Capítulo 4

A las tres de la mañana la gente comenzó a retirarse. Carolina había visto lo que le ocurría a Demelza y trató de entretener a Monk Adderley y apartarlo de la zona de peligro.

Después, dijo a Demelza:

—A veces creo que está un poco loco. ¡No porque se haya interesado en ti! Sino porque en ocasiones… no controla su propia conducta. No le atribuyas importancia… Tómalo como una broma.

—Eso está muy bien, pero…

—Lo sé. Pero explícaselo todo a Ross; propondré a Dwight que os acompañemos el jueves. Y entretanto, veré la posibilidad de traer alguna joven para pasearla frente a Monk y distraerlo.

Mientras esperaban los carruajes, George dijo:

—De modo que se quemó los dedos, Monk.

—De ningún modo, mi querido amigo. Rome n’a été bâti tout en un jour. Es necesario realizar las aproximaciones… previas.

—¿Y lo logró? ¡No lo creo! ¡Es una mujer virtuosa!

—Usted me dijo lo contrarío.

—Bien, ¿quién puede saberlo? Dije que probablemente no era el caso. Tal vez después pueda darme noticias más ciertas.

—Por supuesto. Puedo informarle ahora. Dentro de un mes no será una mujer virtuosa… si por virtud usted se refiere a la fidelidad a su marido. La consideraré virtuosa si se muestra fiel a mi persona mientras yo así lo desee.

—Es mucha pretensión. Me sentiría tentado de hacer una apuesta.

—Querido amigo, como usted guste. Nada me satisfaría tanto. ¿Cómo quiere hacerlo?

George se lamió los labios, y volvió los ojos a un lado para comprobar que Elizabeth no estaba cerca.

—Cien guineas contra diez. No estoy dispuesto a arriesgar más, pues después de todo si usted gana será el único en divertirse.

—No —dijo Monk, mirando a su amigo con ojos fríos—. Percibo que si gano usted se sentirá más satisfecho que yo.

Poco después llegó el carruaje de los Poldark y Demelza ocupó su lugar, seguida por Ross, y el vehículo se alejó de la residencia. Hubo un momento de silencio, y después Ross dijo:

—Monk Adderley es un individuo alocado.

—Alocado… sí. Le temo un poco.

—No me pareció que así fuera. Le pediste que cenara con nosotros y después le invitaste el jueves al teatro.

Demelza trató de afrontar la difícil explicación.

—En el primer caso, acababa de pedirme que fuera a cenar sola con él. No conozco bien las cortesías londinenses, pero me pareció que rehusar podía ser insultante. Por eso propuse que fuésemos todos a cenar.

—¿Y la segunda vez?

—Temí que él y tú empezarais a pelear como gatos salvajes, y por eso dije lo primero que se me vino a la cabeza para impedirlo.

Estaban cruzando la calle Oxford. Incluso a hora tan tardía había gente, borrachos que yacían en los portales de las casas, carretillas y carros de carniceros rodando sobre el empedrado para cumplir diligencias tardías o tempranas, mendigos que rebuscaban entre los restos y los desechos.

—Es extraño que la gente que se precia de considerar que la vida es terriblemente tediosa a su vez lo sea tanto. Bien, supongo que tendremos que soportarlo el jueves —dijo Ross.

—Ross. —Demelza volvió la cabeza, y la luz de la antorcha de un leñador que pasaba mostró su expresión tensa—. Carolina me habló de él esta noche. Me dijo que no debíamos tomarlo en serio. Ni yo, ni tú. Especialmente tú. Dijo que siempre había que considerarlo una broma.

Ross se lamió los labios.

—Adderley. Sí. Es una broma. Pero creo que hay que vigilarlo, no sea que la broma se eche a perder.

