El vicario de Santa Margarita fue encontrado poco después de medianoche por el fiel Harry y otro criado. Forzados a esperar hasta que él regresara, finalmente habían decidido salir a buscarlo. El señor Whitworth seguía colgado del pie sostenido por el estribo. El caballo, que comprendía instintivamente la incapacidad de su amo, apenas se había movido un metro. La hierba al alcance del animal aparecía raída; pocos metros más allá estaba intacta.
La muerte del señor Whitworth en circunstancias tan dramáticas conmovió a la región. Se sabía que el señor Whitworth era un jinete excelente —¿acaso no solía cazar con perros?— y también que su montura era bestia dócil y de fiar; por eso mismo, se sospechó inmediatamente de la posibilidad de un crimen. Había vagabundos y salteadores en los bosques y los páramos, a un kilómetro y medio o dos de distancia. Pero nada indicaba la posibilidad de un crimen. El cuerpo tenía cortes y cardenales, pero podían ser consecuencia del accidente. Faltaba un pedazo de la capa, pero quizá la prenda se había desgarrado al quedar prendida en algún árbol. Y atada a la cintura del muerto apareció una bolsa con cinco soberanos. Si no había sido robado, ¿cuál era la posible causa de su muerte?
Si bien en general el clero bebía tanto como los demás, se sabía que Osborne Whitworth era un hombre moderado. Un zorro que cruzaba el camino —o quizás el bayo que había pisado una víbora—, y después, un momento de pánico. Sorprendido, Osborne había perdido un estribo y después había chocado con una rama. Lady Whitworth, la madre de Osborne, ordenó inmediatamente que sacrificaran al caballo.
El único indicio sospechoso fue la presencia, cerca del camino, de una gruesa estaca de madera que podía haber sido usada como arma ofensiva. Estaba bien cortada y era de excelente madera de castaño, de modo que podía considerarse poco probable que el propietario la hubiese abandonado. Pero nadie apareció para reclamarla ni para decir que la había visto. Apenas amaneció, dos grupos recorrieron los bosques y encontraron a un anciano que vivía al abrigo de un árbol caído. Pero era un hombre de intelecto débil y se hallaba en condiciones físicas tan precarias que con dificultad hubiera podido matar una liebre. En Tresillian había un campamento de gitanos, pero sus habitantes juraron que eran inocentes; y las cinco guineas que aparecieron en el bolso del muerto convencieron a los condestables mucho más que cualquier protesta de inocencia.
Siempre existía la posibilidad de un salteador que, después de encontrar al joven clérigo, lo hubiera golpeado para después huir, sin revisar el cuerpo. Pero no era una hipótesis muy convincente. Cuando se realizó el sumario previo, pareció evidente el veredicto de fallecimiento por accidente.
El pesar fue general, pues aunque no era un santo, Osborne cumplía las obligaciones de su cargo y hacía bastante para reanimar la vida de la iglesia. Todos pensaban que era un hombre destinado a cotas más altas.
Y así pensaba sobre todo su madre, que inmediatamente fue a instalarse en el vicariato para asumir la dirección de un hogar que estaba desintegrándose. La viuda del vicario estaba completamente aturdida y se mostraba incapaz de resolver los problemas y adoptar las decisiones que la situación imponía; a pesar de que lady Whitworth a menudo llamaba su atención para recordarle sus diferentes obligaciones, Morwenna continuaba sumida en un estupor impenetrable. Sus bellos ojos habían mostrado a menudo, cuando no usaba lentes, esa mirada sin foco de los miopes; ahora eran como ventanas sobre las cuales se hubiera bajado una cortina. Era la impresión, según explicó lady Whitworth a los muchos visitantes, aunque en su fuero íntimo ella nunca había tenido una opinión muy elevada de su nuera. La juzgaba perezosa y creía probable que adoptase su actitud actual para evitar la responsabilidad. Felizmente, los criados de Ossie eran todos ellos personas muy capaces, y la señorita Cane se hizo cargo no sólo del pequeño John Conan sino también de las dos niñas.
