Capítulo 5

Esa misma semana Cary Warleggan fue a ver a Saint John Peter. Era un hecho tan excepcional que el joven apenas podía creer el testimonio de sus ojos. Cary Warleggan, que ahora era un viejo de cincuenta y nueve años, casi nunca se movía de su oficina, en la trastienda del banco de Truro, excepto para subir la escalera que llevaba al pequeño departamento que ocupaba en el piso superior. Comía y dormía allí, y un recorrido de cien metros en una hermosa mañana de domingo era todo el ejercicio que hacía. Quizás esa actitud tenía que ver más con la preferencia que con la edad, pues excepto su tenaz bradipepsia, gozaba de buena salud.

Pero la propiedad de Saint John Peter estaba a unos diez kilómetros de Truro y, a pesar del buen tiempo, los caminos eran malos. El viejo y espectral espantapájaros llegó montado en una mansa yegua de pelaje castaño, acompañado por un criado que le ayudó en la difícil tarea de desmontar. Saint John había pasado la mañana con dos caballerizos y su jauría de sabuesos. Joan, su esposa e hija de Harris Pascoe, recibió al anciano y mandó llamar a su marido.

—¡Santo Dios, Cary! ¿Qué le trae por aquí en lo más crudo del invierno? ¿Se incendió Truro? Joan, ofrécele un brandy y un poco de melaza. Le ayudará a combatir el frío.

—Ah —dijo Cary—. Ah, hijo mío. Me alegro de verle bien. Señora Peter… apenas nos hemos visto antes. Gracias, no. Un poco de ron con agua bastará.

Conversaron unos minutos. Saint John se bajó las mangas de la camisa, desplegó el encaje de los puños, cruzó las piernas calzadas con botas y miró los pedazos de lodo seco que caían en el piso de roble lustrado. Joan Peter vigiló al criado que trajo las bebidas. Su expresión serena y su conducta ecuánime no traicionaban el sentimiento de inquietud y aversión que provocaba en ella la llegada de ese viejo a su puerta. Por supuesto, sabía desde muchos años antes de casarse de la hostilidad existente entre su padre y los Warleggan, y de la rivalidad entre sus bancos. Después de casarse había intentado convencer a Saint John de que traspasara sus fondos al banco de Pascoe. Pero por razones que no quería revelar, Saint John había rehusado cambiar de caballo.

Joan no sabía muy bien de qué modo su marido utilizaba el dinero de la dote, pero sí sabía que la mayor parte del capital aún se mantenía en la cuenta del banco de su padre y que Saint John parecía afrontar los gastos de su vida extravagante sin usar más que los intereses. Sabía que él prefería usar el banco de Warleggan para atender sus cuentas cotidianas y sospechaba tenía deudas, y que estas estaban garantizadas por la dote que ella había aportado. Pero eso era todo. Aun así, intuía que la llegada de ese viejo huesudo y revestido de negro no presagiaba nada bueno.

Y acertaba. Cuando comprendió que lo que debía tratarse no se hablaría para que ella lo oyese, formuló una excusa y se retiró; y Cary, que poseía escaso refinamiento y muy poca capacidad para la conversación intrascendente, y a quien sólo interesaba el tema financiero, pronto fue al grano. Según dijo, a causa del reciente fracaso de ciertos planes financiados por parte del banco de Warleggan —una compañía por acciones aquí, un plan de recuperación de tierras más allá, la suspensión temporal del edificio para el ferrocarril de Portreath en vista de que el banco Basset había retirado su apoyo, y de la súbita escasez de fondos líquidos que ahora afectaba a todo el país— ellos se veían en la obligación de pedir la cancelación de una serie de pagarés de corto plazo. Se habían examinado atentamente las cuentas de todos los clientes del banco que tenían préstamos pendientes, y se habían elegido de veinte a treinta nombres a quienes debía solicitarse la reducción del crédito. Saint John debía comprender, dijo Cary, que si bien él, es decir Cary, era socio del banco, su hermano Nicholas era el socio principal; y, además, había que tener en cuenta a su sobrino George. Ambos se habían mostrado inflexibles y habían exigido que al vencimiento no se renovaran los documentos del señor Saint John Peter. Cary aseguró a Saint John que él, personalmente, había hecho todo lo posible para modificar en su favor esa decisión, señalando la prolongada relación que todos los Peter habían mantenido con el banco, e intentando sustituir su nombre por otro. Pero Nicholas y George habían insistido —y Cary tenía que reconocer que con perfecta razón— en que el de Saint John Peter era el préstamo personal no garantizado más importante que ellos atendían y que, en la situación dada, por cierto apremiante, era cuestión de mero sentido común comercial reclamar la cancelación.

