—Mi estimado Ross —empezó Pascoe—, ha sido un episodio muy desagradable, y coincido en que si un número más elevado de mis amigos me hubiese ayudado habríamos podido capear el temporal. Pero en ciertas circunstancias la vida no acepta grados de éxito o fracaso. Si yo fuese capitán de una nave que ha naufragado, podría argüirse que dos luces más a la entrada del puerto me hubieran permitido evitar las rocas. Pero si la nave se pierde, perdida está, y el capitán debe asumir la responsabilidad.
—¿Por traición? ¿Porque alguien puso luces falsas? ¿Por las deserciones de algunos tripulantes?
—Usted lleva demasiado lejos la analogía. En realidad, ya estoy viejo y no me desagrada la perspectiva de aliviar mis responsabilidades. ¿El dinero? Sí, lo he perdido todo, pero mi hermana no se ha casado y dispone de cierto capital. Lamento sobre todo el perjuicio infligido a mi reputación. Uno no desea iniciar la retirada después de treinta años en una ciudad con una sombra sobre su reputación.
Ross se golpeó la bota.
—Le veo aquí, sentado, y tan sereno. No le sienta bien. Si no piensa en usted mismo, ¿qué me dice de sus clientes? De todos los que confiaron en su juicio y su consejo: no es posible que hayan desaparecido de la noche a la mañana.
—Basset, Rogers & Co. asumirán la responsabilidad del banco, y las cuentas serán transferidas automáticamente, salvo que el cliente indique de un modo explícito su oposición. También asumirán el pasivo… aunque creo que este, fuera de mis propias pérdidas, será despreciable. Todavía es un poco temprano para hablar con seguridad pero volcamos al mercado muchas acciones valiosas, vendiéndolas con pérdida, y tuvimos que descontar documentos al quince por ciento. Por supuesto, liquidar así es muy costoso, pero creo que en definitiva podrán pagarse todas las deudas. A su debido tiempo. Por eso no creo que su dinero, ni siquiera las últimas ochocientas libras que su esposa depositó el viernes con tan noble generosidad, se pierda. Pueden pasar algunos meses…
—Entonces, por Dios, ¿por qué no reorganiza el banco? ¡Harris, sin duda es posible!
Pascoe entrecerró los ojos.
—¿Con qué capital? Ahora no tengo capital. Un banco y sus socios deben contar con una elevada suma de dinero propio antes de aceptar la responsabilidad de prestar y tomar prestado. Debe existir un volumen importante de dinero, por así decirlo, libre de ataduras. A partir de ese volumen el mismo sistema de crédito crece. Quizá sea un mal sistema. Como usted habrá observado, en mi caso fue desastroso. Pero así son las cosas. Me atrevo a decir que en este país no hay ningún banco que pueda afrontar simultáneamente a todos sus acreedores. Pero no lo necesita, porque los acreedores tienen suficiente confianza en los bancos.
Ross miró hostil al gato de la señorita Pascoe, que realizaba maniobras alrededor de la pata de la mesa reclamando atención.
—Sea como fuere —dijo Pascoe— es posible que mi experiencia bancaria no se pierda del todo, pues el señor King me ofreció el cargo de jefe de la contaduría de Basset, Rogers & Co.
Ross trató de decir algo, pero lo único que obtuvo fue un murmullo ininteligible, como el que emite un mal actor cuando declama.
Pascoe sonrió secamente.
—Aún no he decidido si aceptaré.
—En todo caso, yo lo rechazaré en su lugar —dijo Ross.
Pascoe se encogió.
—El sueldo no es desdeñable.
—No, es despreciable, despreciable. ¡Al igual que la oferta en sí misma! ¡Si no puedo conseguirle nada mejor que eso, más vale que nunca vuelva a dirigirme la palabra!