El cuerpo yacía en el primer piso de la casa. Tras las cortinas cerradas, con una vela cerca de la cabeza, otra a los pies y una persona manteniendo siempre la vigilia, mostraba un aspecto gigantesco, hinchado por la muerte, tumescente, ennegrecido. Se había ordenado un ataúd especial, forrado de seda. El funeral debía celebrarse el lunes de Pascua, y todos presumían que vendría mucha gente. Lady Whitworth, que había entrado con todas las velas desplegadas, como un navío de línea al lanzarse a la batalla, escribió cartas urgentes a diferentes lugares de la región, no sólo a sus muchos amigos, sino a todos los clérigos que ella conocía, para explicarles que esperaba verlos en el funeral.
Elizabeth llegó a hora temprana del viernes, vio a Morwenna, vio a lady Whitworth, y simpatizó con ambas. Sólo ella percibió quizá la contenida emoción bajo la apariencia de aturdimiento de Morwenna, y sospechó que la joven estaba al borde de una especie de colapso, de una crisis de nervios. Trató de hablar con ella a solas, pero siempre había alguien cerca, o lady Whitworth entraba y salía.
La mañana siguiente, Elizabeth fue a la Biblioteca para cambiar algunos libros y le sorprendió el aspecto de Arthur Solway. El joven explicó que una semana antes había padecido una fiebre severa, y había creído que ya estaba curado; pero ahora estaba sufriendo una recaída. Se limpiaba constantemente el sudor de la frente, los anteojos se le empañaban como si estuvieran puestos sobre agua hirviendo y le temblaban las manos que sostenían los libros. Y era la primera vez que Elizabeth lo veía con peluca
—¿Cómo está Rowella? —le preguntó Elizabeth.
—Oh… bien, gracias, señora. Ella no se contagió. Más aún, y… dudo de que esto sea… contagioso. Ella… ella… está bien.
—Esta tragedia… el marido de Morwenna… sé que hace tiempo que las hermanas no se hablan. Pero dígale a Rowella que creo que este es el momento oportuno para que vea a Morwenna. Ahora pueden reconciliarse.
Arthur dejó caer tres libros y le llevó tiempo recogerlos. Después, tuvo que volver a limpiar los lentes de sus anteojos.
—Oh, no es posible, señora. Ella… no puede.
Elizabeth pareció sorprendida.
—¿Quiere decir que no lo desea? Tal vez si la visito pueda convencerla.
—No… no, eso no es posible, señora. Rowella… no está en casa. —La mano se movió convulsivamente y casi derribó de nuevo los libros depositados sobre el escritorio.
—¿No está? ¿Rowella? No me dijo nada. ¿Adónde fue?
—A… a… a… —Se interrumpió y tragó saliva—. A pasar unos días con su prima… quiero decir mi prima, en… en Penryn. Cuando yo mejoré, después que pareció que yo mejoraba, creyó que necesitaba un cambio y se fue para pasar una semana o más. Por Pascua, usted entiende, señora. La semana de Pascua. Me pareció que le agradaría el cambio. Mi prima trabaja el campo y tiene una hermosa propiedad… frente al estuario. Me pareció que sería… un cambio apropiado.
—Por supuesto. Me alegro de ello. Pero no me dijo nada. Por favor, pídale que me avise cuando regrese. Y espero que usted mejore.
Arthur se pasó la mano por la frente y trató de sonreír.
—Gracias, señora. Sí, señora. En efecto. Ya estoy mejorando. Mañana me quedaré en casa a descansar, y después ya estaré bien.
—¿Vendrá al funeral? Es el lunes.
La sonrisa de Arthur cobró un aire más espectral.
—Por supuesto lo… intentaré.
