Capítulo 5

Demelza no estaba cuando llegó la carta. Ross nada le dijo cuando ella regresó. Esa tarde, Ross salió y fue a hablar con Dwight.

—¡Pero esto es monstruoso! ¿Una breve disputa en la Cámara? ¡Es cosa de todos los días! ¡Ese hombre está loco! La herida en la cabeza. Yo no haría caso del asunto —dijo Dwight.

—Ya le escribí aceptando.

Dwight miró a Ross, como si no pudiese creer lo que oía.

—¿Usted ha…?

—He aceptado.

—¡Pero Ross! ¡No debió hacer eso! ¡Hay que suspenderlo todo!

—No es posible.

—Pero… ¡no hay nada en juego! Una tormenta en un vaso de agua… de todos modos, ese individuo es un duelista conocido. ¡Ya mató a dos o tres hombres!

—También yo.

—¿En duelo?

—Bien, no. Pero estoy acostumbrado a usar una pistola. Como lo saben los cuervos que atacan mis cultivos.

—¡Esto no es con pistola, Ross! ¿Cuánto tiempo hace que no usa esas armas?

—Mañana practicaré un poco. ¿Sabe por qué vine? Para pedirle que me apadrine. Más aún, abusando de su amistad, me atreví a indicar ya su nombre.

Dwight mordió su propio guante. Se paseaban por la calle, frente a la casa de Carolina, y comenzaba a llover.

—¿Bien? —preguntó Ross.

—Sí, seré su padrino —dijo Dwight con brusquedad—, porque de ese modo tendré derecho de intervenir y ver qué puede hacerse para suspender este absurdo escándalo.

—Eso es poco probable. De todos modos… convendrá que usted venga, porque si cualquiera de los dos cae herido no necesitaremos buscar médico.

Dwight miró hostil la carta a la luz amarillenta de uno de los faroles callejeros.

—¿Qué significa esta advertencia acerca del secreto? Por supuesto, sé que…

—John Craven me lo explicó. Si Adderley… acierta cuando se dispare, es esencial que nadie conozca su responsabilidad. Si afronta un tercer juicio, probablemente le enviarán varios años a la cárcel.

—Su merecido. Pero santo Dios, ¡él es el desafiante! ¿Tenemos que aceptar sus condiciones? Nunca he visto nada más absurdo.

—Me acomodan —dijo Ross—. Si mato a Adderley, tampoco deseo afrontar un juicio. Uno ya es suficiente.

Dwight miró el rostro ensombrecido de su amigo.

—La gente se enterará. Este tipo de cosas nunca puede silenciarse.

—Bien, es algo que ambos tendremos que afrontar.

Se detuvieron al borde de la puerta trampa de una bodega; dos hombres parecidos a enanos negros descargaban barriles de cerveza traídos en una carretilla. Al lado, alguien había volcado un carro de ladrillos, de modo que era casi imposible caminar sobre el pavimento desigual.

—¿Demelza está enterada?

—No, y no debe saberlo. Tampoco Carolina. Felizmente, habrá que esperar un solo día. Recuérdelo, Dwight; usted ha jurado secreto. Nadie debe enterarse.

—¿Y propone que, de acuerdo con lo convenido, mañana vayamos a Strawberry Hill?

—Por supuesto. De lo contrario, sospecharán que ocurre algo.

Dwight movió la cabeza, desesperado.

—¿Y cuándo hará esa práctica de pistola?

—En seguida. No salimos antes de las diez.

—Por consiguiente, debo darme prisa para obtener una reconciliación. Ross, ¿en qué condiciones estaría dispuesto a retirarse?

—Dwight, no tengo motivos para retirarme. Me he limitado a aceptar el reto.

Dwight esbozó un gesto irritado.

—¿No puede decir que no pretendió ofenderlo?

—Me disculpé entonces.

—¿Él lo oyó?

—Tuvo que haberme oído.

—¿Usted lo dijo en serio?

—No.

Se volvieron y caminaron hacia el extremo del parque, donde se levantaban las residencias más lujosas.

—En fin… cuando vine a Londres jamás pensé que me vería comprometido en un asunto tan infantil y perverso como este. Porque es ambas cosas, Ross. En el mundo ya hay tanto sufrimiento y dolor… y estamos en guerra. Los hombres se matan por doquier, y no necesitamos comenzar a pelear entre nosotros.

