Los primeros cinco días en Londres fueron deliciosamente felices. La ciudad era como un cofre colmado de tesoros. Demelza extraía incansable un objeto tras otro, sin que le desalentaran, aunque a menudo la ofendían la miseria y la degradación. Al fondo de la calle Jorge estaba uno de los muchos muelles marcados por dos postes pintados con rayas de diferentes colores; allí esperaban barqueros con pantalones rojos y azules y gorro rojo, que llevaban a sus clientes por todos los rincones de la ciudad. Cobraban seis peniques hasta Westminster y lo mismo hasta San Pablo, cuya gran iglesia parecía más monstruosa e impresionante que la Abadía, a pesar de que estaba desfigurada por el conglomerado de casas sórdidas y ruinosas que la encerraban, por las carnicerías cuyos desechos malolientes iban a parar a la calle, y por el hedor omnipresente de la zanja de la calle Fleet.
El tiempo aún era bueno y el sol brillaba luminoso. Un día fueron en carruaje a Paddington y después caminaron hacia el este, en dirección a Islington, con las colinas al norte y toda la ciudad extendiéndose hacia el sur. Fueron a los Jardines Vauxhall y a Ranelagh, y visitaron a Carolina en la casa de su tía, en Hatton Garden. Se esperaba la llegada de Dwight al día siguiente, y Carolina estaba muy atareada con la recepción que debía celebrarse en casa de la señora Tracey la noche del veinticuatro. Al verla tan entusiasmada en la tarea, Ross se preguntó si sería capaz de adaptarse a la vida de la esposa de un médico rural. Sin embargo, recordaba haber visitado la misma casa años antes, cuando Carolina y Dwight aparentemente habían roto para siempre. Recordaba que entonces la había visto pálida y abstraída. Y recordaba también el período de la prisión de Dwight, cuando parecía que ella vivía sólo de día en día. Era indudable que Carolina necesitaba a Dwight. Pero también necesitaba que su vida tuviese cierto estímulo, cierto movimiento social, quizás una misión o una tarea.
Para salir de noche, Demelza había traído el vestido que había encargado durante los primeros tiempos de su vida conyugal y el que había comprado tres años antes, para la boda de Carolina aunque este último lo usaba poco. Carolina negó amablemente con la cabeza. Aún podía ser perfecto para Cornwall pero no servía para la temporada londinense de 1799. Las modas habían cambiado. Todo era más sencillo, más delicado y liviano. («Eso veo» dijo Demelza). La cintura se llevaba más alta, casi bajo la axila, y tanto de día como de noche. El cuello y el busto estaban muy descubiertos, pero todavía podían ocultarse total o parcialmente con un velo de chiffon. En el cabello, plumas de avestruz o algunas perlas. Demelza dijo que todo eso era interesante. ¿Por qué tanta gente llevaba anteojos en Londres? Quizá porque usaban más luz artificial, aunque por otra parte, podía decirse que estaban de moda. Demelza observó que a su juicio la gente de Londres hubiera estado muy dispuesta a caminar con muletas si alguien hubiera dicho que estaban de moda. Carolina no lo dudaba. En todo caso, pensó Demelza, no había tiempo para confeccionar la ropa nueva que debía usar al día siguiente. Y tampoco podía pagar los precios de Londres.
—Te llevaré a mí tienda, la de Phillips. La señora Phillips tiene muchos vestidos medio terminados y puede modificarlos y terminarlos en veinticuatro horas. Con respecto al pago, puede cargarse a mi cuenta. Pago anualmente y tú puedes devolverme el dinero cuando te parezca bien.
—En Londres hasta el aire cuesta —dijo Demelza.
—Bien, ¿para qué sirve el dinero sino para gastarlo? Se lo preguntaremos a Ross, pero sólo después de gastarlo.
—Espero que tú comprendas lo que diga esa señora Phillips —observó Demelza, cuya resistencia comenzaba a debilitarse—. A menudo no entiendo lo que dice la gente del pueblo. Es casi como un idioma extranjero.
—Oh, no te preocupes. Verás que la señora Phillips es muy amable.
—Tampoco eso —agregó Demelza— me agrada demasiado.
Pero fue a la tienda, del mismo modo que la mariposa se acerca a la llama. Sombras de aquel pasado en el que Verity por primera vez la había llevado a la tienda de la señora Trelask… El pequeño y doméstico taller de costura de Truro, donde sonaba una campanilla cuando se franqueaba el umbral y el visitante podía caerse si no veía a tiempo los dos peldaños sumidos en la oscuridad. La señora Phillips tenía un salón, aunque no muy espacioso, sólo elegante y discreto. Uno se sentaba en un lugar parecido a un recibidor, con cortinas de seda y encaje y mullidos sillones dorados, y una mujer que parecía una condesa venida a menos traía una serie de vestidos, presentados y examinados individualmente, que luego desaparecían antes que el salón comenzara a exhibir cierto aire de desorden.