II

Tomaron un palco en Drury Lane. Costó veinte chelines a Ross y tenía cuatro butacas. Vieron al señor John Kemble, al señor William Barrymore y a la señora Powell en La venganza, una tragedia en cinco actos de Edward Young. Demelza no había visto una pieza teatral desde la representación ofrecida en su propia biblioteca, más de diez años antes; y aquella era un juego de niños comparada con esta. Olvidó al individuo pálido, tenso como un alambre, que ocupaba la silla contigua y que aprovechaba todas las oportunidades de acercar su rostro al de Demelza para murmurar comentarios y tocarle el antebrazo desnudo con los dedos finos y fríos. Le fastidiaba mucho más el ruido de la platea, el desorden, las naranjas que volaban por el aire, los gritos dirigidos a los actores si algo desagradaba al público. La luz de las trescientas velas parpadeantes estaba distribuida de tal modo detrás del escenario que este aparecía iluminado con claridad pero discretamente. El brillo de los trajes y la escenografía, la resonancia y el dramatismo de las voces de los actores, todo contribuía a seducirla. Entre un acto y el siguiente se hacía música para entretener al público, y una vez concluida La venganza, en un torbellino de sangre y tragedia, se representaron dos piezas cortas, tan cómicas como triste había sido la pieza principal. Una velada maravillosa.

Dwight y Carolina estaban en el palco contiguo, y durante un intervalo Dwight pudo decir a Ross:

—Hoy conocí al doctor Jenner.

Ross lo miró, un poco desconcertado. Había estado bastante absorto con la irritación que por momentos lo dominaba y se dispersaba en oleadas de ironía a costa de sí mismo.

—¿Jenner? ¿Eh? Ah, el libro que usted estaba leyendo…

—Creo que puede ser uno de los grandes descubrimientos contemporáneos. Por supuesto, hace años que se practica la inoculación contra la viruela, pero esto es distinto. Creo que todavía no se ha experimentado en la medida suficiente. Pero espero verlo de nuevo antes de viajar.

—¿Vuelve a casa? Dwight sonrió.

—Todavía no.

Medio en broma, Ross dijo:

—Quizá muy pronto deba llevarme a Demelza. No creo que aquí esté segura.

—Ross, creo que está segura. Sabe cuidarse.

—Eso —dijo Ross— es lo que yo solía pensar.

La última pieza breve no fue más que un intermedio musical, una sátira acerca de las nuevas modas, que aparecían grotescamente exageradas en escena. Cierta señorita llamada Fanny Thompson cantó la canción muy conocida ya por el público que decía:

Pastor, perdí mi cintura

¿Dónde estará mi cuerpo?

Sacrificado a la moda

Ahora soy un fideo

Ya no está y no tengo espacio

Para el queso y la jalea

Por la moda me olvidé

Del lugar que ocupa el vientre.

Todos se unieron al coro. La sala se convirtió en un pandemonio.

Mientras las dos mil personas salían del teatro, Monk Adderley dijo:

—Señora Poldark, ¿vendrá conmigo a Vauxhall el próximo lunes? Creo probable que se celebre la última sesión de la Cámara.

—¿Usted no debe asistir?

—Dios no lo permita. Pero su marido lo hará.

—Dígame —pidió Demelza—. ¿Por qué le llaman Monk? No parece… muy apropiado.

Los ojos volvieron a chispear. En un rostro menos siniestro la expresión habría sido atractiva.

—Querida, como usted dice, no es muy apropiado. Mi padre se llamaba así, y el nombre le agradó tanto que se lo puso a todos mis hermanos para asegurarse de su perpetuación.

Demelza enarcó el ceño.

—¡Dios mío! ¿Quiere decir que hay varios Monk Adderley recorriendo las calles de Londres?

—No, señora. Dos fallecieron en la infancia. A uno lo degollaron en la India. Otro vive en Bristol, con mis padres, pero es un aburrido jovencito provinciano que se convertirá en caballero rural… Pero hábleme de su nombre. ¿Qué significa en ese extraño lenguaje celta de su región?

—No lo sé —dijo Demelza, que lo sabía muy bien, pero consideraba peligroso alentar a su interlocutor.

