El grupo volvió a reunirse y, mientras se examinaban y cargaban las pistolas, Dwight realizó un último esfuerzo de disuasión.
—Capitán Adderley, creo que usted admite que cuando sobrevino este desacuerdo en la Cámara el capitán Poldark se disculpó por su breve acceso de malhumor. Es la actitud que corresponde a un caballero, y también sería caballeresco que usted ahora aceptara dicha disculpa. ¿Por qué no se estrechan las manos y vuelven a casa para desayunar? Sólo nosotros estamos al tanto de esta reunión. De acuerdo con lo que usted pidió, se ha guardado secreto. Por lo tanto, no es necesario pensar en el honor y el prestigio a los ojos de terceros. No hay nada que perder y todo que ganar si consideramos que se trata de una disputa superficial que no merece que se derrame sangre.
El rostro macabro de Adderley suscitaba la impresión de que había vivido toda su vida en las sombras.
—Si el capitán Poldark se disculpa nuevamente ahora y decide enviarme disculpas por escrito, en términos apropiados, podría considerarlo. Aunque si lo hiciera me formaría mala impresión de su persona.
Dwight miró a Ross.
—Sólo lamento haberme disculpado la primera vez.
Dwight esbozó un gesto de desesperación, y Craven dijo:
—Vamos, caballeros, perdemos el tiempo. Es necesario terminar esto antes de que el sol esté alto.
—Una cosa —dijo Adderley—. Entiendo que su padrino entregó al mío la carta que yo le escribí para retarlo a duelo.
—Sí. Usted lo pidió.
—Y el mío entregó al suyo su respuesta. Por lo tanto, no hay pruebas de la realización de este duelo… excepto la presencia de estos hombres, que juraron secreto. El estampido de los disparos puede llamar la atención incluso a hora tan temprana, de modo que si yo le mato o le hiero no perderé tiempo interesándome en sus heridas, y en cambio montaré y me alejaré con la mayor rapidez posible. Si por casualidad usted me hiere, tiene mi consentimiento para hacer lo mismo. Y se dirá que el herido sufrió el ataque de un salteador.
—De acuerdo —dijo Ross.
—Querido, detestaría —dijo Adderley— languidecer en una prisión por derramar su sangre.
Se dispusieron espalda contra espalda. Ambos eran hombres altos, de estatura bastante semejante, pero Ross tenía el cuerpo un poco más grande. Las dos pistolas, una en cada mano, cargadas y amartilladas. «Señor, el exceso de pólvora destruye el equilibrio. En todo caso, es mejor poca que demasiada pólvora. El exceso de velocidad afecta la precisión de la bala». ¿Se sentía miedo? En realidad, no. Una contenida voluntad de violencia, de destruir algo que la mitad estaba en el otro, la mitad en uno mismo. Disparar. Disparar. La imaginación ya no funcionaba. Tampoco la aprensión. La carne y su fragilidad no eran tan importantes como la voluntad y su integridad. Uno se jugaba el futuro personal a un golpe de dados. El corazón conmovido pero las manos serenas, los ojos claros, los sentidos afinados, el olor del humo de leña, el sonido de una campana distante.
—Catorce pasos —dijo Craven—. Contaré. Ahora. Uno, dos, tres.
Pasos lentos, porque la cuenta también se hacía muy lentamente.
—… Trece, catorce. Atención. Media vuelta. ¡Fuego!
Ambos dispararon simultáneamente, y al parecer ambos erraron. La luz aún no era muy buena. Ross había oído el silbido de la bala.
—¡Basta ya! —dijo Dwight, y avanzó un paso. Adderley dejó caer la pistola inútil, cambió de mano la segunda arma y apuntó.
Al ver el movimiento, Ross hizo lo mismo. Un instante después de disparar, un golpe le arrancó la pistola de la mano, y Ross sintió un dolor desgarrador en el antebrazo. Le sorprendió el hecho de que la fuerza de la bala le hubiese obligado a girar sobre sí mismo. Medio se encorvó, aferrándose el brazo, y a través del humo vio a Adderley tendido en el suelo.
La sangre le corría entre los dedos formando hilos anchos y espesos. Dwight llegó inmediatamente, y trató de arrancar el resto de la manga desgarrada.
