Capítulo 8

El incendio del taller de Pally provocó un escándalo más grave que la desaparición de Drake. El incumplimiento de la promesa de matrimonio podía considerarse un acto perverso, pero el incendio intencional era delito. Si de eso se trataba, ya que nadie lo sabía de cierto, aunque todos lo creían. El fuego de la forja se había apagado el sábado. Era inexplicable que cuarenta y ocho horas después saltasen las chispas que habían prendido toda la casa.

Sam fue a hablar con Demelza a primera hora del martes por la mañana. Ella ordenó ensillar a Judith y prestó un pony a Sam. Se había reunido bastante gente alrededor de los restos humeantes. Las paredes se mantenían en pie, pero habían desaparecido el techo y la mayor parte de los muebles. Demelza y Sam entraron abriéndose paso a través de los restos.

—Cada vez peor —dijo Demelza—, y una cosa lleva a la otra. ¡Dios mío, no sé qué hacer!

—Hermana, hay poco que hacer —dijo Sam—, salvo rezar por el perdón de los pecados y por los pecadores.

—¿Acaso es pecado buscar la felicidad, buscar la felicidad del prójimo? Todo esto… todo lo que ocurrió… ¡es como si el destino nos hubiese señalado! ¿Acaso los seres humanos merecen aún menos de lo que reciben?

—No pecamos cuando buscamos la felicidad del prójimo —dijo Sam con voz lenta—. Quizás erramos al suponer, en nuestra ignorancia, que sabemos qué es mejor para el prójimo… o para nosotros mismos. Solamente nuestro Padre compasivo lo sabe.

—A veces parece…

—¿Qué, hermana?

—Oh, no importa.

—Es mejor decirlo.

—A veces parece que nuestro Padre no se preocupa en absoluto de la felicidad humana.

—No siempre se ocupa de la felicidad terrenal —dijo Sam, pensando en su propio sufrimiento—. Pero si te entregas a Él, en la contemplación de las… las cumbres de la eternidad te sentirás más feliz.

Durante un instante reinó el silencio. Demelza movió con el pie un plato de hojalata.

—Sam, ¿crees que volverá?

—¿Drake? Tiene que hacerlo… sin duda, hermana.

—No puede venir aquí con… con la señora Whitworth. Enviudó hace muy poco. Si piensan… si aún desean unirse, quizá les convenga alejarse inmediatamente de esta región.

Sam estaba tanteando las paredes, aún tibias.

—No costará demasiado reconstruir esto si se hace poco a poco. Sólo se necesita un poco de madera y paja. Y clavos, y algunos muebles. Hermana, Drake guarda dinero en el banco, y el taller tiene trabajo regular. Si Dios quiere, podrá salir adelante.

—¿Con ella?

—Ah… eso no lo sé. Nunca la vi. ¿Y tú?

—Dos o tres veces, pero apenas hablamos. No tengo idea… Una figura menuda apareció cojeando levemente. —Rosina…

—Señora, tenía que venir a ver. Es terrible. Qué perversidad.

—En efecto —dijo Demelza—, y no creo que haya sido un accidente.

Las mejillas de Rosina se tiñeron de rubor.

—No, señora, tampoco yo lo creo. Pero no creo, no puedo creer que lo hayan hecho por mí. De veras, no puedo creerlo.

—Hablé con Vage, el condestable —dijo Sam—, pero no puede hacer nada sin orden de los jueces. ¿Y dónde buscar? Es inútil preguntar en las aldeas, pues una persona tan malvada como para incendiar la casa no se sentirá conmovida por el remordimiento hasta el extremo de reconocer su fechoría.

Rosina miraba a Demelza:

—Señora, realmente no creo que haya sido mi padre, o sus amigos. Mi padre estaba muy enojado y juró que golpearía a Drake hasta matarlo. Pero hay mucha diferencia entre eso y quemarle la casa.

—¿Dijo Drake lo que se proponía hacer?

—Creo que no tenía ningún plan. Vino a verme, y estaba tan mal que sentí deseos de llorar por él. Dijo, me dijo lo que había ocurrido, y que tenía que irse a causa de lo que él mismo llamó su… su «amor anterior».

