Capítulo 10

Ross tardó aún dos semanas en regresar a su casa. Estaba furioso. Había partido de Londres el lunes de Pascua, sin incidentes ni demoras, aprovechando la marea. Pero habían recalado en Chatham y allí quedaron anclados ocho días, sin una ráfaga de viento, y sin esperanza de cambio. Al fin consiguieron partir y sin duda fue el viaje más accidentado que Ross había hecho jamás (y su experiencia era considerable). Habían perdido un mástil frente a las Goodwin, y casi habían encallado. Con un aparejo improvisado habían surcado las aguas del Canal y entrado en Solent para reparar la nave. Zarparon nuevamente y encontraron mar tormentoso y vientos contrarios, llegando finalmente a Fowey, vapuleados y exhaustos, como si hubieran intentado la travesía del Cabo de Hornos.

Así, abril estaba bastante avanzado y la primavera comenzaba a mostrarse en todo el campo a pesar de los obstáculos. Ansioso de regresar, y reticente a soportar otro encuentro casual con Osborne Whitworth o con algún otro sólido ciudadano en la diligencia infestada de pulgas, Ross compró una yegua joven en Fowey y cabalgó directamente de regreso a su hogar. Era tarde y comenzaba a oscurecer cuando llegó a sus propias tierras. Ató las riendas al viejo árbol de lilas y abrió la puerta principal. Había luz en la sala, pero el lugar estaba vacío.

Jane Gimlett apareció detrás de Ross y lanzó una exclamación.

—¡Capitán Ross! ¡Oh, señor! ¡Al fin! Lo esperábamos… todos creímos que estaría aquí la semana pasada. ¡Bien, llamaré a John!

—No hay prisa. Pero cuando le vea dígale que traje una nueva yegua y que está un poco coja. Creo que sólo es una herradura mal ajustada. —(Dios mío, ¿jamás se cansaba la vida de repetirse? Morena había sufrido lo mismo quince años antes)—. ¿Dónde está el ama?

—Creo que salió de visita.

—¿De visita?

—Sus hermanos, señor. Creo que está allí.

—¿Qué hermano? Viven muy lejos uno del otro.

—No, señor. Ahora no. Los dos están en el cottage Reath.

—Ah —dijo Ross, y esperó una explicación que no recibió—. ¿Cómo están los niños?

—Muy bien. Los dos duermen. Dos angelitos. ¿Los despierto?

—No, no. Que duerman un rato. Jane, quisiera comer algo. ¿Qué hay?

—Media pierna de cerdo, recién cocida…

—¿Aún no fueron sacrificados Flujo y Reflujo?

—No, señor. Y un pedazo de capón. Y… pero todo está frío…

—No importa. Traiga lo que le parezca…

El fuego estaba bajo y Ross tenía las manos frías. Depositó sobre una silla los guantes de montar y echó al fuego más carbón; después, trató de quitarse las botas.

—¡Permítame ayudarle! —dijo Jane, que había regresado.

—No, ya está. Gracias.

—Señor, ¿le sirvo aquí o en el comedor? Creo que el fuego del comedor ya se apagó…

—Entonces, aquí. ¿El ama está bien?

—Oh, sí, muy bien, señor.

—¿Y los demás?

—Oh, muy bien. Betsy María tuvo carbunclo, pero ahora ya está curada y del todo bien. ¿Qué vino le traigo?

—¿Qué estuvo bebiendo el ama?

—Solamente cerveza en las comidas. Y oporto después.

—Ah, oporto —observó Ross—. Sí, oporto… Bien, la cerveza será suficiente.

Se paseó un minuto o dos por la habitación, recordando viejos objetos, reconociendo los nuevos, mientras le traían la comida. Había unas pocas cartas dirigidas a él de las que sólo abrió tres: las dos primeras eran pedidos, y la tercera provenía de Clarence Odgers que le preguntaba si podía interponer su influencia para conseguir que al fin le concedieran la renta de Sawle. ¿Que demonios significaba eso? La tercera le invitaba a una ceremonia en Truro; el barón de Dunstanville de Tehidy inauguraría la nueva Enfermería General de Cornwall, erigida en las afueras de la ciudad. Después, se celebraría un servicio en la iglesia de Santa María y habría un almuerzo en la posada del «León Rojo»; estaban invitados los directores y los subscriptores principales. Aún faltaban dos semanas para la fecha indicada.