Después de rechazar tres modelos porque opinó que eran indecentes, Demelza miró con agrado una prenda de satén color durazno, que no sólo era de material opaco sino que respondía a un diseño ligeramente más discreto. Antes de poder hablar del precio se acordó que la señora Phillips terminaría y entregaría el vestido en el número 6 de la calle Jorge, «a esta misma hora mañana,» y que a su debido tiempo la cuenta llegaría a manos de la señora Enys.
—Me siento una mujerzuela —dijo Demelza cuando salieron de nuevo a la calle ruidosa.
—Exactamente lo que debes tratar de parecer —dijo Carolina—. Es la ambición de todas las mujeres respetables.
—¿Y las mujerzuelas tratan de parecer respetables?
—Bien, no siempre. Ahora, debo darme prisa, pues aún tengo mucho que hacer y Dwight vendrá esta noche. Toma ese coche… nos veremos mañana por la tarde.
El 24 de septiembre fue martes. Al amanecer caía una ligera lluvia. Demelza se asomó y vio paraguas que subían y bajaban por la calle. Vio también a la criada que traía los zapatos que había lustrado la noche anterior. Pero hacia las once las nubes se abrieron y apareció un sol brumoso, muy oscurecido por la masa de humo. Los adoquines pronto comenzaron a secarse. Carolina, Dwight y Demelza vieron la procesión real desde sus asientos en Whitehall. Los carruajes dorados, las bandas, los regimientos, los briosos caballos de la guardia. Gracias a los éxitos del ejército y la marina, una oleada de patriotismo recorría el país y el viejo rey fue vitoreado a lo largo de la calle.
La recepción en Portland Place debía comenzar a las nueve. Se decía que estaría presente el propio príncipe regente. Ross había pedido un carruaje para las nueve y cuarto y Demelza pensó que era demasiado tarde; pero él no cambió de idea. Demelza comenzó a prepararse a las ocho y a las nueve menos cuarto se puso el vestido nuevo.
Cuando Ross se volvió para mirarla dijo:
—Muy bonito. Pero ¿dónde está el vestido?
—¡Es este! ¡Es lo que compré!
—Es una enagua.
—Oh, Ross, ¡estás provocándome! Sabes muy bien que no es una enagua.
—¿Quieres que vaya en camisa y calzones?
—¡No, no, no debes burlarte! Necesito que me inspires confianza y no… no…
—Eso lo conseguirás con oporto.
Ella le dirigió una mueca.
—Y esto es para el cabello —dijo Demelza, y le mostró la pluma.
—Bien, no sé qué diría tu padre si pudiese verte.
—Ross, es la moda. Carolina insistió.
—Sé cómo insisten las mujeres. ¡Y estoy seguro de que tú protestabas a gritos y decías no, no, no!
—Bien, sí, protesté. Y este es el más decente de los vestidos que me mostraron. Carolina dice que algunas mujeres se mojan el vestido antes de ponérselo, para que les ajuste más.
—Querida, si tú mojas algo te sacudiré una bofetada.
Demelza hizo una pausa, mientras él se anudaba la corbata.
—Pero, Ross, te gusta, ¿verdad? Aún tengo tiempo de cambiarme.
—¿Y usarías el vestido viejo para complacerme?
—Por supuesto.
—¿Y te sentirás muy mal toda la noche?
—No me sentiré mal. Soy tan feliz.
—Sí… eso parece. ¿Por qué eres feliz?
—Por supuesto, por ti. Por ambos. ¿Necesito decirlo?
—No —dijo él—, quizá no…
Un reloj dio las nueve.
—Lo irritante del caso es que las mujeres bellas parecen bellas no importa qué se pongan. ¿O debo decir casi no importa? Bien… —La miró—. Pensándolo bien, me gusta tu vestido. Creo que tiene cierta elegancia. Sólo me desagrada un poco que tantos hombres vean tanto de ti.
—Tendrán muchas mujeres más a quienes mirar. Mujeres que dedicaron toda su vida a ser bellas.
—Y hombres también. Es difícil abrochar estos malditos botones.
—Déjame ver. —Demelza se acercó y se ocupó de abrochar los botones de las mangas.
—Creo —dijo Ross, mirando los cabellos cepillados y bien peinados de Demelza—, creo que iré en camisón. Quizás así origine una moda nueva.