—Dígaselo a Adderley. Si él desea retirar su reto sobre esa base, o sobre cualquier otra que me parezca honrosa, estoy dispuesto a suspender el duelo.

—Habla usted como si en realidad no deseara terminar este asunto.

Después de un momento Ross dijo:

—Dwight, usted me conoce muy bien. Sea como fuere, lo dejo en sus manos.

II

A las diez de la mañana siguiente, los dos matrimonios se dirigieron a Strawberry Hill. La casa, construida por el gran sir Horace Walpole, era una de las cosas que Carolina deseaba mostrarles. De nuevo, después de la fría lluvia de la víspera, hacía buen tiempo, y hacia el oeste los jirones de nubes blancas comenzaban a reagruparse; un día apropiado para olvidar los olores de Londres, y también para cabalgar. La distancia no sobrepasaba los quince kilómetros.

Pocos minutos antes de salir, en un aparte, Dwight pudo manifestar su disgusto:

—En todo caso, ese hombre se muestra más intransigente que usted. Pero si puede afirmarse que él tiene una disculpa, porque se trata de un individuo inestable, usted no puede alegar ninguna.

—¿Qué desearía que hiciera? —preguntó Ross—. ¿Que vaya a sus habitaciones, llame a su puerta y cuando él venga me arrodille y le ofrezca una abyecta disculpa? ¿Debo disculparme porque me irritó su insulto a mi esposa?

—¿Está seguro de que esa fue la intención?

—Por supuesto. No fue otra cosa.

—Sea como fuere, este reto no es importante si viene de una persona como él. Sugeriría que usted fuera a verle esta tarde y le dijera que su falso heroísmo no le interesa. Usted es veterano de la guerra en América. Si le llama cobarde, la gente se reirá… de él.

Ross sonrió, pero no contestó.

A mediodía llegaron a Twickenham. Walpole había fallecido un par de años antes, pero la honorable señora Damer, hija del general Conway, el gran amigo de Walpole, residía en la casa y preservaba la tradición según la cual se permitía la visita diaria de sólo cuatro personas.

Demelza se entusiasmó con los jardines. Flores que ella nunca había visto, árboles y arbustos cuya existencia ni siquiera imaginaba.

—Ross, si pudiéramos tener un prado como este, o lo más parecido posible, en Nampara. Es tan suave, tan verde. —Más indulgente que nunca con ella, Ross le explicó que la hierba nunca podía crecer así en el suelo arenoso de la costa septentrional, y que varios aprendices de jardineros se ocupaban constantemente de segar este de modo que mantuviese siempre una altura de un par de centímetros. Bien, se dijo Demelza, cuando regresara a su casa ella haría algo. Ya vería cómo formaba un prado, y no sólo matas de pasto lastimadas por los dientes de los conejos y los agujeros que Garrick excavaba. ¡Cuánto más hermosas parecerían sus malvalocas si se las plantaba sobre el fondo de un prado pulcro, ordenado y verde! Y ya imaginaba una planta parecida a la que le había regalado Hugh Armitage, la magnolia. Apenas vio el nombre, lo recordó inmediatamente.

También había muchas cosas interesantes en esa extraña casa de estilos tan variados. Adentro, había un auténtico tesoro, una habitación entera atestada de camafeos italianos, otra con cajitas de rapé y miniaturas. Había acuarelas, cuadros al óleo, bronces y cristal francés, encaje de Bruselas y figuras de porcelana de Dresde, máscaras chinas y espadas turcas, figurillas de marfil, abanicos, relojes, y en una biblioteca tantos libros que era imposible calcular el número.

Después del almuerzo, y de regreso a los respectivos alojamientos, Demelza dijo que quizá fuera posible ser demasiado rico y acumular demasiado de todo. Le parecía que nada podía ser tan interesante como apasionarse por algo —quizás abanicos, o marfiles o cristales—, y después, si uno podía permitírselo, formar una colección, una pieza valiosa tras otra, de modo que uno pudiese depositarla en los estantes y complacerse en verla cada vez que entraba en la habitación. Pero sir Horace, aunque había vivido hasta muy avanzada edad, sin duda había formado algunas de sus colecciones reuniendo elevado número de objetos simultáneamente. Pero en ese caso, ¿cómo podía sentir uno el mismo placer? Seis objetos hermosos siempre serían seis objetos hermosos. Si uno reunía seis mil era imposible apreciarlos.

