La niñera que vino a ocuparse de John Conan Osborne Whitworth el 12 de febrero, llegó con excelentes recomendaciones. Era cierto que últimamente no había atendido niños, pero había sido enfermera del señor Gerald van Hefflin, de Hefflin’s Court, cerca de Salcombe, y durante los dos años que habían precedido a su fallecimiento el señor Van Hefflin había mostrado impulsos homicidas. Excepto la ocasión en que el enfermo había apuñalado a un criado, esta mujer siempre había conseguido impedir situaciones graves.
Aparentemente, no era una mujer de rostro sombrío, parecida a sus predecesores. Tenía el cuerpo menudo, se mostraba muy pulcra y hablaba con voz frágil y obsequiosa, afectadamente cortés. Sólo la postura tenía algo rudo y agresivo: las piernas separadas, los hombros anchos y los brazos listos para la acción. Tenía poco más de cuarenta años. Una mujer de aspecto franco y decidido. La señorita Cane. Ossie tuvo una entrevista con ella y se sintió satisfecho. Le impresionó el dominio absoluto de la situación que demostraba. Si la señora Whitworth mostraba impulsos homicidas únicamente en relación con su propio hijo, la tarea era sencilla. Había que cuidar de John Conan. Y era posible cuidar a John Conan. Proteger a todos significaba vigilar a la señora Whitworth como ella había tenido que vigilar al señor Van Hefflin. Para proteger a John Conan bastaba acompañarlo constantemente.
Tras dos semanas de prueba, Ossie se sintió muy satisfecho. Pensaba que era natural que un hombre como él, con cualidades superiores a las del rebaño, vigoroso, joven, intelectual, hombre de mundo y de Dios, era natural que manifestase lo que él mismo llamaba vigor corporal; y en vista de ello, la Iglesia había ideado la condición del Santo Matrimonio, en virtud del cual esas necesidades naturales podían satisfacerse sin incurrir en fornicación y en otros pecados perversos. Esta solución, este cauce aprobado para quienes no poseían el don de la continencia —recomendada por Pablo y santificada por dos mil años de experiencia— le había sido negada por su perversa y desagradecida esposa; y así, él había incurrido en el pecado de visitar todos los jueves a la alocada hermana de Morwenna.
Pero una vez por semana, sólo los jueves, representaba un esfuerzo muy grave para el dominio mental y físico de sí mismo. Si por lo menos pudiera volver a su esposa, quizá los lunes y los viernes… estaba dispuesto a formular exigencias moderadas y ajustaría su vida a un régimen menos turbulento. Si ocurría tal cosa, si Morwenna lo aceptaba de buena gana, y él se sentía cada vez más convencido de que finalmente eso haría, tan pronto se reanudara el proceso natural podía incluso contemplar la posibilidad de romper del todo con Rowella.
Pues las visitas implicaban un riesgo permanente. Todos los jueves dejaba su caballo en el patio de la caballeriza que estaba a pocos pasos de la casa del señor Pearce, y volvía a recogerlo dos horas después. Cuando llegase el verano, sería imposible hacer lo mismo ya que el día se prolongaba mucho. Además, durante las últimas semanas Rowella se había mostrado mucho más exigente. Había sido necesario comprar una alfombra nueva, agregar algunos candelabros, ampliar el surtido de zapatos y pagar un vestido de terciopelo. Por supuesto, nada se hacía groseramente, con la vulgaridad que él habría tenido que soportar si hubiese tratado con las prostitutas del río. Pero por discreto que fuese el método, había que gastar dinero, y si por casualidad él decidía negarse, no dudaba en absoluto de que Rowella le negaría sus excitantes favores.
Así, la llegada de la señorita Cane le complació. Tres semanas después tuvo ánimo suficiente para afrontar el temido riesgo. Morwenna se había retirado temprano, pretextando jaqueca, y Osborne estaba sentado en su estudio leyendo con esfuerzo pero sin éxito un libro de sermones del reverendo Antón Wylde. Los sermones no le impresionaron. Eran superficiales y repetitivos. Mencionaban en exceso el nombre de Dios y destacaban la fe más que las obras, la espiritualidad por encima de las rutinas prácticas de la Iglesia. Ossie era hombre práctico y sabía que por lo menos en este mundo lo que importaba sobre todo era la «eficacia eterna» de la religión formal y organizada.
