El día de la ceremonia inaugural Elizabeth Warleggan supo que estaba embarazada de nuevo. Había pensado en ello la víspera, y no se había sentido segura. Ahora, además de la ausencia del período, de pronto sintió debilidad y náuseas. Aunque podía parecer que era mujer de salud en apariencia delicada, poseía una constitución fuerte y sólo dos veces en el curso de su vida había sentido lo mismo: a principios de 1784 y en 1793. Después del nacimiento de su primer hijo, había tenido vahídos durante un tiempo, pero si bien podían parecer análogos a los que ahora sentía, para la persona que los sufría mostraban diferencias evidentes.
Se sintió sobresaltada, al principio un poco chocada, aprensiva y después complacida. Si todo marchaba bien, tendría tres hijos. Cuando naciera este, Geoffrey Charles sería casi un adulto, y Valentine estaría frisando los seis años. ¿Otro varón? Deseaba mucho una niña. Otro niño a los treinta y cinco años, casi treinta y seis. El cumpleaños sería casi el mismo mes que el de Valentine.
Quien sin duda se sentiría muy complacido era George. Elizabeth sabía cuánto valor le atribuía George; y ahora, lo haría más como correspondía a un marido pues ya no era un objeto que él había conquistado inesperadamente. George le confiaba sus planes —algunos— consciente de que ella era su amiga. Y Elizabeth creía que lo merecía. Habían sido cinco años difíciles.
Así, el nuevo hijo probablemente consolidaría el matrimonio y lo haría con particular eficacia. Se lo diría esa noche. O quizá más valía esperar un poco, hasta que ella se sintiese más segura.
Pero ¿esperar un poco? ¿Cuánto? ¿Y con qué fin? ¿Y si fuera otro varón…?
Durante ese terrible período que había seguido a la muerte de tía Agatha, cuando las sospechas de George —la sospecha de que Valentine no había sido fruto de un embarazo de siete u ocho meses, y de que por lo tanto no era suyo— habían culminado con el juramento de Elizabeth, y la mano sobre la Biblia le había convencido, o casi. Pero incluso entonces, incluso después del juramento, sus celos habían tardado meses en desaparecer. ¿Y si fuera otro varón? Este debía ser suyo. ¿Le inducirían las viejas sospechas a negar su simpatía a Valentine, para concederla cada vez más al nuevo hijo? Un distanciamiento entre Valentine y George siempre era más probable si había que contar con un hijo menor que absorbiese todo el afecto del padre.
Elizabeth era una mujer de instintos maternales muy intensos Su amor obsesivo a Geoffrey Charles había originado la primera ruptura entre ella y Francis, muchos años antes; aunque por diferentes razones Valentine había tardado más en ocupar un lugar en el corazón de su madre, allí estaba ahora, y ella se sentía muy preocupada por su futuro. Más por Valentine que por sí misma ella había luchado con George y había logrado imponerse.
Pensó en ello toda la mañana, mientras se vestía para la «ocasión». Mientras George estuviese convencido de que Valentine era un niño prematuro, podía evitarse el peligro. Durante el encuentro tenso y emotivo que ella había sostenido con Ross cerca de Trenwith, tres años antes, él había sugerido algo que ahora quizá fuese útil. Había dicho: «Si tu matrimonio con George significa algo para ti —o incluso si nada significa—, por el bien de tu hijo trata de confundir la fecha de la concepción si le das otro hijo. Provoca confusión, en secreto e intencionadamente. No ha de ser difícil. Otro niño prematuro convencerá a George más que todos los argumentos del mundo».