—Adderley —dijo Ross—. Es mejor que vaya a ver…
—En seguida. Tiene que…
—¡Doctor Enys! —Craven estaba quitándose la chaqueta—. El capitán Adderley está gravemente herido.
—Vaya —dijo Ross, mientras Dwight vacilaba.
—Véndese cuanto antes el brazo… la hemorragia puede matarle.
Ross se sentó sobre una piedra y trató de arrancarse un pedazo de la camisa que no quería ceder. Finalmente, consiguió desgarrar un pedazo de encaje, que aunque delgado era fuerte. Con la mano izquierda vendó la herida bajo el bíceps y, después, como no podía anudar el encaje, lo retorció hasta que quedó muy ajustado. Ahora sólo podía esperar. El antebrazo era un verdadero espectáculo. No sabía si la bala había destrozado el hueso, pero en todo caso Ross no podía usar los dedos. Los árboles se movían de un modo extraño, y Ross por momentos temía desmayarse sobre las hojas húmedas.
Más lejos, a unos treinta pasos de distancia, los otros tres hombres formaban un grupo. ¿Había herido a Adderley con el primer o el segundo disparo? Y en cualquiera de los dos casos, ¿dónde le había alcanzado? Rechinó los dientes y se puso de pie. El antebrazo continuaba sangrándole, pero mucho menos. Más sangre de la que había perdido con sus dos heridas en América. Comenzó a caminar.
Ahora caminaba con el mismo paso que antes, durante el duelo, pero recorrió doble distancia. Un largo camino. Veintiocho pasos. Adderley se movía. Buena señal. No estaba muerto. No estaba muerto. Cuando se acercó, de pronto John Craven se apartó del grupo y echó a correr entre los árboles, en dirección a la entrada del parque.
Dwight había traído su maletín y había cortado la chaqueta, la camisa y el chaleco de Adderley. Sostenía una almohadilla de gasa. Parecía que la aplicaba en la base del estómago, o encima de la pierna derecha. Ross se acercó con paso vacilante.
Adderley parpadeó.
—Malditas pistolas —murmuró—. No son… precisas. Querido, tuve… muy mala puntería.
—¿Adónde fue Craven? —preguntó Ross.
—A conseguir una silla —dijo Dwight.
—¿Por qué no… fue a caballo…?
—Le pareció que así tardaría menos. Generalmente hay sillas cerca de la entrada. Vamos, siéntese. Si puede sostener con la mano izquierda esta venda sobre el muslo de Adderley yo le vendaré el brazo.
—Yo lo haré —dijo Adderley—. Vayase, Poldark. Todavía tiene tiempo. Eso… fue lo que acordamos.
—Me quedaré hasta que llegue la silla —afirmó Ross.
—Maldito estúpido —dijo Adderley—. Lo sabía. Ojalá le hubiese matado. No hay lugar para los estúpidos.
Ross se puso en cuclillas y sostuvo la venda sobre el estómago de Monk, mientras Dwight le vendaba el brazo. Lo hizo con rapidez y eficiencia considerables, y después de pocos minutos Dwight pudo aflojar el torniquete que el propio Ross había armado.
—¿Puede volver a casa en su caballo? —preguntó.
—Creo… creo que sí.
—Entonces, váyase. Adderley está bien. Es posible que Craven regrese con un par de serenos.
—Le mataré si trae a esa gente.
—Quizá no tenga alternativa.
—Me quedaré aquí hasta que llegue la silla —dijo Ross obstinadamente.
Los primeros rayos del sol iluminaban las copas de los árboles. Las hojas descoloridas, aún húmedas, se iluminaban con hilos de bronce. Ahora, Monk estaba medio desmayado. Ross dirigió a Dwight una mirada de interrogación, y el médico se limitó a responder con un gesto ambiguo.
Esperaron. Las hojas continuaban cayendo y alfombraban el suelo alrededor del terceto de hombres silenciosos. Craven apareció con una silla de alquiler. Jadeantes, los hombres depositaron la silla en el suelo y, con mucha dificultad, acomodaron a Monk Adderley. Aparentemente, ahora estaba inconsciente.
—Doctor Craven, acompañaré al capitán Adderley. Por favor, ayude a montar al capitán Poldark y después traiga los caballos —dijo Dwight.
—Creo que iré con ustedes —dijo Ross.
—No —dijo Craven—. Lo justo es justo, y las condiciones se cumplieron como correspondía. De modo que continuemos así. Le aconsejo que vuelva a su casa y llame a otro médico.