—Rosina, lo siento mucho… lo siento muchísimo por ti.

—Es extraño, señora. Quería mucho a Drake y había soñado… muchas cosas acerca de nuestra vida una vez casados. Es muy extraño ver cómo en un solo día me arrebatan todo. A estas horas, si no hubiese ocurrido lo que ocurrió, estaríamos casados. Aunque hubiese ocurrido una semana después, ya estaríamos casados. Y sé muy bien que Drake nunca me habría abandonado.

II

Cuando Demelza llegó a su casa, mucho más tarde, pues en el camino de regreso pasó por la mina, descubrió que sir Hugh Bodrugan había venido a visitarla. No era un momento oportuno, porque Demelza se sentía sola, preocupada y muy inquieta, y no la atraía la idea de fingir buen ánimo para atender a ese viejo y lascivo bandido. Pero a pesar de sí misma, había llegado a concebir cierto afecto por sir Hugh, del mismo modo que uno termina encariñándose con una verruga si dura bastante tiempo. Hacía más de diez años que se conocían. Él siempre la había codiciado, pero nunca había obtenido más que un breve beso y un pellizco cuando conseguía arrinconarla. Una o dos veces la había ayudado en pequeñas cosas, y ella siempre se había negado a pagarle en la única moneda que a él le interesaba. Y su lascivia tenía un ingrediente de buen carácter; si Demelza conseguía esquivar o rechazar la mano puesta sobre su rodilla o los dedos que trataban de desnudar el hombro, sir Hugh no demostraba mal humor y se limitaba a cambiar de táctica, preparándose para el próximo movimiento.

Demelza entró en la casa y encontró a sir Hugh, con su respiración estertorosa, esparrancado en el mejor sillón. Le había traído un regalo, un gran ramo de retama obligada a florecer tempranamente en el invernadero del visitante. Demelza le agradeció el presente profusamente —como sir Hugh bien sabía, nada la complacía más que las flores de invierno— y se acomodó en una silla, a distancia segura del visitante; visto lo cual, él no volvió al sillón, y en cambio ocupó un asiento más próximo a la dueña de casa.

Conversaron amistosamente durante un rato de diferentes temas. Sir Hugh comentó las últimas noticias de la guerra —bien que no pareciese interesarse mucho en el asunto—, y explicó que ese individuo, Bonaparte, había invadido ahora Siria y luchaba allí contra los turcos. Era sabido que los dos bandos cometían terribles crueldades; decíase que Bonaparte trataba de apoderarse de Acre, donde una guarnición turca tenía el apoyo de una pequeña fuerza inglesa. Así estaban las cosas. Un individuo llamado Wesley —nada que ver con el predicador— despuntaba en la India, combatiendo a los aliados de los franceses en Mysore. Demelza contestaba sí y no, y con la excusa de distribuir la retama en los vasos mantenía a distancia respetable a su visitante cuando era necesario. Así, la alfombra se cubrió de pequeños pétalos amarillos, al estar el ramo bastante maltratado porque sir Hugh había venido cabalgando con fuerte viento en contra.

Sir Hugh dijo que la señora Fitzherbert vivía de nuevo públicamente con el príncipe de Gales, y se hablaba de que el Papa se proponía reconocer el matrimonio…

Sir Hugh hizo un rápido movimiento y la rodeó con los brazos.

—¡La atrapé! —dijo, con acento de triunfo en la voz.

Demelza lo miró y trató de liberar un brazo para recogerse los cabellos que le cubrían los ojos. Él le besó el cuello.

—Vamos, sir Hugh —dijo ella—. No es bueno para la digestión.

—Tampoco es bueno para usted, pequeña dama —dijo él, cuando ella empezó a debatirse—. ¿Acaso no saben todos cómo me tienta y se burla de mí? Tiene la cara y el cuerpo de una diosa, pero se comporta como si temiera contraer una grave enfermedad por aceptar un poco de placer de tanto en tanto. Su otra mitad está lejos, señora, y hace semanas que ni lo ve ni lo oye. ¡No necesita apegarse a sus votos conyugales como si fuese un pedazo de lacre!