—Bien, es un nombre discretamente provocativo. Por supuesto que lo es. Demelza… Demelza… Hay que pelarlo… desprenderlo como una capa, como un vestido, como una piel…

—¿Cómo un plátano? —propuso Demelza.

—Escuche, brazos satinados —dijo Adderley—, puedo soportarla hasta aquí, pero no más. Tiene una lengua afilada, la cual a su debido tiempo me parecerá muy entretenida. Y sabré qué hacer con ella. Bien, el lunes, a las nueve.

Antes de que Demelza pudiese hablar, Carolina dijo:

—En nuestro carruaje hay lugar para dos personas. Los llevaremos a casa. Monk, ¿puede buscarse una silla?

—Iré una hora a «White» —contestó Adderley—. Poldark, ¿desea acompañarme? Puede ser mi invitado.

Ross vaciló y después dijo cortésmente:

—Gracias, no, creo que no. No soy tan rico que pueda perder dinero, ni tan pobre que desee ganarlo.

—Qué aburrido pensamiento —dijo Adderley—. Lo importante con el dinero es que siempre debe ser tratado como algo que carece de importancia.

III

Más avanzada esa noche, cuando Demelza ya se adormecía, Ross dijo:

—¿Sabes que creo que en una cosa Adderley acertó?

—¿Qué? ¿A qué te refieres? ¿Qué quieres decir?

—La idea de que no debe atribuirse importancia al dinero.

Ahora que tengo una mina de estaño y que he invertido capital en una fundición y en otras empresas, empiezo a apegarme demasiado a la riqueza.

—Yo nunca me sentí despegada de la riqueza —dijo Demelza—. Quizá porque soy hija de minero. O porque nunca tuve mucho. Sólo sé que tener dinero en el bolso me complace y no tenerlo me entristece. Y no puedo pensar de otro modo.

—Aun así —dijo Ross—, es posible que Adderley acierte en eso, aunque se equivoque en todo lo demás. Sobre todo si cree que contemplaré indiferente sus intentos de encornudarme.

—¿Y de veras piensas que tiene la más mínima posibilidad?

Ross no contestó.

Demelza se sentó bruscamente en la cama, despierta ahora del todo.

—Ross, ¿en qué piensas? No creerás seriamente que… Porque… porque una vez ocurrió algo, porque una vez tuve un sentimiento profundo por otro hombre, ¿crees, imaginas que volveré a lo mismo… con el primero que aparezca? ¿Estoy condenada… a causa de… de Hugh Armitage… a que sospeches lo mismo cada vez que un hombre se interesa especialmente en mí? —Como pese a todo él no hablaba, Demelza dijo—: ¡Ross!

—No —dijo Ross con voz neutra.

—No podría ocurrir de nuevo… y menos con un hombre como el capitán Adderley.

—Entonces deberías aclarárselo.

—¿Cómo?

—No tienes que alentarle.

—¡No le aliento! ¡Tengo que mostrarme cortés!

—¿Por qué?

Ella hizo un gesto de desesperación.

—Ross, a veces eres muy duro. Sí, lo eres. Estoy… vengo a Londres por primera vez. Es una sociedad nueva. Soy tu esposa… Sí, tu esposa y no sólo de nombre, no sólo en el mero acto, después de tanto tiempo. Me siento feliz, entusiasmada, y veo muchas cosas nuevas. Se me acerca un hombre y comienza a dirigirme cumplidos. Es… un individuo educado, miembro del Parlamento. ¿Le vuelvo la espalda para complacerte? ¿Le abofeteo para complacerte? ¿Me siento en un rincón y rehúso contestarle? ¡En ese caso, sería mejor no haber venido!

—Sería mejor que jamás hubieses venido, si tu estancia aquí autoriza a ese hombre a manosearte. Ya debe conocer todos los huesos de tu brazo izquierdo, de la muñeca al hombro.

Se hizo el silencio.

—Entonces, dime qué debo hacer —pidió Demelza—. ¿Quieres que vuelva a casa?