—Ross, no lo intente demasiado, pues se desilusionará. En este condado escasea el dinero. Encontrará mucha gente de buena voluntad, pero poca que pueda hacer algo. Sobre todo, y especialmente, la gente verá que no conviene luchar contra los Warleggan. No es imposible que después de este episodio el nombre de los Warleggan parezca aún más siniestro que antes. (Aunque no es factible demostrar nada, muchos lo adivinarán). Pero el éxito de la maniobra, aunque pueda ensombrecer la reputación de esa familia, también la fortalecerá. Pocas voces se alzarán contra un nombre que dispone de poder suficiente para hacer lo que ellos hicieron.
—No les temí antaño, de modo que no pienso temerles, ahora.
—No les tema, no. Pero no se encolerice excesivamente. La circunspección es esencial.
Ross sonrió oscuramente.
—Usted pretende que yo niegue mi propio carácter.
—Bien, sólo quiero explicarle que si usted se enfrenta a ellos no debe hacerlo por mí. Y otra cosa —dijo Harris Pascoe, cuando Ross ya se ponía de pie para salir—. Tampoco se indisponga con sus amigos por mí. Oh, es muy fácil llegar a eso. Usted querrá que hagan más que lo que están dispuestos a hacer. En esos casos, una palabra impaciente puede llevar a otra de enojo.
—No, si son amigos auténticos.
—Bien… he dicho lo que tenía que decir. Y recuerde que en este mismo momento su posición financiera no es segura, ni mucho menos.
II
Cuando salió de Calenick, Ross fue a ver al señor Henry Prynne Andrew. El señor Andrew no era amigo personal de Ross, pero había sostenido sin desmayos a Pascoe y seguramente estaba resentido. La visita siguiente la hizo al señor Héctor Spry, el socio cuáquero de Pascoe. Durante la crisis el señor Spry no había visitado el banco, pero según dijo había consagrado todo su tiempo a la oración pues entendía que esa era la ayuda más eficaz que podía ofrecer. Después, Ross fue a ver a lord Devoran, que no estaba en casa. Más tarde, descendió la colina para ver a Ralph-Allen Daniell. Una hora después había regresado a Truro y entraba a comer algo en la posada del «Gallo de Pelea», que estaba atestada como solía ocurrir los días de mercado. Afuera, la calle estaba colmada de corderos que balaban, vacunos indiferentes, hombres ataviados con gamarras campesinas y el olor del estiércol fresco de los animales.
Después de comer un bocado cruzó el río y se dirigió a Tregothnan. Pero, como había supuesto, lord Falmouth aún estaba en Londres. La señora Gower le invitó a beber una taza de té que Ross rehusó cortésmente; sin embargo, antes de partir habló algunas palabras con el señor Curgenven, que se sentía colmado de satisfacción porque gracias a su escrupulosa administración nada había perdido como consecuencia de las especulaciones de Pearce. El señor Curgenven también se esforzó por destacar que el vizconde Falmouth no estaba comprometido con ninguno de los bancos de Cornwall. De sus palabras bien podía deducirse que era improbable que jamás deseara tener nada que ver con dichas instituciones. Algo que Ross ya sabía.
En camino hacia el norte visitó al señor Alfred Barbary, uno de sus antiguos socios en la Carnmore Copper, y celebró la última entrevista del día con sir John Trevaunance. Con este no tenía muchas esperanzas. Sir John era un hombre de carácter humano y guardaba en el banco de Pascoe lo que podía denominarse su caja chica; pero como en las inversiones que había realizado en Cornwall casi siempre había perdido dinero, la opacidad que cubría sus ojos siempre que se mencionaban cuestiones financieras se acentuaba todavía más si el tema aludía a inversiones en el condado. Lo mismo ocurrió ahora. Bebieron un brandy, conversaron de asuntos parlamentarios y Ross se retiró.