Mientras la silla se alejaba, Craven ayudó a Ross a montar su caballo y con el brazo herido sostenido por un cabestrillo provisional, Ross tomó las riendas y obligó al animal a volver grupas para comenzar el interminable viaje hasta la calle Jorge.
II
Dwight regresó alrededor de las nueve. Encontró a Ross acostado pero desprovisto de atención médica; en efecto, había rehusado llamar a otro médico. Demelza hacía lo que estaba a su alcance. Tenía un aire más enfermizo que el que Dwight le había visto jamás desde la vez que ella había enfermado de la garganta.
—Bien —dijo Ross—. ¿Cómo está Adderley? —y rechinó los dientes mientras Dwight le cortaba el vendaje.
—Extraje la bala, que se había alojado casi en la ingle. El plomo es estéril, y adopté todas las precauciones posibles.
Se hizo el silencio mientras Dwight examinaba la herida.
—¿Bien?
—Podría haber sido peor. La bala arrancó una astilla del radio. Tendré que retirar el fragmento de hueso. El cubito está indemne.
—No sé si le alcancé con el primer o el segundo disparo.
—El segundo. El impacto en el brazo desvió un poco su puntería. Demelza, ¿tiene una palangana?
—Aquí.
—Más grande. Y brandy. Ross, esto será más doloroso que lo habitual, porque si lo hubiéramos hecho inmediatamente, gracias al shock el brazo hubiera perdido parte de su sensibilidad.
—No quiero brandy —dijo Ross—. Haga lo que sea necesario.
Así, Dwight hizo lo que era necesario, y Ross perdió mucha sangre y sufrió mucho cuando su amigo tuvo que aserrar el borde del hueso astillado. El sudor corría por su rostro. Se aferró a la cama con la mano sana, hasta que el barrote de hierro se dobló, y la cara de Demelza se cubrió con gotas de transpiración y lágrimas. Al fin Dwight volvió a vendar todo y Demelza, deseando mantener todo en el mayor secreto, se ocupó personalmente de retirar la palangana llena de agua ensangrentada. Dwight cerró su maletín. Después, todos se sentaron, bebieron brandy y entre ellos reinó un prolongado silencio. Las pocas palabras que uno de ellos pronunciaba no eran en realidad ninguna forma de comunicación. Todos estaban sumidos en sus propios pensamientos… Duros, amargos, ansiosos, rememorativos. Londres había despertado del todo, y a los ruidos usuales de la calle se unía momentáneamente el mugido de una vaca. En el piso superior, dos criadas cumplían sus tareas y podían oírse sus pasos en el piso.
Finalmente, Dwight trató de sobreponerse al agobio general.
—¿Oyó hablar de un hombre llamado Davy?
Ross lo miró.
—¿Quién?
—Davy. Humphrey Davy… creo que así se llama.
—No —Ross hizo un esfuerzo—. ¿Quién es?
—Un joven nativo de Cornwall… trabaja en un laboratorio de Bristol. Afirma haber descubierto… o inventado un nuevo gas llamado óxido nitroso, y afirma que la respiración de sus vapores provoca insensibilidad. Ese hombre aún no tiene veintiún años, pero ya publicó sus observaciones. Afirma que, como el gas puede evitar el dolor, muy probablemente pueda ser usado en las operaciones quirúrgicas. Me hubiera gustado tenerlo hoy.
—Lo mismo digo —afirmó Ross.
Dwight se puso de pie.
—Pero aunque sus afirmaciones sean ciertas, pasarán años antes de que mi profesión lo pruebe. Nuestras ideas suelen ser muy conservadoras.
Otro silencio opresor.
—¿Te duele menos? —preguntó Demelza.
—Un poco —dijo Ross—. Mira, estuve pensando. Por mucho que Adderley haya deseado mantener el secreto, es muy probable que la gente se entere… de que ambos estamos heridos.
Demelza miró a Ross, el rostro tenso, la sangre que ya comenzaba a empapar la nueva venda. Y ella pensó: «Jamás se lo perdonaré».
III
Demelza continuó pensando en ello los siguientes días. Le parecía una blasfemia contra la vida arriesgar tanto por tan poco. Le revelaba la existencia de un aspecto más sombrío de Ross, un perfil que ella nunca había conocido. Pero también demostraba que era una persona atada a una absurda tradición de su clase, atada a un concepto que precisamente él, gracias a su inteligencia, bien podía desechar.
