Capítulo 2

A fines de agosto un ejército inglés desembarcó en el Helder, a la entrada del Zuyderzee, y poco después una flota inglesa capturó a la armada holandesa, que estaba anclada, sin disparar un tiro: siete barcos de línea y dieciocho naves más pequeñas, con seis mil hombres, quienes inmediatamente arriaron la bandera republicana y propusieron combatir por la Casa de Orange. En todos era muy viva la esperanza de alcanzar la victoria.

Contrariamente a lo que Demelza temía, Ross retornó sano y salvo de Barham Downs el seis de septiembre, y con su piel bronceada mostraba un aire muy saludable; pero también trajo la noticia de que, a causa de dichas victorias, y con el propósito de apresurar en el Parlamento la aprobación de una ley de reclutamiento, la Cámara volvería a reunirse el 24 del mismo mes. En definitiva, tenía que partir nuevamente nueve o diez días después.

Aparentemente, todos tenían mucha prisa. Carolina debía partir casi inmediatamente y Dwight lo haría uno o dos días después que los Poldark. Demelza se sentía inquieta porque su ausencia de Cornwall debía coincidir con la de Dwight, de modo que si enfermaban sus dos hijos quedarían librados a los cuidados no demasiado hábiles de John Zebedee Clotworthy. Ross hubiera tratado de bromear acerca del asunto de no haber sido por la pérdida de Julia.

Dwight trajo a Clotworthy un día antes de la partida. Era un hombre sencillo, de modales parcos, que tenía alrededor de cuarenta años y había venido de Saint Erth para instalarse aquí y competir con el señor Irby, el farmacéutico de Santa Ana. Dwight, que había tenido varios enfrentamientos con el señor Irby porque este a veces le vendía drogas adulteradas, había pasado sus compras a Clotworthy, y desde entonces contaba con sus servicios, honestos ya que no muy imaginativos. Y honesto y poco imaginativo sería el tratamiento que dispensaría a los pacientes de Dwight; en todo caso, lo que hiciera provendría de su propia observación y no de una teoría caprichosa. Dwight se oponía tajantemente a las teorías. Los partidarios de William Cullen ya habían prevalecido demasiado. El gran Boerhaave, que enseñaba que el tratamiento empírico era todo y que se debía ayudar al cuerpo a derrotar a sus propios enemigos, había merecido el desprecio general, y así el paciente era tratado con purgas cada vez más violentas, se prescribían más sangrías, se provocaba su transpiración más profusa y se le administraban drogas más drásticas. Dwight se preguntaba a veces si él mismo no recetaba demasiado —a menudo para complacer al paciente—, y pensaba que no se sentiría sorprendido ni ofendido si comprobaba que a su regreso algunos pacientes habían mejorado gracias al tratamiento de un hombre que jamás había oído hablar de Boerhaave o William Cullen… y quizá ni siquiera de Hipócrates.

Ross y Demelza partieron el día 14. La diligencia salía de Falmouth a las seis de la mañana y ellos debían abordarla en Truro a las ocho y media. De modo que tuvieron que levantarse cuando aún era de noche, realizar preparativos apresurados de último momento, desayunar charlando distraídamente y despedirse de los niños. A Clowance no le importaba, porque no comprendía qué era un mes, pero Jeremy se mostraba inquieto, si bien trataba de mantener la compostura. Después, ambos subieron corriendo la colina, perseguidos inútilmente por Jane Gimlett, de modo que cuando Ross y Demelza llegaron a la Wheal Maiden los niños estaban en la cima, para despedirse, agitando las manos en la semipenumbra del amanecer. Poco a poco sus figuras se empequeñecieron, hasta que al fin fueron como puntitos que se confundían con el trasfondo de pinos.

—Oh, Dios mío —dijo Demelza—, creo que estoy un poco triste.

—Trata de olvidarlos —dijo Ross—. Recuerda que dentro de veinte años es probable que se alejen de tu casa y te olviden.

