Capítulo 7

El funeral del reverendo Osborne Whitworth, vicario de Santa Margarita, Truro, y de San Sawle con Grambler, se realizó a las once de la mañana del lunes de Pascua. El funeral del señor Nathaniel Pearce, fallecido el sábado, se postergó hasta el martes. (Quizás en el último gesto equívoco, en el guiño de despedida del viejo y sordo señor Pearce se encerraba cierto saber premonitorio. Después de todo, Ossie pasaba al otro lado antes que él).

Fue un gran funeral, dirigido por el anciano doctor Halse, y contó con la presencia de las figuras más importantes de la ciudad. La viuda y su suegra estaban ataviadas con largos vestidos negros y se habían puesto los pesados velos que la costumbre imponía para ocultar sus expresiones de las miradas del vulgo, si bien en cierto momento lady Whitworth se recogió el velo y paseó por su alrededor la áspera mirada de sus ojos penetrantes e hinchados, como para ver mejor si habían concurrido todos los que debían estar allí. (El señor Odgers estaba conspicuamente ausente, y el hecho sería tenido en cuenta). Estuvo el señor Arthur Solway, pero no su esposa, lo cual era extraño, pues la señora Chynoweth había venido de Bodmin, acompañada por su hija Garlanda. Después se supo que la señora Solway no estaba en la ciudad.

Concurrieron algunos desconocidos, aunque no muchos por tratarse de una ciudad y un distrito donde casi todos los individuos que representaban algo conocían a todos los que convenía conocer. Pero un joven alto y moreno, modestamente vestido, estaba al fondo de la iglesia, en la periferia del nutrido grupo que rodeaba la tumba. Morwenna no lo vio, pues se sentía tan próxima al desmayo que ni siquiera podía alzar los ojos para mirar a nadie, pero Elizabeth, que se apoyaba en el brazo de George, lo vio y lo reconoció. No lo comentó con George, pero Pensó hablar con el joven cuando tuviese oportunidad. Sin embargo, una vez concluida la ceremonia Elizabeth miró alrededor y le pareció que el joven se había ido.

Después del funeral se celebró una reunión discreta con té, tortas y pastas, mermeladas, jaleas y tartas. Los últimos años se había manifestado en Cornwall, y sobre todo en las clases superiores, cierta reacción contra las grandes celebraciones fúnebres de la década precedente, cuando cada familia rivalizaba con las restantes llegándose a tales extremos que los hombres acomodados solían incluir en su testamento la orden de que se les enterrase de noche para impedir extravagancias. Lady Whitworth, que ejercía el control indiscutible de todo el asunto, y que lamentaba la pérdida de su hijo, si es que la lamentaba, de un modo tan íntimo que nadie alcanzaba a advertirlo, había decretado un entierro por la mañana y un té bien servido pero sencillo.

La reunión se prolongó hasta las dos. A esa hora casi todos se habían retirado y uno por uno los parientes se reunieron en el salón para conversar acerca del futuro. Estaban presentes el señor Pardow, notario de la familia y residente en Saint Austell; Morwenna, acompañada por la robusta Garlanda, dispuesta a ayudar a su hermana tanto física como moralmente; lady Whitworth, con su mandíbula cuadrada, sus hombros anchos y su voz áspera; la señora Amelia Chynoweth, madre de Morwenna, bonita como siempre en su estilo modesto y frágil —uno se preguntaba por qué no había vuelto a casarse—; Elizabeth Warleggan, prima de Morwenna, y el señor George Warleggan, a quien se había convencido, venciendo su resistencia personal, de que debía quedarse con el resto de la familia.