—¡Claro que no!

—Entonces, dime cómo debo comportarme.

—Sabes muy bien cómo debes hacerlo.

—¡Eso no es justo! De todos modos —dijo Demelza con acento de rebeldía—, no es hombre de aceptar negativas. Dijo que vendría a buscarme el próximo lunes, cuando tú estés en la Cámara, para ir a Vauxhall.

—¿Y tú irás?

—¡De ningún modo! Habré salido… o me sentiré mal. Es posible que la fiebre que yo alegue enfríe su ardor… quizá me pinte unas manchas en la cara y lo mire por la ventana. Ross, no permitas que esto eche a perder nuestra visita a Londres…

—No —dijo él—, no —y le rodeó los hombros con el brazo—, pero uno no siempre puede dominar o encauzar sus propios sentimientos. Cuando te veo con otro hombre, y él te toca y te presiona… mi mente… o algo que ella contiene… evoca antiguos sentimientos, ideas y rencores. Que no son tan antiguos.

Demelza se apretó contra el cuerpo de Ross, y durante largo rato nada dijo; pero ahora no tenía tanto sueño.

IV

A la mañana siguiente llegó un canasto de flores. Ross propuso arrojarlas a la calle, pero Demelza no podía tolerar esa actitud. Las flores le parecían objetos de interés y placer, y poco importaba de dónde viniesen y además el ramo incluía algunas que ella no había visto nunca.

Pasaron el domingo con Dwight y Carolina. Cabalgaron hasta un lugar situado más allá de la aldea de Hampstead, y almorzaron y cenaron con sus amigos. El lunes por la mañana llegaron más flores. Y a las cinco y media Carolina fue a buscar a Demelza para dirigirse a otro teatro real, en Covent Garden. Eran más de las nueve y Demelza, que tenía la sensación de que estaba comiendo demasiado, rechazó la invitación de regresar a Hatton Garden para cenar, y dijo que tomaría un bocado en su casa. Carolina la dejó allí y Demelza subió y vio luces en su sala. Se acercó de prisa, creyendo que Ross había regresado, y encontró a Monk Adderley instalado en una silla.

Vestía un traje azul celeste de finísima seda y tenía la camisa adornada con botones de ámbar.

—Oh, bien venida —dijo Adderley, y con movimientos lentos se puso de pie—. Me tuvo esperando, pero no importa. El placer es aún mayor.

—¿Cómo entró?

—Por la puerta principal y subiendo la escalera. No fue difícil. —Se inclinó sobre la mano de Demelza y ella vio la cicatriz en el cuero cabelludo.

—¿La señora Parkins le permitió entrar?

—Sí. Dije que era su hermano. Un recurso muy sencillo. —Adderley retiró el guante de la mano de Demelza y aplicó los labios al dorso de la muñeca—. Siempre creo en la sencillez. Por ejemplo, cierta vez, el año pasado, deseaba entrar en las habitaciones de una joven mientras, su vieja y espeluznante madre estaba abajo e inspeccionaba a todos los que subían. De modo que vestí las ropas de una costurera, ¡y la vieja me dejó pasar sin chistar! Representé bastante bien el papel de una muchacha.

—Lo siento —dijo Demelza—. Capitán Adderley, debo pedirle que se retire.

—¿Qué me retire? ¿La ofendo? ¡Qué bien arregló mis flores!

—Le agradezco que me las haya enviado. —Demelza se arrodilló y atizó el fuego, y mientras agregaba dos pedazos de carbón se tomó tiempo para pensar—. Pero eso no le autoriza a… a…

—¿A entrar en sus habitaciones con una estratagema? Oh, vamos. No tenía otro modo de encontrarla sola.

—¿Para qué quiere encontrarme sola?

—Querida, consulte al espejo.

—Capitán Adderley, estoy… casada.

—Oh, sí. Lo sé. —Un atisbo de diversión en su voz.

—Y a mi marido no le agradará verlo aquí.

