudios y te dedicas a holgazanear?

—¿Qué hago aquí? Vaya, qué gratitud. Visito a un pariente enfermo, y eso es todo. Apropiada disculpa para abandonar los estudios, ¿no crees?

—Esta vez cerraremos los ojos —dijo Ross—. Demelza, llama a la criada. Este muchacho seguramente tendrá apetito.

—Es realmente encantador —dijo Geoffrey Charles— que en vista de mi edad, todos suponen, como cosa sobrentendida, que siempre tengo apetito.

—¿Y no lo tienes?

—Sí.

Todos se echaron a reír.

—Pues te traerán de comer —dijo Ross, después de pedir té con bollos y mantecados.

—Bien, ahora que mamá y el tío George viven en la calle del Rey puedo visitarlos con frecuencia, y por eso a menudo me tomo la tarde libre y la paso con ellos… o por lo menos con mamá y Valentine, porque el tío George a menudo sale para atender a sus asuntos. Y cuando me enteré de tu accidente, decidí aprovechar la oportunidad de visitarte.

Charlaron amablemente un rato y, por primera vez después del duelo, se sintieron más alegres y animados.

—Había pensado ir a visitarte con tu tía, o invitarte a venir aquí; pero comprenderás que como tu tío George y yo… bien, vacilo ante la idea de hacer algo que inquiete… a tu madre.

—Ah —dijo Geoffrey Charles—. Dicenda tacenda locutus. Sabes, tía Demelza, uno se pasa horas aprendiendo lenguas absurdas sólo con el fin de parecer superior a los que nunca pudieron dedicar tiempo a esas cosas. Preferiría estar con Drake y que me enseñara a fabricar una rueda.

Demelza le dirigió una de sus brillantes sonrisas.

—Entonces, ¿no saben que estás aquí? —preguntó Ross.

—No. Ni lo sabrán. De todos modos, dentro de poco me importará un rábano lo que el tío George piense. Dentro de dos años estaré en el Colegio Magdalena, y una vez allí podré considerarme independiente.

Ross movió el brazo para aliviar la molestia.

—Geoffrey, no puedes reclamar Trenwith hasta dentro de tres años. Por lo menos. Y además, recibirás únicamente la propiedad, no dinero. Si el tío George no te ayuda, el lugar acabará arruinándose… eso era lo que ocurría antes de que tu madre se casara con él. De modo que te aconsejaría que mostraras cierta discreción, no sólo por el bien de tu madre, sino por el tuyo propio. Si cuando seas mayor —digamos dentro de cuatro o cinco años— consideras necesario romper con el señor Warleggan y reclamar el dominio absoluto de tu herencia, yo dispondré —así lo espero— de recursos suficientes, obtenidos con la mina y otras inversiones, para que al mismo tiempo que recibes la herencia no carezcas de dinero. Pero eso pertenece al futuro. Por ahora…

Geoffrey Charles se recostó en la silla y frunció el ceño.

—Gracias, tío. Es muy amable de tu parte. Ojalá no necesite tu ayuda. Aunque Dios sabe que mis gustos ya representan gastos superiores a mi asignación. ¡El dinero… qué tema tan bajo! ¡Y qué desagradable que mi padrastro George tenga tanto! ¿No podemos hablar de cosas más amables? Por ejemplo, si el tema no te parece muy delicado, ¿no podrías explicarme mejor cómo te heriste?

—No —dijo Ross.

—Ah. De modo que eso tampoco es muy grato… Tía, estás tan bonita que dan ganas de comerte. En general, las jóvenes londinenses son más bonitas que las de Cornwall. Pero de tanto en tanto aparece una que se lleva el premio.

—Hablando de premios —dijo Demelza, sonriendo de nuevo a Geoffrey Charles—, creo que ha llegado el té.

III

Geoffrey Charles se retiró alrededor de las siete, desdeñoso ante la inquietud de Demelza acerca de su seguridad en las calles de Londres. Tenía permiso para pasar la noche en Grosvenor Gate, de modo que no llevaba prisa. Subió por la calle hasta el Strand, abriéndose paso a través de un grupo de prostitutas que le manosearon las ropas y el cuerpo, y pronto encontró una silla de alquiler.

Cuando llegó a su casa se encontró con una agradable escena de familia. George ya había vuelto y examinaba un libro —parecía un libro de cuentas— frente a un fuego vivo. Elizabeth se había sentado del lado contrario y parecía tan bella como siempre, si bien Geoffrey Charles pensaba que había empezado a engordar. Aún no le habían comunicado la noticia. En un rincón Valentine Warleggan, que aún no tenía seis años, los cabellos oscuros, el cuerpo delgado y angular, jugaba con su caballito. Elizabeth preguntó a Geoffrey Charles qué le había parecido el Zoológico, ¿no se había quedado allí demasiado tiempo? Geoffrey Charles contestó que los reptiles despertaban únicamente cuando caía la noche, y que él había pasado la última hora en el terrario. El propio Geoffrey Charles tenía conciencia de que, desde su ingreso en Harrow, mentía con singular facilidad.

George lo acogió amablemente. Había que reconocer que George siempre había intentado tratar con consideración a su hijastro. Aunque este rehusaba ceder. Geoffrey Charles se negaba a olvidar el pasado. La relación entre ambos era ahora tan buena como lo había sido siempre: entre ellos existía una suerte de tolerancia cortés, más o menos lo único que Elizabeth se atrevía a esperar.