II
Portland Place era una de las calles más anchas y mejor iluminadas de Londres. Una formación de carruajes y sillas de mano esperaba su turno frente a la entrada en forma de pórtico, con una alfombra azul extendida bajo un dosel carmesí. Bellas criaturas lujosamente vestidas subían los peldaños, seguidas por hombres apenas menos brillantes. Cuando le llegó el turno, dos lacayos de peluca blanca se acercaron para abrir la puerta del carruaje y ayudar a descender a Demelza. Durante un momento pareció que eran el centro de un círculo de luz brillante, en cuya periferia un mar de rostros les espiaba codiciosamente, mientras centenares de rotosos espectadores miraban y juzgaban. Después, entraron en la casa, entregaron las capas a otros lacayos y subieron un corto tramo de peldaños mientras un hombre con sonora voz de tenor gritaba:
—El capitán y la señora Poldark.
Los recibió Carolina, luminosa con su vestido verde, el pecho adornado por joyas que jamás nadie había visto en Cornwall, y los presentó a las dos anfitrionas: su tía, la señora Pelham, cuyo acompañante era un hombre alto, el honorable Saint Andrew Saint John (presumiblemente el diputado por Bedfordshire), y la señora Tracey, acompañada por lord Onslow. Después vieron a Dwight, que vestía un traje nuevo de terciopelo negro. Poco más tarde caminaron unos pasos y recibieron copas de vino, y por fin llegaron a una enorme sala de recepción, ya más que medio llena de gente que charlaba, bebía, e intercambiaba saludos de un asiento a otro.
Mientras caminaban, Dwight había tomado del brazo a Ross y le dijo:
—Una advertencia. Es probable que vengan los Warleggan. La señora Tracey los invitó. Pero será fácil esquivarlos.
Ross sonrió sombríamente y dijo:
—No tema. Los evitaremos.
En realidad, George y Elizabeth llegaron poco después en compañía de Monk Adderley y de una joven llamada Andrómeda Page, una bostezante y semidesnuda belleza de diecisiete años, a quien Monk acompañaba temporalmente en sus paseos por la ciudad. Descubrieron casi inmediatamente a los Poldark, pero se instalaron en el extremo opuesto de la sala y ya no se los vio más.
Los Warleggan habían llegado a Londres apenas dos días antes, y se habían instalado en el número 14 de la calle del Rey cerca de Grosvenor Gate; habían traído con ellos a Valentine pues la fiebre escarlatina se había difundido tanto en Truro que no era probable que Londres presentara más peligro, y sobre todo tan cerca de los verdes prados de Hyde Park. El viaje desde Cornwall se había parecido a una procesión real, pues habían venido en su propio carruaje tardando doce días en recorrer el trayecto. Durante el año en que había sido miembro del Parlamento, George se había ocupado asiduamente de hacer relaciones útiles, y esa actitud le había rendido buenos dividendos. Había escrito con bastante anticipación a varias personas para decirles que probablemente iría a Londres, y no eran muchos los caballeros rurales que deseaban ofender a un hombre muy rico que tenía una esposa bonita y bien relacionada. En consecuencia, a lo largo del camino habían tenido que pasar sólo dos noches en las posadas de la ruta.
Esta noche, George se sentía muy animado; Monk le había informado de que el propio George había sido aceptado en «White,» uno de los clubs más selectos de Londres. Además, esa mañana había mantenido una conversación con Rogers Wilbraham. A diferencia del capitán Howell, Wilbraham no era nativo de Cornwall ni necesitaba dinero, y su primera reacción ante la sugerencia de que renunciara a su escaño por San Miguel no había sido muy positiva. De buena gana aceptaría dinero para renunciar, había dicho entre risas, siempre y cuando George le ofreciera otro escaño. De otro modo, el trato no le interesaba, pues conseguir otro puesto probablemente le costaría tanto como lo que recibiría de George y, en ese caso, ¿qué ganaría? Wilbraham había impedido que la situación permaneciera en ese callejón sin salida, al agregar:
—Pero vea, amigo, hasta aquí he defendido los intereses de Scawen. No tengo convicciones firmes. Con la misma facilidad puedo representar los intereses de Warleggan. Puede contar conmigo. —Parecía una solución cómoda, y George había aceptado la sugerencia. Si Wilbraham creaba dificultades, siempre habría modos de obligarle a renunciar. Lo que importaba era que ahora George controlaba dos escaños, y esa era una base apropiada para negociar con el gobierno.
Elizabeth tenía el rostro levemente redondeado, pero su cuerpo aún no había engordado. Esa noche, su figura mostraba una dignidad y una belleza especiales, pues durante casi todo el día se había sometido a las atenciones de un peluquero que había avivado el rubio descolorido de sus cabellos hasta que estos acabaron brillando como una corona. Como de costumbre, vestía de blanco, y esta vez llevaba un vestido de estilo griego, una capa liviana y suelta sobre una túnica muy ajustada, adornada con cadenas de oro, los pies calzados con sandalias y medias color carne, el abanico con una cadena de oro y un minúsculo bolso dorado con un frasquito de perfume y un pañuelo.