Cuando la figura esbelta y ataviada de blanco de Elizabeth desapareció de su vista, Arthur se acercó rápidamente a un rincón y bebió un trago de brandy. Tenía que soportar el día. Había sido necesario que fuese a trabajar por si alguien sospechaba. Aunque era poco probable que nadie, salvo Rowella, pudiera sospechar; y Rowella ya lo sabía. Arthur no alcanzaba a comprender qué espíritu maligno se había apoderado de su alma el martes por la noche, pues al regresar en aquel lamentable estado de su encuentro con Ossie, la cólera se había impuesto a la debilidad y al entrar en su casa había estallado de nuevo. Ahora, Rowella yacía en la cama, los labios partidos, un ojo negro, la mandíbula hinchada y el cuerpo azul y negro donde él la había golpeado.
Era terrible haber hecho eso. Sabía que era un hombre terrible y ahora estaba horrorizado de sí mismo y de las posibles consecuencias de su furia. Tenía los nervios destrozados, a cada momento parecía que la lengua quería traicionarlo. Pero mucho después, en un futuro lejano, si conseguía que no lo descubriesen, y un día pudiera descansar la cabeza en la almohada sin temer las consecuencias de su acto, llegaría el momento en que el crimen cometido le aportaría cierta satisfacción secreta y masculina. Ya comenzaban a brotar las semillas de dicho sentimiento. Todas las mañanas y todas las noches se acercaba a Rowella y, aunque ella no le hablaba, Arthur se movía alrededor, le aplicaba ungüento en las heridas y cataplasmas en los labios. Y todas las noches, cuando regresaba a casa, llevaba consigo un ramito de flores y lo depositaba en un vaso, junto a la cama.
II
La noticia llegó a Sawle el viernes por la noche y un fontanero que solía recorrer la distancia entre Santa Ana y San Miguel se la comunicó de pasada a Drake, a primeras horas de la mañana del sábado. Drake palideció, se sentó en un banco y se sostuvo la cabeza con las manos. La víspera, Rosina había estado allí con Parthesia y sus hijos, uno de dos años y el otro de dos semanas, y entre risas, ambas habían arreglado la cama y reparado las cortinas. Rosina había traído algunos almohadones cosidos por ella misma y sonrojándose había dicho que el domingo por la tarde Art Mullet traería el baúl. Este contenía los pequeños tesoros de una vida entera. Por supuesto, prendas de vestir, una tetera de cerámica, tres cucharas buenas, dos jarros de latón, un bonito cofre decorado con conchas, un collar de cuentas, un libro de costura, un corte de seda que Jacka le había regalado después del naufragio de 1789, pantuflas bordadas, un par de bonetes, un libro de rezos, un amuleto de la suerte.
Vendrían el domingo por la noche, después de la boda. Habría risas, algunas bromas pesadas, ciertas travesuras y después quedarían solos. Después de la boda.
Drake se puso de pie y se acercó a la forja. Todavía era temprano y los mellizos Trewinnard aún no habían llegado. Sólo por casualidad se había acercado al portón cuando pasó el fontanero. Unió las manos y clamó a Dios. Pero no parecía que Dios le oyera. Nada había cambiado. Estaba de pie a la entrada del taller de Pally —al que un día la gente quizá comenzara a llamar el taller de Drake— y contemplaba la acentuada pendiente del camino, hasta el lugar en que comenzaba a elevarse, en dirección a Santa Ana. A lo lejos humeaba la chimenea de una mina. Una chimenea de los Warleggan. Las gaviotas marinas chillaban en lo alto. El viento inclinaba las altas hierbas y agitaba los cabellos de Drake. Él estaba comprometido, comprometido con una joven tierna e inteligente a quien no amaba pero que quizá llegara a amar.
Y a unos quince kilómetros de distancia, el objeto de su verdadero amor, del amor que había consumido toda su vida adulta, una alta joven vestida de negro, madre y esposa de un vicario, una persona educada, que precisamente por sus excelentes relaciones sociales era muy poco apropiada para Drake y que desde que se había casado había asumido una personalidad completamente nueva, bien, esa joven de pronto y arbitrariamente había enviudado. ¿Qué significaba eso? ¿Qué significaba para cualquiera de ellos? ¿De qué modo ese hecho indisoluble pero absurdo podía reconciliarse con el mundo más o menos cuerdo?