—¡Por Dios, cómo dice que no está garantizado! —exclamó Saint John, a quien durante esta explicación habían comenzado a erizársele los pelos de la nuca—. Tiene la garantía del capital depositado en el banco de Pascoe. Es dinero contante y sonante, representado por valores líquidos, ¡y por Dios, difícilmente obtendrían mejores garantías ni siquiera en la City de Londres! ¡Por Dios y todos sus ángeles!

—Señor —dijo Cary, ahora en tono un poco más formal—. Apreciamos eso. Yo aprecio eso. Al margen de nuestra amistad, de nuestra antigua amistad, que fue atendida, tenga la certeza de que fue atendida, al margen de eso, fue el carácter de esa garantía lo que me indujo, lo que me permitió descontarle tantos pagarés como usted firmó, y ofrecerle un crédito cada vez más amplio. Pero hijo mío, usted debe comprender que dicha fluidez es precisamente lo que ahora necesitamos. Si usted nos hubiese ofrecido tierras como garantía, quizás ahora le pediríamos que las vendiese para obtener el dinero, y la tierra no es ahora un bien fácilmente comerciable, la tierra es muy peculiar, caprichosa e indigna de confianza. Puede devengar el monto del préstamo ofrecido con su garantía, o no hacerlo; pero en cualquier caso, deben soportarse demoras, el proceso de la venta, los abogados y cosas por el estilo; se necesitan meses. El dinero que su esposa aportó… eso, como usted me lo explicó a menudo, está representado por efectivo o bonos fácilmente negociables. Es exactamente lo que el banco de Warleggan necesita para capear el temporal los próximos tres meses. Más aun, yo diría que el próximo mes.

—Es decir… que ustedes exigen… el reembolso de…

—Señor Peter, sólo los documentos destinados a vencer. Nada más que eso…

—¡Pero todos vencen entre este mes y el siguiente! Sin duda usted lo sabe. Más aun, usted se ha ocupado de que se fueran acortando constantemente las fechas cada vez que los firmaba. ¡Por Dios, no me puede exigir la totalidad de la suma que le debo!

Cary se ajustó mejor el abrigo al cuerpo, como un cuervo que pliega las alas. Contempló la habitación escasamente amueblada pero elegante en la cual estaban sentados.

—Como favor, le pido que no mencione esto a nadie… pues nos perjudicaría a todos, ¿comprende? No queremos que haya murmuraciones. Ni que se pierda la confianza. El banco de Warleggan es sólido como una roca. Pero… ahora usted lo sabe. Yo lo sé. Pero es necesario mostrar cautela…

Saint John Peter se puso de pie, se acercó a la puerta, volvió y se mordió el labio inferior.

—¡Maldición, no podré mantener mi jauría!

—La temporada de caza termina pronto —dijo Cary—. ¿Quién sabe qué ocurrirá el otoño próximo?

—¿Qué quiere decir? ¿A qué se refiere?

—Todo esto es temporal —dijo Cary—. ¿Comprende? Somos demasiado importantes, nuestras inversiones son demasiado amplias para soportar mucho tiempo este aprieto. ¿El banco de Warleggan? Es el más importante y sólido del Condado. Tenemos fundiciones, minas de estaño, molinos de harina, barcos, fundiciones, laminadoras. Pronto restableceremos nuestra situación, ¿comprende? Es temporal.

Saint John Peter hundió las manos en los bolsillos traseros y miró con suspicacia al viejo. Había tenido en la punta de la lengua palabras duras y agrias; había estado a un paso de formular comentarios que ninguno de los Warleggan hubiera podido perdonar. Entre amigos, siempre se había referido despectivamente a George Warleggan llamándolo el «fundidor George». Se le ocurrían excelentes nombres, aún más ofensivos, aplicables a Cary, y había sentido el impulso de decirlos. Venir así, entrar en la casa de un caballero, no como un banquero sino como un usurero vulgar, para exigir en tan breve plazo el reembolso de una gran suma de dinero, algo que, según siempre había asegurado a Saint John, él jamás haría, excepto —si lo hacía— del modo más gradual. Todo eso era insultante y exigía la respuesta que sólo un caballero podía dar: «Muy bien, le pagaré, pero nunca vuelva a insinuarse en esta casa ni a infectarla con su baba. ¡Fuera, salga por la puerta del fondo, y en el futuro use la entrada de servicio, la que le corresponde!».

