Ross había escrito que se proponía volver a casa una semana después de Pascua, pero el viernes aún no había llegado, y ese día Demelza tenía que tomar una decisión. El viernes era 29, de modo que el sábado era día de pago en la mina.
Zacky o Henshawe solían ir a caballo a Truro, acompañados por Paul Daniel o Will Nanfan, para retirar dinero del banco de Pascoe y volver ese mismo día. El acompañante siempre llevaba consigo una vieja pistola de dos cañones. Si disparaba o no, nadie lo sabía; pero en sí misma era un disuasor útil en el supuesto de que un ladrón se propusiera robar los sacos de dinero. Por supuesto, sin contar con el hecho de que tanto Daniel como Nanfan eran hombres muy corpulentos.
Solían partir a las ocho. Demelza fue a la mina poco antes de las siete y media y allí encontró a Zacky Martin, acompañado por Will Nanfan. Felizmente, el capitán Henshawe llegó unos instantes después, y así ella pudo hablar con todos.
Después que Demelza terminó de hablar, reinó el silencio unos segundos, mientras cada uno esperaba que otro tomase la iniciativa.
—Creo que no es más que un rumor —dijo Zacky.
—Lo del señor Pearce no es rumor —dijo Henshawe—. Oí lo mismo el miércoles. Un fideicomiso de la señora Jacqueline Aukett en favor de sus nietos, con la garantía del banco de Pascoe…
—Incluso si es más que un rumor, no creo probable que no recibamos nuestro dinero. Conozco hace muchísimo al señor Pascoe, lo conozco de toda la vida, aunque nunca lo traté porque él es banquero y yo no soy más que minero. Difícilmente habrá un hombre más honrado que él —dijo Zacky.
—No me preocupa el dinero —dijo Demelza—, sino el hecho mismo de retirarlo. Si muchos piensan lo mismo, causará mala impresión, a pesar de que es exactamente lo que hacemos siempre en esta fecha del mes. Dígame, Will ¿cuánto dinero tenemos aquí?
—¿Aquí? —Henshawe la miró sobresaltado—. ¿En la mina? Veinte guineas, tal vez veinticinco. El dinero suelto para comprar de tanto en tanto algunas cosas. Y siempre hay menos a fines del mes.
—¿Cuánto necesitamos? ¿Qué cantidad pensaban retirar del banco?
—Calculamos cuatrocientas setenta. Para pagar los salarios, necesitamos un mínimo de cuatrocientas veinte.
Demelza frunció el ceño, perpleja, los ojos fijos en la ventana sucia, a través de la cual veía las capas de nubes que se agrupaban en la dirección del mar.
—En la casa quizá tenemos cien guineas. A Ross siempre le agrada guardar algo para casos urgentes. Pero no basta. No basta.
—Discúlpeme, señora —dijo Will Nanfan—. Tengo poco que ver con esto, pues lo único que hago es ayudar a traer el dinero. Pero ¿no sería mejor que usted viniese con nosotros? ¿Qué hablase personalmente con el señor Pascoe? Así sabría si hay o no dificultades. Eso habría hecho el capitán Poldark.
—El capitán Poldark —dijo Demelza—, conoce bien el manejo del dinero. Y yo no.
—Aun así —dijo Will Nanfan—, creo que usted tiene buen olfato para esas cosas. Creo que usted siempre ha tenido buen olfato para la mayoría de las cosas.
II
Partieron a las ocho y cuarto y, a petición de Demelza, Henshawe los acompañó. Tal vez fuera necesario adoptar decisiones importantes en Truro, y a pesar de la patética confianza de Will Nanfan en las cualidades de Demelza, ella pensaba que cuatro cabezas eran mejor que tres.
Llegaron a Truro antes de las diez y media y se desviaron para pasar frente al banco de Pascoe. Pronto vieron que el rumor no había exagerado el efecto del rumor. No había desorden, ni carreras, ni pánico. Todavía. Pero sí muchos caballos esperando en la calle, un vehículo de ruedas rojas, la carretilla de un campesino, algunos burros de carga y grupos de personas charlando. Los cuatro jinetes se abrieron paso con dificultad.
—Desmontaré aquí —dijo Demelza cuando llegaron a la esquina—. Es inútil que entremos todos. Vayan al «León Rojo», pero usted, Zacky, vuelva cuando hayan dejado los caballos en el establo y espéreme en esta esquina.
—Sí, señora. Eso haré.