A pesar de la apuesta maliciosa y ambigua con Monk Adderley, un episodio que había tenido tan desagradables derivaciones, esa noche George estaba de bastante buen humor. El hombre a quien había encomendado la realización de averiguaciones había aparecido la víspera con dos cocheros que afirmaban haber sido los hombres encargados de trasladar a Adderley a su alojamiento. Pero un breve interrogatorio demostró muy pronto que mentían y que se habían presentado con el único propósito de obtener la recompensa ofrecida por George. Ante un tribunal, el abogado que los interrogara podía destruirlos en cinco minutos. Por lo tanto, los había despedido, y también había despedido a sus hombres con la orden de mostrarse más atentos a la calidad de los peces que atrapaban.

George había adoptado una actitud de relativa resignación. La muerte de Monk le había privado de uno de sus recursos sociales más valiosos. Aunque por otra parte, Monk había sido una pesada carga financiera. Despilfarraba el dinero. Desde que se había convertido en íntimo de George, había tendido a considerar a su amigo un proveedor inagotable y a un préstamo le seguía otro. A veces reembolsaba una pequeña parte, y después volvía a tomar prestado. De modo que, si bien lamentaba su muerte, tenía que reconocer que no todo eran pérdidas. George suponía que podía ingeniárselas bastante bien por sí mismo.

Y aunque no se demostrase que Ross Poldark era el verdadero culpable de la muerte de Monk Adderley, el resultado obtenido era bastante bueno. Ross continuaba recluido, con una herida que según afirmaban podía llevarle a perder un brazo, y, de todos modos, aquel duelo podía representar un perjuicio considerable para la carrera de su enemigo. George sabía que los Boscawen eran ante todo individuos respetuosos de la ley y, ciertamente, no desearían que les representase en el Parlamento un individuo díscolo y pendenciero que había asesinado a otro diputado en un duelo vulgar, realizado sin cuidar siquiera las formalidades del caso. Y con respecto al nuevo banco, la noticia del duelo llegaría muy pronto a Cornwall y también los banqueros se apegaban a la ley. Era probable que su prestigio en ese ámbito se viera perjudicado.

Los negocios de George prosperaban. El señor Tankard, su abogado y representante personal, había llegado la víspera a Londres con muchos documentos e informes legales. Ahora que de hecho era dueño del burgo de San Miguel, George estaba explorando el modo de reducir los costos de su posesión.

En el distrito había unos cuarenta propietarios cuyas viviendas les obligaban a pagar el impuesto destinado al sostén de los pobres. El hecho de que algunas de esas viviendas se hallasen en tan malas condiciones que amenazaran derrumbarse sobre la cabeza de sus ocupantes no impedía que sus propietarios tuvieran un voto y lo aprovechasen. Gente como esa votaba por el candidato que se les indicara. Siempre que el terrateniente les ofreciese suficientes favores. Ahora, George era el terrateniente. Y había descubierto que los votantes, aunque hasta cierto punto se mostraban serviles, formulaban exigencias que no siempre se satisfacían fácilmente. Sobre todo, costaba caro obtenerlos votos que se depositaban en la elección para diputado, pero de ningún modo era esa la única circunstancia de la cual pretendían beneficiarse.

El plan de George era sencillamente demoler algunas de las casas más viejas y ruinosas. Llevaría tiempo, y quizás habría que demostrar firmeza; pero era posible. Por ejemplo, la eliminación de diez casas reduciría en un cuarto los costos en el futuro. Naturalmente, los ocupantes se opondrían con vehemencia, pero George ya había comprado una hilera de cottages ruinosos cerca de una mina clausurada, a unos tres kilómetros de distancia, y había ordenado que se los reparase. Nadie podría acusarle de inhumanidad. Las criaturas a quienes desplazaba vivían en tal indigencia, y las casas de las cuales las retiraba eran tan pobres, que George incluso podía afirmar que estaba mejorando la suerte de sus habitantes. La única diferencia consistía en que ya no serían contribuyentes del distrito parlamentario de San Miguel, de modo que perderían su principal medio de vida. George calculaba que quizás incluso se vieran obligados a trabajar.

Ahora estaba examinando el libro que Tankard le había entregado; allí se ofrecían detalles de las propiedades que había que demoler, los ocupantes, la edad de Cada uno y las fechas en que sería posible expulsarlos, con la familia o las personas que de ellos dependieran.

—Valentine, es hora de que cenes —dijoElizabeth—. Creo que la señora Wantage se olvidó.

—Sí, mamá. En seguida, mamá. —Valentine montaba su caballo de juguete, látigo en mano, un mechón oscuro sobre la frente. Era evidente que cumplía una misión peligrosa que no toleraba interrupciones.

Geoffrey Charles lo miró, muy divertido.

—Por Dios, creo que Valentine sale a batirse en duelo.

—Thomas Trevethan, zapatero —leyó George—. 57 años, vive con la hermana viuda, Susan Hucks, 59 años. —Trevethan ya había enviado una nota a George pidiéndole su protección en el negocio de las botas y los zapatos. Convenía librarse de él—. Tom Oliver, ganadero, 40 años, esposa y cuatro hijos. —¿Ganadero para quién? Sin duda tenía una sola vaca flaca—. Arthur Pearson, maltero. —¡Qué profesiones inventaban esos parásitos!

Geoffrey Charles reía estrepitosamente con su risa aguda y un poco quebrada. Elizabeth, sonriente, suspendió su costura, y George apartó los ojos del libro. Incluso Valentine pareció menos concentrado y el caballo comenzó a balancearse con menor intensidad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Elizabeth—. ¿Qué pasa, Geoffrey Charles? ¿Qué te divierte tanto?

—¡Bien… Valentine! —Geoffrey Charles pareció sofocado por la risa—. ¡Míralo! ¡Por Dios! ¡Es la imagen misma del tío Ross!