La conversación tomaba y retomaba los problemas que había que afrontar. Cuánto dinero había dejado el señor Whitworth, cuánto tiempo podrían permanecer en el vicariato Morwenna y los tres niños; si lady Whitworth estaba dispuesta a mantener su asignación, revelación de la que Morwenna oía hablar por primera vez; si Morwenna, en caso de que le apremiase el tiempo, iría a vivir con lady Whitworth o con la señora Chynoweth, hasta que encontrase un lugar apropiado. Lady Whitworth reconoció de mala gana que en su propiedad, cerca de Goran, había un cottage donde ahora vivía un pastor haragán que había dejado que la construcción se arruinase y que era posible echarlo, bastando gastar tan sólo una libra o dos para convertirlo en una casita pequeña y cómoda. Lamentablemente, no había agua, salvo en la casa principal, y no podía pretenderse que John Conan bebiese del agua de lluvia recogida en una barrica. En el curso de la conversación se vio claramente que lady Whitworth tenía prioridades muy bien definidas. En primer lugar, John Conan; en segundo lugar, pero a bastante distancia, las dos hijas que Ossie había tenido con su primera esposa, y tercero, pero tan lejos que apenas podía vérsela, Morwenna.

Cada vez que Amelia Chynoweth decía una palabra lady Whitworth se imponía. Antes se habían encontrado una sola vez, en Trenwith, inmediatamente antes de la boda, y lady Whitworth se había hecho una mediocre opinión de toda la familia Chynoweth y sobre todo de Amelia, cuya voz le parecía excesivamente melosa y por completo desprovista de energía. La joven con quien su hijo se había casado era un ratoncito anónimo que no había sido útil a nadie, excepto que por una feliz casualidad había engendrado un hermoso varón, un niño fuerte y voluntarioso que continuaría el apellido.

Y ese ratoncito anónimo, esa joven de ojos bajos y extraviados, centro de la interminable charla a la cual no contribuía ni siquiera con un mínimo comentario, pensaba para sí: «Esta reunión… cómo habría agradado a Ossie; qué lástima que no pueda participar. Pero ha muerto. Y yo, ¿por qué sigo viva, por qué sigo aquí? ¿Cuál es mi propósito? Más me valdría estar muerta y enterrada como él… pero en un rincón alejado del camposanto, cuanto más lejos de la tumba que él ocupa mejor. Trató de demostrar que yo estaba loca… confiaba en que podría encerrarme. Pero yo estaba tan cuerda como él. Aunque no es el caso ahora. En un minuto… ahora o después, me estallará la cabeza, y me arrancaré los cabellos y las ropas, ¡y aullaré para que me oigan Dios y el santo cielo! Hablan de mí como si yo fuera un paquete, como si no existiese. Y es así. No existo. Ya no existo…, todo ha desaparecido… la mente, el cuerpo…, incluso el alma; soy una envoltura, un inútil revestimiento de ropas que ha perdido el sentimiento, la razón, la sensación, la bondad, la fe. No necesito que me entierren porque ya estoy muerta, ya no me resta nada: cenizas, polvo, arena, tierra, sangre, semen, orina, pus, excremento, basura…».

—Discúlpame, mamá —dijo Garlanda—. Pero Morwenna se siente mal. ¿Puedo llevarla a su cuarto?

—Por supuesto.

La joven vacilante fue retirada del salón y se hizo el silencio cuando todos oyeron que vomitaba en el vestíbulo.

—Y usted, señor Warleggan, ¿qué piensa? —preguntó lady Whitworth. De todos los presentes, era la única persona a la que ella estaba dispuesta a escuchar.

George la miró sin sentimiento y percibió su piel áspera y profusamente empolvada, los ojos pequeños, las papadas.

—Lady Whitworth, mi interés es a lo sumo contingente, y como usted sabe proviene del hecho de que mi esposa es prima de Morwenna. Pienso que necesitamos saber más detalles acerca de las deudas de su hijo antes de que podamos saber con certeza de qué vivirán la viuda y los hijos.

—¿Deudas? —dijo lady Whitworth, encrespándose—. Dudo de que Osborne fuese un hombre que contrajera deudas.

—Las tenía, e importantes cuando se concertó el matrimonio con Morwenna.

Hubo un vivaz intercambio de comentarios en el que participó el señor Pardow y Amelia Chynoweth.