Demelza volvió hacia la entrada del banco, sin darse prisa, esquivando a la gente y dando todos los rodeos necesarios. No sabían quién era, pero sus prendas de buena calidad, su figura esbelta y los sorprendentes ojos negros atraían la atención y concitaban cierto respeto. La gente le abría paso. No era que Demelza se diese aires, pero una docena de años como esposa de Ross Poldark habían dejado su huella.
Recordó que sobre una callejuela lateral se abría una puerta por donde ellos habían entrado la noche de la boda de Carolina y decidió utilizarla. Una doncella de aspecto asustado respondió a la llamada. Sí, el señor Pascoe estaba, pero en ese momento conversaba con un visitante. ¿Podía indicar su nombre? Oh, la señora Poldark, por supuesto, tendría que haberlo recordado. Avisaría al señor Pascoe si la señora Poldark tenía a bien esperar.
La señora Poldark se manifestó dispuesta a esperar y fue llevada a un cuartito contiguo al despacho principal. Se sentó en una silla tapizada con terciopelo azul, se humedeció los labios y estaba preguntándose qué diría exactamente cuando advirtió que podía oír la conversación mantenida en la habitación contigua a través de la puerta que había quedado entreabierta por el golpe de viento originado en la entrada de la propia Demelza.
—Es una suma importante —dijo una voz—. Lo sé. Pero mire, señor Pascoe, no todo este dinero es mío. No puedo permitirme asumir el más mínimo riesgo…
—¿Por qué cree que hay riesgo? —Era la voz de Pascoe.
—Bien, lo dice toda la ciudad. La gente afirma que el viejo Nat Pearce ha malversado fondos, y que parte de dichos fondos tiene garantía de su banco. Si es así…
—Señor Lukey, lamentablemente mi viejo amigo Nathaniel Pearce usó fondos ajenos para iniciar estúpidas especulaciones en la India y otros lugares. Con ese propósito, redactó y firmó documentos que sin duda le hubieran llevado a la cárcel si aún viviera. Parte de los fondos malversados tiene nuestra garantía, y aunque el modo en que usó ese dinero nos ofrece la oportunidad de repudiar dicha garantía, me propongo cumplir en todo mi palabra. Eso no significa que la estabilidad del banco se encuentre amenazada. A menos…
—¿A menos?
—A menos que todos mis viejos clientes hagan lo mismo que usted y reclamen de pronto los depósitos que mantienen en esta casa desde hace años.
—Ah, sí… Sí, bien. Es posible. —Se oyó el tañido de una copa—. Pero ¿puede pagar este cheque ahora si lo presento en la ventanilla?
—Por supuesto.
—En tal caso, señor Pascoe, creo que tendré que hacerlo, creo que tendré que hacerlo. Mire, como le dije antes, no todo el capital me pertenece. A lo largo de años hubo constantes inversiones en mis pequeñas empresas, y si yo no pudiera reembolsar el capital…
—Muy bien… —Se oyó el sonido de una campanilla.
—Señor Pascoe, estoy seguro de que no me guardará rencor. Por mi parte…
—No le guardo rencor —dijo Harris Pascoe—. Excepto que en estos momentos es cuando uno llega a conocer a los verdaderos amigos.
—Bien, señor…
—Oh, Kingsley, llévese esta nota y pague al señor Lukey la suma indicada. ¿Supongo, señor Lukey, que no lo querrá todo en oro?
—Bien, señor…
—Creo que las letras contra el banco de Basset conservan todo su valor.
—Caramba, sin duda. Lamento que lo tome así.
—Lamento verme obligado a tomarlo así. Kingsley, la mitad en metálico; el resto en letras.
Se cerró la puerta y durante un momento hubo silencio, quebrado únicamente por el roce de algunos papeles. Demelza pensó que la habían olvidado, pero entonces la puerta se abrió un poco más y apareció Harris Pascoe.
—Señora Poldark. Alicia me dijo… Es un placer. Pase por aquí. —Una expresión tensa en el rostro, las arrugas más profundas—. ¿Ross no está?
—No… Esperamos que llegue de un momento a otro. Yo… desearía que volviera pronto. —Demelza se sentó en el borde de una silla—. Vine porque pensé que él desearía que lo hiciera. Oí decir que… hay dificultades.
—En efecto. Quizá pudo oír esa conversación. Ah, sí, la oyó.
Bien, Lukey es uno de mis más antiguos e importantes clientes, pero se ha dejado influenciar por el miedo general… Cuando se desata, el miedo es como un incendio forestal. No respeta a nadie. Suponía que él no perdería la calma. Pero el dinero lo domina todo… En mi condición de banquero quizá todo ello no debería sorprenderme… sin embargo, confieso que a veces experimento cierta decepción.
