Carolina regresó a Cornwall a principios de julio, y a su llegada se organizó una reunión. Se la veía de mejor ánimo y menos frívola que de costumbre. Dijo que debía regresar a Londres en octubre, para pasar un tiempo en la ciudad, pues su tía organizaba una gran recepción con el propósito de conmemorar la reapertura del Parlamento, y Carolina había prometido ayudarla.
Según explicó, también Dwight había prometido ir. ¿Podía contar con la presencia de Ross y de Demelza? Antes de que pudiese manifestarse ninguna vacilación, Ross dijo que por supuesto irían. Demelza enarcó el ceño y sonrió, pero no hizo comentarios.
—En realidad —agregó Ross—, su tía es partidaria de Fox, ¿verdad?
—Si usted alude al hecho de que ahora está muy interesada en el representante de Bedfordshire, le diré que sí. Pero no creo que en ella la política influya sobre sus aficiones sociales. Mi tía —dijo Carolina a Demelza con voz dolorida—, es viuda, y no tiene muchos años. No le faltan amigos. El actual se opone firmemente al gobierno. Ross es perverso.
—Eso no es nada extraño —dijo Demelza.
—La recepción, el baile o lo que fuere —dijo Carolina—, no se realizará en casa de mi tía, sino en la residencia de una de sus grandes amigas, la señora Tracey, otra viuda acaudalada que vive en la Portland Place, y cuyo actual amigo es lord Onslow; por lo tanto, no creo que pueda considerarse que la reunión sea una asamblea de la oposición.
—¿Buscará un sustituto? —preguntó Ross a Dwight.
—He hablado con Clotworthy, el farmacéutico. No sabe mucho, pero no le obsesiona la teoría y aplica el sentido común. Estaré ausente sólo un mes y confío en que este hombre se las arregle bien.
Los ojos de Carolina se posaron en su marido.
—Cuando Dwight regrese, espero que mantenga a Clotworthy como ayudante permanente.
Dwight sonrió a Demelza.
—Y mientras usted esté ausente, ¿quién la sustituirá?
—¿Quiere decir…? Bien, aún no he pensado…
—La señora Kemp puede ocuparse de los niños. De buena gana vivirá aquí los meses de invierno —dijo Ross.
—¡Oh, no puedo ausentarme todo el invierno, Ross!
—Veremos. Por lo menos hasta Navidad.
Mientras cabalgaban de regreso a Nampara, Demelza preguntó:
—¿De veras deseas que vaya contigo? ¿No es sólo que… quieres mostrarte cortés?
—¿Cortés? —preguntó Ross—. Jamás me muestro… cortés
—Bien, quizá no de este modo. Sólo deseaba asegurarme.
—Bien, puedes sentirte segura… Es decir, si deseas venir.
—Lo deseo mucho. Deseo estar siempre contigo. Pero la idea de ir a Londres me inspira cierta ansiedad.
—¿Por qué?
—No lo sé. Sí, ansiedad.
—¿Por los niños?
—No, no. Por todo lo que Londres significa. Por mí misma, Ross.
—No es necesario que sientas así. Siempre supiste salvar los obstáculos que se presentaron en tu camino. Incluso la invitación a cenar con los Dunstanville.
—Es distinto.
—Cada obstáculo es distinto de los demás. Este será mucho más fácil. No es algo tan personal. Londres lo absorbe todo.
—Confío en que no me vomitará —dijo Demelza.
Ross se echó a reír.
—No lo hará, si le place el sabor.
—¿Cuándo partes para Canterbury?
—Alrededor del veintiuno. Quieren que esté allí a fines de mes. Pero es sólo por cuatro semanas. Confío pasar todo septiembre en casa.
—Si tenemos que dejar a los niños, habrá que hacer muchos preparativos.
—Bien, nos ocuparemos de eso.
Antes de partir para Canterbury, Ross fue a ver a Drake. Ya se habían visto una o dos veces, pero no habían hablado.
Le encontró trabajando en el huerto del cottage Reath; parecía que estaba excavando terreno que ya había sido bien roturado, como si no se le ocurriera nada mejor que hacer. Sam estaba trabajando en la mina.
Drake lo miró y se recogió el mechón de cabellos negros que a Ross siempre le parecían extrañamente semejantes a los de Demelza. Se desearon los buenos días y conversaron brevemente de la captura de sardinas realizada la víspera.
—Me voy mañana y no regresaré hasta mediados de septiembre. ¿Cuándo piensa volver a su forja? —le preguntó Ross.
—Bien, señor, no lo sé de cierto.
—Recuerde que hace muchos años le pedí que me llamara Ross, y usted dijo que lo haría después de cumplir veintiún años. Bien, ya pasó la fecha.