—Como las esposas —dijo Ross—. Una es bastante.

—Lo mismo vale para los dos sexos —dijo Carolina—. Pero oí decir que cierto maharajah de la India vive en su palacio y es el único hombre entre mil mujeres.

—Por lo que sé —observó Dwight—, las mujeres fueron uno de los pocos tesoros que Walpole no coleccionó. Pero concuerdo con Demelza; un hombre del más exquisito gusto pierde la sensibilidad si exagera.

—¿Cómo un hombre valeroso? —preguntó Ross.

—Exactamente.

Cuando ya estaban cerca de Londres, Carolina dijo:

—¿Por qué no cenan con nosotros? Mi tía siempre sirve una mesa tan abundante que después no sabe qué hacer con los alimentos.

—Había pensado —dijo Ross—, volver al teatro. Hay cambio de programa. Ofrecen una pieza cómica de Goldsmith.

Todos lo miraron, sorprendidos.

—Regresaremos con muy escaso tiempo —dijo Carolina—. No podremos cambiarnos.

—Vayamos así —dijo Ross—. O perdamos el primer acto. No será difícil recomponer el argumento.

—Vayamos así —dijo Demelza inmediatamente—. ¿Qué hora es? Oh, sí, podemos llegar a tiempo. Y quizá podamos cenar después.

Se aceptó la propuesta. Dejaron los caballos en un establo de la calle Stanhope y consiguieron asientos en un palco apenas cinco minutos después de haberse levantado el telón.

Durante dos horas la pieza los divirtió mucho. A veces, Dwight miraba a Ross. Sabía que la diversión de Ross, como la suya propia, era fingida. Se trataba en Ross de un notable esfuerzo de conducta controlada, y de tanto en tanto Dwight se preguntaba si, en uno de sus estados anímicos de sombrío fatalismo, su amigo no había aceptado casi del todo lo que el futuro pudiese depararle.

No se quedaron a ver las obras siguientes, permanecieron apenas el tiempo indispensable para oír que la orquesta atacaba los sones de la canción: «Pastor, perdí mi cintura. ¿Dónde estará mi cuerpo? Sacrificado a la moda, ahora soy un fideo». Demelza la tarareaba con su dulce voz, levemente ronca; y así, a las nueve, llegaron a Hatton Garden.

La señora Pelham no estaba, de modo que cenaron solos. Se había anunciado antes que ambas Cámaras del Parlamento suspenderían temprano sus sesiones, y que no era probable que volviesen a reunirse antes de la tercera semana de enero. Así, Demelza —que ya estaba muy animada después de ver la pieza teatral— comenzó a pensar en Navidad. El año precedente había sido un éxito tal que ella deseaba repetirlo exactamente. Carolina decía que siempre era errado tratar de repetir algo. De todos modos Demelza no lo lograría, porque ella, Carolina, se proponía pasar esa Navidad en Cornwall, y así cambiaba la composición del grupo. Demelza dijo que sencillamente mejoraba la composición, a lo cual Carolina replicó que no era el caso y a decir verdad, aunque personalmente ella miraba su propio proyecto con cierta aprensión, se proponía invitar a Killewarren a todos los Poldark a quienes pudiese echar el guante, sin excluir a los Blamey, es decir, los que no estuviesen flotando en ese momento. Había oído decir que el joven James Blamey era un muchacho seductor, y esperaba comprobarlo por sí misma. Y con respecto a los niños, bien, Killewarren era más espacioso que Nampara, de modo que valía la pena oír un poco de ruido de pies menudos por toda la casa, aunque no fueran los de Sara.

La cena continuó mientras se desarrollaba la discusión, medio en serio medio en broma, y un rato después la señora Pelham regresó con tres invitados. El primero, el mismo hombre alto y moreno de cuarenta años, el honorable Saint Andrew Saint John, que ahora era su «amigo especial». Este fiel partidario de Fox era soltero, poseía grandes extensiones de tierras, era abogado y había sido subsecretario de relaciones exteriores bajo el gobierno de Fox, cuando sólo tenía veinticuatro años. Después, había continuado con Fox, pero le agradaba la vida social londinense, y según parecía le agradaba sobre todo la señora Pelham. El segundo era el señor Edward Coke, de Longford, Derbyshire, un hombre de más o menos la misma edad, que no se había destacado mucho en la Cámara, pero que tenía muchas ideas, partidario también de Fox, y el tercero, un viejo solterón llamado Jeremiah Crutchley, un individuo rico, agrio y sardónico que era diputado por Saint Mawes y que había sido amigo de Samuel Johnson.