Ante todo, debía asegurarse. En Cornwall, los rumores volaban con mayor velocidad que los cuervos y a veces formando bandadas igualmente densas. Drake atravesó el campo en busca de su pony, que estaba pastando. El pony no deseaba que lo enlazaran, pero la necesidad de Drake era más acuciante y pocos minutos después cabalgaba a pelo colina arriba, en dirección al cottage bajo y mal conservado que hacía las veces de vicariato.
Encontró al señor Odgers acurrucado, vestido con una bata y cubierto con una manta, frente a un pequeño fuego de carbón, tratando de escribir una carta entre accesos de tos. El señor Odgers no simpatizaba con Drake, pues este era hermano del jefe de la renegada pandilla wesleyana que había conquistado —o reconquistado— tanta influencia en las aldeas vecinas. Además, aunque el hecho no era conocido por Drake, el señor Odgers había sido la primera persona que había informado al señor Warleggan de la impropia relación que Morwenna mantenía, y así había precipitado lo que siguió. De todos modos, el joven parecía tan angustiado que el señor Odgers contestó a sus preguntas.
—¿Qué? ¿Sí? Oh, es cierto que murió. Y me llaman al funeral. Lo cual, como usted sabe, estaría muy bien si yo fuera joven y tuviera salud; pero ya no soy joven y mi salud no es buena ni mucho menos… esta bronquitis me tiene despierto todas las noches, todas las noches sin excepción… y quince kilómetros en un caballo alquilado, en medio de este perverso invierno, ¡quizá consigan que en un mes más le acompañe a la tumba! ¿Y a quién beneficiaría eso? Al señor Osborne Whitworth no, por supuesto, pues ya está entre los benditos, en el paraíso. No dudo de que su madre, su viuda, y otros clérigos que viven cerca se beneficiarían con mi presencia… —Se interrumpió, y tosió gravemente, casi con placer, en su pañuelo—. El viento silba bajo la puerta, sopla desde hace un mes. Y no tenemos calefacción en nuestro dormitorio. De noche, apilamos cosas sobre la cama, pero tanto peso me provoca tos, y si me las quito de encima, entonces el frío se me mete en los huesos. Y así noche y día, noche y día.
El reloj depositado sobre el reborde de la chimenea dio las ocho. El señor Odgers se arrebujó mejor en la manta.
—Ahora estoy escribiendo al obispo para explicarle mi situación, mis dificultades… ¿Qué? Bien, nadie cree que hubo delito. Sencillamente, cayó del caballo. Cayó del caballo. Se rompió el cuello. Lo encontraron a medianoche, un pie enganchado del estribo. Se rompió el cuello. —Una levísima sugerencia de placer poco cristiano se había deslizado en el tono del pequeño cura. Mientras el señor Webb había sido vicario, por lo menos el señor Odgers había vivido tranquilo en su pobreza. Con Ossie, la vida había sido un lecho de espinas.
—No, no —dijo el señor Odgers—, no sé más. —Miró fijamente a Drake, y por primera vez la concentración en sus propios problemas dio paso a la sospecha—. ¿Y a usted qué le importa, muchacho? ¿Por qué pregunta tanto? Tengo que casarlo mañana, ¿verdad? Con una de las aldeanas. ¿Mary Coade? No, Rosina Hoblyn. Tengo que casar seis parejas. Confío en que podré resistir la ceremonia.
—Gracias —dijo Drake—. Gracias, párroco.
—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió Odgers—. ¿Por qué me lo pregunta? —repitió dirigiéndose a la puerta que ya se cerraba. Pero Drake se había retirado y sólo quedó la corriente de aire provocada por su salida.