—Señor Pascoe —dijo Demelza—. Ojalá Ross estuviese aquí. Yo… no conozco bien estos problemas de dinero a los que usted alude. ¿Podría explicármelos… con sencillez?
—Nada más fácil. Durante sus últimos años de vida el señor Pearce seguramente sufrió cierto deterioro de su moral, y yo no lo advertí. Se aficionó a distintos espejismos financieros que le prometían una fortuna en poco tiempo… y todos se esfumaron. Yo diría que despojó a sus clientes de unas quince mil libras esterlinas. Somos garantes de aproximadamente la mitad de esa suma. Confié en él, y me equivoqué, de modo que afrontaré la pérdida. Siete mil libras esterlinas no hundirán al banco ni me afectarán decisivamente. Pero si el público ignorante que forma la población de la ciudad y la región deja de confiar en el banco de Pascoe, no creo que podamos afrontar la situación. Pienso que además hubo mala voluntad.
—¿Mala voluntad?
—Bien, mire esto. —Pascoe le entregó una carta—. El señor Henry Prynne Andrew es nuestro cliente más antiguo y uno de los más importantes. Recibió esto… esta mañana lo deslizaron bajo su puerta.
Los ojos de Demelza recorrieron rápidamente el texto. «Honorable señor: ha llegado a conocimiento de una Persona que le Desea Bien, que usted continúa confiando sus ahorros al banco de Pascoe, en Truro. Debo informarle, basándome en datos de muy buena fuente —un miembro del personal de dicho banco— que esta gente está al borde de la insolvencia. El dinero entregado a la hija del señor Pascoe cuando ella contrajo matrimonio, hace pocos años, ha servido para respaldar una serie de pagarés cuyo monto supera lo que un banquero sagaz podría aprobar. Ocurre que este dinero ya fue retirado y el hecho coincide con la revelación de las actividades criminales del señor Nathaniel Pearce, viejo compinche y confidente del señor Pascoe; la absoluta debilidad de la garantía que este banco ofrece como respaldo del valor de sus letras se revela ahora dolorosamente…».
Continuaba así otra media página y tenía la firma: «Una Persona que le Desea Bien».
—¿Cómo es posible… quién escribió esto?
El señor Pascoe se encogió de hombros.
—Lo escribieron. Y si como sospecho muchas personas han recibido una copia, algunas de ellas acabarán por creerlo. Incluso quienes no lo crean se preguntarán si su dinero está absolutamente seguro…
—Es perverso… monstruoso. Pero ¿puede usted… afrontar los pagos?
Nuevamente Pascoe se encogió de hombros.
—La base de la banca, según ha evolucionado, revela el carácter mismo del crédito. Si se depositan en un banco mil libras esterlinas, un banquero prudente retendrá unas doscientas libras en sus cajas, y prestará las ochocientas restantes —por supuesto, con adecuadas garantías— cobrando un interés más elevado que el que paga al depositante. Así, se extiende el crédito, y en lugar de mantener enormes reservas en sus cofres el banquero puede ocuparse de tierras, minas, fábricas y talleres, inversiones en la India, bonos, todo lo que garantice una más elevada tasa de interés. Si un depositante aparece de pronto y exige que le reembolsen sus mil libras esterlinas, el incidente carece de importancia: es la rutina del banquero. Si se presentan diez, aún así él podrá afrontar su obligación. Pero si crece el número de los que acuden al banco y reclaman su dinero, para pagarles el banquero tiene que vender sus valores y sus acciones, a menudo con pérdidas importantes; y después, tendrá que examinar cuáles son los préstamos de corto plazo cuyo reembolso se verá obligado a exigir. Si no vencen en un plazo de dos, cuatro o seis meses, nada puede hacer. El dinero está a salvo, pero no hoy ni mañana. Y si el clamor continúa, el banquero no podrá afrontar sus obligaciones y tendrá que cerrar el banco.
Llegó hasta ellos el murmullo de voces del local donde se atendía al público. El empleado asomó la cabeza por la puerta.
—El señor Buller desea verlo.
—Dígale que estaré con él dentro de cinco minutos. La cabeza desapareció. Pascoe dijo:
—Además, está el problema de la emisión de billetes. Todos los bancos de Truro emitieron billetes durante los últimos años. Nosotros fuimos muy prudentes, pero aun así, cuando el sentimiento de desconfianza empieza a manifestarse… Ayer supe que se había aconsejado a ciertas personas que tenían billetes de Pascoe que los gastaran mientras aún se les reconocía cierto valor. Y algunos negocios ya se niegan a aceptarlos… con el pretexto de la escasez de la plata.