Había sido un día difícil y se sentía cansado. No había esperado pasar así su primer día en casa. No había visto a sus hijos ni había ido a la mina de la cual dependía su prosperidad futura. Llevaba en la alforja casi cuatro kilogramos de monedas de oro, seis de plata y medio de cobre. Había confesado a Ralph-Allen Daniell de qué modo su esposa había utilizado la anterior entrega de dinero, y le había explicado que necesitaba otra letra para pagar a los mineros. Pidió esa suma como un préstamo directo, y no como un adelanto a descontar de las ganancias de los hornos.
Le irritaba la forma en que le habían pagado en el banco de Basset, Rogers & Co.; pero los empleados le explicaron que no podían hacerlo de otro modo. El cambio pequeño escaseaba mucho en el condado y era frecuente que se aplicase el trueque. Harris Pascoe siempre le había reservado abundantes monedas de cobre para atender el día mensual de pago. Si los mineros recibían su paga en monedas de elevado valor, bien podían llevar una pieza de cuatro chelines —o incluso medio soberano— a la taberna, y entonces el propietario del local no podía o no quería cambiarla, y en ese caso aceptaba la moneda y acreditaba la suma en una pizarra. De ese modo, el minero se veía inducido a seguir bebiendo en lugar de entregar el dinero a su esposa.
Mientras reflexionaba sobre este asunto, pasó frente a la taberna del «Doctor», y en ese mismo instante la puerta se abrió y salieron tres hombres… no estaban borrachos, pero sí achispados. Reinaba la semipenumbra del atardecer, cuando ya caía la noche y el cielo reflejaba la luminosidad del mar. Ross los miró y siguió su camino. A unos cien metros de distancia adoptó una decisión, y desvió a Sheridan para que descendiera por el sendero pedregoso, denominado localmente Stippy-Stappy, que llevaba al villorrio de Sawle.
A Sheridan no le agradó la pendiente, de modo que Ross desmontó y lo llevó de la brida. Ató las riendas a un poste que estaba a diez metros del cottage al que se dirigía, y por precaución retiró las alforjas cuando se acercó a la puerta.
Apareció Rosina.
—¡Oh, señor! ¡Capitán Poldark! Pase. Nosotros… no le esperábamos…
—¿Está tu padre? —Ross sabía que no estaba.
—No, señor. Creo que no tardará en regresar. ¡Madre, ha venido el capitán Poldark!
—No, no —dijo Ross, inclinándose en el cuarto de techo bajo—. Deseaba hablar contigo. Y entretanto quizá llegue Jacka.
Rosina se sentó, nerviosa, y Ross hizo lo propio, mientras rehusaba el ofrecimiento de una copa. Si hubiera aceptado todas las bebidas que hoy le habían ofrecido, no habría podido cabalgar de regreso a su casa.
—Rosina, tal vez no desees hablar de lo que ocurrió después que yo me fui. Quizá sea mejor que no mencionemos el tema. Pero deseo decirte que lo lamento mucho.
—¿Usted, señor? Caramba, nada tuvo que ver con usted. Ni con la señora Poldark. Fue un asunto entre Drake Carne y yo, y lo que salió mal no es culpa ni fracaso de nadie.
Él la miró. Se la veía respetable en ese lugar que casi parecía una choza. Su vestido de muselina, limpio y pulcro, el rostro bonito; merecía casarse con un hombre bueno.
—Creo que mi cuñado faltó a su obligación, y así se lo diré cuando lo vea. Hace apenas veinticuatro horas que volví a casa y casi no he visto a nadie.
Rosina alzó la cabeza.
—Señor, si me perdona el atrevimiento, le diré que no deseo que Drake Carne ni nadie se case conmigo por atender al sentimiento del deber. El matrimonio no puede ser eso.
—Concuerdo contigo. Pero si se formula una promesa sincera, no es posible faltar a ella obedeciendo a un impulso caprichoso.
—No fue un impulso caprichoso —dijo Rosina—. Él la amaba antes de conocerme, y cuando ella enviudó Drake creyó que debía ir a verla. Yo le respeto. ¡Aunque a ella no la respete!