—No me verá. Aposté afuera a un hombre que le retrasará el tiempo suficiente para permitirme salir por el fondo. Pero es improbable que aparezca durante las próximas dos horas. Están discurseando interminablemente acerca de la milicia.

—Por favor, váyase. No deseo llamar a la señora Parkins.

—Yo tampoco deseo que usted lo haga. Pero ¿no podemos por lo menos charlar un rato?

—¿Acerca de qué?

—Del tema que usted prefiera. La vida. El amor. Las cartas. Le hablaré de los hombres a quienes maté.

—La próxima vez que nos veamos.

Él se acercó a un vaso.

—Mire estas. ¿Las ve? ¿Sabe cómo se llaman estas flores?

—No.

—Se llaman dalias. D-A-L-I-A-S. Las trajeron a Inglaterra con el fin de que los pobres las comieran en lugar de la patata. Pero a los pobres no les agrada el sabor; de modo que ahora se vende no la raíz, sino la flor. Mientras hablaba él se había acercado de nuevo a Demelza, pero ella se apartó.

—Habrá visto que no tienen perfume.

—He observado eso.

—Permítame quitarle la capa.

—Me la quitaré cuando usted se haya marchado —dijo Demelza.

Adderley la miró con los ojos entrecerrados.

—¿Me teme?

—De ningún modo.

—¿Le desagrado?

—No…

—Parece un tanto insegura. ¿Teme lo que puedo hacerle? ¿Su marido es el único hombre a quien ha conocido? ¿No desea conocer los más delicados refinamientos del amor?

—Capitán Adderley, ¿realmente se refiere al amor?

Adderley se encogió de hombros.

—Llámelo como quiera. Puedo ofrecerle una refinada instrucción en todos estos aspectos.

Hubo una pausa momentánea. Él apoyó suavemente los dedos en el seno de Demelza y los dejó reposar allí, leves como una pluma. Y con el mismo movimiento sereno ella se apartó de nuevo.

—¿Ve? —dijo Adderley. Ella se volvió.

—¿Qué veo?

—Con qué rapidez reacciona.

—Usted se lisonjea.

—¿De veras? Permítame probarlo. Demelza negó con la cabeza.

—Estoy… profundamente enamorado —dijo Adderley—. No crea que es una afición trivial. Usted es una mujer encantadora.

—Yo… me siento muy halagada —dijo Demelza—. Pero…

—Sentémonos, y le explicaré lo que siente.

—Discúlpeme.

—¿Por qué es tan dura?

—¿Dura? De ningún modo. Ocurre sencillamente que no siento lo que usted desearía que sintiera.

—Eso puede cambiar, se lo aseguro. Poseo un remedio infalible, y se lo explicaré…

—Ahora no. En otra ocasión, señor.

Se miraron fijamente.

—Por Dios, tiene un acento extraño. Imagino que de la región occidental.

—De allí provengo.

—Bien, me gusta. ¿Grita cuando un hombre la posee?

Ella respiró hondo.

—Dentro de un momento… creo que dentro de un momento usted me llamará mojigata, de modo que más vale que lo diga ahora para ahorrarle la molestia…

—Señora, usted me atribuye palabras que…

—¿Es usted un caballero?

Él se sonrojó.

—Confío en que lo soy. —Era la primera vez que ella veía cierto color en el rostro del hombre.

—Entonces… perdóneme, como usted bien dice, provengo de la región occidental y no conozco las costumbres de Londres… pero ¿no es obligación del caballero retirarse cuando una dama se lo pide?

Los ojos de Adderley chispearon.

—Sólo cuando el caballero ya ha entrado.

La respuesta definió la situación. Demelza se acercó a la cuerda de la campanilla.

—Me parece que esa observación es… un poco ofensiva. Le ruego que se retire.

Él la miró un momento más, sopesando las probabilidades. Extrajo un pañuelo y se frotó la nariz.

—Quizá pueda visitarla en otra ocasión.

—Se lo ruego.

Adderley emitió una risita burlona.