—Querida —dijo Monk Adderley—. Parece Helena de Troya.
Ella le dirigió una cálida sonrisa y miró al grupo cada vez más nutrido de invitados.
—Cuando termine la guerra, abrigo la esperanza de viajar, si logro persuadir a George. Me agradaría ver Grecia y las islas. Quisiera ir a Roma…
—Cuidado —dijo Adderley—, no me agrada saber que usted está dispuesta a distraerse con el paisaje.
—¿Por qué no? —sonrió Elizabeth—. ¿Quién es ese hombre?
—¿El individuo de cuerpo grueso? ¿No le conoce? El doctor Franz Anselm… querida, un hombre que gana más dinero con las damas que los restantes médicos de Londres. ¿Desea concebir? Él lo consigue. ¿Desea no concebir o interrumpir lo que ya concibió? También de eso se ocupará. ¿Quiere conservarse joven y fascinar a su marido? —o al marido de otra mujer— él le recetará una pócima apropiada. ¿Tiene desagradables verrugas? Él se las quitará. ¿No oyó hablar del Cordial Balsámico contra la Decadencia Natural de las Damas del doctor Anselm?
—¿Un charlatán?
—Dios mío, ¿de quién no puede decirse lo mismo en la profesión médica? Todos tienen sus panaceas. Pero entiendo que las suyas son más eficaces que la mayoría.
—Lástima que no pueda recetarse algo que acentúe su propia belleza. ¿Por qué dice que no debo mirar el paisaje?
—Bien, no debe admirarlo. Querida, algunos poetas modernos me ofenden hasta la irritación. Tienen una visión romántica de la vida. Es tan vulgar, tan mediocre. ¿Por qué tenemos que contemplar las montañas y los lagos como si en realidad nos interesaran? Personalmente, cuando atravieso los Alpes siempre bajo las cortinas de mi carruaje.
—¿Y quién es ese hombre que entra ahora? —preguntó Elizabeth—. Tiene cieno parecido con el doctor Anselm, pero es más bajo.
—Ese, querida, es otro individuo que posee cierta importancia en el mundo, aunque no dudo de que en su condición de antigua tory usted lo desaprobará… lo mismo que yo. Me agradaría abofetearlo por los errores que cometió en la guerra. El honorable Charles James Fox. Y esa es su esposa, la exseñora Armistead, a quien desposó hace apenas cuatro años.
El corpulento doctor Anselm pasó cerca, balanceándose. Tenía las cejas como babosas negras, espesos cabellos negros que no se dignaba cubrir con una peluca y un estómago que comenzaba en el pecho que le precedía cuando caminaba. El señor y la señora Fox se desviaron en sentido contrario.
—Ah —dijo Monk—, ese hombre, ese individuo alto, es lord Walsingham, presidente de los comités de la Cámara de los Lores. Y detrás, el individuo más joven es George Canning, secretario de asuntos exteriores. Me alegro de que hayan venido algunos miembros del gobierno, porque de lo contrario estaríamos rodeados de disidentes. Dígame, ¿dónde compra George sus zapatos?
—¿George? No lo sé.
—Bien, no lo hace donde corresponde. Dígale que vaya a Rymer. Querida, allí son perfectos. Y que compre sombreros en Wagner. Siempre se debe usar lo mejor.
—Estoy segura de que George coincidirá con usted —dijo Elizabeth con cierta ironía, y para mostrarse cortés se dirigió a la señorita Page. Así volvió a formarse el grupo.
Ross y Demelza conversaban con un tal señor John Bullock y su esposa. Bullock era representante por Essex, era un hombre de edad, tenaz opositor de Pitt aunque él y Ross se mostraban mutua simpatía y se respetaban. Se les unió el barón Duff de Fife y su hija, que usaba un sorprendente collar que parecía una corona de fuego alrededor de su cuello.
Cuando quedaron solos, Demelza dijo a Ross:
—¡Cuánta riqueza hay en Londres! ¿Viste eso? ¡Qué diamantes! Y al mismo tiempo, qué poca riqueza.
—¿Cómo dices?
—Qué poca riqueza. ¡Esos rostros, cuando entramos! Estarían dispuestos a pelear por seis peniques. A veces me parece… de lo poco que he visto… que la mitad de Londres está en guerra consigo misma.
—Explícate, querida.