Casi había terminado su comida cuando entró Demelza. Tenía levantado el cuello de la capa y el viento le había desordenado los cabellos. Se la veía joven e insegura, y pareció sobresaltada y casi hosca, una palabra que él antes nunca hubiera usado para describirla.

—¡Ross!

—Querida. —Se puso de pie y besó su mejilla fría, que olía bien (¿Había desviado tal vez un poco la boca?)—. Dicen que la moneda falsa siempre vuelve.

—A su debido tiempo —contestó Demelza, una mano en cada brazo de Ross—. Estuvimos muy preocupados.

—¿Por mí? Te escribí desde Chatham.

—¡Pero eso fue hace dos semanas! ¡Temí que los franceses te hubiesen capturado!

—Oh, eso es poco probable cuando hay temporal.

—¡O que el viento pudiera arrastrarte a uno de sus puertos! ¡O que te hubieras ahogado!

—Pero no fue así. Como puedes verlo. Y me alegra estar en casa. De todos modos, en adelante lo pensaré dos veces antes de viajar por mar.

Demelza lo miró.

—Pareces… distinto. Estás más delgado y hueles de otro modo.

Él se echó a reír.

—Distinto es un modo amable de hablar. Vine directamente apenas desembarqué de la goleta. Si huelo a lona vieja, es cosa que puede corregirse. Con respecto a la delgadez, acabas de interrumpir mi primer intento de corregir la situación.

—¡Por favor, continúa! ¿Qué te trajo Jane? ¡Oh, pudimos preparar una comida rápida! —Continuó así un minuto o dos, y después Ross dijo:

—No. Es una broma. En realidad, ya he terminado. Ahora no tengo apetito y el resto puede esperar hasta mañana. Déjame verte. Siéntate. Este carbón no quema bien. Siéntate y cuéntame tus novedades.

Se sentaron uno a cada lado del fuego y charlaron animadamente, intercambiando datos superficiales que evitaban los silencios. Ella se había quitado la capa, alisado la blusa y acomodado el encaje del cuello y las mangas. Después de buscar pantuflas para ambos, bromeó diciendo que era una maravilla que las de Ross no estuvieran llenas de moho, y se pasó las manos Por los cabellos, de modo que extrañamente estos se ordenaron en los rizos y las ondas que a él más le agradaban. Removió el fuego con la habilidad y la fuerza que a él le faltaban, y así brotaron llamas que lamieron las paredes de la chimenea. Trajo un vaso de oporto para sí misma y otro de brandy para él; y mientras hacía todo eso, el rictus de sus labios comenzó a adoptar una forma que él conocía mejor. Sus ojos cobraron una luminosidad que reconfortó a Ross.

Ross le habló de Londres y de su trabajo allí, de las visitas a Carolina y de una segunda reunión con Geoffrey Charles; de las frecuentes frustraciones y los placeres ocasionales de la Cámara. También le dijo que, según creía, Carolina volvería a Cornwall el mes siguiente para pasar el verano con Dwight. Le habló de la tarea que le habían encomendado, entrenar a la milicia de soldados bisoños de Kent durante el mes de agosto y de las esperanzas de su dueña de casa en el sentido de que durante las sesiones siguientes, en otoño, llevaría a su esposa. Y de los avances, los éxitos y los fracasos de la guerra.

Ella escuchó todo eso con verdadero interés, y formuló muchas preguntas; pero después que él habló durante un cuarto de hora, se interrumpió y dijo:

—¿Y qué va mal por aquí?

—¿Por qué crees que algo va mal?

—Porque nunca te vi con la expresión con que entraste hace unos minutos. Creo que algo está muy mal y que piensas que en cierta medida yo tengo la culpa.

—¿Tuviste esa impresión? ¡Me interpretas mal! Algo está mal, o mejor dicho muchas cosas anduvieron mal las últimas semanas, pero nadie es responsable. Deseaba… deseaba muchísimo que vinieses. Pero no es lo que… lo que tú dices.