Drake cabalgó hasta el terreno alto, junto a la casa de oraciones y desde allí pudo ver el techo de la casa de su hermano y las chimeneas de Nampara. Pero era inútil hablar de esto con él, pues ya sabía todo lo que podía decirle. Tenía absoluta certeza. Demelza era mucho mejor… ella comprendería, podía comprender el sufrimiento que ahora le agobiaba. Esta boda con Rosina era en parte debida a Demelza; de eso no cabía duda. Le escucharía, y le demostraría sincera simpatía —¿acaso Demelza jamás dejaba de simpatizar?— pero en definitiva le ofrecería el mismo consejo que Sam. No había nadie, nadie que pudiera ofrecerle una respuesta sincera. Sólo podía confiar en sí mismo.
Se acercó a Nampara montado en el pony y atravesó el terreno irregular que conducía al paso por donde se llegaba a playa Hendrawna. Allí ató a un poste las riendas del pony y se separó del animal para caminar solo por la playa.
No era un día apropiado para recorrer la playa, pero el tiempo armonizaba con el ánimo de Drake. Había salido un sol difuminado, el viento soplaba convirtiendo a las nubes en hilos de humo y los jirones se desplazaban en el cielo volviendo a agruparse con la velocidad de un paisaje en movimiento. Comenzaba la marea creciente, y la marejada rompía ruidosamente con un ruido parecido al del viento, con silbidos y rugidos. Con la marejada venían masas espumosas, que se retorcían y dispersaban con el movimiento del agua.
Caminó durante una hora. El viento soplaba, le golpeaba, le desequilibraba el paso. Pasó frente al Pozo Sagrado —parecía que habían pasado muchos años— donde él, Geoffrey Charles y Morwenna habían dibujado tres cruces en la superficie del agua, habían introducido la mano, formulado una plegaria y expresado un deseo. Ahora pensó que ninguno de ellos hubiera podido salir peor librado si hubiesen rezado al Demonio.
Llegó al pie de las Rocas Negras, donde el sombrío esqueleto de la goleta que había naufragado permanecía a salvo de la marea, rodeado por un lago de agua aún manchada de negro. Se volvió e inició el regreso. La arena era muy blanda y en algunos lugares los pies se le hundían de tal modo que era como caminar sobre nieve espesa. La marea subía rápidamente. Las lenguas de agua venían veloces a su encuentro, burbujeando y deslizándose, retrocediendo otra vez, dejando detrás bordes de espuma y arena recién mojada que se hinchaba y hundía. La espuma se elevaba y rociaba la playa, y a veces alcanzaba los riscos antes de desintegrarse. La marea podía arrojar a Drake contra los arrecifes de la Wheal Leisure. Cuando llegase allí, sería suicida tratar de alcanzar el tramo siguiente de playa. Quizá todo se resolvería si lo intentaba. Pero ¿qué resolvería? Una solución únicamente para él, y esa era una actitud de cobardes.
—Oh, Dios —dijo—, oh Señor… —y se interrumpió—. El Señor es mi pastor y por lo tanto de nada carezco. Me alimentará en verdes prados y me acercará a las aguas abrigadas… —Miró el mar agitado y se preguntó qué consuelo le había proporcionado el paseo. ¿Había funcionado al menos su mente durante la prolongada caminata?
Quizás. Estaban formándose ciertos pensamientos, algunas decisiones, aunque debían más al sentimiento que a la lógica. Era como si la noticia recibida esa mañana hubiera sacudido con tal violencia su alma que durante un momento creía haber perdido el dominio de sí; ahora, la noticia, la impresión, comenzaba a decantarse y de nuevo su mente recuperaba cierta estabilidad. Comenzó a trepar por el arrecife y poco después pasó frente a los cobertizos abandonados y los edificios de piedra de la Wheal Leisure.
Sabía lo que debía hacer en primer lugar. Tenía que ver a Rosina.
III
La noticia de que Drake no estaba en su taller llegó a Demelza a primera hora de la mañana del domingo de Pascua. La trajo Sam.
Demelza miró a su hermano.
—Pero… ¡tiene que casarse hoy! Todos iremos a la boda… ¿Qué quieres decir, Sam? ¿No está? ¿Adónde fue?… —Se llevó la mano a la boca—. ¡Oh, Judas!