—¿Cuándo comenzó todo esto?
—El miércoles. Ayer pagamos casi nueve mil libras esterlinas. Hoy, gracias al señor Lukey, ya hemos pagado seis mil. —Harris Pascoe se puso de pie—. Pero agobiado por mis preocupaciones, olvido los buenos modales. ¿Un vaso de oporto, estimada señora?
—Gracias, no. Como usted sabe, señor Pascoe, estamos a fines de mes y nuestra costumbre…
—Es retirar dinero —dijo Pascoe con una sonrisa—. Por supuesto, para los salarios. ¿Cuál es la cantidad usual? ¿Alrededor de quinientas libras? No habrá dificultades. Impartiré instrucciones a mi empleado.
—No —dijo Demelza—. Pero he estado pensando que si usted se encuentra en este aprieto…
Pascoe miró fijamente el vaso de oporto que se había servido.
—¿Desea precaverse retirando una suma más elevada? Es natural. Su marido tiene acreditadas en este momento más de dos mil libras esterlinas. Menos que lo usual a causa del accidente en la mina. Pero consideraría un favor que usted no lo retirase todo… por lo menos durante las dos semanas próximas. Después, así lo espero, habremos capeado ya la tormenta.
Hubo otro silencio. Demelza dijo:
—Señor Pascoe, usted no debe creer que todos sus amigos son como el señor Lukey.
III
En su mansión de pórtico de columnas que daba al río Fal, el señor Ralph-Allen Daniell estaba escribiendo cartas cuando llegó un criado para decirle que tenía un visitante. Salió de su despacho y encontró a la dama de pie, con su traje de montar de terciopelo, frente a una de las anchas ventanas que ofrecían una vista de la hilera de castaños jóvenes.
—Señora Poldark. Qué placer, señora. ¿El capitán Poldark no vino con usted? Por favor, tome asiento.
Era la segunda vez durante la mañana que un caballero maduro se inclinaba sobre la mano enguantada de Demelza, y casi con las mismas palabras. Ambos se caracterizaban por la sobriedad; este tenía el cuerpo más robusto y era unos años más joven. Además su atuendo era bastante parecido al de los cuáqueros.
—Señor Daniell, le agradezco que me haya recibido. ¿Se encuentra bien la señora Daniell? Vine… Ross aún está en Westminster, y vine a pedirle su consejo… y su ayuda.
Daniell insistió en que trajeran una copa de vino para su invitada y mientras la servían, Demelza pensó si no hubiera sido más conveniente cruzar el río con la esperanza de que lord Falmouth hubiese vuelto a Cornwall.
—Señor Daniell, ¿se ha enterado de lo que ocurre en Truro y de las dificultades del banco de Pascoe?
—No estuve allí durante la semana, pero mi administrador me habló del asunto. Una lástima. Pero no dudo de que el momento difícil pasará.
—Depende —dijo Demelza— del apoyo que reciba de sus amigos.
—Bien, sí. Pero pudo afrontar la crisis bancaria nacional de 1797. Estoy seguro de que este episodio no es más que una crisis temporal de confianza, y ya que ahora los restantes bancos no están en el mismo aprieto sin duda le prestarán ayuda.
—El banco de Warleggan no lo hará.
—Bien, el banco de Basset, con quien yo trabajo…
—Señor Daniell —dijo Demelza—, me perdonará porque no comprendo muy bien estas cosas. Desearía que Ross estuviese aquí y que él hiciera lo que fuese más conveniente, pero mientras él no esté yo debo… debo tratar de pensar por él… Estamos a fines de mes y es necesario pagar los salarios de la mina. Vine a retirar el dinero con el fin de llevarlo a casa esta noche y pagar mañana los salarios. Pero veo que no puedo…
—¿Quiere decir —preguntó Daniell, el ceño fruncido— que el banco de Pascoe no puede pagarle? Caramba, hubiera pensado que…
—Quiero decir —le corrigió Demelza— que no puedo retirar el dinero.
—No comprendo.
—Todos estos años, cuando Ross se enfrentaba a muchos problemas y el peligro de que le enviaran a la prisión por deudas era tan grave que incluso ahora a veces me despierto asustada por la noche… el señor Pascoe nos ayudó muchas veces. Ha sido el amigo personal de Ross, el mejor amigo que él tuvo en Truro durante veinte años. ¡Es el momento de que depositemos dinero en su banco, no de que lo retiremos!