—La obligaron a casarse. Ah, quieres decir ahora… Ahora que le rechazó…
—Eso oí decir.
—¿No volviste a verlo?
—¡No!
Se le llenaron los ojos de lágrimas. En ese momento se oyeron pasos pesados fuera de la casa. Era Jacka que llegaba.
La puerta tembló al entrar Jacka, el rostro enrojecido, el ceño espeso, la actitud beligerante. Como el caballo estaba a cierta distancia, no había creído encontrar allí al visitante y su rostro reflejó la impresión que sentía.
—Capitán…
—Jacka, deseo hablar con usted. A solas.
—Caramba, ¿qué pasa? No sabía que estaba aquí. ¿Qué pasa, Rosina?
—Nada tiene que ver con ella —dijo Ross—. Quiero hablar unas palabras a solas.
Rosina recogió su costura.
—Iré con mamá.
Mientras ella se retiraba, Ross miró fijamente a Jacka, que sostuvo con firmeza la mirada del visitante.
—Jacka, este es un mal asunto. El que Drake Carne abandone así a Rosina. Muy mal asunto.
Jacka emitió un rezongo.
—¿Vio a Drake Carne después que él regresó?
—¿Si lo vi? ¡Si llego a verle, le parto la cabeza!
—Siempre dispuesto a la violencia, ¿eh? Bien, si ambos siguen viviendo aquí, algún día tendrá que verle.
—¡No se atreverá a regresar a su forja!
—No le he visto. Es probable que no desee volver al taller; pero si lo hace, usted no debe impedírselo.
Jacka se pasó una mano por la boca.
—No digo —afirmó Ross— que me guste lo que hizo. Y no lo aceptaré nunca. No le defiendo. Pero tampoco me gusta lo que ocurrió después.
—¿Qué? ¿Qué ocurrió?
—El incendio del taller de Pally. Repararlo costará bastante dinero. ¿Fue usted quién le prendió fuego?
Jacka tragó saliva.
—¿Yo?… ¡Caramba, no! Yo no fui.
—¿Y sus nuevos amigos?
—¿Qué amigos?
—Los dos criados de Warleggan que estaban con usted hace media hora. Uno era Tom Harry. No conozco el nombre del otro.
—¿Qué…? —dijo Jacka, transpirando—. ¡Ah, Harry y el otro! No, yo salía de la taberna al mismo tiempo que ellos. Fui a beber una copa y eso es todo.
—Jacka, no sabe mentir.
—¿Yo? Vamos, vamos. No hay causa ni motivo para decir que yo miento. Somos viejos amigos, pero…
—Viejos amigos y compañeros en una aventura en Francia. Pero no abuse de eso. El incendio intencional se castiga con la horca, ¿lo sabe?
—¿Incendio intencional?
—Sí, quemar una casa. Pueden ahorcarle por eso. Le cuelgan del cuello. Frente a la cárcel de Bodmin. En la colina que está frente a la cárcel. Lo llevan en un carro, le ponen la soga al cuello y después retiran el carro. Tardan un rato en morir. La solitaria vela parpadeó a causa del jadeo de Jacka.
—Entonces, ¿fueron sus dos amigos?
—¿Qué? ¿Dos amigos? ¡No son mis amigos! ¡No sé qué hacen y qué dejan de hacer! No es asunto mío.
—Pero lo fue la noche que quemaron el taller de Pally, ¿verdad? ¿Usted estaba allí? ¿Los vio? ¿Aceptó ayudarlos?
Jacka medio se puso de pie y después volvió a sentarse. Se limpió la cerveza que había regurgitado.
—¡Juro por la Biblia que no sé nada de eso! No fui yo, nada tuve que ver, y no está bien acusarme. ¡Lo juro por la Biblia! ¡Pongo por testigo a Dios!