Demelza le miró.

—Seguramente has estado con malas compañías.

—¿Por qué?

—Porque hablas así.

Ross se echó a reír.

—Fue medio en broma, medio en serio. No quise ser ofensivo.

—Fue un pensamiento mezquino.

Él volvió a reírse.

—En ese caso, lo retiro.

—Gracias, Ross.

Cabalgaron en silencio unos minutos. Ross dijo:

—Pero en parte es verdad. Tenemos que vivir nuestra propia vida. Y conceder libertad a los seres amados.

Gimlett ya los alcanzaba. Venía en su propio caballo para llevar de regreso los que ellos montaban.

—¿También entre marido y mujer? —preguntó Demelza.

—Eso depende de la clase de libertad —dijo Ross.

II

Salieron de Truro diez minutos tarde porque el cochero puso obstáculos a la gran cantidad de equipaje que llevaban, pero llegaron a Saint Austell a tiempo para almorzar en las Armas del Rey. Tomaron el té en La Posada de Londres de los Lostwithiel, y cenaron y durmieron en el Caballo Blanco, de Liskeard. Si se contaba el viaje de Nampara a Truro, habían recorrido ya los primeros setenta kilómetros del largo viaje.

Durante la cena Demelza dijo:

—Ross, estuve pensando lo que dijiste acerca de los niños. Imagino que en cierto modo tienes razón… pero ¿acaso importa? Lo importante es lo que uno da en este mundo, y no lo que recibe, ¿no es así?

—Estoy seguro de que tienes razón.

—No, no lo aceptes todo tan fácilmente. Quiero decir que incluso si se es muy egoísta, ¿no es más placentero dar que recibir?

—En efecto —dijo Ross—. Sí. Pero desearía que mantuvieras el sentido de la proporción. Mientras comprendas eso… que lo importante es dar. Es fácil decirlo, pero difícil hacerlo.

—Tal vez.

—Me pareció que si te recordaba cómo funciona la naturaleza humana, te ayudaría a soportar mejor la separación.

—No —dijo ella—, no fue así.

—Bien, lamento haber hablado.

—No importa. Además, ya no sufro, y comienzo a entusiasmarme. Y ha pasado un solo día. ¡Y no creo que esta sea una de las mejores cualidades de la naturaleza humana!

Desayunaron a primera hora de la mañana siguiente, cruzaron el Tamar con el ferry en Torpoint y almorzaron en Plymouth. Tomaron el té en Ivybridge y durmieron en Ashburton, después de recorrer casi la misma distancia que el día anterior, aunque esta vez exclusivamente en diligencia. Todos estaban muy fatigados, y Demelza apenas pudo mantenerse despierta durante la cena.

—Ahora comprenderás por qué a veces viajo por mar —dijo Ross—. Pero el resto del trayecto es un poco mejor. Hay buenos caminos y menos colinas.

La diligencia llevaba ocho pasajeros. A veces estaba atestada y era muy incómoda, y otras estaba casi vacía, a medida que los pasajeros subían y bajaban. Además de Ross y Demelza, las únicas personas que viajaban a Londres eran el señor y la señora Carne, de Falmouth; él era el banquero a quien Ross había pensado acudir con sus amigos si el banco de Basset & Rogers no aceptaba a Harris Pascoe. El señor Carne se había enterado de que Ross era socio del banco de Cornwall, y habló largo rato con él de problemas de banca y finanzas, la mayoría de los cuales eran incomprensibles para Ross. Para distraerle, Ross le explicó que Carne era el nombre de soltera de su esposa, pero no fue posible descubrir ningún parentesco.