Dejó el libro. Quizás esa noche ni los mejores sermones contemporáneos hubieran conseguido comprometer su atención. Porque sabía que en el primer piso descansaba una mujer, una belleza deseable pero un espíritu hostil, una mujer a quien estaba unido por los sagrados ritos de la Iglesia y de quien no había obtenido satisfacción durante más de dos años. Se la imaginó suave y sumisa, o dura y hostil, protegida por su camisón blanco de lana, preparándose para dormir. Pero aún no debía dormir. Aún no debía dormir.
La poseería, como era su derecho. La poseería aunque fuese contra su voluntad como era su derecho. Ni la ley ni la Iglesia reconocían el pecado de violación cometido por un marido sobre su legítima esposa. Y mañana, si en su perversidad ella se proponía realmente castigarlo tratando de herir a su hijo, al hijo de ambos, la señorita Cane, una mujer vigorosa, alerta, paciente e indomable, se ocuparía de frustrar tales propósitos. Y entonces, si Morwenna procedía así podía plantearse nuevamente el problema de su remisión a un asilo de insanos.
Se puso de pie, se arregló el chaleco, bebió un último trago de oporto y subió. Golpeó suavemente a la puerta y entró en el dormitorio de su esposa. Tal como había esperado, Morwenna estaba acostada y leía uno de esos perversos libros de la biblioteca. Lo miró, al principio en actitud de interrogación y después sobresaltada, horriblemente alarmada cuando vio la expresión en los ojos de su marido.
Él cerró la puerta y apoyó sobre ella la espalda, los ojos fijos en Morwenna, tratando de abarcarla con una sola mirada y sintiendo que la piel se le erizaba ante la visión de las hermosas formas delineadas en el lecho. Después se quitó la chaqueta y el chaleco y comenzó a desanudarse la corbata.
—¡Ossie! —dijo Morwenna—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has venido? ¡Sabes lo que te dije! ¡Sabes con qué te amenacé!
—Sí —dijo Ossie, con gesto bastante suave procediendo de él—. Pero aún eres mi esposa, y esta terrible pena, esta espantosa privación que cruelmente me impusiste, pese a todos los votos conyugales que formulaste cuando nos casamos… debe… debe terminar. Ha pasado mucho tiempo, Wenna. Ha pasado muchísimo tiempo, Wenna —continuó, como si le confiara un secreto que nadie más debía conocer—. Juraste ante Dios ser mi esposa. Es tu sagrado deber. Esta vez debes… debes… por favor, ceder ante mí. Pero primero… primero, recemos una breve oración…
II
El señor Arthur Solway, funcionario de la Biblioteca del Condado, situada en la calle Príncipe, una institución que ahora contaba con casi quinientos libros que podían tomarse prestados o leerse en el local mismo, era un hombre alto y delgado, de aspecto frágil y carácter tímido y nervioso. Después de enamorarse de Rowella Chynoweth y descubrir con gran alegría —casi consternación— de su parte que su sentimiento era retribuido, no había podido dormir durante varias noches pensando en su maravillosa buena suerte. El hecho de que ella confesara que cierto bruto perverso —no indicaba nombres ni fechas— la había deshonrado, quitaba un poco de sabor al regalo del cielo, pero pronto pudo olvidar ese aspecto al llegar a apreciar las cualidades de su futura esposa. Alejarse de la terrible miseria de la calle Water, donde su familia aún vivía; aprender por sí mismo a leer y escribir después del trabajo, a la luz de una mísera vela; ocupar el cargo —cuando apenas tenía veinticuatro años— de funcionario de la nueva biblioteca gracias a una recomendación de la honorable María Agar, de quien la madre de Arthur había sido otrora criada; alejarse poco a poco del borde mismo de la pobreza absoluta para alcanzar una condición en la cual por lo menos podía pagar un traje bueno, ingerir unas pocas comidas nutritivas, relacionarse con la crema de la sociedad culta de la ciudad, ayudar un poco a su familia y caminar por las calles de Truro sintiéndose un ciudadano respetable, todo eso venía a ser como el signo de un progreso por el cual nunca dejaba de dar gracias a Dios. Era pobre, trabajaba mucho y tenía mala vista, pero podía considerarse un hombre muy afortunado.