—Explícate.

—¿Desde el principio? Llevará mucho tiempo.

—Desde el principio.

Así, Demelza le habló primero de la extraña muerte de Osborne Whitworth, del frustrado matrimonio de Rosina, de la desaparición y el regreso de Drake, del incendio del taller de Pally.

—Dios mío —dijo Ross—. ¿Se perdió todo?

—Las paredes están ennegrecidas, pero son bastante sólidas. Desapareció el techo… y los pisos… y los muebles.

—Y nadie es responsable, ¿verdad? Nadie vio nada.

—Nadie vio absolutamente nada. O no quiere hablar.

—Debo ver a Jacka. Es muy capaz de haberlo hecho en un acceso de mal humor. Y sin embargo… sin embargo… ¿Drake vive con Sam?

—Sí. No podemos convencerlo de que regrese y repare la casa.

—¿Y Morwenna Whitworth? ¿Qué dice de ella?

—Nada. Ni una palabra. No quiere hablar. Pero es evidente que ella no lo acepta. Ross gruñó.

—¡Qué desastre absoluto! Difícilmente hubiera podido ser peor para todos. ¿Y Rosina?

—Es extraño. Con su modo discreto, se muestra muy fuerte. Es ya la segunda vez que afronta esta situación.

—¿Crees que ahora lo aceptará?

—¿A quién? ¿A Drake? Oh, Ross, no lo sé… y tampoco sé si él la quiere. Ya no puedo hacer más. Así como están las cosas, creo que parte de la culpa es mía.

—Bien, comprendo que te sientas conmovida. Por la mañana iré a ver qué puede hacerse con la casa. Podemos contribuir a pagar el costo de las reparaciones.

—Quizá.

Ross retiró la pipa del estante, pero cambió de idea y la devolvió a su lugar.

—¿Hay más? ¿Ocurre algo en la mina?

—No… en la mina no. Ross, ¿no pasaste por Truro?

—No. Vine directamente. Por San Esteban y San Miguel. ¿Por qué?

—El banco de Pascoe cerró sus puertas.

—¿Qué?

Ante el tono de la exclamación, Demelza parpadeó.

—Quebró y no pudo pagar a sus acreedores. Y hemos perdido nuestros ahorros y los ahorros de Drake. De modo que quizá por un tiempo no tendremos dinero para pagarle el techo nuevo.

Ross la miraba fijamente, como si le hubiera sido imposible comprender lo que ella decía.

—Me dices que… que… el banco de Pascoe… ¡Es… imposible! ¿Después de tu última carta… en sólo… tres semanas? ¿Pascoe?

—Te lo explicaré —dijo Demelza—, te explicaré cómo ocurrió y cómo me enteré.

Y así, comenzó la parte más difícil de su relato: su visita a Truro, su decisión de ver a Ralph-Allen Daniell, su regreso a Truro… el depósito del dinero.

—Fue… horrible —dijo Demelza—. Yo… no volví a entrar en el banco; pero había gente, seis en fondo, clamando por su dinero. Naturalmente, los dos empleados se tomaban su tiempo y pagaban con la mayor lentitud posible. Pero algunas personas gritaban y se ponían groseras. Temí que quisieran saltar el Mostrador. Nuestros tres hombres entraron, con intervalos entre uno y otro, depositaron el dinero con gestos ostentosos… cada uno una pila de monedas… y cada vez que entraban, la turba se tranquilizaba. Algunos se burlaban cuando veían que alguien daba dinero, pero aun así eso los tranquilizaba… se mostraban más ordenados, más dispuestos a esperar. Después de todo algunos tenían que retirar sólo treinta o cuarenta libras… y otros necesitaban cambiar unos pocos billetes. Cuando vieron que llegaba dinero… empezaron a confiar un poco más.

—Pero no lo suficiente.

—No lo suficiente. Lo arruinaron los grandes depositantes. Unos pocos se mantuvieron firmes, como nosotros… por ejemplo. Henry Prynne Andrew… o el señor Buller… o el señor Hitchens. Pero el resto… no.