Saint John Peter, que tenía más orgullo que buen sentido y una idea muy exacta de lo que un caballero podía y no podía hacer, que se había casado por dinero y el día de su boda había dicho a un amigo: «Yo pongo la sangre, y ella las monedas,» que tenía todas las pretensiones del aristócrata sin los medios para mantearlas, necesitaba manifestar ahora su absoluto desprecio a esa criatura vestida de negro sentada frente a él; y, sobre todo, necesitaba afirmar su dignidad, su engreimiento. Pero a pesar de todo, las últimas palabras de Cary le obligaron a detenerse. ¿Temporal? ¿En qué sentido?

Era una píldora amarga que se sumaba a la ignominia de saber que ese hombre casi le podía arruinar.

—¿Hasta qué punto es temporal? —preguntó.

—Seis meses —dijo Cary, recostándose en la silla—. A lo sumo seis meses. Se lo garantizo, hijo mío: le adelantaremos de nuevo la misma suma, y con la misma tasa de interés, el próximo primero de septiembre. A tiempo para prepararse en vista de la próxima temporada de caza. ¿Qué le parece?

Saint John Peter cruzó la habitación, recogió la chaqueta depositada sobre el respaldo de una silla y se la puso. Cary la miró. Era de terciopelo verde, de buen corte y con botones tejidos. Cary no había poseído una chaqueta así en toda su vida. Tampoco la deseaba. No, no la deseaba. Le complacía más controlar a la gente que vestía con tanta elegancia.

II

Ossie entendía que Semana Santa era un momento inapropiado para morir. No quería decir con eso que él o muchos de los restantes clérigos se esforzaran demasiado con el comienzo de la Pascua, pero en general había más quehacer en la parroquia; sobre todo, la fatigosa avalancha de matrimonios que comenzó el domingo. Y como el señor Odgers ya se había recuperado en la medida suficiente para reanudar los servicios en Sawle, el señor Whitworth había estado planeando una visita repentina, quizás el Viernes Santo. Se proponía pasar la noche en Trenwith, acicatear al hombrecito y quizá comentar el descuido en que tenía a la iglesia de Sawle.

Pero era evidente que varias personas no pasarían de la semana, y eso significaba una fatigosa serie de funerales. Entre ellos, y con mucho el más importante, el del señor Nathaniel Pearce. Apuñalado a traición, por así decirlo, por un ataque de gripe, su corazón había decidido renunciar finalmente a la lucha. Ahora yacía como una montaña inanimada, respirando con un jadeo breve y doloroso que ciertamente no podría mantener mucho más a ese cuerpo. Así lo había encontrado Ossie el jueves anterior, y diariamente esperaba la noticia de que había fallecido. Pero se acercaba la Pascua sin que llegase el mensaje, aunque el martes la hija había enviado una nota diciendo que todo era cuestión de horas.

La mañana del Jueves Santo, Ossie replanteó si debía atenerse a su acostumbrada rutina de los jueves. Aunque no era hombre de profundo compromiso espiritual, bien sabía que las privaciones que se había impuesto durante la Cuaresma no habían sido considerables. Por una o dos veces se había abstenido de abrir una botella más de vino. Había suspendido la entrega de cerveza a la casa, aunque Morwenna, que recordaba el consejo del doctor Enys, aún la bebía. Todos los domingos se ocupaba de predicar diez minutos más. Había reducido el consumo de manteca de los criados. Elevaba una oración por la mañana, al levantarse, y también por la noche. Y cuando jugaba whist, regresaba más temprano a su casa.

En cambio, había seguido visitando a Rowella a pesar de que ahora había logrado reanudar las relaciones íntimas con su esposa dos noches por semana. Todavía deseaba a Rowella, a pesar de que bien sabía que la lascivia no era un rasgo digno de admiración. Se decía que era necesario terminar con eso, y al hacerlo pensaba complacido en su propia lascivia. Esta semana era el momento apropiado para suspender la relación. Incluso si renunciaba a sus visitas durante algunas semanas, Rowella se sentiría menos segura de él y no exigiría regalos de un modo tan apremiante. Y ahora que disponía nuevamente de su esposa, Osborne no tenía excusas para incurrir en licencias extraconyugales ni podía argüir que eso era necesario para su salud.