George pensó: «Este año Elizabeth parece haber envejecido. Sus cabellos están perdiendo parte del lustre; sin embargo, esas pocas arrugas junto a los ojos son atractivas y confieren más vigor y carácter a su rostro; dentro de diez años aún será bella. A causa de Elizabeth estoy aquí, en este salón estrecho y sucio, escuchando a esta vieja marrana de rostro duro que rezonga por el lechón que se le ha muerto. Como si cualquiera de ellos me importase en lo más mínimo. Lo que me importa es que James Scawen al fin ha aceptado venderme parte de su propiedad en el distrito de San Miguel, de modo que en pocos meses más podré controlar ese burgo. Dos escaños parlamentarios. Me libraré inmediatamente de Howell y ocuparé su puesto el otoño próximo; también pagaré a Wilbraham, y designaré quien más me convenga… ¿Quién? Debo buscar un candidato… aquí o en Londres… alguien parecido a Monk Adderley, a quien nada le importa lo que vota si eso le permite tener un escaño y gozar de los privilegios consiguientes. Lástima que la familia Warleggan no haya sido muy prolífica. Sansón está muerto y su hijo es borracho. Cary nunca se casó. Lo único que Cary está dispuesto a desposar es un pagaré».

Garlanda regresó con la noticia de que Morwenna se había acostado y la niñera la acompañaba. Ella misma pensaba volver con su hermana pocos minutos después. George vio a su criado en la puerta del salón y le ordenó que se acercara.

—Querida, debemos irnos —dijo a Elizabeth y se puso de pie—. Tengo que atender ciertos asuntos.

La reunión concluyó con expresiones generales de interés y afecto. Amelia Chynoweth advirtió alarmada la partida inminente de los Warleggan, pues ahora se veía pasando el resto del tiempo en esa casa, dominada y casi devorada por lady Whitworth. Sólo la presencia de George había mantenido cierto equilibrio.

Pero era imposible detenerlos. Se retiraron, y se oyó el repiqueteo de los cascos de los caballos que subían hacia el camino principal.

En la encrucijada, al llegar a un claro, Elizabeth sofrenó su montura y miró alrededor.

—Creo que ocurrió aquí. Sí, algunas ramas avanzan sobre el camino, pero es extraño que un caballo tan manso se asustara. No puedo dejar de pensar que aquí ocurrió algo extraño.

George gruñó:

—Quizá por una vez en su vida se emborrachó.

—¿Dónde había estado? ¿A ver al viejo señor Pearce?

—La señorita Pearce dice que estuvo con el viejo, pero sólo veinte minutos. No le vieron en ninguna taberna. Pero ¿acaso importa? Nunca te inspiró mucho afecto. Y últimamente, tampoco a mí.

—Es sólo que… me parece muy extraño —insistió Elizabeth—. He pensado mucho en ello… Aunque ciertamente era un matrimonio desgraciado…

—Que yo concerté —dijo George.

—Bien… no podías haberlo previsto.

George pensó que una de las grandes virtudes de Elizabeth en la vida conyugal era que jamás le dirigía reproches. Siempre cerraba filas con él, aunque en la intimidad dudase de la sensatez de su comportamiento. George apreciaba cada vez mejor cuan inverosímiles habían sido sus sospechas acerca de un probable vínculo entre Elizabeth y Ross Poldark. Al final conseguiría arrancar el aguijón envenenado que le había clavado la tía Agatha momentos antes de morir. Por lo menos, casi lo había arrancado. En todo caso, el suyo era un matrimonio más feliz que lo que George hubiera creído posible dos años antes. Aún no le había hablado de todas sus ambiciones. Pero sabía que Elizabeth volvería de buena gana a Londres y que sus ambiciones la complacerían. Cuando lo lograra, sería el regalo de cumpleaños más apreciado que podría ofrecer a su mujer.

Al atravesar Truro pasaron cerca de la calle San Clemente, y Elizabeth hizo una observación acerca del «pobre señor Pearce». George no contestó. Ahora que Nat Pearce había muerto al fin, Cary comenzaría a actuar. Cary en acción no era un espectáculo agradable. Elizabeth nunca se había llevado bien con el tío de George. Cada uno pensaba que el otro era una «influencia negativa» sobre George. George sabía que Elizabeth desaprobaba las manipulaciones de Cary y que se preguntaba si convenía detenerlas antes de que fuese demasiado tarde. Si podía detenerlas, lo cual era dudoso. Cary tenía capital de su propiedad en el banco y no sería fácil disuadirlo de sus propósitos. George y su padre juntos, podían hacerlo, pero ¿valía la pena discutir para impedir que Cary hiciese, con métodos no demasiado respetables, lo que los tres deseaban en el fondo de su corazón… arruinar a Pascoe y al mismo tiempo recortar las alas de Ross Poldark?