¿Era difícil? Ahora no. Nada se perdía si ella callaba hasta el mes siguiente, o incluso durante dos meses. Los vahídos solían desaparecer con bastante rapidez y Elizabeth rara vez sentía náuseas por la mañana. Y a medida que pasaban los meses, tampoco engordaba mucho a pesar de su físico esbelto. Llevaba bien el embarazo, y conservaría hasta el final su agilidad. Sería fácil engañar a George. Le diría que esperaba el hijo para abril, y si lo tenía en febrero, como antes…
Tampoco el médico sería una dificultad insuperable. Elizabeth se proponía llamarlo en julio, pretextando una dolencia sin importancia, y durante la consulta le diría que creía que estaba embarazada. Le explicaría que había tenido el último período en junio. El médico no tendría motivo para dudar de su palabra, pues una posible mentira en nada la beneficiaba. George aceptaría su palabra por la misma razón. En febrero, cuando naciera el niño, sería el resultado de un embarazo de nueve meses como había sido el caso de Valentine, pero era probable que todos extrajeran la conclusión de que estaban ante una repetición de la peculiaridad del nacimiento anterior. Y nadie dudaría de ello. El hospital debía inaugurarse a las diez. Para complacerla, George había donado cien guineas a nombre de Elizabeth, de modo que ella sería una de las pocas mujeres presentes. A las nueve y cuarenta y cinco el carruaje de los Warleggan se detuvo frente a la casa con un repiqueteo de cascos sobre los adoquines. Los cuatro caballos grises sacudiendo las cabezas pequeñas y los postillones mostraron airosos y pulcros sus chaquetas amarillas. La distancia era muy corta, pero George había insistido en que usaran el carruaje. Elizabeth se había puesto una falda de satén blanca con relleno atrás, de modo que la cintura pareciese más pequeña, y una ajustada blusa de satén azul, con una toca celeste. George, elegante en su nueva chaqueta negra de amplias solapas, con su chaleco y dos hileras de botones de plata, la ayudó a subir al carruaje que les condujo colina arriba, hacia el lugar donde ya habían estacionado muchos otros vehículos.
La Enfermería General de Cornwall era una construcción oblonga de piedra gris, bien adaptada al lugar donde se la había erigido. A medida que los invitados llegaban iban entrando en el local, y allí encontraban las dos largas salas, una sobre la otra, cada una con diez camas dispuestas en hilera, y paralelas a las paredes. La sala de la planta baja para los hombres, la del primer piso para las mujeres; contiguos, los cuartitos laterales destinados a las enfermeras, el dispensario, el depósito de cadáveres, la cocina y las salas para el cirujano residente y su esposa. Los amigos se saludaban mientras recorrían la casa. Se habían dado cita muchos personajes del condado: el conde de Mount Edgcumbe, lord y lady de Dunstanville, el señor Ralph-Allen Daniell, el señor George Warleggan y su esposa, el señor Trefusis, el señor Andrew, el señor Mackworth Praed, el señor Rogers, el capitán Poldark, el señor Molesworth, el señor Stackhouse. También estaba el doctor Enys, que de mala gana representaba a su esposa, una importante contribuyente, que ahora residía en Londres; el doctor Bull, cirujano residente, un joven de veintinueve años traído de Londres para ocupar el cargo; el doctor Behenna, designado médico visitante, y el reverendo doctor Halse. Había ocho damas y alrededor de treinta hombres.
No era un grupo tan nutrido que uno pudiese evitar a aquellos a quienes deseaba evitar. El corazón de Elizabeth latió con fuerza porque dos veces ella estuvo tan cerca de Ross Poldark que hubiera podido hablarle. Por supuesto, no lo hizo y por supuesto él tampoco lo intentó, pues George no estaba lejos. Feliz a causa de su descubrimiento íntimo, Elizabeth no tenía el más mínimo deseo de echar a perder el día. George ignoraba la novedad, pero también se sentía satisfecho del modo en que se desarrollaban las cosas, sobre todo del éxito total de los planes del tío Cary, pues parecía que se había alcanzado el objetivo sin deterioro de la reputación de la familia. Ciertamente, él no deseaba enfrentarse a su rival en público. Con respecto a Ross, sus sentimientos tenían un carácter tan explosivo que si surgía algún roce él no sabía dónde acabaría. Pero aún apuntaba alto, y las perspectivas de su propuesta a Francis Basset no mejorarían si se enzarzaba en una gresca —aunque fuese verbal— durante la inauguración oficial del hospital promovido por el propio Basset.
De modo que se celebró la reunión, y el público escuchó los discursos del conde de Mount Edgcumbe, de lord de Dunstanville y del doctor Héctor Bull. Y después se declaró inaugurada la enfermería. Hecho esto, todos salieron al cálido sol de la calle y se metieron en los respectivos carruajes, para volver a descender la pendiente y asistir al servicio celebrado en la iglesia de Santa María. Formaban un grupo vivaz y colorido, y los habitantes de la ciudad contemplaron asombrados el paso de la caravana.