A Osborne le parecía que, después de la primera vez, cuando había necesitado apelar a la fuerza, Morwenna cedía de mejor grado que lo que él había esperado. Era cierto que ahora a menudo no hablaba con nadie durante muchas horas, ni siquiera con los criados, y especialmente los martes o los sábados por la mañana, y que de pronto, había abandonado gran parte de su trabajo en la parroquia. Pero aceptaba a Osborne cuando él subía al dormitorio y no ofrecía resistencia. No había ninguna respuesta física, lo que contrastaba lamentablemente con su lasciva hermana; pero por lo menos el acto representaba cierta satisfacción. La primera noche, antes de separarse, él le había hablado del trabajo de protección de la señorita Cane —algo que evidentemente Morwenna ya sospechaba—, tras lo cual Morwenna no había realizado ningún intento de cumplir su amenaza. Osborne entendía ahora que todo había sido una absurda amenaza de una mujer histérica que nunca debió haber tenido en cuenta. Le parecía increíble que él mismo hubiese demostrado durante todo ese período la timidez que le había inducido a tomarla en serio. Se había asustado de una sombra.

Pero cuando el señor Pearce muriese, sería mucho más difícil organizar los encuentros regulares de los jueves con Rowella. De modo que quizás este jueves, si el señor Pearce vivía hasta la noche, Osborne trataría de sofocar la voz de su conciencia y haría la última visita. Su conciencia le decía que había pasado una Cuaresma muy satisfactoria.

Salió a la hora de costumbre, después de hablar con la señorita Cane para advertirle que no descuidase ni un minuto al niño —ya que por mucho que se hubiese demostrado la falsedad de la amenaza, nunca convenía bajar la guardia—, y cabalgó hasta la casa del señor Pearce. Tras dejar su caballo, fue recibido por la señorita Pearce, que tenía los ojos enrojecidos y la cara hinchada. Subió al primer piso donde yacía el abogado, que continuaba jadeando como un pez puesto a morir sobre una losa. Excepto por los ojos medio abiertos, no había otros signos de vida. Ossie se preguntó cómo lograría pasar media hora en ese cuarto sofocante y desagradable.

—¿Está… inconsciente? ¿Desmayado, no? ¿Casi muerto?

—Creo que nos reconoce —dijo la señorita Pearce, tragando saliva—. No puede mover la mano ni el pie, pero aún comprende. Se comunica moviendo los párpados. Es lo único que le queda. Hola, papá, querido. Me oyes, ¿verdad?

El enorme rostro sobre la almohada cerró lentamente un ojo.

—Querido papá —dijo la señorita Pearce mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. Ha venido a verte el vicario. ¿Me oyes?

El ojo volvió a cerrarse.

—Ah, bien —dijo Ossie con voz sonora, y se aclaró la voz—. Me alegro de volver a verlo, amigo mío, si en efecto es por última vez. Permítame reconfortarlo. Le leeré algo. —Apartó de la nariz el pañuelo y se sentó en una silla, a poca distancia de la cama. Después, abrió la Biblia. La señorita Pearce se retiró discretamente—. Le leeré un pasaje del Salmo 73. «Me sostienes con Tu mano derecha, me llevas con Tu consejo y me recibirás en la gloria. ¿A quién tengo en el Cielo si no es a Ti? Mi carne y mi corazón han fallado…».

Continuó así veinte minutos, y al fin extrajo el reloj. Aún había un resto de luz en el cielo. Era un poco temprano para hacer su segunda visita, pero podía caminar por la ciudad, o incluso entrar un rato en la iglesia de Santa María.

—Ahora, debo irme —dijo Osborne, y cerró el libro—. Espero que el Señor lo acoja en la gloriosa sociedad del Cielo. Ahora tengo que marcharme, pues me esperan tareas.

Cuando se volvió para salir, el señor Pearce parpadeó de nuevo, y la sombra de una sonrisa se dibujó en sus rasgos abotargados. La frambuesa estaba casi madura.

Sin duda, esa sonrisa era su modo de expresar cuánto apreciaba la atención que Ossie le había prestado durante ese año terrible. Significaba: Adiós, hijo mío, adiós. Pero al mismo tiempo, el rostro parecía insinuar un gesto levemente cínico, casi siniestro, como si Nat Pearce, en el umbral de la muerte, donde adviene todo el saber —o la ausencia total del saber— hubiese adivinado el subterfugio de las atenciones de Ossie y estuviese al tanto de sus maniobras en el cottage de la colina.