Sus manipulaciones, y las de Cary, casi habían alcanzado el primero de dichos objetivos durante la crisis nacional que había sobrevenido dos años atrás. Entonces todo se había hecho con la aprobación de George, pero el asunto había quedado en nada a causa del apoyo prestado en el último momento por Basset, Rogers & Co., el otro banco de Truro. Como resultado del incidente y la irritación que Él mismo había suscitado, la creciente cooperación entre Basset y Warleggan se había interrumpido bruscamente, dando lugar al inicio de la discordia entre George Warleggan y lord de Dunstanville. El resultado final había sido que George perdió su escaño en el Parlamento en beneficio de Ross Poldark.

Una larga y tortuosa cadena de causas y efectos que demostraba que la conducta de Cary podía ser perjudicial para el buen nombre de Warleggan e incluso para sus ambiciones. El centro de la cuestión era si se llegarían a conocer las manipulaciones de Cary. Si así era, el nombre de Warleggan sufriría cierto menoscabo. ¿Era necesario que ocurriese? ¿No podía achacarse toda la culpa al señor Pearce y sus desfalcos? Había que estar seguro de ello. George resolvió ir a ver a su tío esa noche. Era una actitud miope permitir que un hombre de la posición y la importancia de George apareciese vinculado con la aplicación de turbias presiones financieras sobre un banco rival.

Llegaron a la residencia y dejaron los caballos en manos de los criados de librea que salieron corriendo a recibirles. George siguió a Elizabeth al interior de la casa y mientras caminaba pudo ver los zapatos de cabritilla que ella usaba bajo la falda de terciopelo gris y el relámpago ocasional de la enagua blanca. Se volvió antes de entrar y contempló las paredes inclinadas y los techos irregulares de la pequeña ciudad donde había hecho carrera y comenzado su destino. La vida era buena.

II

Jacka Hoblyn había bebido casi constantemente durante dos días.

El domingo por la mañana, cuando le explicaron lo que ocurría, hubo una escena terrible en su casa. Había derribado a su esposa y golpeado a Rosina en la cabeza como si ellas hubieran sido las culpables; después, había corrido a buscar a Drake para desollarlo vivo con el cinturón. Pero Drake no estaba. Jacka encontró la herrería desierta y el fuego de la forja casi apagado. Sólo vio a un temeroso jovencito de doce años que apenas pudo responder a sus preguntas formuladas a gritos. El herrero Carne se había ido. Nadie sabía cuándo volvería. No, nadie lo sabía. No había nadie en casa. El hermano había venido a buscarlo, pero el herrero Carne se había marchado la noche anterior. Después, nadie lo había vuelto a ver.

Agobiado por la frustración, Jacka había derribado a patadas un par de cubos y se había ido. A mitad del trayecto hacia su casa encontró a Art Mullet, que también buscaba a Drake. Los dos hombres entraron en la taberna de Sally Tregothnan y pasaron el resto del día bebiendo. A semejanza de Jacka, Art proponía hacer algo para castigar al zorrino que había engañado a Rosina. Pero ¿cómo se le podía castigar si no estaba? Sí, el hermano predicador de la Biblia todavía estaba por ahí, pero ni siquiera un sentido de justicia enturbiado por la ginebra podía justificar que se golpeara a un hombre por los pecados de otro en vista del parentesco.

Además, les fastidió descubrir que la noticia provocaba reacciones contradictorias en Sally la Caliente. Todos concordaban en censurar la conducta de Drake. Aunque uno o dos admitían que quizá su intención sólo era consolar a esa mujer de Truro que había enviudado poco antes, otros creían que al último momento había cambiado de idea acerca de Rosina y se había alejado por unos días, en espera de que se calmase el escándalo. Realmente, era una lástima, una gran lástima que se tratase de Rosina, a quien Charlie Kempthorne había dejado plantada pocos años atrás: no existía muchacha más simpática y honesta que Rosina que, por cierto, no merecía que le destrozaran dos veces el corazón, pobre niña —aunque nadie creía que ella hubiese querido mucho a Charlie Kempthorne—, pero… pero aunque la habían abandonado a la puerta de la iglesia —o tan cerca que de hecho era lo mismo— nadie sostenía que Drake se había aprovechado de ella, y eso era algo importante en los tiempos que corrían.