Su matrimonio con Rowella lo elevó de golpe a una altura que jamás había creído posible alcanzar. Era una joven muy refinada, para él muy bella… aunque de un modo extraño y oblicuo; sabía leer latín y griego, su mente era más aguda y más profunda que la de Arthur. A menudo hablaban de libros y él pronto conoció y también reconoció que el intelecto de Rowella era superior.
Pero en ciertos aspectos ella se mostraba menos orgullosa que Arthur —Rowella afirmaba que Arthur tenía mucho falso orgullo—, y el recuerdo de las entrevistas con el cuñado de Rowella, el vicario de Santa Margarita, durante las cuales habían discutido casi hasta llegar al intercambio de golpes, y todo acerca de la cuantía de la dote que el reverendo Whitworth podía suministrar, esos recuerdos le hacían transpirar incluso ahora. Rowella lo había respaldado constantemente, afirmando su decisión, salvando sus debilidades, aliviando su embarazo, diciéndole que si en realidad él deseaba desposarla debía luchar para conseguir una suma que les permitiera instalarse en Truro y gozar de un mínimo de comodidad.
Y así, él había luchado —un guerrero por cierto renuente—, y entre los dos habían logrado que el señor Whitworth les entregase quinientas libras esterlinas. Habían usado parte de esa suma para comprar y amueblar ese cottage de cuatro habitaciones, y habían invertido el resto en Consolidados, que les suministraban una renta de treinta libras anuales. Y, ciertamente, como había dicho Rowella, gracias a la dote la vida que ambos llevaban era muy diferente. Vivían estrechamente, pero no en la pobreza.
También en otra esfera su matrimonio había realizado un milagro, pues Rowella era prima hermana de la señora de Warleggan, que ahora, gracias a su marido, era una de las damas más influyentes de Cornwall. Arthur se había casado, por así decirlo, de una parte con la vieja nobleza terrateniente, ya empobrecida, y de otra con la nueva y adinerada clase mercantil. De una nada absoluta había pasado a ser un ente pequeño pero real.
Ciertamente, su suegra jamás lo había visitado, y los Whitworth, después de entregarles la dote y asistir a la boda, al parecer les habían olvidado por completo. Pero la señora Elizabeth Warleggan se había mostrado amable varias veces, dispensándole una cortesía especial cuando acudía a la Biblioteca. Por otra parte, aún era temprano. No había ninguna necesidad de darse prisa. Hacia los treinta años, él habría aprendido mejores modales y Rowella le habría enseñado a expresarse con más fluidez, por lo que estaba seguro de que poco a poco la familia acabaría aceptándole.
Ahora también veía claramente que Rowella disponía de un poco de dinero, acerca del cual nada le había dicho. Ese año ella había gastado pequeñas pero perceptibles sumas en comodidades para la casa. La nueva alfombra del dormitorio, que seguramente había costado bastante, mejoraba muchísimo las condiciones de la casa, pues en invierno impedía el paso de las corrientes frías que entraban a través de las tablas del piso. A veces, ella tenía medio soberano en su bolso, y Arthur no podía comprender cómo Rowella había podido ahorrar esa suma del dinero destinado a los gastos de la casa, sin contar con que él siempre le entregaba esa suma en monedas de plata. Pero todo eso era parte de la maravillosa vida nueva que él estaba llevando.
La mayoría de las noches Arthur trabajaba en casa hasta las nueve, pero los jueves solía pasarlos con su familia. Rowella mostraba mucha bondad en ese asunto, y siempre insistía en que él fuera, con lluvia o buen tiempo, para no decepcionarlos. No lo acompañaba —según afirmaba, a veces iba durante el día— pero casi siempre les enviaba un regalito: un frasco de mermelada, algunos huevos, una rama de tabaco o golosinas para los niños. Rowella era una mujer muy considerada.