La tercera noche durmieron en Bridgwater, después de almorzar en Cullompton y tomar el té en Taunton. Demelza comprendía ahora lo que quería decir Carolina cuando afirmaba que Cornwall era una región estéril. Aquí había grandes árboles, bosques por doquier, árboles tales que incluso los lugares boscosos del sur de Cornwall parecían minúsculos e insignificantes. Los campos exhibían una vegetación fecunda y el color del suelo cambiaba siempre, aunque siempre mostraba fertilidad. Había más aves, más mariposas y más abejas y, lamentablemente, más moscas y avispas. Demelza nunca había visto tantas. El mes de septiembre era tibio, lo que sumado al traqueteo del carruaje, hacía que el calor fuera muy desagradable, pues si se bajaba una ventanilla siempre había alguien que se quejaba de la corriente de aire. Para colmo, en una de las etapas, el cuarto día, uno de los caballos comenzó a cojear y llegaron muy tarde a Marlborough.

De todos modos, el quinto día tuvieron que partir al alba pues esa noche tenían que llegar a Londres. Ahora, el camino era el mejor de todos los que habían recorrido; el tiempo era más fresco y el cielo se mostraba luminoso y soleado. Después de lanzar los caballos a bastante velocidad llegaron a Maidenhead a tiempo para almorzar. En la posada la comida era buena: ternera hervida, ave asada y un vino bastante denso pero atractivo. Demelza dormitó durante la tarde y atravesó el temido Hounslow Heath casi sin advertirlo. Ross le dijo que los únicos salteadores que allí podían verse eran los desgraciados que colgaban de los patíbulos como advertencia a sus colegas.

Mucha agitación en Hounslow, centro de las salidas occidentales de Londres. El posadero les explicó que por allí pasaban diariamente quinientos carruajes y que, en general, se guardaban más de ochocientos caballos. Ross nunca había oído hablar de ello. Como siempre, aprendía más en un viaje con Demelza que cuando viajaba solo.

Así recorrieron los últimos quince kilómetros y se acercaron a la ciudad, de la que tanto había oído hablar en los últimos tiempos. La última tarde antes de la partida Demelza había hecho una de sus visitas habituales a los Paynter con el propósito de dar un poco de dinero a Prudie, y Prudie se había sentido abrumada ante la idea de que Demelza haría ese viaje y de lo que la esperaba al cabo del mismo. «Dicen que es mucho más grande que Truro» había murmurado.

El primer rasgo de la ciudad que le pareció más ostensible que en Truro fue el humo. Yacía sobre el horizonte como una bruma sucia.

—No te preocupes —dijo Ross—, son los hornos de cal y las fábricas de ladrillos. Después todo mejora.

La diligencia entró en una región tan desolada como los distritos mineros de Cornwall. Entre los hornos de ladrillos pastaban algunas ovejas flacas y algunos cerdos hozaban tratando de encontrar algo verde en la vegetación envenenada. A ambos lados del camino había enormes montones de desechos; algunos humeaban como volcanes medio apagados y otros se extendían formando colinas minúsculas; allí, muchos mendigos y niños harapientos de rostros escrofulosos exploraban los desechos y los restos.

Las casas salían al encuentro de la diligencia y se cerraban sobre ellos, calle tras calle, irregulares e inclinadas como si les faltara poco para desplomarse. Algunas en efecto se habían derrumbado, y había hombres trabajando en la reconstrucción. Más campos y después un sector más ancho y limpio, con unos pocos edificios nuevos que se mezclaban y prolongaban en calles más antiguas, empedradas con viejos adoquines, con pasadizos y callejuelas laterales, poblados de niños y mujeres harapientos y gatos sarnosos. Ya caía la tarde, pero reinaba una temperatura bastante cálida. En una calle las mujeres habían salido a las puertas y estaban sentadas en banquitos, con sus enaguas de hilo y las medias de lana, las chaquetas de cuero sucias de tierra. Algunas se atareaban cosiendo prendas de tosco lienzo, pero muchas no hacían nada y bostezaban. Proferían gritos obscenos al paso del carruaje y arrojaban naranjas podridas al cochero. Muchos bultos, presuntamente humanos, yacían borrachos o muertos. Los niños corrían gritando detrás del vehículo. Finalmente, llegaron a un sector de calles bien pavimentadas, pero aquí el suelo se elevaba en las bocacalles para facilitar el paso de los transeúntes y cuando la diligencia las cruzaba pegaba saltos y brincos.