III

Ossie permaneció con Rowella menos tiempo que de costumbre. Ella le había recibido con la noticia de que casi se había visto obligada a enviarle un mensaje. Arthur se había mostrado muy extraño, enfermo toda la semana, con gripe o una especie de fiebre palúdica que lo había deprimido mucho; temblaba, a veces gemía en la cama y así había pasado cinco días. Pero la misma víspera había curado, repentina y totalmente, y había concurrido a la Biblioteca como de costumbre. Esa noche parecía sentirse mucho mejor y había salido a la hora habitual para ver a sus padres.

Osborne no recibió con agrado la noticia: la idea de meterse en la cama de un individuo que poco antes había estado temblando a causa de la fiebre palúdica o la gripe no le atraía. Pero ella que mientras le ofrecía su enigmática sonrisa, el labio tembloroso, los ojos bajos, percibió su vacilación, le dijo que esa mañana había cambiado las sábanas. Todavía un poco desconcertado, Osborne subió la destartalada escalera en pos de Rowella, y fueron necesarias todas las perversas artimañas de la joven para lograr que él se abandonase a los extravíos de la pasión.

Después, durante un rato todo quedó olvidado: su esposa (era fácil), su ropa (no muy difícil), la Cuaresma (un poco más difícil), la prudencia, no fuese que ella le pidiese más dinero (lo había derrochado, pero valía la pena), y la inquietud ante la posibilidad de pescarse la infección que afectaba al miserable esposo de Rowella. De modo que en una pausa de reflexión y casi agotamiento, mientras ambos yacían de espaldas contemplando el cielorraso manchado de lluvia, cuando por casualidad Rowella estornudó, él se puso inmediatamente en guardia y trató de apresurar la partida. Semana Santa, dijo, y pronunció las palabras como si ella le perteneciera, era un período de muchísimo trabajo, como sin duda ella sabía. Exigía graves sacrificios al párroco, le reclamaba tiempo y energía en medida quizá mayor que el resto del año. Tenía que preparar un sermón, redactar notas para una reunión con los fideicomisarios, atender los servicios acostumbrados, y todo ello sin hablar de los problemas originados en Sawle a causa de la enfermedad de Odgers. Tenía que irse un poco antes. Se levantó y comenzó a vestirse.

Ella se sentó en la cama, y lo miró con sus ojos estrechos y verdosos.

—Vicario…

—Ahora no —dijo él, porque supo, con una convicción que era casi certidumbre, que ella se disponía a decirle que durante las tormentas de la semana habían aparecido goteras en el techo—. Ahora no, Rowella. No tengo tiempo. La semana próxima…

—La semana próxima…

—Sí —dijo él, y se inclinó y la besó, un acto poco usual de afecto, diferente de la pasión, que la indujo a mirarlo con leve asombro. En realidad, era un beso de traición, pues Osborne sabía que no volvería la semana siguiente. Esa noche había pensado hablarle de su incertidumbre acerca del futuro, pero en un momento de inspiración había advertido que era mejor no decir una palabra. Si tenía suerte, podía partir esa noche sin ofrecerle nada más que la promesa de la visita acostumbrada. Que lo esperase. Le haría bien y le enseñaría a no mostrarse codiciosa. Si él no aparecía, Rowella acabaría necesitándole todavía más. (Le halagaba el pensamiento de que ahora ella estaba casi tan interesada como él en esos encuentros apasionados). De modo que si él decidía volver a verla, le recibiría aún con mayor placer.

Se puso el chaleco y se inclinó para abrocharse los botines. Después, el rostro un tanto congestionado, se puso la chaqueta y la capa, y se aseguró el cuello alto. La miró, sentada en la cama, teñida con el color suave de la luz de la vela, desnuda y voluptuosa, y sintió que de nuevo la necesitaba. Pero se contuvo, y se volvió para no verla.

—Adiós, vicario —dijo Rowella, y estornudó otra vez—. No debe creer que tengo reuma. Pero si así fuera, nadie podría sorprenderse en vista de las goteras del techo. Mientras Arthur estaba tan enfermo, a veces tuve que cubrir la cama con una lona para evitar que se mojara. Fue la tormenta del sábado; cayeron algunas tejas.