—Pero dices que Pearce… que el viejo Nat Pearce estuvo malversando dinero… ¡Es difícil creerlo! El viejo estúpido seguramente estaba senil. ¡Por Dios! Ahora bien, ¿es posible que eso haya arruinado a Pascoe? —Se puso de pie—. Es evidente que aquí se advierten los efectos de la antigua maldad.

—Sí, Ross. —Demelza también se puso de pie, se acercó a un cajón y entregó a Ross una carta anónima—. Según me dijo Joan Peter, se distribuyeron cincuenta ejemplares, entregados amano a las personas más importantes de la ciudad y sobre todo a los clientes del banco de Pascoe.

Ross depositó la carta sobre la mesa, y allí se enroscó como una serpiente al lado del trozo de queso que había estado comiendo.

—Joan Peter. ¿La viste? ¿Dónde está ahora Harris?

—Ross, fui el lunes pasado. A ver. A ver si podía ayudar. El banco estaba cerrado, la puerta clavada, y un anuncio indicaba que a causa de la imposibilidad de atender a sus acreedores el banco de Pascoe había cerrado y no volvería a abrir. Ya me alejaba, pero Joan me vio y me pidió que entrase por la puerta lateral. Harris no estaba: se aloja con su hermana en Calenick.

—¿Y qué demonios hacía allí Joan? En este papel dice que ella retiró su dinero. ¿Es consecuencia de la conducta estúpida de mi maldito primo?

—Sí, Ross. Estaba endeudado y le obligaron a pagar sus cuentas…

—Imagino que los Warleggan.

—Eso creo.

Ross recogió de nuevo la carta. Se enroscó indócil en los dedos de Ross, y él la miró como si se tratara de un papel sucio.

—¿De modo que es otro de los manejos de George? En ese caso…

—George y Elizabeth salieron de Truro un día después del funeral de Whitworth. Fueron a pasar varios días con unos primos de Elizabeth, en Salcombe. Antes de que estallara la crisis.

—Querrá mantenerse con las manos limpias mientras otros se ocupaban del trabajo sucio… Creo que no fue Nicholas; concedo que ese hombre tiene un mínimo de ética. Imagino que fue Cary.

—¿El tío? Así lo creo, por algo que dijo Joan.

—¿Sí?

—Cary Warleggan exigió el reembolso a Saint John. Es todo lo que sabemos. Podemos sospechar muchas cosas, pero eso es todo lo que sabemos. No es posible que fuera responsable de lo que hizo el señor Pearce y de otras cosas. Tal vez aprovechó la oportunidad. Pero no quiero que tú… comiences a pelear de nuevo con George.

—¿Tengo que aceptar que me golpeen la cara día y noche y contestar con un gemido y una mueca? Querida, no te gustaría saber que te casaste con un gusano. Tienes que autorizarme a devolver los golpes de tanto en tanto.

—Ross, quiero que los devuelvas, pero no apelando a la violencia. Si faltas a la ley, si haces algo destructivo, si golpeas a George y le partes la mandíbula, como me agradaría mucho que hicieras, tu reacción será exactamente la que los Warleggan desean. Se curará satisfecho la mandíbula mientras te lleva ante el tribunal. Tú… un renegado reformado… con muchos antecedentes de actos violentos. Nada le agradaría tanto como obligarte a renunciar a tu escaño en la Cámara.

—Querida, creo que exageras el refinamiento de los hombres que ocupan los escaños de San Esteban. En ocasiones he visto episodios bastante bajos. —Volvió a llenar su copa, y sin preguntar nada ni mirarla acercó a Demelza el botellón de oporto. Demelza lo miró cuando él volvió a su asiento. Ross respiró hondo y se dejó caer en la silla—. Por Dios, ¡todavía no puedo creerlo! ¡Pascoe tenía amigos! ¡Y sus tres socios!

—Harris dijo que no eran más que testaferros.

—Y Basset. Sé que no podía acudir a Warleggan, pero Basset, Rogers & Co. intervinieron hace dos años.