Él había estado observándola con interés.
—Señora, esa actitud es muy loable. Aunque en ciertas ocasiones el sentimiento es mal consejero comercial. ¿Tienen ustedes un depósito importante en el banco? ¿Más de lo que necesitan?
—Oh, sí, mucho más.
—En ese caso, no vacile en retirar esa suma menor… Oh, comprendo su dilema y aplaudo sus sentimientos. Nuestro mundo sería muy triste si todos fuéramos como los Warleggan. Pero… —Se puso de pie para llenar de nuevo la copa de Demelza y ella sonrió para indicar asentimiento—. Si usted vino a pedirme consejo…
—Más que consejo, señor Daniell. Su ayuda.
Ella ya había visto esa mirada cautelosa en los ojos de los hombres. ¡Qué cálidos parecían hasta que uno mencionaba el dinero! Pero el señor Daniell era conocido por su filantropía y su generosa ética comercial.
—¿Cómo puedo ayudar?
—Ross tiene capital en los hornos de reverberación que usted posee. No sé cuánto, pero me dijo que era una inversión lucrativa.
—Sí, una empresa sólida. Nos complace su prosperidad. Y posee un futuro garantizado.
Ella respiró hondo.
—Entonces, ¿estaría dispuesto a comprar la parte de Ross y a entregarme el dinero?
La copa de Daniell tintineó cuando él la depositó sobre la mesa. Extrajo un pañuelo para limpiar una mancha sobre la mesa.
—Mi querida señora Poldark…
Una escena muy pacífica. El viento no se oía en ese valle protegido; el único sonido era la crepitación del fuego de leña.
—Eso es imposible.
—… lo siento.
—Usted no tiene autorización para hacer eso. Y sin la firma de su marido, yo no podría de ningún modo aceptar que esta es una decisión meditada.
—Ahora es probable que esté navegando… de regreso a casa. Su firma no puede ayudar al señor Pascoe si la obtenemos dentro de una semana.
Daniell rio, aunque más por embarazo que por diversión.
—Bien, no es posible. Lo siento muchísimo. —La miró atentamente.
Aunque no era hombre que se dejase influir por una cara bonita, de todos modos sabía apreciar la buena apariencia de esta joven. Y su mente directa. No se andaba con rodeos…
—¿Cuánto necesita para pagar los salarios?
—Dos mil libras esterlinas.
—Señora, hace un momento la admiraba por su sinceridad. Pero su respuesta me desilusiona.
—Bien… por lo menos mil. Daniell sonrió.
—¿Cuántos hombres trabajan en la mina?
—No lo recuerdo.
—Yo diría que setecientas libras esterlinas cubren holgadamente sus necesidades.
—Tengo cien en casa —dijo Demelza—. Sumado a eso, quizás ochocientas alcancen.
Daniell se puso de pie y se paseó por la habitación. Ella lo miraba por el rabillo del ojo.
Finalmente, Daniell dijo:
—Lo que podría hacer… y eso es todo… sería adelantarle setecientas cincuenta libras. Las daremos a cuenta de la participación del capitán Poldark en las ganancias futuras de los hornos… y le advierto que esa cifra absorberá holgadamente lo que él podría obtener durante los próximos doce meses. E incluso así falto a mis obligaciones legales con él. Si critica mi actitud en este asunto, no tendré disculpa.
—No la criticará, señor Daniell.
—Eso afirma usted. Y la creo, aunque no debería hacerlo. Pero conozco su temperamento quijotesco y me parece que armoniza bien con el de su esposo. Pascoe puede considerarse afortunado por tener amigos así.
—Algunos, señor Daniell.
—Sí… Durante los últimos años hubo mucha malicia y mucho rencor en Truro. En exceso, para tratarse de una ciudad tan pequeña. Felizmente, yo estoy al margen de todo eso.
—No creo que el señor Pascoe haya alimentado rencores ni buscado querellas.
—No… Falta apenas una hora para el almuerzo. ¿Se quedará? Sé que a mi esposa le agradaría mucho.
—Me temo que no puedo. Usted lo comprenderá… si me entrega una letra… necesito tiempo.
—Por supuesto. Comprendo. ¿Quiere esperar aquí?