—Bien, ¿no es así? Tantos delitos. Es como un… un volcán. En las calles… esas pandillas que esperan una víctima en las esquinas. Los borrachos y los matones. Los ladrones, las prostitutas y los mendigos. La gente que arroja piedras. Las peleas con garrotes. El hambre. Y después esto. Todo este lujo. ¿Así era en Francia?
—Sí. Pero peor.
—A veces comprendo lo que sientes.
—Me alegro de que tú también lo sientas. Pero no permitas que eso te eche a perder la velada.
—Oh, no. Oh, no.
Ross la miró.
—A veces creo que nuestro dominio de los acontecimientos es más o menos el mismo que puede tener una paja arrastrada por la corriente.
Pocos minutos después los Warleggan aparecieron al fondo del salón.
—¿Espera otro hijo Elizabeth? —preguntó Demelza.
—¿Qué? —Ross la miró—. ¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Pero su apariencia…
—Es muy posible que así sea —dijo Ross después de un momento—. Tuvo un desmayo el día de la inauguración del hospital. Felizmente para mí, porque de lo contrario hubiera cruzado palabras duras con George… palabras duras o algo peor, y en ese caso, estoy seguro de que Francis Basset no hubiera creído que yo fuera un socio adecuado para su banco.
—Briznas de paja en una corriente —dijo Demelza—. ¡Qué afortunados hemos sido!
Al fondo del salón, Adderley dijo a George:
—¿Realmente, querido amigo, asistió y escuchó el discurso del trono?
—Sí —dijo George.
—¿Todas esas estupideces acerca de la milicia? Yo no podría soportarlo. Paso mi tiempo en Boodles. Como usted sabe, está todo arreglado. La elección se realiza en noviembre. Y puedo obtener el apoyo necesario.
—Se lo agradezco, Monk. Veo que Poldark está aquí.
—El noble capitán. Sí. Ese hombre no le agrada, ¿verdad?
—No.
—Los nativos de Cornwall se toman muy en serio. ¿Por qué disputan así? ¿Quién es la dama que le acompaña?
—Su esposa. Se casó con su fregona.
—Bien, es hermosa.
—Así opinan ciertos hombres.
—¿Hombres que la consiguieron?
—Probablemente —respondió George, movido por su antigua malicia.
Adderley dejó su copa sobre una mesa y paseó los ojos por el salón.
—El peinado es provinciano. Lástima. El resto está bien.
—Oh, sin duda se vistió en Londres.
—En tal caso, habría que desvestirla en Londres, ¿no le parece? No puedo soportar a las campesinas virtuosas.
—No son tantas como usted cree.
—Oh, sí, lo sé, querido amigo. A decir verdad, ¿hay por lo menos alguna en todo el país? Bien, ya conoce mi principal motivo de orgullo.
—¿Cuál es?
—Nunca permito que una mujer se vaya con las manos vacías.
—Debería probar suerte.
—Lo haré. ¡Drommie!
—¿Sí? —dijo la joven.
—Ven conmigo. Quiero presentarte a un hombre.
III
—Aquí viene Adderley —dijo Ross en voz baja.
—¿Quién es?
—Un amigo de George. Estuvo en Trenwith el último verano. Miembro del Parlamento. Excapitán de un regimiento de infantería, como yo. Un individuo de carácter desordenado.
—¿Más que tú?
—Diferente.
—¿Con su esposa?
—Lo dudo.
Demelza miró al hombre mientras este se acercaba, erguido, delgado como un poste, el rostro pálido. Vestía una chaqueta de seda y bombachos verde oliva, las solapas con filetes de plata.
—¡Mi estimado Poldark, no le he visto en la inauguración! ¿Puedo presentarle a la señorita Drommie Page? El capitán Poldark. ¿E imagino que la señora Poldark? Enchanté. Presumo que el rey no leyó realmente su discurso, ¿no?
—No. Lo leyeron por él. ¿Usted no estuvo allí?
—No, querido amigo, por eso no lo vi. Es aburrido que a uno lo llamen tan pronto a Londres sólo para aprobar un flatulento proyecto relacionado con la milicia. El mal olor todavía no se disipó. ¿Vive lejos, señor Poldark?
—En Cornwall.
—Por supuesto. ¡Su marido no sólo representa el interés de Boscawen, sino que vive allí! ¡Una situación inmejorable!
Conversaron unos minutos. Los ojos ofídicos de Adderley recorrieron calculadores el rostro y la figura de Demelza, y ella le sonreía de tanto en tanto para después apartar los ojos y posarlos en el color y las luces, en las figuras que se paseaban y charlaban, en las palmeras, y en la música que venía de una habitación contigua.
—Que me cuelguen —dijo Monk y se frotó la nariz con un pañuelo de encaje—. Estoy hambriento como un caníbal. ¿Vamos a cenar, señora Poldark?