—Es un cumplido —replicó Demelza—. Un hermoso cumplido. Enciéndame por un extremo y me endureceré sobre un pedazo de papel. Qué amable.

—Ciertamente, soy demasiado amable.

—Le advierto que puede entrar alguien.

—Que entre. Todos lo hacen.

—Debemos dar ejemplo. Así me enseñaron.

—Le enseñaron mal. —Sir Hugh sabía que Demelza aprovecharía la primera oportunidad para usar su fuerza, no desdeñable por cierto y liberarse de sus brazos—. Querida, haré un trato con usted… un beso bien dado… no el picoteo de un pollo que engulle un grano… Un beso bien dado, y le diré un secreto.

—¿Acerca de qué, sir Hugh?

—¿Acerca de qué, sir Hugh? Eso no suena bien en sus labios. Bien… algo que vine a decirle… a advertirle… pero que me cuelguen, me iré de aquí sin revelar mi confidencia si usted no acepta pagar el precio.

—Quizá después. Después que me lo haya dicho. Si creo que es importante.

—Ah, no… señora zorra, ya me engañó muchas veces de ese modo. Hoy será pago al contado.

Demelza lo miró. El rostro grande y tosco estaba demasiado cerca. El vello de las fosas nasales y el pelo de las cejas espesas permanecían negros a pesar de la edad.

—Tiene que ver con su marido, el capitán Poldark.

—¿En qué sentido?

—Un anuncio. Una advertencia. Algo que oí.

—Él no está.

—No importa. Usted puede escribirle y decírselo. Quizá deba actuar en nombre de su esposo.

—¿Por qué?

—Porque tal vez sea necesario.

Demelza vaciló. Sir Hugh era uno de esos hombres que solían «recoger» rumores. Poseía ese olfato especial que le permitía saber cosas antes que los demás.

—Bien… —dijo Demelza.

Él no necesitó una invitación más explícita, y apretó su boca grande contra la de Demelza. Ella lo soportó unos instantes y después, cuando las intenciones de sir Hugh comenzaron a ser más agresivas, se liberó y volvió la cara para ocultar un estremecimiento de desagrado.

—¡Qué me cuelguen! —dijo él, y se lamió los labios—. ¡Qué me cuelguen! Es lo mejor que he saboreado en mucho tiempo. Bien, bien. Que me cuelguen, señora, fue muy agradable, y sin duda también para usted. Dígame si me equivoco.

Demelza le sonrió y se acercó a la ventana.

—¡Qué me cuelguen! —repitió sir Hugh.

—Cuando se haya colgado todas las veces que usted crea necesario, dígame lo que acabo de comprar —dijo Demelza.

—Ah. —Volvió a ocupar el sillón y extendió las piernas—. Ah, sí, bien, presumo que ahora tendré que informarle…

—Eso creo.

—Bien, en ese caso… bien, ayer estuve en Truro por asuntos judiciales. No sé por qué me molesto atendiendo esas cosas, ni por qué nadie se molesta. Bastaría que todas las semanas ahorcaran en Bargus a media docena de bandoleros, y no habría necesidad de tantos jueces y tanta charla. Verlos balancearse de la horca… ¡tiene un efecto saludable en el resto!

Sir Hugh, no produce un efecto saludable en mí.

—La señora zorra. Dios mío, qué bien sabe.

—¿No a lacre?

—Sí, bien puede bromear. En fin, ayer estuve en Truro y corrían muchos rumores. Entre la gente que sabe. Los que están al tanto de las cosas. ¿Recuerda al viejo Nat Pearce?

—¿El notario? ¿El notario de Ross? Sí…

—¿Sabe que murió hace poco? Bien, murió. Y todos dicen que sus asuntos están muy mal. Especulaciones. Eso dicen. Mucha gente de Truro perjudicada. ¿Últimamente Poldark hizo negocios con él?

—No que yo sepa.

—Menos mal. Habrá un escándalo. Gente perjudicada aquí y allá. Y dicen… y eso vine a comunicarle… dicen que el banco de Pascoe también se verá afectado.