Dwight dijo alegremente a Ross:
—Bien, es un comienzo. Nos vendrían bien cien camas, pero veinte es mejor que nada. El doctor Bull parece un hombre eficaz. Confío en que su admisión en el hospital responda a su capacidad y no a las recomendaciones…
Ross pensó que su amigo parecía haber envejecido mucho. De hecho, había sufrido dos pérdidas: su hija y su esposa, y aunque la segunda podía ser temporal, le afectaba casi con la misma intensidad. Era un hombre abnegado y poco afecto a demostraciones sentimentales; pero su simpatía por el dolor ajeno no aliviaba su dolor personal. Ross se preguntó si Carolina comprendía el efecto de una separación tan prolongada.
Después de guardar los caballos en un establo, encontraron casi totalmente ocupada la iglesia de Santa María, pues se había permitido la presencia del pueblo común. De todos modos, encontraron dos asientos y se arrodillaron para rezar. Ross se preguntó si en realidad el sentimiento religioso tenía algo que ver con su propia presencia y la de su amigo. Quizá Dwight tenía más fe que el propio Ross, aunque ninguno de ellos atribuía mucha importancia a la ortodoxia, y menos si la representaba el reverendo doctor Halse, quien predicaba el sermón. Ross conocía a muchos clérigos que eran hombres admirables, pero los dos que habían gozado de la renta de Truro ejemplificaban tipos humanos que suscitaban su más profundo desagrado. De todos modos, incluso este hombre ambicioso, de expresión dura, era preferible al finado vicario de Santa Margarita. Ross se preguntó si en el Cielo había rentas; si así era, no dudaba de que Ossie ya habría presentado una solicitud.
El doctor Halse eligió Job, capítulo 7, versículo 13: «Mi lecho me confortará, mi asiento suavizará mi queja», y procedió a conmover a su público describiendo las condiciones que el nuevo hospital pretendía aliviar.
—Las palabras no pueden —continuó— describir un cuadro más inquietante de dolor humano que el que tan a menudo se muestra en el agobio de una criatura indigente que languidece en el jergón duro e incómodo de la enfermedad mientras arrastra su vida torturada, desgastada por fiebres lentas e intermitentes o aguijoneada por dolores insoportables, retorciéndose en la angustia de las heridas enconadas, desprovista de la ayuda y el saber médicos, careciendo incluso de las cosas más necesarias de la vida, y aún más de sus comodidades; sin amigos, sin ayuda, sin compasión, los enfermos sienten la presión implacable de la pobreza en su forma más terrible, y expiran al fin con el doloroso pensamiento de que una esposa y unos hijos indefensos, despojados de su único sostén, quedan en este mundo para heredar el mismo padecimiento, destinados a su tiempo a una suerte análoga. ¿Y acaso la justicia, la gratitud, la consideración, que deberían gravitar en los seres humanos, pueden soportar como espectadores indiferentes tan lamentables sufrimientos?
Era un discurso vigoroso y espléndido, y Ross, a quien desagradaba el viejo por su dureza, reconoció que a veces sabía tocar la cuerda justa. Era el tipo de discurso que lograría tener éxito en la Cámara.
Pero, se preguntaba Ross, ¿eran exactamente esos los principios apropiados? Ser bueno, benévolo y generoso con los pobres, construirles un hermoso hospital donde serían tratados gratis, en las condiciones más modernas, eran propósitos admirables y merecían los más elevados elogios. Todo eso demostraba Fe, esperanza y Caridad. Y la principal de todas las cualidades era la bondad. Pero ¿qué decir de la Esperanza? Todos los que allí se habían reunido eran personas bondadosas, dispuestas a aliviar la necesidad. Pero ¿cuántos pensaban en la necesidad de prevenir la necesidad? No dar dinero a los pobres, sino crear condiciones tales que los pobres pudiesen ganar dinero por sí mismos ¿Implicaba eso reclamar algo muy distinto?