—La semana próxima —dijo Ossie—. Hablaremos de esto la semana próxima. Oiré todo lo que tengas que decir la semana próxima, y te prometo ayuda.

—Gracias, Osborne. Creo que será mejor que venga un poco más tarde, pues los días se alargan, y así será menos peligroso.

—Vendré más tarde —afirmó Ossie—. Espérame. Adiós.

Bajó la escalera, recogió el sombrero y el látigo, abrió la puerta del cottage y se asomó. La luna saldría media hora más tarde, de modo que tal vez había sido muy sensato partir temprano. Cubriéndose mejor con la capa, avanzó un paso, cerró la puerta y descendió por la calle empedrada y oscura. No había nadie a la vista.

Incluso las calles más importantes de la ciudad estaban vacías. Tropezando aquí y allá con algún adoquín suelto, pisando un charco lodoso, sin hacer caso de los mendigos o los borrachos ocasionales agazapados en los portales, Osborne pronto llegó al patio del caballerizo. Un muchacho que se caía de sueño, a pesar de que aún era temprano, trajo el bayo y recibió seis peniques. El reverendo Osborne Whitworth trepó al pilar utilizado para montar, acomodó en el caballo su cuerpo considerable, y se dispuso a salir de la ciudad.

Durante el viaje de regreso, Osborne comenzó a pensar en la reconciliación que, gracias a su persuasión, Morwenna había acabado por aceptar, y en la falta de reacción violenta de su mujer. La nueva situación le satisfacía muy especialmente. Esperaba que, ahora que el hielo se había roto por completo —por así decirlo—, un poco de reflexión lograría que Morwenna comprendiese mejor el absurdo de su actitud, y quizá llegase a sentir cierta renuente admiración hacia la posición, la importancia, la fuerza, la virilidad y la masculinidad de su marido. Por mucho que ella creyese padecer cierta dolencia neurótica, aún era la madre de su hijo y para ella misma era más saludable, mucho más saludable —incluso sin tener en cuenta los intereses de su marido— el restablecimiento de una relación humana y física regular. Osborne creía que la mayoría de las mujeres le admiraban, y lesionaba mucho su sentido de dignidad personal ser rechazado por la única mujer que ostentaba la distinción de llevar el apellido Whitworth. Era el amo de su hogar, el capitán de su barco, y contravenía las leyes naturales que hubiese un rebelde, una persona que se mantenía en actitud de constante aunque silencioso amotinamiento. Ahora, había sofocado el motín y por eso mismo se sentía mucho mejor.

Ciertamente, sus cosas marchaban bien. Aunque Luxulyan no era suya y a pesar de que también había fracasado en el asunto de Manaccan, el obispo había preferido a un individuo totalmente inepto que residía en Tomes, en un nombramiento evidentemente político, ahora Osborne trataba de interesar a George en la idea de ser designado deán rural del distrito. Sería un paso útil, y aunque por el momento George no demostraba mucho espíritu de cooperación, Osborne estaba seguro de que un poco de presión suplementaria le permitiría alcanzar el objetivo. Poco antes había ordenado la impresión privada de sus sermones y tan pronto dispusiera de los ejemplares necesarios, se proponía organizar una amplia distribución entre los dignatarios de la Iglesia.

El único y minúsculo sentimiento de ansiedad que le acuciaba —ni siquiera era el proverbial gusano en la flor, apenas más que el movimiento de un gusano embrionario— era cierta duda acerca de la presunta enfermedad de Arthur Solway. Ese hombre visitaba todas las semanas el barrio bajo donde vivía su familia, y en los barrios bajos se incubaba la pestilencia. La gripe era desagradable, pero se trataba de una enfermedad temporal. La fiebre palúdica era peor. ¿Y el tifus? A menudo se manifestaba en esas familias pobres… o incluso la plaga, que durante los últimos cincuenta años había cobrado carácter de epidemia en Cornwall. Pero un caso o dos, aquí y allá —por supuesto, no siempre identificados— generalmente eran silenciados por temor a desatar el pánico; sí, él bien sabía que había casos. Y el desenlace solía ser la muerte, y una muerte muy desagradable. Rowella había estornudado dos veces. ¿Y no era ese el primer signo del comienzo de la plaga?