Durante unos días Ross se mostró tan reservado y al mismo tiempo estuvo tan enfermo que ella no se atrevió a decirle nada; la única persona en quien pudo confiar fue Carolina.
—También yo me sorprendí… y sin embargo, ahora que lo pienso, mi sorpresa no es muy grande —dijo Carolina—. Fue siempre… una posibilidad.
—No sé a qué te refieres.
Carolina esquivó una respuesta franca.
—Monk Adderley es un luchador. Y lo será mientras viva. Debemos atribuir a la mala suerte el que eligiera a Ross.
Las cejas oscuras de Demelza se contrajeron dolorosamente.
—Carolina, de ningún modo te referías a eso. Y tampoco yo me refiero a eso. Hablan del honor. De la necesidad de satisfacer las normas del honor. ¿Qué es el honor?
—Un código de conducta. Una antigua tradición. Ross habría perdido su dignidad si no hubiese aceptado el duelo.
—¿Respeto? ¿El respeto de quién? No el mío. ¿Y lo que pudo haber perdido, esas otras cosas más importantes? ¿Su vida? ¿Su salud? Ni siquiera ahora sabemos si está a salvo. ¿Su esposa, sus hijos, su hogar, su carrera? ¿Qué son esas cosas comparadas con el respeto?
—Los hombres son así.
—¡No me gustan los hombres que son así! Carolina, hace cuatro años Ross arriesgó lo mismo… para rescatar a Dwight de la prisión francesa de Quimper. A eso le llamo honor. ¡Esto me parece deshonor!
Carolina miró a su amiga.
—Demelza, no exageres. Le conoces mejor que yo, pero como algo conozco de su carácter, sé que también él llegará a la conclusión de que su actitud ha sido criticable.
—¡Ciertamente! Pero, Carolina, creo que tengo la culpa de una parte importante de lo que ocurrió.
—¿Por qué?
—Bien, puedo considerarme responsable de este episodio. Fue por mí. En realidad, pelearon por mí. Lo sabías, ¿verdad?
—Sé que en parte fue por ti. Pero no creo que si sólo se hubiese tratado de eso hubieran llegado tan lejos. Ross y Monk se detestaron apenas se conocieron, y eso es algo que se lleva en la sangre, no es un problema de conducta.
Demelza se puso de pie.
—¿Acaso mi conducta fue errada?
—No, por lo que yo sé.
—Mira, me sentía… feliz. Ross y yo éramos más felices que nunca… como antes de Hugh; estaba entusiasmada y me agradaban mis nuevos conocidos. Tal vez mi actitud con Monk Adderley sobrepasó ciertos límites. Quizá me muestro demasiado libre para esta sociedad de Londres. Es posible que los hombres —incluso en Cornwall— se sientan excesivamente alentados por mi actitud. Pero así nací. Naturalmente, aprendí mucho durante todos estos años; pero tal vez no lo suficiente. ¡Ross no debió traerme aquí!
—Querida, no puedes generalizar a causa de un solo tropiezo. ¡Hubierais podido venir veinte veces a Londres sin que ocurriese esto! Alégrate de que no haya sido peor. A estas horas, uno de ellos o ambos podrían estar muertos.
—Es lo que recuerdo constantemente.
En ese momento, Monk Adderley moría.
IV
Hacia el tercer día la fiebre de Ross comenzó a descender. Estaba pensando en levantarse, pese a los deseos de Demelza, para visitar a su adversario, cuando John Craven llegó con la noticia.
Ross lo miró en sombrío silencio, recostado en las almohadas de las que poco antes se había empezado a levantar. Junto a la ventana, Demelza se mordió el dorso de la mano.
—Su propio médico estuvo con él dos horas antes y el doctor Enys lo visitó ayer, pero no hubo nada que hacer. Según dijo el doctor Enys, sufrió la obstrucción de un vaso sanguíneo —dijo Craven.
—¿Cuándo…?
—Esta mañana. —John Craven pasó una mano sobre la manga de su elegante chaqueta, miró a Demelza y después apartó los ojos—. Vine a decírselo, porque ese fue el deseo del capitán Adderley. Y a prevenirle.
—Sí. Comprendo.