El segundo jueves de marzo Arthur Solway volvió de la Biblioteca alrededor de las seis y media, cuando el sol poniente teñía el cielo de magenta y verde jade. Aún hacía mucho frío, tanto que Rowella había encendido fuego en el dormitorio. El viento era tan intenso que probablemente no tendrían una helada severa. Arthur comió de prisa un bocado en compañía de Rowella y salió a las siete. Los colores se habían desvanecido pero el cielo seguía iluminado. Rowella le entregó media libra de manteca para su familia.
La calle Water, un estrecho callejón bordeado por chozas y cobertizos que partía de la más respetable calle del muelle, estaba a lo sumo a diez minutos de la casa del joven matrimonio, pero había un atajo que pasaba por un sector aún más miserable, junto a los depósitos del muelle, donde vivían los individuos más bajos y más pobres y, por cierto, los menos respetuosos de la ley. Arthur encogió sus hombros estrechos cuando una mujer le formuló cierta invitación; decidió que, como habían atracado dos naves, era preferible que esa noche volviese a su casa por el camino más largo.
La casa del padre de Arthur formaba parte de una hilera de cottages pertenecientes a la Corporación, que las alquilaba por dos guineas anuales. Consistía en una habitación al frente, detrás un fregadero y una cocinita convertida por el señor Solway en taller de carpintería y una habitación arriba de unos dieciséis pies cuadrados con aleros en pendiente donde dormían todos. La visita de Arthur era el día de fiesta para su familia, pues el éxito del joven había sido más notable que lo que cualquiera de ellos se hubiese atrevido a esperar. Así, Arthur había podido pagar los alquileres atrasados y la Corporación había devuelto las herramientas del señor Solway, que de ese modo pudo reanudar su penosa lucha por la vida. Desgraciadamente, aunque trabajaba mucho no tenía manos muy hábiles y en general recibía sólo encargos sencillos. Pero tenía su propia dignidad y su orgullo, y durante los malos tiempos pasados pocos años antes se había negado tenazmente a que le desalojaran de su cottage, negándose a que su familia fuese a parar al asilo de pobres. Ahora, gracias a Arthur, el peligro había pasado.
Como de costumbre, el bibliotecario fue bien recibido y la acogida le complació. Por extraño que pareciera, todos los hijos de la señora Solway habían sobrevivido, aunque la inteligencia y la salud de uno o dos eran más bien dudosas. De modo que, como sólo dos estaban fuera, en la casa vivían nueve personas; el hijo mayor después de Arthur tenía veintidós años y el menor aún no había cumplido tres.
Pese a que ya había comido algo, Arthur tuvo que compartir la cena de la familia, por cierto espartana, mientras hablaban del tiempo, los precios, la fiebre escarlatina, de que el hijo de Penrose había perdido una pierna en el Nilo, y ahora lo enviaban de regreso a casa; de cómo la gente se quejaba porque la calle era demasiado ancha para cruzarla con seguridad ahora que se había demolido una hilera entera de casas en Middle Row, del señor Pearce, el notario de la calle San Clemente, enfermo durante tanto tiempo y padeciendo las consecuencias de otro ataque al corazón, y de que George Tabb se había emborrachado de tal modo que había caído en una zanja, y así había permanecido la mitad de la noche expuesto al terrible frío, hasta que lo encontró su esposa.
Hacia el final de la cena Tabbie Solway, la hija mayor, dijo de pronto:
—¡Me voy! ¡Sostenedme! ¡Sostenedme! —Pero ya era demasiado tarde. El señor Royal, el farmacéutico que los atendía, les había aconsejado atar fuertemente un pañuelo alrededor de cada brazo apenas la joven sintiera que se aproximaba un ataque. A veces parecía que ese recurso la contenía o calmaba. Pero esta vez, el acceso se desencadenó muy bruscamente y un minuto después la joven yacía en el piso, retorciéndose y echando espuma por la boca.