Se acercaron más sillas a la mesa, los criados se apresuraron a traer servilletas, copas de vino y fuentes de comida, y la charla se generalizó. Poco después, Ross oyó que Saint Andrew Saint John murmuraba algo a Dwight, y dijo inmediatamente:

—Señor, ¿puedo pedirle que repita eso?

Saint John dijo:

—Entiendo que la cena es el momento de la bavarderie, no de la conversación seria. Pero mencioné a su amigo que según mis noticias el general Bonaparte ha conseguido burlar el bloqueo y llegar a Francia.

—¿Cuándo?

—A principios de este mes —dijo Coke—. Dicen que ese gran hombre navegó seis semanas y evitó por poco la captura. Desembarcó en Fréjus con una escolta de media docena de hombres y fue saludado como un rey. Fox pensaba enviarle un mensaje de felicitación.

Se hizo el silencio. Ross evitó los comentarios.

Poco después dijo:

—Ciertamente, después de la muerte de Hoche, Bonaparte es el único. No dudo de que los ejércitos franceses le consideren su salvador.

—Dudo de que pueda representar ese papel —dijo Crutchley, que a semejanza de Ross apoyaba a Pitt y el esfuerzo de guerra—. Mientras estuvo encerrado en Egipto, se perdieron todas sus conquistas en Europa. Ahora, hemos consolidado la ocupación de Holanda, y en poco tiempo más Rusia se unirá a nosotros. Nos hemos apoderado de casi todas las posiciones francesas de ultramar: Ceilán, India Meridional, el cabo de Buena Esperanza, Menorca, Trinidad. Lo que este «salvador» puede hacer, es a lo sumo reagrupar a los ejércitos derrotados y pedir la paz.

—La campaña del Helder es un modelo de torpeza —dijo Coke con cierta satisfacción—. Si hubiéramos demostrado más decisión, ahora ocuparíamos Holanda entera.

—Si la semana pasada Abercrombye no se hubiese visto obligado a usar su bisoña milicia…

—Caballeros —dijo Carolina—. El señor Saint John está en lo cierto. La hora de la cena debe reservarse para la charla insustancial, por pesados que sean los manjares servidos. Esa velada a la que asistieron, ¿fue interesante?

III

Se quedaron hasta tarde, bebiendo, riendo y charlando. Ese día habían pasado muchas horas al aire libre, y los ojos de Demelza estaban cargados de sueño mucho antes de que al fin se despidieran y tomasen un carruaje para volver a sus habitaciones. Ross se había mostrado renuente a interrumpir la reunión y Demelza no podía saber que esa actitud era parte de un plan: lograr que ella se fatigase y durmiera hasta tarde la mañana siguiente.

Cuando al fin se acostaron, Demelza charló un momento acerca del jardín que había visto en Strawberry Hill, así como de todas las cosas fascinantes que había descubierto ese día. Le parecía que en Cornwall nadie tenía un jardín igual. Había un jardín pequeño y formal en Tregothnan, y se habían preparado espléndidos vergeles en lugares como Tehidy y Trelissick, pero lo que hoy había visto era un vergel pequeño, que a lo sumo abarcaba dos o tres hectáreas; árboles maravillosamente distribuidos, de formas, colores y tamaños variados; arbustos dorados, pirámides azules, altos centinelas grises, con toda la profusión de las plantas floridas. ¿Dónde podían conseguirse esos árboles y arbustos? ¿Dónde comprarlos? ¿Había que pedirlos a las Indias, Australia o América? Ross contestó sí, y no, y no tengo idea, y quizá podamos averiguarlo. Sin duda, debía advertirle de nuevo que ni la cuarta parte de las plantas mencionadas hubiera podido soportar el suelo arenoso y los vientos salinos de la costa del norte de Cornwall. Pero por el momento no tuvo ánimo para abordar el tema. Esperó a que ella se durmiese, y después se desvistió en silencio y se acostó en la cama junto a su esposa, y así yació largo rato, las manos detrás de la cabeza, los ojos fijos en el cielorraso.