—Está bien, Jacka, sabemos a qué te refieres… pero hay modos y modos de aprovecharse; y aunque quizá faltó a su palabra, nadie puede acusarle de haber ensuciado la mercancía antes de comprarla, nadie puede acusarle de haber metido el dedo en el pastel antes de que lo pusieran sobre la mesa. Hay que reconocer que los hermanos Carne son honrados y decentes en todo lo que hacen.

—¡Honrados y decentes! —exclamó Jacka—. Con un garrote le quebraré la decencia si consigo ponerle la mano encima.

Por supuesto, había quienes apoyaban más francamente a Jacka; pero de ningún modo era una actitud unánime. El temor de Demelza en el sentido de que los aldeanos considerasen extranjeros a sus hermanos era fundado —ocho kilómetros de distancia era el límite absoluto para considerar «nativo» a un individuo— y así sería hasta que muriesen, pero el hecho de que fueran sus hermanos y por lo tanto cuñados de Ross Poldark tenía mucho peso. Si hubieran sido personas desagradables, codiciosas y pendencieras, los pobladores hubieran reaccionado de modo muy distinto: Poldark o no Poldark, pronto los habrían excluido. Pero nadie en su sano juicio, podía acusarles de tales faltas. Sí, lamentablemente uno de ellos había desairado a una muchacha buena. No obstante, la tendencia de la mayoría era murmurar un poco y decir: Bien, bien, qué lástima, una gran lástima.

El lunes, la irritación de Art Mullet también se había suavizado. Tenía que atender sus cabras y cuidar sus redes. No podía pasarse el tiempo murmurando amenazas y bebiendo ginebra. Pero el alcohol alimentaba el resentimiento de Jacka y para calmarlo volvía a beber. Al llegar la noche, Jacka entró en una taberna cercana al bosquecillo de Sawle —se llamaba la taberna del «Doctor»—, y allí se reunió con Tom Harry y Dick Kent, ambos servidores de Trenwith. En general, los hombres de Warleggan no gozaban de popularidad; Tom Harry y Dick Kent suscitaban especial antipatía, y ninguno de ellos se aventuraba siquiera a entrar en el local de Sally la Caliente, donde no eran bien recibidos. Pero la taberna del «Doctor», propiedad de un hombrecito de cara de ratón llamado Warne, no era tan quisquillosa y durante los últimos años se había convertido en el local donde bebían los hombres de Trenwith en su tiempo libre.

Jacka Hoblyn había llegado ahora al estado que sigue a la borrachera común; es decir, había recuperado la sobriedad y mostraba en el rostro una expresión sombría fruto de sus excesos. No prestó atención a los presentes y se retiró a beber en un rincón con la copa en la mano. Tom Harry dio un codazo a Dick Kent y se acercó a Jacka, se sentó en el banco contiguo y comenzó a hablar. Hizo una seña a Kent para que se uniese a ellos.

Aquí, Jacka encontró al fin oídos atentos y comprensivos. En general, no simpatizaba más que sus amigos con esos hombres, pero ahora comprendía que los había juzgado mal. Opinaban de Drake lo mismo que él: que era un cobarde, un mentiroso, un tramposo, un destructor de corazones inocentes. Un hombre a quien nada importaban sus propias promesas, un estafador maloliente, un villano y falsario, un gusano que no merecía que le permitiesen arrastrarse por el suelo, una vergüenza para el nombre de Sawle. Una vergüenza para el nombre de Hoblyn.

—Si pudiera salirme con la mía —dijo Jacka, y se limpió la boca con el dorso de la mano—, le arrancaría la cabeza. Con un látigo. Con un látigo de montar. Les digo que lo haría ¡y hablo en serio!

—Ya regresó —dijo Tom Harry.