—Joan me lo explicó: dijo que Pascoe pagó más de nueve mil libras el jueves, nueve mil el viernes, once mil el sábado. Les quedaban dos mil libras y necesitaban por lo menos ocho mil más para salvarse. Harris fue a ver al señor King, de Basset, el domingo por la tarde, pero King dijo que lord de Dunstanville estaba en Londres y el señor Rogers en Escocia, y que él no podía comprometerse sin su autorización.

Se oyó un golpe en la puerta y Jane Gimlett asomó la cabeza

—Señora, ¿retiro la vajilla?

—Sí, hágalo. —Demelza pensó que la interrupción venía bien de ese modo podrían reflexionar unos instantes. Ross comenzó a llenar furiosamente la pipa. Era tal su cólera que el vástago se le quebró entre los dedos.

Demelza se puso de pie prestamente.

—Hay otra en la alacena. —Se acercó a la alacena y rebuscó; entregó otra pipa a Ross y retiró los pedazos rotos. Haciendo un esfuerzo, Ross consiguió sonreír.

—Gracias.

Cuando Jane terminó de retirar la vajilla, la segunda pipa ya tiraba bien.

Con la puerta cerrada, Demelza dijo:

—Ross, ¿hice bien? ¿Apruebas que fuera a ver al señor Daniell y le pidiese dinero?

Ross no contestó y con el ceño fruncido miró el fuego.

—Incluso pensé ir a ver a lord Falmouth, pero temí que estuviese en Londres.

—Allí estaba. ¿No pensaste en Dwight?

—¿Dwight? ¿Qué hubiera podido hacer? Ah, te refieres a…

—Ahora administra el dinero de Carolina.

—Pero sabes que de ningún modo lo usaría.

—Lo sé. Pero quizás hubiese afrontado cierto riesgo en un caso como este. Que un banco quiebre sólo por unos pocos miles de libras…

—No, no lo hice… No se me ocurrió. Lo siento.

Ambos guardaron silencio. Ahora, la pipa no tiraba bien. Ross se la quitó de la boca y la miró. Después, la arrojó violentamente al fuego. Con voz diferente dijo:

—Pero si tú depositaste en el banco de Pascoe todo el dinero que te prestó Ralph-Allen Daniell ¿cómo pagaste los salarios de la mina la mañana siguiente?

—No lo hice.

—Es decir…

Demelza se lo explicó.

—Teníamos ciento diez libras en la casa. Ross, sabes que siempre guardamos ese dinero. Por la mañana fui a la mina y les hablé en grupos. Dije que el banco de Pascoe estaba en dificultades y que era necesario ayudarlo. Dije que de no haber sido por el banco de Pascoe la mina ni siquiera existiría. Es cierto, ¿verdad?

—Puedes asegurarlo —confirmó Ross.

—Entonces, les dije que… no podíamos pagarles todo, pero que yo les pagaría una cuarta parte del salario, y que tú les darías el resto cuando volvieses.

—Ah —dijo Ross.

La boquilla de la pipa había caído sobre el borde de la chimenea. Ross la alzó con las tenazas y la devolvió a las llamas.

—En realidad —dijo Ross— ocurre que hoy pagué diez guineas en Folwey por esta yegua de dos años. Por lo tanto, ahora tengo en el bolso una guinea, una moneda de oro de siete chelines y cinco peniques. Es toda mi riqueza. Pensé retirar algo cuando volviese a casa.

De nuevo se hizo el silencio.

—Imagino que tampoco se pagó ninguna de las cuentas… la madera, el carbón y otros suministros entregados a la mina en febrero y marzo —dijo Ross.

—No, Ross.

—Aún debemos la harina entregada por Jonás y los aparejos de Renfrew, así como algunas facturas de los comerciantes de Truro.

—Sí, Ross.

—Creo que hay otra pipa en el cajón inferior del escritorio Bien puedo romperlas todas.

—Se puso de pie y se acercó al escritorio.

—Ross, ¿hice bien o mal? Necesito saberlo. Tenía que… tenía que adoptar una decisión —dijo Demelza.

Cuando pasó frente a ella, Ross apoyó un instante la mano en el hombro de Demelza.

—Vales más que todos los tesoros de Indias —dijo.