Drake sonrió lentamente.
—Así es… capitán… este… Ross.
Ross descargó un puntapié sobre un terrón de suelo arenoso.
—Sé que desde que vino a vivir aquí le ha perseguido la mala suerte. No crea que no simpatizo con usted. Todo se originó en un amor desgraciado, pero no por eso es más fácil aceptarlo ni soportarlo. Lo siento… mucho.
—Bien, gracias, señor… quiero decir capitán Ross. Pero no debe preocuparse por mí. La culpa es mía.
—Ah, bien… No creo estar de acuerdo con eso. Pero es hora de que regrese al taller. Ya han pasado casi tres meses. Está perdiendo clientes. La gente se acostumbra a ir a otros talleres.
—Sí… Lo sé.
—Se ha reconstruido la trama del techo, y ya han colocado parte de la paja.
—Me lo dijo Sam. Es muy amable de su parte, pero no podré pagárselo.
—Sí, puede. Tiene dinero en el banco.
—Se perdió todo.
—Allí está. El depósito que usted tenía en el banco de Pascoe pronto estará disponible en el banco de Cornwall. Probablemente no será suficiente, pero podrá reembolsar el resto en varios años.
—Ah, no sabía eso.
—Aún hay que hacer mucho en el taller de Pally. Le llevará todo el invierno. Hay que revocar las paredes. Y encalar. Tendrá que reparar algunos muebles, hasta que tenga dinero para comprarlos o tiempo para fabricarlos. Pero el lugar ya es habitable. Y mientras el tiempo es seco…
Drake se enderezó y limpió la tierra de la pala.
—A decir verdad, capitán Ross, no creo que tenga ánimo para intentarlo.
—En ese caso, usted no es digno de su hermana.
Drake pestañeó.
—¿Qué quiere decir?
—¿Cree que ella renunciaría? Y para el caso, lo mismo digo de su hermano.
Drake se sonrojó.
—No lo sé. Pero siento que mi propio corazón… está destruido.
Ross lo miró.
—¿Desea vender la propiedad? Es suya.
—No lo sé. Quizá sea lo mejor.
—¿Qué dice Sam?
—Quiere que vuelva.
—Todos lo deseamos.
Ross miró la chimenea de la Wheal Grace, cuyo extremo superior sobrepasaba la cima de la colina. Le habían echado carbón poco antes y la chimenea enviaba coliflores de humo al cielo quieto.
—También Sam ha sufrido mucho.
—Sí, lo sé.
—Pero no renunció.
—Sam es muy religioso… Pero tal vez eso no sea tan importante. Como su religión es…
—En efecto… Nadie puede saber lo que otro siente.
—A veces pienso que le gusta mi presencia aquí, para hacerle compañía.
—Pero desea que usted vuelva al taller.
—Oh, sí. Desea que yo vuelva. Pero Sam siempre piensa en lo que conviene a su prójimo.
—Le diré lo que siempre conviene al prójimo. El trabajo. El trabajo es un desafío. Ya se lo dije una vez… hace mucho tiempo traté de ahogar mi sufrimiento en alcohol. No lo conseguí. Sólo el trabajo lo logró. Es el disolvente de muchas cosas. Construya un muro, aunque de ese modo su propio corazón se endurezca, y después —incluso al cabo del primer día— se sentirá mejor. Por eso debería regresar al taller. Aunque no sepa para qué trabaja exactamente.
—¡Eso mismo! —gritó Drake—. ¡Eso mismo! ¿Para qué trabajo?
—Para salvarse —dijo Ross—. No la salvación de Sam… aunque quizá también logre eso. No sé mucho de religión… pero hablo de la salvación física, en este mundo. Cierta vez trabajó para olvidar a Morwenna, y le sirvió. Trabajó día y noche. Hágalo otra vez.
Drake inclinó la cabeza. Parecía enfermo.
—Quizá tenga razón…
—Entonces, ¿cuándo volverá?
—Ross… Ross… lo pensaré.
—Ya pasó el tiempo de pensar. Tres meses es mucho tiempo para pensar. ¿Irá mañana?
—No… no puedo decirlo.
—¿Por qué no?
—Yo…, no lo sé.
—Sí, puede. O la semana próxima.
Drake respiró hondo.
—Muy bien. Lo intentaré.
—¿Lo promete?
—Sí.
—Déme la mano.
Se estrecharon las manos.
—Lo siento. Usted dirá que soy un estúpido por lamentar todo lo que he perdido.