En la congregación, escuchando el vigoroso sermón, había tres Chynoweth, aunque ahora todas tenían apellidos distintos y por otras y más personales razones estaban sentadas en lugares diferentes de la iglesia. Elizabeth Warleggan ocupaba un asiento en primera fila, con su marido. A la izquierda del corredor principal, hacia el fondo, Rowella Solway también estaba junto a su marido. El rostro y el cuerpo golpeados y lastimados ya habían curado del todo, y excepto la falta de un diente, lo cual era visible sólo cuando su sonrisa era muy ancha —algo poco habitual en ella— tenía el mismo aspecto de siempre. Siempre había sido difícil interpretar su expresión, y ese rasgo se había acentuado aún más últimamente; pero el descubrimiento que Arthur había hecho de la perfidia de Rowella y su violenta reacción parecían haberla intimidado, haberla inducido a comprender el error de su actitud. Ciertamente, cuando al fin había decidido volver a hablar con su marido, cuando al fin le perdonó el terrible ataque a su cuerpo inviolado, Rowella había recuperado su antigua supremacía intelectual… pero aún no exigía el retorno a la supremacía moral. Cierta vez, de noche —dos semanas después del terrible episodio—, cuando se esbozó entre ellos el primer gesto de reconciliación, Rowella le había explicado de qué modo perverso el señor Whitworth la había seducido la primera vez, cuando ella vivía en el vicariato, trazando un cuadro muy gráfico del modo en que después él la había molestado —casi extorsionado— obligándola a reanudar la relación. De todos modos, Rowella había insinuado que sólo el descuido en que Arthur la tenía, su descuido físico, su incapacidad —en el sentido más absoluto— para representar con ella el papel de marido, la había inducido finalmente a ceder. Arthur se desconcertó, volvió a enojarse, y declaró ardientemente que lejos de carecer de virtudes físicas y sensuales, él a menudo se había contenido por consideración a su esposa. Después, había comenzado a comportarse mucho mejor. Reconocía que últimamente las largas horas pasadas en la Biblioteca le fatigaban mucho, pero que había comenzado a tomar una medicina llamada Corroborante Balsámico o Restaurador de la Naturaleza, y ese producto le había beneficiado mucho.
Después, ninguno de ellos aludió jamás a Osborne Whitworth o a su muerte prematura. Rowella había advertido que la estaca tallada que habían encontrado al lado del cadáver del clérigo no era muy distinta de una que había desaparecido de su cocina, pero no pidió verla, ni quiso hablar con los condestables que realizaron la investigación. Aunque consideraba insultante la brutalidad que su marido había demostrado, admitía que Arthur no había carecido de provocación. Y de tanto en tanto, a medida que transcurría el tiempo y los incidentes se convertían en episodios del pasado, Rowella comenzaba a experimentar sentimientos más cálidos hacia su marido y, precisamente, en vista de la inesperada violencia de la que él se había demostrado capaz. Después de todo, era un hombre apasionado, por mucho cuidado que generalmente pusiera en ocultarlo.
La tercera Chynoweth, que había enviudado por obra de la misma estaca tallada, estaba en la iglesia al lado de su paquidérmica suegra. Se mostraba igualmente inescrutable, pero mientras nadie jamás había podido saber exactamente qué pensaba Rowella desde que había tenido edad suficiente para pensar, durante su adolescencia Morwenna se había mostrado completamente franca, dispuesta a reaccionar siempre con sinceridad, ingenua e impulsiva, y sólo la vida que había llevado después de casarse había logrado modificar su carácter. Ahora, sus ojos ya no eran el espejo de su alma. Parecían cubiertos por una película y no tenían expresión ni demostraban interés. El mercurio se había desprendido del reverso del espejo. Desde la muerte del señor Whitworth se había dejado dominar completamente por su suegra. Hacía lo que ella le mandaba, con expresión inerte pero en actitud obediente; y así, había asistido hoy al servicio religioso. Poco importaba. Sólo una cosa importaba. El retorno del señor Whitworth al dormitorio de Morwenna un mes atrás no había dejado de producir resultados. De nuevo estaba embarazada. Estaba en camino otro pequeño Ossie.
II
La congregación se dispersó concluido el servicio, pero los directores y suscriptores del hospital estaban invitados a almorzar en la posada del «León Rojo». La comida debía comenzar a las 3.30. Dwight dijo que no podía quedarse y Ross también deseaba irse, pero hasta ahora Basset no le había ofrecido indicios acerca de su decisión, de modo que parecía conveniente esperar. En definitiva, Dwight cambió de idea y acompañó a su amigo. Fue afortunado que procediera así porque terminó sentado al lado de Elizabeth, mientras Ross se instalaba enfrente pero algo más lejos. George estaba a la derecha de Elizabeth, de tal modo que podían hablar. Ross estaba entre la señorita Cathleen Basset, hermana de lord de Dunstanville, y un hombre llamado Robert Gwatkin. Pero entre la necesidad de saborear todos los platos servidos y la de conversar dominando el coro de voces, hubo poco tiempo para atender enemistades, y la comida pasó sin incidentes.