Demelza se volvió.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Querida, no me lo pregunte; no soy financiero. No conozco bien esas cosas. Pero ayer se murmuraba mucho… y recuérdelo, me refiero a la gente que sabe… y decían que quizás el banco de Pascoe ya no es un lugar seguro para guardar el dinero ya que sus letras no valdrán nada. ¿Poldark trata con el banco de Pascoe?

—Sí.

—Pues bien, como usted ve, soy buen vecino, además de ser pretendiente viejo. Me pareció justo prevenirla.

Demelza sintió el pecho oprimido.

—No puedo hacer nada sin Ross.

—Sí, puede. Puede retirar su depósito. Es lo más prudente. Guarde el dinero en casa, o deposítelo en otros bancos. Si lo hace, nada perderá. Más vale prevenir que curar.

III

Drake permaneció en la vecindad del vicariato de Santa Margarita el resto del martes y todo el miércoles; vivió ese lapso en condiciones penosas, durmiendo bajo un seto, pasando frío y comprando un poco de comida a una anciana que vivía en un cottage a orillas del río. No se resignaba a abandonar el pueblo. Se mantuvo cerca del camposanto, a la vista de la casa, esperando ver nuevamente a Morwenna. Sencillamente, no podía creer que todo había terminado, que ella fuera una mujer tan distinta de la joven a quien él había conocido y amado. Comprendía que su llegada, tan poco tiempo después de la muerte de Osborne, y las tensiones nerviosas del funeral tenían que haberla sobresaltado; hubiera debido esperar más, quizás escribir primero… todo lo que hubiese podido suavizar la impresión. Lamentaba su aparición repentina, cuando ella aún estaba rodeada por los parientes. Y quizá —¿quién podía decirlo?— aún se lamentaba más o menos perversamente ante la pérdida del sólido apoyo de su marido… ¿No era lógico que ella lo hubiese rechazado impulsivamente, y que una hora o dos, o un día, de reflexión la hubiesen inducido a sentir de otro modo?

Pero en su mirada él había visto miedo y una hostilidad muy directa. ¿De dónde venía? ¿Cómo disculpar o explicar esa actitud? Ese frío y temeroso asco de su voz. Se hubiera creído que el propio Drake era el hombre que la había ofendido mortalmente y no el joven a quien ella otrora había amado.

De todos modos, permaneció en el lugar, abrigando todavía una luz de esperanza, incapaz de reconocer que ahora todo era polvo y cenizas. Por dos veces casi se decidió a volver a la casa, pero consideró finalmente que no podía arriesgarse a que le echaran. Y así pasó todo el miércoles.

El jueves por la mañana, un día seco y menos frío, la vio salir de casa con dos niñitas —seguramente sus hijastras— y acercarse lentamente al río. Llevaba velo, pero lo tenía recogido y no le ocultaba el rostro. Caminaba con tal lentitud que podía suponerse que estaba enferma. Drake vaciló, pues ahora que tenía la oportunidad le intimidaba la perspectiva de intentar acercarse.

Decidió que no debía hacerlo por sorpresa. Rodeó el jardín, descendió hasta el río y chapoteando a través de los bajíos lodosos pudo aparecer entre los árboles a los que ella estaba aproximándose. Y se puso en pie para ser visto claramente.

Una de las niñitas lo vio y dijo algo a Morwenna. Entonces, ella se detuvo bruscamente. Drake vio el rostro de Morwenna. Permaneció absolutamente inmóvil cuatro o cinco segundos y después volvió sobre sus pasos y regresó rápidamente a la casa…

Así, él comprendió que todo había terminado. Sin ver ni oír nada, se volvió y tambaleándose salió del jardín, cruzó el camposanto y comenzó a subir la colina.

Caminó todo el día sin saber muy bien qué hacía, pero acercándose gradualmente a su casa. Tenía el estómago vacío, pero no podía comer; la boca seca, pero no podía tragar el agua que recogía en las manos.

Había hecho más o menos la mitad del trayecto cuando advirtió que se había perdido y que había comenzado a caminar en círculos. Permaneció sentado un rato, preguntándose qué hacer. Después, reanudó la marcha… Estaba muy cansado, y se acostó a dormir en un bosquecillo de pinos. Cuando despertó había oscurecido. Estaba temblando, pero tenía la mente más clara y supo dónde se había desviado del camino. Comenzó a caminar nuevamente.