—No pienso nada —dijo Ross—, excepto que ahora me siento satisfecho… y lo mismo les ocurrirá a Demelza y a Sam. Y creo que en definitiva, también a usted. Usted es un hombre demasiado inteligente para destruir su vida. No es posible… nadie puede destruir así a un hombre.
II
Hacia fines del mes, Demelza fue a pasar unos días con Verity, a quien acompañaba sólo el pequeño Andrew. Verity había leído el anuncio acerca del banco de Cornwall en el Sherborne Mercury, y deseaba saber de qué se trataba.
—Ross tiene una actitud muy irritante en esto, y finge no saber, finge que es asunto sin importancia —dijo Demelza—. ¡En todo caso, conociéndole, podemos saber que él no hizo nada para conseguirlo! Parece que lord de Dunstanville lo propuso en el último momento, después que todos aceptaron incluir el nombre de Harris Pascoe; en resumen, sospecho que lord de Dunstanville en el fondo se sintió impresionado por la tenacidad con que Ross trabajó para alcanzar su propósito.
—¿Y la Wheal Grace?
—Produce bien de nuevo, pero creo que Ross y los demás opinan que las vetas más productivas se están terminando. Todas las dificultades que sufrimos a causa de la Wheal Maiden, y la inundación, no se han visto compensadas. Dicen que parece una mina muerta. Pero ¿quién sabe? Por el momento, disponemos de un ingreso asegurado, y hay trabajo para todos. Y no me dirás que… bien, quizá puedas decirme algo. Verity, tú sabes más que yo.
—¿Qué querías decir?
—Pensaba decir que una cosa es tener un marido que comienza a explotar una pequeña mina en sus propias tierras, y después de muchos fracasos obtiene grandes ganancias. ¿No te parece? Pero si esa es la situación, y tu marido acaba invirtiendo capital en un astillero, y en una fundición, y es miembro del Parlamento y después… banquero, eso es otra cosa, ¿verdad? Aunque cuatro quintas partes de su renta todavía provengan de la mina, la situación es diferente. Yo siento que es distinto.
—Tienes mucha razón, querida. Y creo que en todo esto hay otras ventajas.
Demelza le dirigió una sonrisa y esperó. Verity se arregló el gorro.
—Por supuesto, hay que tener en cuenta las ventajas financieras para un hombre de su posición. Como conozco a Ross, sé que es probable que rechace los privilegios que puedan atribuirse directamente a su cargo. Pero de todos modos los tendrá, y de tanto en tanto es probable que los acepte porque pensará que de ese modo también beneficia a otra gente. De modo que, si todo marcha bien, quieras que no tendrá que prosperar. Pero estaba pensando… cuando comencé a hablar, pensaba en ventajas más inmediatas y personales… sobre todo este año.
—¿A qué te refieres?
—La última vez que estuvo en casa, Andrew me dijo que había una gran concentración de tropas entre Deal y Canterbury —adonde fue Ross—. Se habla de una invasión a Francia. Han pasado cuatro años desde la última vez que hubo soldados británicos en Europa. Todos están muy entusiasmados. Ross puede contagiarse. Cuanto más importantes sean las responsabilidades que le retengan en Inglaterra, mejor para todos.
—Sí —dijo Demelza—. No había pensado en ello.
Y entonces Verity deseó no haber hablado.
Durante su estancia, Demelza contempló más de una vez la posibilidad de hablar de su propia relación con Ross. En su última visita, Verity había comprobado que no todo andaba bien, pero sus preguntas habían sido tan delicadas e indirectas que no suscitaron un comentario franco. Demelza deseaba sobre todo una discusión franca. Verity poseía la simpatía y la comprensión necesarias. A veces, Demelza volvía a los poemas de Hugh Armitage y los volvía a leer. ¿Había inspirado ella esa pasión? Un joven educado, teniente de la marina, que afirmaba haber conocido a muchas mujeres en su breve vida y haber amado sólo a una… Bien, eso había terminado para siempre y ella no deseaba que volviera y que se repitieran las angustias y el dolor de su propia contradicción. Pero morir tan joven y que todo eso se perdiese. Demelza había oído decir a mucha gente que no deseaba una vida futura, que no quería volver a vivir. No podía comprender esa actitud. Hasta ese momento, ella había hecho muy poco y visto muy poco. Deseaba disponer de una época entera, de una eternidad en la cual sumergirse para saborearla hasta la última gota.
Pero comprendió que no podía decir nada de todo eso a Verity. Verity nada sabía de Hugh Armitage, nunca le había visto, y por lo tanto no podía comprender o siquiera adivinar su terrible atracción. Su percepción y su simpatía podían ser considerables, y sin embargo no comprendería todo esto. Sólo Carolina sabía, y, creía Demelza, comprendía un poco lo que había ocurrido.