—Que me cuelguen también a mí —dijo Demelza, y volvió a mirar el salón.
—¿Entonces?
—Lo siento, señor, pero estoy comprometida.
—¿Con quién?
—Con mi marido.
—¡Su marido! ¡Querida, eso es inconcebible! ¡No se permite que los casados coman juntos! No se permite tal cosa en la sociedad londinense.
—Lo siento. Pensé que era… Pero si usted se siente caníbal, ¿no se equivocará cuando come?
Los ojos de Adderley chispearon.
—Es muy posible, señora. Tal vez a usted misma la confunda. Tengo gustos católicos. Vea… Poldark está muy ocupado con Drommie. El puede acompañarla. Prometo que nos sentaremos a la misma mesa.
Un rápido cálculo: Este hombre es amigo de George; no le agrada a Ross, pero es una fiesta; ¿cómo negarme? Una ofensa innecesaria…
—¡Vayamos todos! Ross… el capitán Adderley tiene un apetito feroz. ¿Vamos a comer? —dijo Demelza.
Demelza vio una luz especial en los ojos de Ross cuando este se volvió, aunque probablemente nadie que lo conociera menos que ella hubiera podido percibirla.
—Con mucho gusto. —Pero las palabras de Ross no expresaban entusiasmo.
Demelza se dirigió al comedor del brazo de Adderley, seguida por Ross y Andrómeda.
—¿De modo que me considera feroz? —dijo Monk—. Señora Poldark, no hubiera creído que usted fuese una mujer que se dejara intimidar fácilmente.
—Oh, muy fácilmente, capitán Adderley.
—¿Mi reputación la intimida?
—Señor, no conozco su reputación.
—Las dos cosas que más me gustan en la vida son pelear y hacer el amor.
—¿Con la misma persona?
—No, pero el mismo día. Una cosa estimula el apetito para la otra.
En el comedor se había preparado una gran mesa con alimentos dispuestos del modo más extravagante y artístico. De acuerdo con los gustos del invitado, un servidor que esperaba detrás de la mesa cortaba un pedazo del Castillo de Windsor, el Palacio Buckingham, San Pablo, la Abadía de Westminster; o de una ballena, un lirón gigantesco, un caballo o un cocodrilo. Como habían llegado temprano al comedor, la mayoría de tales maravillas estaba intacta y todos los que entraban allí se asombraban del ingenio artístico que ellos mismos ayudarían a arruinar.
—Parece —dijo George— que hemos perdido a nuestros amigos.
—Sí —dijo Elizabeth—, me sorprende un tanto el gusto de Monk.
—Oh, yo le provoqué. Monk reacciona prestamente cuando se le desafía.
—No me refería a los Poldark —replicó Elizabeth con cierta acritud—. Hablaba de la joven que trajo consigo.
—Oh, la señorita Page. Dicen que es hija natural de lord Keppel. Bonita, pero pobre y perversa: todos conocen su reputación. Oh, su Señoría…
—¿Señor?
—Warleggan. Como recordará, nos vimos en Ranelagh. Le presento a mi esposa. El vizconde Calthorp, Elizabeth.
Casi todos los invitados ya habían llegado al salón principal. El príncipe regente había enviado un mensaje tardío explicando que no podía asistir y disculpándose.
—Bien —dijo Carolina a su marido—. Lo peor casi ha concluido. Confío en que no desees regresar con tus pacientes.
—No —dijo Dwight, sonriendo. En realidad, en ese mismo instante había estado pensando que la señora Coad, que agonizaba la última vez que él la había visto, habría muerto antes de que terminase el mes. Y Char Nanfan sufriría agobiada por una dolencia inexplicable. Y los hijos de Ed Barde, tres niños afectados por una infección pulmonar después de la fiebre escarlatina…
—Ven, vamos a comer —dijo Carolina, mientras le tomaba del brazo—. Muchos de los que están aquí han llegado a dudar de que yo tuviese realmente marido. ¡Debo mostrarlo todo lo posible!
—¿Dónde están Ross y Demelza?
—No lo sé. Los vi hace un momento… Oh, con Monk Adderley y su amiguita. Vaya sorpresa. Bien, tendremos que comer con otros.
—Imagino que les invitaron, pues no creo que hubiesen elegido tal compañía —dijo Dwight—. ¿No acaba de entrar lord Falmouth? ¿Con la anciana dama?
—Sí. Con su madre. Debemos sentirnos honrados, pues en Londres se muestra algo más sociable que en Cornwall.
Volvieron al salón principal, donde los criados ordenaban discretamente las sillas de modo que después hubiera espacio para bailar.
Monk Adderley había llevado a Demelza hacia un asiento del rincón, mientras Ross y la joven aún elegían sus alimentos.