Así llegaron al Támesis. Las ventanas del carruaje, que antes estaban bien cerradas para evitar los olores, fueron abiertas para permitir el paso de aire fresco. Se hubiera dicho que mil embarcaciones pequeñas surcaban el río. Aquí y allá la gente pasaba de una orilla a la otra. Canoas de muchos remos. Veleros que navegaban siguiendo un rumbo sinuoso y que extrañamente, no chocaban. Más lejos, un bosque de mástiles y una gran cúpula.

—San Pablo —dijo Ross.

Cuando cruzaron el puente comenzaban a encenderse las luces. Los niños encargados de la tarea corrían de un farol a otro para encender las lámparas que colgaban en las calles. De pronto, todo se convirtió en un país encantado. La sordidez, la roña y el hedor pareció absorbido por el anochecer y la luz opaca que los globos de cristal difundían en las calles. La diligencia traqueteó y avanzó a saltos por calles mejor empedradas; pero ahora se abría paso con dificultad a causa del intenso tráfico. Se detuvieron unos instantes entre un ataúd llevado en carretilla y un carruaje dorado donde viajaba una mujer solitaria con un tocado de plumas de avestruz. Un carro de cervecero, con sus grandes barriles balanceantes, y media docena de niños miserables marchaban en pos de una columna de soldados, mientras que un grupo de jinetes vestidos con atuendos extravagantes trataba de abrirse paso entre la turba.

El carruaje se detuvo un buen rato para permitir el descenso del señor y la señora Carne. Hubo amables expresiones de despedida de ambas partes y todos manifestaron el placer que habían tenido en contar con la compañía de los demás durante cinco días. Se bajaron las maletas de los Carne y al fin la diligencia continuó la marcha, abriéndose paso lentamente hacia una ancha calle llamada Strand. Más de una vez tuvieron que detenerse.

—Hemos llegado —dijo Ross—. Al fin. Al fondo de esta calle si puedes caminar después de tantas horas sentada. El cochero bajará nuestro equipaje.

III

Las habitaciones eran cómodas y espaciosas, mejores que lo que Demelza había esperado después de las atestadas posadas donde habían dormido; y la señora Parkins, una gallarda mujer de anteojos, hizo todo lo posible para satisfacerlos.

El último día habían recorrido más de cien kilómetros, y a pesar de la excelente salud de la que ambos gozaban, quisieron acostarse inmediatamente y durmieron hasta bien entrada la mañana siguiente. Acostumbrada a la ruidosa aparición de sus hijos todos los días, poco después del amanecer, Demelza se sobresaltó avergonzada cuando levantó la cabeza de la almohada y en el reloj que estaba sobre el reborde de la chimenea vio que eran casi las diez. Ross ya estaba medio vestido y se lavaba.

—¡Judas! Ross, ¿por qué no me has despertado?

Él sonrió.

—No te alarmes. La señora Parkins está acostumbrada a servir el desayuno a las diez. En Londres, rara vez me levanto temprano.

—No me extraña que parezcas cansado cuando vuelves a casa.

—¿Cansado de levantarme tarde?

—Y sospecho que de acostarte tarde. No es un horario apropiado para dormir.

—¿Quieres tu bata?

—Por favor.

—Entonces, ven a buscarla.

—No.

Ross comenzó a afeitarse.

—¿Qué es eso, Ross?

—¿Qué? Oh, esto. Un lavabo más moderno. ¿No viste uno en Tehidy? Pero este tiene compartimentos para el jabón y las navajas. Podrás admirarlo cuando te levantes.