—¡Por Dios! —dijo—. Ya sé qué ocurre. ¡No tiene miedo de mí, sino de su marido! ¿Le pega?

—Sí, a menudo.

—Cuando se le canse el brazo —dijo Monk Adderley—, dígale que me llame. Buenas noches, señora Poldark.

V

La segunda semana de los Poldark en Londres no fue tan agradable como la primera. Demelza informó a Ross de la visita de Adderley, aunque le ahorró los detalles. Era mejor que se enterase por ella y no que lo descubriese casualmente y creyera que Demelza le engañaba. Ross dijo a la señora Parkins que en el futuro nadie debía entrar en las habitaciones cuando ellos no estaban, y que no debía aceptar ningún pretexto. Pero la relación entre Ross y Demelza no volvió al estado anterior. Les envolvía una atmósfera de situaciones no explicadas y mal aclaradas que bien podían originar una explosión inesperada.

Visitaron la Academia Real y el Museo Británico, y a comienzos de la tercera semana cenaron con los Boscawen en su residencia de la calle Audley. No fue una situación tan difícil como había temido Demelza, pues la madre del vizconde, viuda del gran almirante, era una anciana vivaz y en la situación dada compensó la ausencia de la señora Gower.

Después que las damas se retiraron, los dos hombres comentaron la invasión a Holanda, la cual después de los primeros éxitos comenzaba a atascarse a causa de los problemas de abastecimiento y de las vacilaciones de los generales y los almirantes, que no deseaban afrontar mayores riesgos. Lord Falmouth observó secamente que había oído decir que el capitán Poldark ya era banquero, y Ross explicó el carácter real del episodio.

—Supongo que no creerá que este asunto contradice mis obligaciones con usted como miembro del Parlamento.

—No… y tampoco creo que usted me prestara mucha atención si yo respondiese afirmativamente.

—Milord, usted es injusto conmigo. Tendría en cuenta todo lo que usted me dijese. Aunque, sin duda…

—Sí, en efecto.

—Pero abrigo la esperanza de que ahora existan menos motivos de discrepancia entre usted y lord de Dunstanville…

Lord Falmouth estornudó.

—Basset tiene demasiada iniciativa, y siempre fue así. Se muestra muy activo en el condado. En ciertos casos sus actos son dignos de elogio, pero la mayoría de las veces se ocupa sólo de su propio beneficio. De todos modos, creo que el título de par en cierto modo lo tranquilizó… Entiendo que ahora Hawkins protege a los Warleggan. Si conozco a sir Christopher, no dudo de que lo hace por un buen precio.

—Y George Warleggan seguramente está dispuesto a pagarlo.

—Es interesante —dijo Falmouth, apartando un resto de rapé—. Si todo lo que usted dice acerca de los Warleggan es cierto, la presión que ellos ejercieron sobre el banco de Pascoe sólo consiguió facilitar a Pascoe la conquista de una posición más sólida, y convertir al segundo destinatario de la maniobra —usted mismo— en socio del nuevo banco de Cornwall.

—Creo —dijo Ross— que Harris Pascoe preferiría con mucho tener su propio banco y no participar de esta nueva institución; pero es cierto que el éxito de los Warleggan fue muy limitado, por lo que a mí respecta, no creo que la designación posea verdadera importancia… pero sí es extraño el desenlace de todo el asunto.

—Yo le apoyaría —dijo lord Falmouth—, si todo es exactamente como usted lo ha explicado.

El lunes siguiente la Cámara debía debatir el nuevo Tratado de Alianza con Rusia. El tema no interesaba demasiado a Ross, pero era probable que participaran algunos de los oradores más famosos. Lord Holland se proponía presentar una enmienda y era probable que Pitt y Fox interviniesen. De modo que fue a la Cámara a las tres, deseoso de ocupar un asiento cómodo para escuchar el debate que se iniciaría a las cuatro.