—Hermosos botones —dijo Demelza, señalando los que él usaba en cada manga.
—¿Sí? ¿Ve el mechón de cabellos en cada uno?
—Me pareció que era eso. Qué bien trabajados. ¿Pertenecen esos cabellos a la señorita Page?
—No, a un tal teniente Framfield. El último hombre a quien maté.
Por primera vez Demelza vio la cicatriz al costado de la cabeza, medio oculta por los cabellos gruesos y ondulados.
—¿El último?
—Bien, fueron dos. A otro lo dejé tullido.
—¿No le han encarcelado por asesinato? ¿Ya no se ahorca por eso?
—El combate limpio no es asesinato. Por supuesto, a veces hay proceso. La primera vez alegué mi condición clerical.
—¿Usted es clérigo?
De nuevo los ojos de Adderley chispearon. Aparentemente, era lo más parecido a la risa que él podía ofrecer.
—Clerical, querida. En el sentido de que sé leer y escribir. Sobre esa base me disculparon, y me condenaron a recibir la marca del hierro.
—¿La marca del hierro?
—Sí… con un hierro frío. Se la mostraré. —Extendió la mano larga y fina, en la cual se destacaban los huesos y las venas.
Demelza contuvo un estremecimiento.
—No hay ninguna marca… oh, comprendo.
—La segunda vez me encontraron culpable de muerte intencional, y me condenaron a diez días de cárcel.
—¿Y será ahorcado la tercera vez? —preguntó cortésmente Demelza.
—¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Ah, aquí está Poldark con mi jovencita. Compadezco a Drommie.
—¿Por qué la compadece? Ross es un interlocutor entretenido… si le agrada el acompañante.
—Lo que según parece no es el caso ahora. No, querida, lo digo en otro sentido. Drommie tiene un hermoso cuerpo. Lo sé muy bien. Lo he investigado de un extremo al otro. Podría recomendarlo a un escultor. Pero con respecto a su mente, no creo que en ella jamás haya habido nada más importante que un alfiler.
La dama de quien se hablaba en tales términos dijo a Ross:
—¿Es usted fuerte? Parece muy fuerte. —La voz y los ojos mostraban un evidente matiz de hastío.
—Muy fuerte —dijo Ross, y la miró.
—Qué interesante. —La joven bostezó—. Interesantísimo.
—Pero le advierto que tengo una pierna floja.
Ella bajó los ojos.
—¿Cuál?
—Primero una y después la otra.
Después de un momento apreciablemente prolongado, ella le tocó el hombro con el abanico.
—Capitán Poldark, se está burlando de mí.
—No me atrevería a tal cosa, cuando apenas la conozco. ¿El capitán Adderley nunca le explicó el antiguo adagio del soldado de infantería?
—¿Cuál?
—Una pata de un elefante dice a la otra: Maldita seas, date un poco de prisa.
—Qué extraño. —La joven volvió a bostezar.
—Señorita Page, ¿no se le ha pasado la hora de ir a la cama?
—No… Acabo de levantarme.
—Mi hija es igual.
—¿Cuántos años tiene?
—Casi cinco.
—Ahora, de nuevo se burla.
—Juro que es la verdad.
—No… quiero decir cuando me compara con ella. ¿Monk es amigo suyo?
—Así parece.
—¿Y de su esposa?
—Falta saberlo.
—Por supuesto, ella es muy atractiva.
—Eso creo.
—¿Y yo?
Ross la miró.
—¿Usted?
—Sí… ¿qué piensa de mí?
Él reflexionó un momento.
—Creo que, en efecto, se le pasó la hora de ir a la cama.
—Capitán Poldark, eso podría considerarse un insulto.
—¡Oh, no!
—O… un cumplido.
Él le dirigió una sonrisa.
—Oh, sí —dijo.
La gente ocupaba las mesas de diferentes proporciones y los criados traían rápidamente vino y pan, cuchillos y tenedores. Adderley había elegido una mesa para cuatro, y de ese modo estaban más o menos aislados del resto. Ross soportaba con bastante buen humor esa compañía indeseada, y sólo de tanto en tanto respondía a la provocación. Por ejemplo, cuando Adderley comenzó a hablar de los gastos de la última elección, y de que lord Mandeville y Thomas Fellowes habían invertido más de trece mil libras esterlinas en conseguir sus escaños; y, por Dios, le habían dicho que cerca de 7000 libras habían sido para pagar las cuentas de los posaderos. Qué afortunados eran él y Ross, porque eran los sumisos perritos falderos de un par indulgente.
—Creo que nuestro «par indulgente» vino esta noche —dijo Demelza cuando vio que Ross se disponía a hablar—. Ross, hace más de dos años que no le veo y quiero preguntarle cómo está la señora Gower.