Era un espectáculo horrible, pero todos estaban tan acostumbrados que ni siquiera el niño menor lloró. La madre y la hija siguiente atendieron a Tabbie, por lo menos en la medida de lo posible. Le aplicaron paños húmedos en la frente y le metieron un pedazo de madera en la boca para evitar que se asfixiase con la lengua; los más jóvenes llevaron al fregadero los platos y los jarros y Arthur y su padre se acercaron al fuego mientras el señor Solway encendía la pipa. Contemplaron a la muchacha que se debatía en el piso, y hablaron en voz baja.
Poco a poco las convulsiones se atenuaron y Tabbie comenzó a respirar mejor, como si se aprestase a dormir profundamente, A veces ocurría precisamente eso, y en tal caso era necesario trasladarla a la habitación del primer piso. Pero cuando todos comenzaban a tranquilizarse, sobrevino otro ataque y la familia comprendió que estaba ante uno de los peores accesos.
El segundo ataque duró casi tanto tiempo como el primero y fue seguido por un tercero.
—Será mejor que vaya a buscar al señor Royal —dijo Arthur.
—Sí. Puede administrarle algo entre un ataque y el siguiente, y quizá la calme.
—Me gustaría llamar al doctor Behenna —dijo Arthur—. Es un médico muy sabio, la gente le elogia.
—Tal vez otra vez. Dudo de que a esta hora venga a una casa como la nuestra. Y vive más lejos. El señor Royal está a pocos pasos de tu casa.
—Iré a buscarlo —dijo Arthur mientras se ponía la capa y el sombrero.
Afrontando de nuevo la zona de peligro de los depósitos, Arthur caminó de prisa hacia la tienda del señor Royal. En realidad, la casa del doctor Behenna no estaba mucho más lejos, pero Arthur comprendía la renuencia de su padre a llamar a un hombre tan importante.
Mientras había estado en la casa, el viento del noroeste se había convertido en una intensa cellisca que ahora parecía amainar. El oscuro banco de nubes aún ensombrecía la luna nueva. Había luz en la tienda y el señor Royal, un hombre de escasa estatura y rostro picado de viruelas, contestó personalmente la puerta y aceptó ir a ver a su paciente. Pero tenía que mezclar la medicina que llevaría para tal ocasión, pues se trataba de una sustancia volátil y no podía tenerla preparada. ¿El señor Solway deseaba esperar o prefería volver y decir a la familia que le esperasen? El señor Solway dijo que regresaría.
Comenzó a hacer lo que se había propuesto, y después pensó que convenía avisar a Rowella de que llegaría tarde. Hacía tiempo que no presenciaba los ataques de Tabbie, y en efecto, era el peor que él había visto y consideró que probablemente era el peor que ella había sufrido jamás. Tabbie era un alma sencilla, pero inefablemente tierna, ningún mal pensamiento le había pasado por la mente desde la niñez. Arthur la quería mucho. Consideraba que debía quedarse en la casa de su familia por lo menos hasta que la joven se tranquilizara, hasta que la tormenta hubiese pasado y ella quedara fuera de peligro. Además, hablaría a solas con el señor Royal.
Se detuvo al extremo de la calle y después reanudó la marcha. Rowella y Arthur vivían en un cottage de cuatro habitaciones, y le sorprendió un poco advertir que no había luz en la planta baja. El dormitorio estaba al fondo y daba a un terreno baldío. Rowella probablemente estaba en el dormitorio. Probó la puerta. Estaba cerrada con llave.
Era lo que habían convenido. Rowella le había dicho que el único inconveniente que ella veía a las visitas que Arthur hacía los jueves era que se sentía nerviosa cuando estaba sola; por eso, ahora cerraba con llave la puerta. Pero cuando él regresaba, a las diez, ella siempre estaba esperándolo. A veces Arthur bromeaba acerca de lo que podía ocurrir si ella se acostaba a dormir y él tenía que quedarse fuera toda la noche. Seguramente, no se había acostado tan temprano. Apenas eran las nueve.
Vaciló ante la idea de llamar. Podía asustarla, pues Rowella se preguntaría quién era. Quizá no debía molestarla. Si llegaba muy tarde y en efecto ella se había acostado a dormir, Arthur podía arrojar algunos guijarros a la ventana del dormitorio para despertarla.