Había ordenado que le despertaran a las cinco. Se levantó y, a la luz de una vela, se lavó, se afeitó y se peinó y cepilló el cabello. Afuera aún era noche cerrada, y probablemente continuaría igual a las seis. Imaginaba que a la hora de concluir los preliminares empezaría a amanecer. En todo caso, era necesario que cada uno de los duelistas viese a su contrario.

Nunca había participado en un duelo, pero en Nueva York había sido padrino de un oficial amigo que había tenido una diferencia con un teniente de otro regimiento. El encuentro se había librado en los campos que se extendían detrás del campamento. Ambos habían quedado gravemente heridos. Incluso entonces, cuando Ross tenía sólo veintidós años y mostraba inclinaciones más románticas, había pensado que era un modo exagerado y anticuado de resolver diferencias. Por esa época, en el campamento había por lo menos un duelo todas las semanas, y era frecuente que muriesen hombres de valía. Asimismo, Ross sabía que a pesar de los decretos de las autoridades civiles y militares, la frecuencia de los duelos apenas había disminuido desde entonces.

A menudo, la disputa era trivial, como una broma mal interpretada. Dwight se equivocaba si creía que la discreción de Ross con Adderley era excesivamente trivial y no justificaba el duelo. Apenas unos meses antes, cuando Ross estaba en Londres, se había suscitado una disputa en el hotel «Stephenson» de la calle Bond. El vizconde Falkland había estado bebiendo con varios amigos, entre ellos cierto señor Powell, y Falkland se había limitado a decir: «¿Cómo, otra vez borracho, Pogey?». A lo cual Powell había formulado una respuesta dura, y Falkland lo había golpeado con un bastón. En el duelo consecuencia del incidente, Falkland, un hombre de cuarenta y un años, había muerto de un balazo. En resumen, el duelo era un episodio frecuente. Pero Ross nunca había imaginado que él mismo se vería comprometido en un incidente de ese carácter.

Muchos años antes Ross había hecho testamento, dejándolo en manos del señor Pearce. Cabía presumir que ese documento había pasado, lo mismo que todas las restantes cajas atestadas de papeles jurídicos, a la persona que se había hecho cargo de los restos de la desordenada práctica del señor Pearce; pero había firmado el documento antes del nacimiento de los niños, cuando esperaba a ser juzgado en Bodmin y la pena de muerte le amenazaba. Presumía que hubiera sido mejor un intento ulterior de ordenar sus asuntos. Conocía a uno o dos hombres de Cornwall que redactaban un testamento nuevo cada vez que salían para Londres.

Bien, ahora era demasiado tarde. Menos de una hora después la cuestión quedaría resuelta. A las cinco y cuarenta y cinco oyó el repiqueteo de los cascos. La mayoría de las lámparas de la estrecha calle en pendiente se había apagado por falta de aceite de pescado, pero las pocas que quedaban demostraban que pese a sus irritadas protestas Dwight no llegaba tarde a la cita.

Ross miró la figura dormida de su esposa. Tenía el rostro semioculto, y él decidió que no intentaría tocarla pues solía despertar con rapidez. Se puso la capa y el sombrero, camino de puntillas hasta la puerta, que crujió escandalosamente y, después, en la mano la vela goteante, bajó la escalera. Frente a la puerta de la calle apagó la vela, la depositó sobre un estante y salió.

Hacía frío, y caía una ligera llovizna. Ross montó el segundo caballo, que Dwight había traído para él, y miró a su amigo.

—¿Hubo alguna dificultad?

—Sólo la de creer que un hombre tan racional como usted, mi mejor y más viejo amigo, incurra en esta locura e insista en llevarla hasta el fin —dijo Dwight.

—A menos que aclare pronto, los pájaros de los árboles correrán más peligro que nosotros. ¿O deberemos sostener una antorcha con la mano libre?

—Incluso si lo juzgamos con las absurdas normas actuales, es ridículamente irregular. Puesto que es el desafiante, Adderley debió dejarle elegir las armas. Pero incluso antes de consultarme usted aceptó todas sus condiciones.

—Porque me acomodan. Nunca usé espada, si se exceptúa la práctica en el regimiento hace diecisiete años. Con una pistola, por lo menos tengo idea de lo que ocurre cuando se tira del disparador.