La situación cambió a las cinco y media, cuando las damas —las que allí estaban— se retiraron dejando sillas vacías, y los caballeros se agruparon más estrechamente. El oporto y el brandy circularon alrededor de la mesa, y de tanto en tanto se hacían breves silencios mientras el vino circulaba, se servía y la hartura provocada por la comida amortiguaba la charla.
En una de estas pausas, Gwatkin dijo:
—Señor Warleggan, oí decir que vuelve a la política. —En vista del carácter del grupo, era difícil determinar si se trataba de una observación malévola o inocente.
George movió apenas la cabeza.
—Cuando el Parlamento vuelva a reunirse, representaré a San Miguel.
—¿Ha renunciado Wilbraham?
—No, Howell.
—No lo sabía.
—Todavía no lo ha hecho.
Gwatkin hizo girar levemente su copa de brandy.
—Es grato saber que más caballeros locales nos representan. Con mucha frecuencia nuestros diputados son personas que actúan en nuestro nombre y que nada saben de las necesidades de Cornwall.
—Entiendo que mantener esos distritos es muy costoso —dijo el hombre sentado al lado de Gwatkin—, y no se trata sólo del gasto de la compra. Los votantes se agrupan y exigen esto y aquello antes de elegir al candidato. ¡Y después, Dios me asista, si uno no se anda con cuidado, alguien puede apelar a los Comunes y hacer que se anule la elección por soborno!
—… Lo que dijo Burke —llegó una voz del extremo de la mesa, interrumpiendo el diálogo—. ¡Señor, lo que Burke dijo! Afirmo que en Francia la espada de un general prestigioso destruiría el republicanismo. ¡Y no pasará mucho tiempo antes de que así sea! Ahora que Bonaparte ha fracasado en Acre, no querrá quedarse mucho tiempo en Egipto. ¡Tendrá que atender sus asuntos en Francia!
—Sin hablar de la necesidad de atender a Josefina —se oyó como respuesta. La risa fue general.
—Pero hay presbiterianos en Belfast —dijo otra voz—. Y todos son republicanos. ¡Y la razón por la cual oprimen a los católicos no es que estos sean herejes, sino que apoyan el despotismo!
—Los hombres del Ulster no son republicanos del mismo estilo que los franceses…
—Nunca dije tal cosa… Jamás dije eso. Pero no les gusta vivir bajo el yugo inglés y no les gusta la corrupción en política. Ningún impuesto que no sea aprobado por sus representantes… tal es su grito de batalla. ¡Y bien sabemos de dónde salió eso!
—Y usted, capitán Poldark, ¿le agradó su primer año en Westminster? —dijo Gwatkin.
—Agradar —dijo Ross con voz pausada—. No es la palabra adecuada. Creo que aprendí un poco. Bostecé otro poco, y pensé que era útil para después empezar a dudarlo.
—¿Cree que hay mucha corrupción?
—¿Qué no está corrompido?
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué cinismo, señor!
—La política es por naturaleza sucia —dijo otro.
Ross vació su copa y se limpió los labios.
—No creo que haya mucho que elegir entre la política y otras formas de poder. Westminster engloba todo, desde los más excelsos ideales hasta las ambiciones más bajas. ¿Y acaso no ocurre lo mismo en esta ciudad? En menor cantidad, pero no en grado menor.
—Bien, señor, si usted se refiere a la política local…
—A la política o a los negocios. En este momento pensaba en los negocios.
—… tres millones —dijo una voz—. Le digo, señor, que en Irlanda hay tres millones de católicos, o poco menos, ¡y salvo una pequeña minoría privilegiada, todos son peores que las bestias del campo!
—¡Todos son herejes!
—Oh, sí, de acuerdo; pero le advierto que en las Indias Occidentales no hay un negro que en un día no coma más que alguna de esa gente en una semana.
—Lo mismo podría decirse de los peones ingleses. No es necesario ir al extranjero. —Este comentario provino de Ralph-Allen Daniell—. La guerra ha provocado un estado de suma pobreza, de modo que muchos hombres tienen que elegir entre el crimen y el hambre.
—Oh, Dios mío —dijo quien había hablado primero—, ¡ahora no sé si hablamos de sedición o de patriotismo!