—Declaró que había estado practicando con sus pistolas en el parque, cuando una de ellas se disparó accidentalmente y le hirió. Yo confirmaré esa versión.
—Gracias, señor Craven.
—No me lo agradezca, capitán Poldark. Me desagrada encubrir una mentira y faltar a mi propio honor al hacerlo.
—Entonces, no lo haga.
—El doctor Enys y yo hicimos un juramento antes de que comenzara el duelo. Como se ha visto, quizá sea necesario llegar más lejos que lo que habíamos creído. En todo caso, la culpa no es suya… el error fue empeñar nuestra palabra.
—En tal caso, lo libero de su promesa.
—Ross…
El señor Craven volvió los ojos hacia Demelza.
—No tema, señora. Aunque así lo desee, no puede liberarnos de nuestra palabra. El hombre que podría hacerlo ha muerto.
Nadie habló.
—El capitán Adderley también me pidió que le dijese —y en esto me limito a transmitir su mensaje—, que usted fue un condenado estúpido al quedarse en el parque hasta que llegaran los hombres con la silla de alquiler. De ese modo, ahora hay dos testigos de que en la vecindad había otro hombre, también herido. Es evidente, señor, que aún no está en condiciones de ocultar su herida. Sea como fuere, el capitán Adderley me ordenó pagar cinco guineas a cada uno de los dos hombres, con el fin de evitar que hablen; y por mi parte, creo que eso bastará.
Ross tragó saliva y se lamió los labios.
—En este mismo instante me disponía a salir para visitarlo. Quise hacerlo ayer, pero el doctor Enys dijo que debía guardar cama otro día. Ahora…
Craven tosió.
—El capitán Adderley dijo que le explicase que ahora usted le debía diez guineas.
Ross lo miró fijamente.
—Bien, naturalmente; desea que yo…
—Dijo que la suma no debía consignarse a su propiedad, y pidió que se las pagara al señor George Warleggan, para saldar una apuesta.
Demelza se volvió bruscamente, pero decidió no hablar.
—¿Una apuesta que tenía que ver conmigo? —preguntó Ross.
—No es necesario que así haya sido, señor. En realidad, no sé cuál pueda ser el carácter de la apuesta.
En la calle, dos mujeres peleaban a gritos y, más lejos, diferentes buhoneros agitaban campanillas.
—Señor Craven, ¿deja familiares el capitán Adderley?
—Ninguno. Su testamento consta de una sola línea, en la que lega todas sus posesiones a la señorita Andrómeda Page.
Ross hizo una mueca de dolor, porque había movido el brazo herido.
—Señor Craven, estoy en deuda con usted. ¿Podemos ofrecerle un brandy? Aquí hay poco más que eso.
—Gracias, no. Debo retirarme inmediatamente. Necesito hablar con el doctor Enys. Mañana se realizará la encuesta.
—Por supuesto, tendré que ir.
—Por supuesto, no debe ir. Si lo hace, frustrará el propósito de las condiciones del duelo establecidas desde el comienzo por el capitán Adderley. Como le dije, este asunto no me agrada en absoluto… y menos aún mi propio papel en él.
—Por el resto de mi vida lamentaré no haberle podido ver antes de su muerte, para aclarar este asunto.
Craven se encogió de hombros.
—Bien, capitán Poldark, fue un combate justo, se libró con equidad. Lo garantizo. Usted no tiene nada que reprocharse. Monk Adderley fue un hombre extraño, propenso a los excesos. Y le diré que, si bien él no le guardó el más mínimo rencor por la herida mortal que usted le infligió, una de sus últimas observaciones fue: «Ojalá hubiese muerto ese hombre».
V
La encuesta se desarrolló en el primer piso de la posada de «La Estrella y la Liga,» de Pall Mall. Demelza había querido asistir, pero Dwight lo impidió. Convenía abstenerse de ofrecer indicios de que había existido alguna relación con el capitán Adderley. De modo que permaneció con Ross en sus habitaciones y esperó la llegada de noticias.