Adderley continuó diciendo que al viejo Reynolds lo llamaban en la Cámara el Gong del Almuerzo, porque siempre que se ponía de pie para hablar ciento cuarenta miembros salían del recinto. Y que en cierta ocasión, de eso hacía dos años, una distinguida dama que ocupaba un asiento en la galería de los visitantes, atrapada en un debate muy largo, no había podido contenerse, de modo que lo que ella había dejado escapar fue a caer sobre la cabeza del viejo John Luttrell, arruinándole tanto el sombrero como la chaqueta.
—¡Y, por Dios, tuvo suerte de no quedar ciego! —exclamó Adderley.
La señorita Page prorrumpía en chillidos y risitas ahogadas.
—¡Monk, qué deliciosamente vulgar! Eso sí que me parece entretenido.
—No me digan —dijo Monk a Ross y a Demelza—, que no aprecian la anécdota. Walpole siempre fomentaba la conversación vulgar, con el argumento de que era la única forma de charla que interesaba a todos.
—Ciertamente —dijo Ross—. ¿Acaso no somos todos vulgares?
Durante un momento nadie habló.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que tenemos rasgos comunes o usuales. Es inconcebible la idea de que en los seres humanos hay cierta originalidad gracias a la cual este o aquel sobrepasa al resto… ¡Nada de eso! Somos comunes, usuales o familiares. Todos compartimos los mismos apetitos y las mismas funciones: los jóvenes o los viejos, los ricos y los pobres. Sólo los perversos se muestran incapaces de reír y llorar de las mismas cosas. Sentido común. Vulgar sentido común.
La ingrata cena llegó a su fin, y las damas se retiraron y también los hombres. Cuando pasaron al salón principal ya había comenzado la danza; y así transcurrió una hora agradable. Monk bailó una vez con Demelza, y no pudo volver a hacerlo, pues la invitó Dwight y después Ross y finalmente aparecieron otros. Demelza no conocía bien los bailes de moda, pero lo que sabía pareció bastar.
Alrededor de la una, cuando se hizo un breve intervalo, Monk aprovechó un momento en que ella estaba sola, y se acercó.
—Señora Poldark, ¿cuándo puedo volver a verla?
—Pero capitán Adderley, ahora me está viendo.
—¿Es su primera visita a Londres?
—Bien sabe que sí.
—Bien, si me permite decirlo, señora, creo que usted es una persona que tiene muchísimas posibilidades… sólo falta desarrollarlas. Querida, créame, apenas ha comenzado a vivir.
—Gracias, capitán Adderley, he vivido muy bien.
—No ha saboreado los placeres más refinados.
—Siempre he dicho que son sólo para las personas que se cansaron de los placeres sencillos.
—Iré a visitarla. ¿Cuándo sale su marido?
—Cuando yo lo hago.
—Entonces la visitaré cuando él esté.
—Es usted muy amable.
—Espero que usted también lo sea. —Los ojos de Adderley recorrieron las líneas del vestido color durazno, deteniéndose en los lugares donde la prenda ajustaba más, y continuaron por los brazos y los hombros desnudos, por el cuello y la piel olivácea de los pechos. Finalmente, se posaron en el rostro y los ojos de Demelza, y la expresión de Adderley indicó a su interlocutora exactamente lo que él deseaba expresar. Demelza sintió que se sonrojaba, lo que era poco usual en ella.
De pronto, ella sintió una mano sobre su propia mano enguantada. Era Ross, que se había acercado por detrás.
—Adderley, tendría que volver con la señorita Page. Extraña mucho sus atenciones.
—Sabe una cosa, Poldark —dijo suavemente Monk—, yo recibo instrucciones de una sola persona, y es de mí mismo.
Demelza apretó la mano de Ross para evitar que respondiese.
—Ross —dijo ella—, el capitán Adderley nos hace el cumplido de venir a visitarnos. Aunque eso sería… muy grato, le sugerí en cambio que nos reuniéramos para ir el jueves al teatro. Usted mismo, capitán Adderley, estaba diciéndome que debíamos ir.
Demelza percibió la vacilación de los dos hombres. Como Adderley no había dicho nada parecido, para él las palabras de Demelza representaban un pequeño engaño del que ella hacía objeto a su marido, y por lo tanto cierto progreso por el camino que él deseaba seguir. Por su parte, Ross en efecto había hablado de ir al teatro, por lo que un rechazo directo en ese momento sólo podía interpretarse como una afrenta.
—Querida, me encantaría —dijo Adderley—. He visto dos veces la obra, y es aburrida. Pero las mujeres son interesantes.
Con lo cual quedó resuelto que todos aceptaban.