Gwatkin dijo a Ross:
—Señor, ¿se refiere al mundo de los negocios locales? ¿Supone que están corrompidos? Y si es así, ¿de qué modo?
Ross vaciló, aceptó el botellón de oporto que alguien le ofreció, se sirvió y lo pasó a Dwight.
—La quiebra de ese banco ocurrida hace poco. No fue un episodio originado por la imprevisión del banco. Fue provocada intencionadamente por el poder corruptor aplicado perversamente. Ciertas criaturas que generalmente se ocultan bajo las piedras asomaron la cabeza para obtener este resultado. Afírmase que las serpientes tienen veneno; pero cuando se manifiesta de este modo, el veneno humano nos induce a creer que la serpiente es tan inocente como un gusano ciego.
Ross sintió la presión del pie de Dwight —una advertencia—, mientras el joven médico pasaba el oporto a George. Gwatkin parecía asombrado.
—Vivo a cierta distancia de la ciudad y quizá por eso no conozco bien los asuntos locales. Pero no comprendo. ¿A quién se refiere?
—… Pero ¡lo asesinaron! —dijo una voz—. Me parece muy evidente. ¡Un joven clérigo tan ecuánime y equilibrado como Whitworth! ¡No es posible que cayera del caballo sin intervención de terceros! Y una vara en el claro, y la capa desgarrada… ¡Aun así, no creo coincidir con usted, Daniell, acerca de las causas del aumento de los delitos! ¡Creo que mejoraríamos mucho si ahorcáramos a todos los delincuentes!
—Compadezco a la joven viuda. Es bonita, pero dudo de que vuelva a encontrar marido con tres hijos a su cargo y tan escasa dote.
—La familia, la familia de Whitworth, tiene dinero, aunque imagino que ella no podrá usarlo.
Haciendo un esfuerzo, Ross dijo:
—Me refiero a los individuos que están entre nosotros y tienen la responsabilidad de lo que ocurrió. Señor Gwatkin, si usted no conoce sus nombres, le sugiero que pregunte a los comerciantes de esta ciudad; y se lo dirán… a menos que también ellos tengan miedo, a menos que entre ellos hayan circulado cartas anónimas repletas de mentiras.
—Dios mío, me parece que todo esto es una tormenta en un vaso de agua —dijo George Warleggan—. Un intento de encontrar un chivo expiatorio para una quiebra comercial perfectamente normal. Ross, aprecio la lealtad hacia tu amigo, pero como te ocurre a menudo, no comprendes los hechos. —Bostezó y se llevó la mano a la boca—. Y los hechos son que Harris Pascoe era un viejo tonto que no debió asumir la responsabilidad de grandes sumas de dinero pertenecientes a terceros. Si alguna vez fue capaz de hacerlo, su tiempo ya pasó y la prueba es que permitió que Nat Pearce estafara grandes sumas que se le habían confiado…
—Mientes —dijo Ross.
Hubo una pausa momentánea. Felizmente, pocos le habían oído, pues el resto de los comensales continuaba conversando. Pero antes de que George pudiese contestar o de que Ross lograse decir más, un criado tosió —y volvió a toser— detrás de ellos.
—Disculpen, señores. Doctor Enys. Disculpe, señor Warleggan.
George se volvió y le miró.
—¿Qué pasa?
—Disculpe, señor. La señora Warleggan. Se ha desmayado.
III
Pasó un mes. El cielo cobró la luminosidad del verano y al fin se cosechó el heno. Aquí y allá aún faltaban algunos campos; ya se habían recogido los cultivos de los bordes, pero aún faltaba el centro, de modo que las parcelas parecían pañuelos bordados. Las gaviotas marinas chillaban, posadas en los postes, o paseaban por los campos como alguaciles desgarbados con el viento agitando sus plumas. Las nubes estivales se desplazaban en el cielo.
Los franceses retrocedían por doquier. Después de reorganizar su ejército, los austriacos les habían derrotado en Magnano, y ahora había llegado la noticia de que los rusos, al mando del brillante y excéntrico Suvarov, habían rechazado a los franceses y entrado en Milán. La población les había aclamado: un libertador que eliminaba a los libertadores anteriores. Una flota ruso-turca había reconquistado Corfú. Los franceses abandonaban Nápoles y comenzaban la lenta retirada hacia el norte. Las grandes conquistas de Bonaparte se veían amenazadas.