Duró alrededor de una hora. El primer testigo fue cierta señora Osmonde, la dueña de la casa donde se alojaba Adderley, que declaró que su pensionista había llegado esa mañana a las siete y media, con una grave herida en la ingle. Lo habían transportado dos cocheros, y venía acompañado por el señor Craven y el doctor Enys. El capitán Adderley se había acostado inmediatamente, explicó la mujer, y le había dicho que se había herido accidentalmente mientras practicaba con su pistola en Hyde Park. Había formulado un juramento escrito en ese sentido, y ella había sido uno de los testigos de la firma del documento. Después, se llamó al señor Craven, quien explicó que había salido a cabalgar a la mañana muy temprano y había oído el disparo. Se había acercado al lugar, siguiendo la dirección del sonido, y allí había encontrado a su amigo, el capitán Adderley, que yacía en el suelo y sangraba de una herida. Inmediatamente había reclamado la ayuda de dos cocheros, y en el camino había encontrado al doctor Enys, que con él había regresado donde estaba el herido, y le había dispensado un tratamiento de urgencia hasta que pudieron llevarlo a su casa. Confirmó el testimonio de la señora Osmonde, y era el segundo testigo de la declaración de Adderley. En respuesta a la pregunta del fiscal, el señor Craven convino en que el capitán Adderley era un duelista conocido, pero negó saber nada de un duelo concertado esa misma mañana. Ante nuevas preguntas, declaró que cuando él llegó a aquel lugar la única persona presente era el capitán Adderley.
Llamaron después al doctor Enys, y este atestiguó que se había internado en Hyde Park, solicitado por el señor Craven, y había asistido al herido, primero en el parque y después en su alojamiento, hasta el momento de su muerte.
—¿Cuando usted llegó al lugar dónde estaba el herido, no había allí otras personas? —preguntó el fiscal.
El doctor Enys vaciló una fracción de segundo, se lamió los labios y dijo:
—No, señor.
Pasó a declarar el doctor Corcoran, y confirmó el informe del doctor Enys en el sentido de que el capitán Adderley había fallecido por los efectos de una bala de pistola que le había herido en la ingle y había provocado finalmente una obstrucción de los vasos sanguíneos junto a un paro cardíaco.
—¿Pudo tratarse de una herida que él mismo se infligiera? —preguntó el fiscal.
No había formulado la misma pregunta a Dwight. El doctor Corcoran dijo que lo consideraba improbable, pero no imposible. Después, volvieron a llamar al doctor Enys y le formularon la misma pregunta. El doctor Enys dijo que lo creía posible.
Poco después, el fiscal preguntó si se había encontrado a los dos cocheros, pero la respuesta fue negativa. Más aún, aparentemente se habían esfumado y nadie conocía sus nombres. El jurado se retiró y tardó diez minutos en regresar. Pronunció un veredicto de «Muerte por Accidente».
Pero mientras se desarrollaba la encuesta, en los círculos parlamentarios y sociales se difundía una versión más real de lo que había ocurrido. Nadie sabía cómo se había filtrado la noticia. Por supuesto, algunos recordaban el breve incidente en la Cámara. O quizás Adderley había dicho algo a Andrómeda Page. Faltaba determinar si las autoridades procederían contra el sobreviviente; y en caso afirmativo, si tenían pruebas más sólidas que el conocimiento «general». Ross quería ir al funeral de Adderley, y Dwight tuvo que apelar a la fuerza bruta para impedirlo. La asistencia al funeral equivalía a provocar los insultos o los desaires de algún amigo de Monk. En cualquier caso, era indudable que suscitaría comentarios.
Por otra parte, Ross aún no se sentía bien, y a lo sumo podía abandonar la cama una hora o dos cada día. Las heridas recibidas en América en cierto modo habían sido más graves, pero no le habían molestado tanto. Dwight contemplaba inquieto el brazo. Rehusaba curarse.
Demelza trataba de instruir a Ross acerca de la actitud que él debía adoptar si un condestable u otro representante de la ley venía a verlo. Al principio, él había dicho que se limitaría a contestar a sus preguntas. Cuando Demelza le preguntó si contestaría diciendo la verdad o faltando a ella, Ross había contestado que dependía de lo que se le preguntara. Lo cual no la satisfizo y, así, lo asedió a preguntas para comprobar qué se proponía decir. El resultado no fue muy satisfactorio, hasta que Demelza le preguntó qué sentido tenía que dos hombres honorables cometiesen perjurio en beneficio de Ross, si finalmente él se proponía despreciar la ayuda que le ofrecían.
Y así, un día siguió lentamente a otro, y ambos permanecían encerrados en sus habitaciones, esperando la visita oficial.