Pero la rutina usual de los asuntos tratados por la Cámara incluía la consideración previa de ciertos proyectos menores, sometidos a debate o a enmienda. Y en uno de ellos, referido a los auxilios prestados a los soldados y los marineros incapacitados, en lugar del método acostumbrado, que era levantar la mano, se pidió la división de los votos. Ross tenía interés suficiente para votar en favor del proyecto.

Cuando se proponía la división, salía únicamente uno de los bandos y eran contados a medida que volvían a la Cámara. El otro bando permanecía en su lugar. Correspondía al speaker indicar cuál de los dos grupos debía salir, pero normalmente elegía a los que proponían y apoyaban un proyecto. Así ocurrió en este caso, y tal vez Ross hubiera debido comprender que no le convenía salir.

En una Cámara que con dificultad permitía sentar a trescientas personas, cuando el número total de miembros se elevaba a 558, era probable que antes de un debate importante escasearan los asientos; y en la Cámara regía la costumbre de que el miembro que abandonaba su asiento para votar no tenía derecho a reclamarlo. De ahí que los miembros a menudo se abstuviesen de votar por un proyecto que contaba con su aprobación, pues no deseaban perder su puesto. Y por lo mismo, una táctica usual era pedir la división de votos, pues era sabido que el número de personas dispuestas a salir del recinto era menor que el de las que se hubieran limitado a aprobarlo verbalmente.

En este caso, el proyecto fue aprobado en primera lectura por una mayoría de trece votos, pero cuando Ross regresó descubrió que el capitán Monk Adderley había ocupado su asiento.

—Ah… —dijo Ross.

Adderley le miró con los párpados entrecerrados.

—¿Perdió algo, Poldark?

—Sí… mi asiento.

—Querido, no podrá recuperarlo. Como usted bien sabe, aquí no hay nada que pueda llamarse mi asiento. Tendrá que acomodarse al fondo, ¿sabe?

Un hombrecito regordete que estaba al lado de Monk sonrió, pero mantuvo los ojos bajos.

—¿Y hay algo que yo pueda llamar mis guantes? —preguntó Ross.

—¿Sus guantes? Usted sabrá, Poldark. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque los dejé aquí. Quizás usted esté sentado sobre ellos.

—¿Yo? —dijo Adderley y bostezó—. De ningún modo, querido. Ni los tocaría. Vea, ya no me interesa ninguna de sus… posesiones usadas.

Tanta gente continuaba entrando —varios de los que habían regresado trataban de apretarse en los asientos—, mientras un hombre que estaba de pie ahora hablaba o trataba de hablar acerca de otro proyecto, que sólo una docena de personas presenció el movimiento brusco que sobrevino en los últimos bancos. La mano de Ross había volado y aferrado a Adderley por la corbata. Adderley se vio alzado en vilo. Con la otra mano, Ross recogió sus guantes y Adderley cayó de nuevo con fuerte golpe.

—¡Orden! ¡Orden! —gritaron algunos diputados.

—Le ruego me disculpe, Adderley —dijo Ross, y le entregó el sombrero, que había caído—. Estaba seguro de encontrar mis guantes. Le ruego me perdone, señor —dijo, con una reverencia al speaker y salió de la Cámara.

VI

Unas dos horas después el señor John Craven llegó a la calle Jorge y entregó una carta. Decía:

Estimado Poldark:

El insulto que usted me hizo en la Cámara es de tal carácter que no admite disculpa. Sé que usted es un infame matón y creo que toda su exhibición de coraje es la máscara de una disposición cobarde. Por lo tanto, deseo ofrecerle la oportunidad de mostrarme si este epíteto está o no bien aplicado.

Deseo que nos encontremos en Hyde Park el miércoles a las 6 de la mañana, con un par de pistolas cada uno, para ajustar nuestras diferencias. Mi padrino, el señor John Craven, lleva esta carta y desea que usted le indique a quién designará para representarlo.

Deseo que este encuentro se mantenga en absoluto secreto, por razones que usted entenderá fácilmente.

Soy, señor, su humilde servidor.

Monk Adderley.