Los pasatiempos de la gente estaban describiendo un giro de ciento ochenta grados, desde la perspectiva de una invasión francesa a Inglaterra a la posibilidad de una invasión inglesa a Francia, o a uno de los aliados de Francia. Ya no se pensaba enviar más soldados a las guarniciones de las Indias Occidentales para que muriesen a millares como consecuencia de las plagas tropicales. Para llenar ese hueco se proyectaba organizar regimientos negros, dando la emancipación definitiva a los reclusos como recompensa. Pero era un proyecto que suscitaba la decidida oposición de los plantadores. El joven ejército británico debía organizarse y permanecer en la patria, preparado para afrontar tareas locales más importantes.
El desmayo de Elizabeth había sido un tropiezo en sus planes. Pero la situación empeoró al comenzar a padecer náuseas todas las mañanas. Aunque había mentido a Dwight cuando este le formuló la pregunta obvia, no podía ocultar su estado a George, que llamaba todos los días a Behenna, hasta que, para evitar más exámenes y preguntas, ella confesó su condición. Por supuesto, George se mostró tan complacido como ella había previsto que sería el caso. También él deseaba una niña, hecho que la reconfortó, porque demostraba que al fin había aceptado a Valentine. Más que nunca Elizabeth se convirtió en la posesión preciada, a la que debían dispensarse cuidados especiales, porque llevaba en su seno la simiente sagrada.
Su decepción ante la imposibilidad de engañarle acerca de las fechas no duró mucho tiempo, pues George se sentía tan complacido ante la situación que ella olvidó sus dudas y sus temores. Más aún, George vio en el embarazo de Elizabeth la coronación natural de su buena fortuna. David Howell había solicitado un cargo oficial, y sería necesario elegir nuevo miembro para ocupar uno de los escaños de San Miguel. El señor George Warleggan había presentado su candidatura y pronto se publicarían los decretos respectivos. Era casi seguro que sería designado sin necesidad de elección. George ya había alquilado una casa en la calle del Rey, en Mayfair, para pasar los meses de invierno. Elizabeth incluso podría dar a luz en Londres.
A fines de junio, un hecho ensombreció el horizonte de George.
IV
Había dedicado mucho tiempo y fue, en definitiva, el resultado de delicadas negociaciones y de un análisis casi interminable de las ventajas y las desventajas. Por dos veces Ross había sido convocado a Tehidy, y en la segunda estaban allí todos los socios del banco. Dos veces había visitado a Basset sin ser invitado. En los intervalos, había recorrido todo el condado, agrupando sus fuerzas, calibrando su peso —o su debilidad— esforzándose siempre por evitar todo lo que pudiera parecer exageración y disimulando los desaires o los rechazos ocasionales de un modo absolutamente ajeno a su carácter. Se negó tenazmente a aceptar la derrota cuando más evidente parecía, salvando los obstáculos a medida que se presentaban, y tomándose tiempo para salvarlos. Demelza nunca lo había visto tan decidido o tenaz.
El último viernes de junio el Mercury publicó un anuncio que se repitió en una serie de volantes distribuidos entre los miembros de la comunidad empresarial y comercial de Cornwall central. Decía que desde el primero de julio de 1799, Basset, Rogers & Co., banqueros de Truro, que habían asimilado al banco de Pascoe de la misma ciudad, se convertían en el banco de Cornwall y continuaban sus negocios como antes. Los socios del nuevo banco eran el barón de Dunstanville de Tehidy, el señor John Rogers, el señor H. Mackworth Praed, el señor Henry Stackhouse, el señor Harris Pascoe y el capitán R. Poldark.
El nombre del capitán Poldark se había agregado prácticamente al último momento, pero como la sugerencia provenía de lord de Dunstanville, nadie discrepó. Incluso Ross, para quien el asunto sorprendió tanto como a todos, tenía sus dudas, pero no las expresó. Como el señor Rogers dijo al señor Stackhouse, que no había asistido a la última reunión:
—Por supuesto, no aportará dinero. No lo hará nunca. No es un hombre que… acumule. Pero es bueno tenerlo con nosotros.
Se está convirtiendo en una personalidad del condado. Uno nunca sabe cómo ocurren estas cosas, ¿eh? No es tanto lo que pueda hacer. Es más bien asunto de carácter.