—¿Regresó? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¡No lo vi! ¿Dónde está?

—Oí decir que en su forja —afirmó Tom—. No le he visto, pero lo he oído decir. ¿No es así, Dick?

—Bien… no sé —observó Kent—. ¿Lo oíste, Tom? Ah… Bien, quizá… Sí, creo que sí.

Poco después, los tres hombres salieron de la taberna y avanzaron hacia el taller de Pally. Era una pendiente larga y empinada. A lo lejos, en Santa Ana, parpadeaban dos luces. No había luz en la casa de Drake. Cuando llegaron, Tom Harry se acercó a la puerta y dio fuertes golpes. Nadie contestó.

Jacka escupió.

—No hay nadie. Aquí no hay nadie.

—Me pareció oír que había vuelto. Tal vez está adentro y tiene miedo de mostrar la cara. ¿Eh, Jacka? ¿Eh, Jacka? Entremos a ver.

La puerta de la casa estaba cerrada con llave, pero la cerradura ofreció poca resistencia y saltó al tercer empujón. Entraron en tropel, Jacka en primer término, tropezando con una silla y maldiciendo.

—Que me cuelguen, está oscuro como el infierno. Si por mí fuera…

—¿Estás aquí? —gritó Tom Harry—. ¡Sal, Drake Carne! ¡Queremos hablar contigo! Vamos, sal de una vez.

Tropezaron de nuevo en la oscuridad. Finalmente Dick Kent raspó un pedernal, junto a una yesca, y encendieron una vela. Apareció la sencilla cocina, un poco de pan sobre la mesa y una pata de conejo que comenzaba a enmohecerse. Una jarra de agua, un jarro lleno de té. Harry descargó un puntapié sobre la mesa y todo fue a parar al suelo con gran estrépito.

—Cuidado, cuidado —dijo nerviosamente Kent—. La gente creerá que hay pelea.

—Y eso hay —dijo Jacka, y miró hostil a su alrededor, como un toro acicateado por las banderillas, inseguro de la dirección de su próxima acometida—. Pero el maldito zorro no está aquí y no podremos castigarlo.

—Bien, podemos arruinarle su nidito —dijo Tom Harry, gritando desde el minúsculo cuartito, un poco más arriba—. ¡Trae esa vela, Dick!

—Vamos, vamos, ¡cuidado con lo que haces! ¡El fuego es peligroso!

—Lo quemaremos todo —dijo Jacka hablando entre dientes y balanceándose—. Por Dios, hay que incendiarlo todo.

—Eso mismo —dijo Tom Harry—. Por mí no hay inconveniente. Ahora mismo. Vamos, Jacka, tú tuviste la idea. ¡Veamos si tu mordisco es tan fuerte como tu ladrido!

La vela vaciló y goteó al pasar a la mano de Jacka. El hombre maldijo cuando la grasa caliente le corrió sobre los dedos. Las sombras oscilaron y bailotearon en el cuarto. De pronto Jacka arrojó la vela a una de las cortinas baratas. Tomó fuego en seguida, se debilitó y de nuevo se avivó.

—¡Eh, no quiero saber nada con esto! —exclamó Kent—. No me metáis en esto. ¡No quiero saber nada! —Salió a tropezones de la casa.

Medio atemorizado, medio desafiante, Jacka miraba fijamente la llama que comenzaba a apoderarse de la cortina.

—Vamos, de prisa —dijo Tom Harry—. Acabemos de una vez. Al infierno los zorros, los tramposos y los mentirosos. ¿Eh, Jacka? ¿Eh? —Puso un trapo en la mano de Jacka, y cuando pareció que la vela caía, la sujetó con la otra mano y dio fuego a la tela. Después, llevó el trapo encendido al cuartito contiguo y lo arrimó a la pared, de modo que las llamas pudieran lamer las tablas de madera.

Permanecieron allí un par de minutos para asegurarse de que la madera tomara fuego. Dick Kent ya había huido, tropezando; los dos hombres siguieron el mismo camino y subieron la colina en dirección a Sawle. En la cima de la colina se sentaron para recuperar el aliento. Al mirar hacia atrás, vieron que el taller de Pally ya no estaba sumido en sombras. Un resplandor amarillo crecía y decrecía en una de las ventanas. Les pareció mejor no detenerse a ver lo que seguía.