Era una noche clara y fría, sin luna pero estrellada. El viento había cesado y antes del amanecer hubo un atisbo de helada. En los lugares más bajos se había acumulado bruma, y Drake la atravesó como si hubiera estado vadeando un arroyo, los pies apenas visibles pero la cabeza libre. En algunos campos la bruma se extendía como humo blanco. Las cabras y las ovejas se movían silenciosas, como espectros de sí mismas.

Al fin llegó a Santa Ana y atravesó el pueblo silencioso. Sólo brillaba una luz, encendida en el cuarto de un enfermo, y un gato solitario parpadeaba a las estrellas. Después, descendió la pendiente en dirección al taller. Le llevó cierto tiempo ver que había ocurrido algo. A la escasa luz de las estrellas pudo ver las paredes desnudas, el armazón del techo… pero al principio no entendió. Se apoyó en el poste de la entrada, bajo la campana, respiró hondo y miró de nuevo. Después, entró en el patio, tropezando con los restos.

La puerta principal estaba abierta y colgaba de un gozne. Trató de entrar, pero una viga caída le impidió el paso. Intentó retirarla, pero parecía que sus brazos no tenían fuerza. Apoyó la cabeza en la puerta inclinada, incapaz de seguir adelante.

Alguien le tocó el brazo. Era Sam, que todas esas noches había dormido en un cobertizo, esperando el retorno de su hermano.

—Bien, Drake, bien, Drake. ¿Cómo estás? Al fin has vuelto.

Drake tragó saliva y se lamió los labios.

—¿Qué… pasó? Esto…

—Un accidente —dijo Sam—. Ocurrió hace poco. No tienes por qué preocuparte. Muy pronto lo arreglaremos todo.

—Sam —dijo Drake—. Ella no quiere… Ha cambiado… —Se miró las rodillas.

—Ven, muchacho —dijo Sam, sosteniéndolo—. Vamos al cottage Reath. Unos días, mientras se arreglan las cosas. Tenemos dos ponys que Demelza nos ha prestado, de modo que llegaremos en seguida. Vamos, muchachito. Te daré una mano.

IV

La tarde siguiente un condestable y su ayudante se acercaron al cottage Reath. Apenas Drake salió del vicariato, lady Whitworth había despachado un criado para informar que una persona sospechosa había entrado por la fuerza en la casa y había intentado mantener una conversación obscena con su nuera. Su nuera negaba saber el nombre, pero una indagación urgente practicada por lady Whitworth le había permitido identificar al individuo. Y se enviaba al condestable para que averiguase la posible culpabilidad de ese hombre en la muerte del hijo de lady Whitworth.

Felizmente, Sam estaba en casa, pues Drake parecía incapaz de contestar preguntas. Se hubiera dicho que el asunto ni siquiera le interesaba, y si Sam no hubiese estado allí, probablemente hubieran llevado a Drake a Truro, y lo hubiesen obligado a comparecer ante los magistrados sin que el joven formulase la más mínima protesta. Sam señaló que su hermano debía ser inocente de la acusación, pues había estado en su taller el día de la muerte del señor Whitworth. El condestable preguntó qué pruebas tenía Sam de sus afirmaciones. Entonces, Sam interrogó pacientemente a su hermano frente a los hombres y el interrogatorio reveló que Arthur y Parthesia Mullet habían estado con Drake hasta las ocho de la noche, y que después, a las nueve, el joven había ido a la casa del señor Maule, el sastre, para probarse su nueva chaqueta y no había salido de allí antes de las diez.

El condestable no pareció del todo satisfecho, pues según dijo no tenía pruebas de que después Drake no hubiera cabalgado hasta Truro. Sam preguntó:

—¿A qué hora encontraron al párroco? Pues bien, a menos que volase, era difícil salir de la casa del sastre en Santa Ana a las diez de la noche y estar en Truro a tiempo para atacar a un hombre que había sido hallado muerto poco después de medianoche.

Los dos hombres se retiraron al fin, no sin antes declarar que aún no estaban satisfechos. Pero volvieron a Truro con su informe, y no se los vio más.