Ross le dirigió una mirada prolongada. Pensó que quizá, si le asediaba con preguntas, podía obligar al hombre a contradecirse. Era posible. Pero lo que lograse esa noche Jacka lo negaría de nuevo por la mañana. ¿Y cómo podía atrapar a esos matones perversos con quienes le había visto poco antes? Pruebas, pruebas, pruebas: no tenía nada. Y la pista ya se había enfriado. Uno podía actuar basado en la sospecha, podía tomar represalias fundado en sospechas, pero eso era todo. O podía abstenerse. Limitarse a inducir un saludable temor. Se puso de pie.
—Mañana volveré a hablar con usted. Quiero enterarme bien de todo lo que ocurrió. Pero ahora le diré una cosa. Anda con malas compañías. Sepárese de esos hombres. Si incendiaron la casa y usted los ayudó, no dejarán de inmiscuirle cuando les acusen. Le aseguro que usted se sentará con ellos en el banquillo de los acusados. Si mi cuñado vuelve a vivir allí y trata de reconstruir la casa, nadie debe molestarlo. ¿Entendido?
Jacka le contestó con un eructo.
Ross se dirigió a la puerta.
—Acabo de acusarle de ser un hombre violento. Bien, es como si la sartén acusara a la olla. Terminemos esta primera conversación, y no es más que la primera, con la promesa de que si usted molesta a Drake Carne, o colabora con quienes le molestan, no esperaré a que le juzguen en Bodmin; me ocuparé de que cuelgue de una soga en Bargus, para que se lo coman los cuervos. Es muy desagradable amenazar así a un viejo amigo, pero estoy seguro de que usted sabe que hablo en serio. Despídame de Rosina y de la señora Hoblyn.
III
Le gustaba cabalgar en la oscuridad. La aldea de Grambler estaba casi dormida, aunque apenas eran las nueve. Cosa extraña, una luz parpadeaba en el cottage de Jud. Ross se preguntó si la gente ya se habría fatigado de llamar Jud Sardina al viejo. Más adelante, pensó, se ocuparía de abrir un camino a través de los matorrales, los brezos y las cañadas, de modo que no fuera necesario dar ese rodeo para llegar a Nampara.
Cuando subía la pendiente en dirección a la Wheal Maiden, un hurón atravesó el camino y Sheridan se inclinó a un lado, asustado. La alforja tintineó. Los ojos de Jacka se habían posado en la alforja, dejada sobre la mesa, entre ellos, antes de que las acusaciones de Ross hubiesen ocupado el centro de sus pensamientos. Era mucho dinero para llevarlo en medio de la noche, era un espléndido botín para el salteador que hubiera estado al corriente del asunto.
Ruido de pasos a un lado, y Sheridan volvió a asustarse. Ross aferró el látigo; pero eran dos jóvenes a quienes él había molestado y que ahora se alejaban de prisa, tratando de no ser reconocidos.
¿Cómo era posible que Ossie hubiese sido desmontado por su caballo? A decir verdad, ese hombre solía sentirse más cómodo en la silla que en el púlpito. Un hombre muerto en el camino colgando de un estribo. Una casa incendiada. Un banco y un hombre honorable destruidos. Todo eso había ocurrido mientras él navegaba por el Canal de la Mancha, de regreso a su casa. Ahora, tenía que tratar de reparar lo irreparable. Todos los jinetes del rey y todos los hombres del rey…
Pasó frente a la mina que temporalmente había destruido la suya, que aún no mostraba signos ni promesas de compensación. La vida era un juego de azar, y el hombre más seguro y sólido podía balancearse en la cuerda floja de las circunstancias, al extremo de que la mínima vibración podía arrojarlo al abismo. Uno vivía, pertenecía a su medio, sentía los pies bien afirmados en la tierra, creía ser importante en el mundo… y, de pronto, todo terminaba.
Las luces de Nampara. Demelza esperaba en la puerta de la sala. Lo miró, y él sonrió y se quitó el sombrero y la capa. Demelza le ayudó a quitarse las botas. Pero no preguntó nada.