—¿La señora Parkins es quien trae el agua?

—Una criada. Hay un grifo en la casa.

—¿Un grifo? ¿Cómo un barril?

—Sí. Pero el agua viene por cañerías de madera desde las cisternas situadas en lugares altos de la ciudad; así, puedes usar la que deseas.

—¿Puede beberse?

—Lo hice, y no me perjudicó. Seguramente viste anoche que también hay un cubo de agua en el retrete, al fondo del corredor. Y uno de arena. Es el mejor sistema bajo techo que he visto.

—Anoche estaba tan cansada que no vi nada.

—Cuando te desvestí —dijo él—, parecías un gatito de patas largas y piel fría, levemente húmedo a causa de la transpiración.

—Suena terrible.

—Bien, no lo fue, si puedes recordarlo.

—Puedo recordarlo.

Hubo una pausa mientras ella bostezaba y se pasaba las manos por los cabellos.

—Un caballero me traería la bata —dijo.

—Depende del caballero.

—Ya te lo dije. Aquí anduviste en malas compañías.

—No hasta anoche.

En silencio, Ross terminó de afeitarse y volcó el agua en el segundo cubo. Ahora, ella se había sentado en la cama, con una sábana bajo los brazos.

—Ross, no es agradable por la mañana.

—¿Qué?

—La desnudez.

—Hay distintas opiniones.

—No, no es lindo a la luz del día…

—¿No soy lindo?

—No, me refiero a mí. A todos.

—Bien, decídete. —Ahora, comenzó a ponerse la camisa.

—Una no tiene buen aspecto a la luz del día —dijo Demelza—. Por lo menos, no es tan bonita como una espera ser de noche, a la luz de las velas.

—Creo que dos son mejores que uno —dijo Ross—. Siempre fue así.

Afuera, un afilador de cuchillos gritaba y hacía sonar su campanilla, y otro competía con el primero y ofrecía reparar sillas rotas.

—Creí que era una calle tranquila —dijo Demelza.

—Lo es, comparada con la mayoría. Si no te das prisa, llegarás tarde al desayuno. Aunque no perderás demasiado. Té con leche, pan y manteca. Pensé traer un poco de jalea.

Con movimientos cautos, Demelza comenzó a dejar la cama llevando consigo la sábana. Por el rabillo del ojo Ross vio el movimiento y se acercó con malas intenciones al quedar al descubierto parte de la espalda y las piernas de Demelza. Demelza lo esquivó prestamente, pero un extremo de la sábana quedó trabado y tropezó. Cayó al suelo con fuerte golpe. Ross se arrodilló al lado mientras ella rodaba sobre sí misma y se envolvía con la sábana como con un capullo. Ross la aferró y la sostuvo, riendo de buena gana.

—¡No, Ross! ¡No!

—Estoy casado con una momia —dijo Ross, riendo desenfrenadamente—. Una momia egipcia. ¡Se parecen a ti, sólo que no tienen tanto cabello!

Desde su refugio ella lo miró hostil. Estaba tan bien envuelta que ni siquiera podía soltar una mano para abofetearlo. Los cabellos le formaban una maraña sobre el rostro. De pronto vio la comicidad del asunto y también ella comenzó a reír. Rio con todo su corazón y toda su alma. Él cayó sobre Demelza sin poder dejar de reír. Los cuerpos se estremecieron sobre el suelo.

De pronto, dejaron de reír y yacieron exhaustos. Él extendió la mano para apartarle los cabellos del rostro. Sus lágrimas habían caído sobre las mejillas de Demelza. Entonces, la besó. Sintió que las fuerzas retornaban y comenzó a liberarla.

Se oyó un golpe en la puerta. Ross se puso de pie y abrió.

—Señor. —Era una de las criadas—. La señora Parkins dice que el desayuno les espera.

—Diga a la señora Parkins —informó Ross—, que bajaremos dentro de una hora.