Sam asintió.
—Me temo que así es. Aunque he rezado pidiendo que sea diferente.
—¿Supo de la muerte del señor Whitworth? Sí, imagino que sí. Pero qué… ¿Estás seguro? No puede ser, Sam. ¡Está comprometido con Rosina! ¡No puede dejarla así, el día de la boda! ¡Sería demasiado cruel!
Sam movió los pies.
—Hermana, Drake tiene sentimientos muy intensos. Sentimientos de lealtad… muy firmes, aunque estén mal encaminados. Al principio, cuando estaba buscando a Dios, teníamos dificultades bastante a menudo. A veces se distanciaba mucho y no conseguía volver a nosotros…
—¡Pero esto! —lo interrumpió Demelza—. Esto no es religión… Perdóname, Sam, no deseo ofenderte, pero no todos atribuimos su verdadera importancia… a esas cosas, y para mí, ahora… y creo que para la mayoría, lo que parece más importante es su conducta mundana. ¿Lo sabe Rosina…?
—Él mismo se lo dijo —afirmó Sam—. Ayer. Se lo dijo. Hablaron diez minutos… según me explicó ella, y después se fue.
—¿Se fue?
—En efecto. Parece que antes de proponer matrimonio a Rosina le explicó cuál era su dificultad y que amaba a esa joven, que ese era el amor de su vida y no otro; y puesto que eso no tenía solución, ¿lo aceptaba Rosina como era? Y ella contestó que sí. Pero ayer fue al cottage de Rosina, demacrado y nervioso, felizmente cuando Jacka estaba en la taberna, y le explicó que la joven era viuda y que estaba muy mal, y él, Drake, debía ir a verla, de todos modos tenía que verla, y tratar de ayudarla, y acompañarla en esta situación. Y Rosina…
—¿Sí?
—No pudo detenerlo. Está tratando de comprender.
—Judas —repitió Demelza. Ahora no usaba con frecuencia su antigua interjección—. De modo que hoy no habrá boda…
—Parece que no. No puede haber boda sin Drake.
Demelza dio un paso o dos por la habitación, mordiéndose el pulgar.
—No debí haber intervenido.
—¿Cómo?
—Sam, tú sabes, como lo sé yo, que medio le convencimos de que aceptara este matrimonio porque creímos que era por su propio bien.
—Y lo era. Lo era. Rosina habría sido buena esposa para él. Habrían sido felices, juntos habrían servido a Cristo.
—Quizá. Pero ahora no. A menos que…
—¿A menos?
Demelza esbozó un gesto desesperado.
—¡Imagino que ya no hay esperanza! ¿Cómo se lo ha tomado Rosina?
—Noblemente.
—Pobre muchacha. Pero, Sam, otros no reaccionarán con la misma nobleza.
—No… Jacka casi no me permitió entrar en la casa. Estaba rojo de furia. La mitad de la culpa es mía porque soy su hermano.
Demelza se llevó a la cabeza el puño cerrado.
—Oh, Dios mío, Sam, qué terrible embrollo. ¡Quisiera que Ross estuviese aquí! Ojalá no estuviese siempre lejos. ¿Qué podemos hacer?
—Nada. Excepto, tal vez, esperar.
—… Y no es sólo Jacka. La gente de las aldeas… ¡No es bueno prometer matrimonio a una joven y después dejarla plantada! Tú y él todavía sois extraños para algunos. Illuggan está muy lejos. Tú eres apreciado. Y también él. Pero que un extraño se comprometa como lo hizo él y la víspera deje a la muchacha…, todo preparado y dispuesto, todo, hasta el último detalle. Y lo que hará Art Mullet. Estoy segura de que Parthesia se enojará y tratará de azuzar a su marido. Es posible que cuando regrese —si regresa—, Drake corra peligro.
—Así es —dijo Sam—. Es fácil ver el peligro. Si regresa. Y sobre todo si trae a esa joven.
—Eso es muy difícil —afirmó Demelza.