Sintió un escalofrío pero prosiguió la marcha, tratando de desechar la idea. El camino que durante una parte del trayecto comunicaba la ciudad de Truro con Santa Margarita —la pendiente de la colina, y después el descenso por el lado contrario— coincidía con el camino principal de carruajes entre Saint Austell y Truro, el camino por donde había continuado Ross Poldark después que Osborne había descendido de la diligencia en mayo último. Pero el último tramo, de poco menos de un kilómetro, se desviaba bruscamente hacia la derecha y formaba una suave pendiente bordeada de árboles antes de llegar a la iglesia y el vicariato. Pero ahora la luna había salido del todo, y en un tramo más ancho, donde se cruzaban otros dos senderos, Osborne vio claramente a un hombre alto y delgado que de pronto se cruzaba en su camino. El caballo intentó detener la marcha y Ossie experimentó un sentimiento de aprensión, pues por allí nunca se podía estar seguro de que no apareciese algún asaltante solitario.

—Señor Whitworth —dijo una voz—. ¿Es el señor Whitworth?

Más confiado, Ossie replicó:

—Así es. ¿Quién me busca?

No alcanzaba a ver el rostro del hombre, pues parecía tener en la cabeza una especie de gorro de lana. Además, en la mano sostenía una estaca.

—¡Esto es lo que quiero! —dijo el hombre, y alzó la estaca para descargarla sobre la cabeza del clérigo.

La puntería, a causa del temblor de la mano de Arthur Solway, que sostenía la estaca, y de su propia excitación nerviosa dejó que desear. Ossie recibió el golpe en el pecho y casi fue a parar al suelo, pero inmediatamente recuperó el equilibrio y alzó el látigo. Dada su posición de ventaja, determinada en parte por el sobresalto del caballo, pudo golpear varias veces la cabeza y los hombros de su atacante. Solway, por su parte, sólo pudo asestar un golpe más, mal dirigido, que no alcanzó a Ossie y tocó al bayo, que se alzó sobre las patas traseras. Ossie se aferró a la montura y perdió un estribo. Allí mismo decidió que, por mucho que ese hombre mereciera los golpes que estaba recibiendo, era más prudente suspender el combate. Tranquilizó al caballo y pudo reconocer a su atacante y comprender la razón de la emboscada.

Tiró de las riendas y apretó las rodillas contra los flancos del animal. Solway, golpeado en la cabeza y viendo estrellas a causa de un latigazo casual entre los ojos, pero consciente al mismo tiempo de la frustración total de una venganza que había venido planeando durante siete días, saltó desesperadamente hacia adelante y aferró la capa de Ossie cuando este inició el intento de fuga.

Sostuvo la capa, y Ossie, con un pie en el aire, perdió el equilibrio cuando el caballo continuó la marcha. Comenzó a caer como un roble talado, pero un pie siguió sujeto al estribo y Arthur Solway, que rodó por el suelo con un pedazo de la capa desgarrada aún en la mano, vio al señor Whitworth arrastrado cuarenta metros, sostenido por un pie. Después, el bayo bien entrenado se detuvo lentamente y volvió la cabeza hacia la figura de su amo, que yacía con el busto apoyado en el camino.

Solway, sollozando y jadeante, se arrodilló lentamente, después se incorporó, y permaneció de pie, balanceándose. Tenía una herida en la cabeza y sus cabellos estaban pegajosos por la sangre. Los hombros le ardían a consecuencia de los golpes y los latigazos recibidos. Reinaba el silencio ahora. No se oía nada en el camino, ni tampoco en el bosque. El único sonido era el grito lejano y discordante de un búho blanco que formulaba su comentario acerca de los asuntos nocturnos.

Arthur Solway estaba tan poco acostumbrado a la violencia que el desenlace le conmovió; pensó que podía morirse. Pasaron varios minutos antes de que la sangre dejase de latirle en la cabeza, y de que pudiera ver y respirar de nuevo. Y pasó aún más tiempo antes de que pudiera convencer a sus piernas de que debían moverse para llevarle paso a paso, cojeando, adónde estaba su adversario.

Describió un círculo cuidando de no asustar al bayo y así pudo acercarse al señor Whitworth. El pie aún estaba enganchado en el estribo, pero formaba un ángulo extraño. La luz de la luna iluminaba el rostro de Ossie. Estaba tan oscuro como el suelo en que yacía. Por la boca abierta se asomaba la lengua. También los ojos estaban abiertos. Pero no veían el cielo.

Arthur Solway apenas tuvo la fuerza necesaria para evitar el desmayo y la náusea que lo acometieron. Se volvió y, trastabillando, huyó del campo de batalla.