Se ausentó cinco minutos. Demelza admiró el retrato de Ralph-Allen, antepasado de Ralph-Allen Daniell, realizado por Reynolds; era hijo de un posadero que había revolucionado el sistema postal de Inglaterra y amasado una fortuna de medio millón de libras esterlinas, para convertirse después en uno de los grandes filántropos de su época. Contempló el cielorraso abovedado de la habitación, la chimenea creada por Adam, los cuadros de Zoffany. Todo eso se conseguía con dinero, el dinero que les había permitido reconstruir la hermosa Biblioteca de Nampara. El dinero podía aportar belleza, elegancia y buen gusto, así como podía provocar —cuando faltaba, o cuando se temía perder lo que con él se podía comprar— las ingratas escenas que había presenciado antes de salir de Truro.
Daniell volvió con un pedazo de papel.
—Es una letra por ochocientas libras esterlinas contra el banco de Basset. Es todo lo que puedo hacer por usted.
—Se lo agradezco, señor Daniell. Y sé que también Ross se lo agradecerá.
—Sí, sí. —Después de entregar la letra, Daniell miró inquieto el papel mientras ella lo guardaba en su bolso, como si de pronto se le hubiese ocurrido algo—. Querida… ¿puedo llamarla así? Es usted tan joven…
—Por supuesto…
—Un consejo final. Este dinero está destinado a usted y a su mina. No a sostener un banco tambaleante de Truro. Y si tiene ideas quijotescas en ese sentido quiero señalarle que ochocientas libras esterlinas no lo hundirán ni lo salvarán. Si tiene que quebrar —cosa que dudo— ni ochocientas libras ni las dos mil que usted pedía inicialmente podrán sostenerlo y evitar que se hunda; y si sobrevive —como creo que ocurrirá— podrá hacerlo sin que usted prive a sus mineros del salario mensual. Retire ese dinero, llévelo a casa y guárdelo en lugar seguro. Esta suma incluye un excedente, más allá de sus necesidades inmediatas —sus cifras no me engañaron—, de modo que pueda ser útil para usted y su esposo si por casualidad el resto del dinero que tienen en el banco de Pascoe se pierde o queda temporalmente inmovilizado. Señora Poldark, admiro su lealtad. Y su generosidad. Pero no creo que carezca de sentido común, por lo que no debe permitir que sus sentimientos le impidan ver la realidad.
Demelza sonrió a su interlocutor y después bajó los ojos.
—Gracias, señor Daniell. Aprecio la bondad y la consideración que me ha demostrado.
Daniell la acompañó a la puerta.
—¿Vino sola? ¿No le parece imprudente?
—No. El gerente de la mina me espera a la entrada de la Propiedad.
—Eso me tranquiliza —dijo el señor Daniell y Demelza pensó que él lo decía con doble sentido.
IV
La esperaban no sólo el gerente de la mina, sino los otros dos hombres. Uno fumaba, el otro, sentado en el pasto, mordisqueaba una hoja arrancada del matorral. En ese terreno protegido, los efectos de la fría primavera no eran tan evidentes.
Apenas la vieron, se dirigieron a los caballos. La miraron expectantes.
—Traigo una letra por ochocientas libras esterlinas. No es tanto como esperaba, pero es mejor de lo que temía —dijo Demelza.
—Pues a mí me parece una suma enorme —dijo Zacky Martin. Los caballos relincharon y trataron de reunir sus cabezas, de modo que la conversación no era fácil.
—¿Y ahora? —preguntó Henshawe, observándola muy atentamente.
—Ahora —dijo Demelza—, usted y yo, capataz Henshawe, iremos al banco de Basset y cambiaremos esta letra… la mayor cantidad posible en billetes y monedas que puedan entregarnos. Quizá todo monedas. No creo que puedan rehusarse si exigimos que todo sea en oro y plata.
Henshawe dio un tirón a las riendas de su caballo.
—¿Y después?
—Después, iremos a la trastienda del «León Rojo» y dividiremos el dinero en… más o menos tres partes. Usted, Will Nanfan, llevará una parte, Zacky otra y Will Henshawe otra. Y, uno por vez, con intervalos apropiados, volverán al banco de Pascoe, se abrirán paso a través de esa turba ruidosa, transpirada y antipática y se acercarán al mostrador para vaciar los sacos y depositar el dinero en la cuenta Poldark. Hagan todo el ruido que puedan. Que las monedas suenen. Que todos sepan que ustedes depositan dinero.
Sólo se oyó el relincho de los caballos y el crujido ocasional de los arneses.
—¿Todo el dinero? —preguntó Zacky.
—Todo —insistió Demelza.