—¿Practicó ayer?

—Sí, con un sargento, en el Savoy. Pero su principal consejo fue: «Señor, cuidado con la carga de la pistola: el exceso de pólvora destruye el equilibrio, y el exceso de velocidad afecta la precisión de la bala. En todo caso, señor, es mejor poner menos que más pólvora». Como usted y no yo se ocupará de las pistolas, lo único que puedo hacer es transmitirle esa joya de sabiduría.

Se volvieron y comenzaron a subir la pendiente de la colina. Atravesaron el Strand y subieron por la calle Cockspur y el Mercado de Heno, en dirección a Piccadilly, y de ahí pasaron a la esquina de Hyde Park. Aquí y allá había unas pocas figuras sombrías moviéndose furtivamente, buscando qué o a quién podían robar. Cuando los caballos enfilaron por Tyburn Lane el sereno tocaba la campanilla y voceaba: «Las seis pasadas y sereno». Era su último grito antes de volver a casa. En el parque no había viento, pero las hojas caían regularmente, como en un escenario excesivamente convencional. La lluvia había cesado. Cuando llegaron a la entrada, no vieron a nadie en la semipenumbra y durante cinco minutos esperaron sin desmontar. En la madrugada inmóvil el hocico de los caballos despedía una nube de vapor; Dwight tuvo tiempo de pensar que quizás Adderley habría cambiado de idea. Pero pronto se oyó el ruido de los cascos y el relinchar de un caballo inquieto. En la semioscuridad se dibujaron dos figuras.

—Pongo a Dios por testigo —dijo Monk, erguido como un lancero—. Pensé que usted había huido en dirección a Cornwall.

—Pongo a Dios por testigo —dijo Ross—, pensé que había decidido acogerse al privilegio de su condición clerical.

No era un buen comienzo para intentar la reconciliación, pero mientras se internaban entre los árboles Dwight se apartó con Craven, y después de desmontar continuaron hablando. Entretanto, Ross se paseó lentamente de un extremo al otro del claro que habían elegido, las manos a la espalda, respirando profundamente el aire fresco de la mañana, escuchando el ocasional y soñoliento gorjeo de un pájaro que despertaba. Adderley se mantenía inmóvil, como uno de esos delgados árboles que Demelza tanto había admirado la víspera.

Ahora, del lado de la ciudad llegó un débil resplandor. Aquí el aire era limpio y puro, y los olores de la ciudad no lo impregnaban. Las hojas crujían bajo los pies de Ross. Se acercó a Dwight. Tenía el rostro tenso.

—He convenido con Craven en que la luz será adecuada dentro de veinte minutos. Aún disponemos de ese lapso para intentar un acuerdo.

—No quiero acuerdos —dijo Ross.

—¡Maldito sea! —exclamó Dwight, y en verdad era raro que él jurase—; ¿ninguno de ustedes tiene un mínimo de sensatez? ¡El derramamiento de sangre nada resolverá!

—Caminemos —dijo Ross—. Hace frío y la buena circulación asegura el pulso.

Comenzaron a caminar entre los árboles, cien metros en una dirección y cien metros de regreso.

—Dwight, no exageremos; pero si por casualidad la puntería de este hombre es mejor que la mía, usted y Carolina, que son nuestros amigos íntimos, tendrán que asumir la responsabilidad del futuro de los que viven en Nampara.

—Por supuesto.

—No hay nada escrito. Es un compromiso puramente verbal.

—Entiendo.

El tiempo transcurrió lentamente. Ross recordó la anécdota que había escuchado tiempo antes: dos hombres que se habían retado a duelo y que casualmente se encontraron reunidos a almorzar en casa de amigos, en compañía de muchos otros. Después de almorzar, pasar la tarde y cenar, habían salido de la casa a la una de la noche; y cada uno había acudido a la cita en su propio carruaje y esperado en la oscuridad hasta las seis. A esa hora, ambos habían descendido de sus respectivos vehículos y cada uno había matado al otro de un tiro.

Ahora, los árboles comenzaban a perfilarse más claramente. A lo lejos podía verse la forma de las casas. Felizmente, al mismo tiempo que había cesado la lluvia las nubes se habían dispersado y así, con la salida del sol, el cielo se iluminó bruscamente.

—Venga, es la hora —dijo Dwight.