Pero si no se había acostado y él no regresaba a las diez, Rowella se preocuparía. Probablemente había dejado apagar el fuego en la planta baja, y esperaba arriba para protegerse del frío.
Arthur vaciló un momento más, en ese momento las nubes se desplazaron en el cielo y la luna iluminó la sórdida calle. En ese instante tenía los ojos fijos en el suelo. Sus propias huellas se dibujaron claramente en el par de centímetros de cellisca caída. Había otras huellas, más grandes que las de Arthur, más profundas, en parte oscurecidas por la cellisca, en parte perfiladas por ella, de modo que era muy evidente que quien había caminado por allí lo había hecho en lo peor de la ventisca. Y parecía que los pasos se acercaban a la puerta, pero no volvían.
III
Experimentó una sensación de angustia en las entrañas y la parte más lógica de su mente encontró tiempo para preguntarse si de pronto le había afectado la fiebre que tanto se había difundido en la ciudad. El corazón le latía y golpeaba como si quisiera detenerse y él no creía padecer una enfermedad cardíaca. Tenía la boca seca, de modo que era incapaz de mover la lengua. Antes, nunca, jamás, se había mostrado suspicaz; pero en la horrible claridad del momento le pareció que en el fondo de su amor y su confianza siempre había existido un sentimiento básico y animal que le decía que no todo estaba bien.
Pero él no lo había escuchado. No lo había escuchado ni siquiera un segundo. Y había creído. Había confiado. Jamás había contemplado la posibilidad de la traición.
Su mente lógica argüía que tampoco necesitaba hacerlo ahora. Podía imaginar veinte explicaciones distintas. Veinte explicaciones, todas ellas inocentes por completo. Pero una cosa era segura: no podía hacer nada, no podía pensar nada, e incluso no podía sentir nada mientras no supiese la verdad.
Miró fijamente la puerta cerrada con llave. Después, se apartó y miró hasta el fondo de la calle. Una vez allí, trepó por la deteriorada valla y a tropezones avanzó entre las malezas y los brezos hasta llegar al fondo de su propia casa. Había luz en el dormitorio.
Era una casa baja, y el hilo de luz que se filtraba a través de las cortinas baratas estaba a lo sumo un metro y medio sobre el nivel del ojo de Arthur. Miró alrededor, desesperado, y a pocos metros de distancia vio la carretilla improvisada que los niños del cottage contiguo usaban para jugar. En realidad, era una caja vieja sobre ruedas de madera. Era más larga que ancha y Arthur la arrastró sobre la hierba reluciente y entre las malezas, y la apoyó contra la pared. Así, aferrándose al alféizar de la ventana, trepó sobre el vacilante artefacto sin preocuparse, como normalmente jamás habría hecho, por una caída o un tobillo torcido. El hilo de luz quedó a nivel de sus propios ojos y Arthur espió el interior del dormitorio.
Vio un espectáculo que durante unos segundos paralizó su mente y su cuerpo. Rowella estaba desnuda en la cama, total y absolutamente desnuda, y en una postura audaz que ni siquiera él, su marido, le había visto adoptar jamás. Y, horror de horrores, asqueante visión, un hombre corpulento, también totalmente desnudo, estaba arrodillado sobre ella y le retorcía los pies a un lado y a otro. Y a juzgar por la expresión del rostro de su esposa, parecía que la maniobra la complacía profundamente.
No recordaba haber descendido, pero no podía haberse caído pues al día siguiente no descubrió herida en su propio cuerpo. Del mismo modo, sin duda había tenido presencia de ánimo suficiente para devolver el carrito al lugar donde lo había encontrado. De todo eso, no recordaba nada. Sólo recordaba que se había agazapado entre los arbustos, y que después la náusea… una náusea interminable, hasta que sólo le restó vomitarbilis.
Y cuando al fin comenzó a reaccionar le temblaba el cuerpo. Trató de incorporarse y, medio agazapado, la cabeza gacha, como un perro que ha sido brutalmente castigado por algo que no hizo, comenzó a regresar a la casa de sus padres.