—Te esperé para cenar —dijo—. La comida está caliente, sólo necesito cinco minutos.
—Naturalmente. —Pero cuando llegó la cena, Ross no comió mucho.
—¿No tienes apetito? —preguntó ella.
—Estoy muy cansado. Cansado de hablar, de discutir, de preguntar, de cabalgar.
—Come un poco más.
—No —dijo Ross—. Creo que sólo a ti te deseo.
IV
Como reconocimiento a su labor y su cooperación, el jueves Ross dio el día libre a los mineros. Una bandera —un viejo estandarte de dudoso origen que había pertenecido a Joshua Poldark— fue izado al extremo de un mástil y al mediodía los mineros que trabajaban en las galerías subieron a la superficie sin que el siguiente turno llegara a descender. Se fueron sumando a la fila formada frente a la oficina donde el capataz Henshawe llevaba las cuentas. Ross estaba de pie al lado de Henshawe y a medida que pasaban hablaba con cada uno y le pagaba dos chelines suplementarios «por su paciencia». Explicó a todos que el banco de Pascoe había cerrado, pero que quizá volviera a abrir y que de todos modos la mina estaba a salvo. Tendrían que «vivir al día» los próximos meses, pero no había motivo de alarma. Mientras todos trabajaran unidos.
Aquel día libre tomó por sorpresa a los mineros, pero estos pronto lo aceptaron. Se realizó una colecta, se reunió un montón de monedas de seis peniques, y dos hombres partieron en un carro a comprar un barril de cerveza en la taberna de Sally Tregothnan. Como hacía buen tiempo, pareció más apropiado que todos se divirtiesen en Nampara, en lugar de distribuirse entre las tabernas de la región. Algunos mineros hicieron leña con viejos puntales de las galerías —había muchos por doquier después del accidente; ya no merecían confianza para sostén de las paredes y los techos de los túneles, pero en todo caso el aire invernal había acabado por secarlos—, y con ese material encendieron una enorme fogata, que durante un rato chisporroteó y crepitó dubitativamente para encenderse al fin con enormes llamas que se elevaban al cielo. Algunos tributarios comenzaron a preparar fuegos artificiales con pólvora y volaron barrilitos y cajas. No era un juego que careciese de riesgo, pero Ross no intervino: esos hombres eran veteranos en el empleo de explosivos, y si podía confiarse en ellos cuando arriesgaban su propia vida bajo tierra, lo mismo podía hacerse ahora. Las explosiones divirtieron mucho a las mujeres y los niños, que gritaban de temor y alegría, mientras las astillas de madera llovían alrededor. Después, organizaron un festín y asaron un cerdo en el fuego y patatas en las brasas.
Mientras estaban en esto, el sol salió y coloreó toda la escena: puntos azules, verdes y pardos sobre una pendiente del valle, alrededor de las llamas y el humo del fuego; rostros toscos y endurecidos, rostros jóvenes aún ingenuos, manos grasientas, jarros de cerveza, gritos y risas, los galanteos de los jóvenes y los rezongos de los viejos; un momento de alegría y fraternidad.
—El bosque ha sufrido mucho —dijo Ross—. Desechos y restos, y pozos y cobertizos. A medida que pasa el tiempo desaparece la vegetación.
—Sin la mina no podríamos vivir —contestó Demelza.
—Tus hermanos no están aquí.
—No. Sam fue a casa a buscar a Drake, pero no ha vuelto.
—Comprendo que Drake todavía no desee reunirse con la gente.
—Quizá debería ir a verlo.
—No. Déjalo en paz. Es mejor que Sam se ocupe de él. Creo que Drake tiene que resolver solo este asunto. Y necesita, tiempo.
—¿Volverás a salir mañana?
—Sí. Necesito ver por lo menos a media docena de personas Y después, habrá que esperar el regreso de Basset.
—¿Sabes cuándo vendrá?
—Le esperan el sábado.
—Ross, ¿tienes esperanzas?
—No muchas.