III

Morwenna vio por primera vez a Drake la tarde del martes. Había estado enferma toda la noche, y había sufrido y tratando de evitar monstruosas pesadillas. Ossie se mantenía al lado de la cama, revestido con su mortaja. «Primero, una breve oración —la exhortaba—. Debemos revolcarnos en la corrupción, debemos ser como las bestias de Efeso, y complacernos en la comunicación perversa; el primer Adán fue un alma pura, y el último un espíritu corrupto; y nosotros ¡avivemos la carne con la indulgencia de la carne! Ven, Morwenna, recemos una breve oración, y muéstrame después tus pies…». Dos veces Morwenna se encontró fuera de la cama, tratando de encontrar una puerta inexistente en un muro que le cerraba el paso y que en realidad era el cadáver animado de Ossie. Dos veces se sintió mareada a causa del miedo. Al amanecer, Garlanda vino a acompañarla. Y finalmente consiguió que Morwenna se levantara y afrontase el insoportable día que le esperaba.

Apareció Drake, que había entrado por el ventanal francés abierto por un golpe de viento.

—¡Drake! —dijo Morwenna, la voz quebrada.

—¡Morwenna!

Ella lo miró, los ojos desorbitados, temerosa, temerosa de él y de lo que representaba. Un momento después, Drake quiso acercarse. Morwenna retrocedió.

—No…

—Morwenna. Estoy aquí… cerca de aquí, desde el domingo. Traté de verte, pero siempre había gente…

—Drake —dijo Morwenna—. No…

—¿No qué? —Drake se recogió el mechón de cabellos húmedos caído sobre la frente.

—No me toques. No te acerques. Yo… ¡no puedo soportarlo!

—Querida, comprendo lo que sientes…

—¿De veras? —Emitió una risa dura—. No, ¡no lo comprendes! Nadie lo comprende. Nadie. Solamente sé que lo que me ocurrió me ha contaminado. No soy para ti. Para nadie. Jamás.

—Querida…

—¡Apártate! —Contrajo el cuerpo cuando él intentó otro movimiento—. ¡Y por favor, vete!

Drake la miró, y ella a su vez lo miró con expresión salvaje, con profunda hostilidad. Drake no podía creer lo que veía. Morwenna era una desconocida y le miraba como a un enemigo.

—He venido —dijo Drake, enredándose en las palabras, en el corazón un helado temor en lugar de la alegre esperanza que había sentido poco antes—. He venido apenas lo supe. Un… un hombre me lo dijo el domingo por la mañana. Fui a hablar con el señor Odgers, para saber si era verdad. Lo siento… siento lo que ocurrió; pero cuando supe que tú… cuando supe que tú eras libre dejé todo y vine. —Se llevó una mano a los cabellos, tratando de alisarlos—. Yo… he dormido mal, Morwenna, disculpa mi aspecto. Traté de verte a solas, muchas veces, pero había mucha gente… Pensé que… podía ayudarte. Tal vez… después… si aún te sientes muy nerviosa… puedo volver.

Morwenna respiró hondo y así contuvo el vómito que empezaba a subir por su garganta.

—Drake, no vuelvas nunca. Nunca… si lo que deseas es… Drake, todo eso terminó hace años. No puede volver a empezar. Estoy enferma, enferma, enferma. Terminó. Terminó. Acabó, de una vez para siempre. ¡Vete y olvídame! ¡Déjame, déjame, déjame sola!

Comenzaron a temblarle las manos, y las unió para dominarlas; medio se volvió hacia la ventana pero no completó el movimiento.

—Morwenna, no podemos separarnos así…

Se abrió la puerta y entró en el cuarto una vieja robusta y fea, de párpados abolsados y boca de labios finos.

—¿Quién es usted? —dijo y se interrumpió un instante—. ¿Quién es usted? Morwenna, ¿quién es este hombre?

Morwenna se llevó una mano a los ojos.

—Una persona… a quien yo conocía. Ya… se va. Por favor, que lo acompañen hasta la puerta.