A mediados de enero Demelza recibió una carta de Carolina.
Querida:
Todas las semanas escribo a mi amigo el doctor Enys y confío en que os transmita mis afectuosos saludos. No sé muy bien si he conseguido algo viniendo a Londres y separándome de la mayoría de la gente a la cual quiero, pero en todo caso permitió que rompiese con la vida que había venido llevando y que, para bien o para mal, estaba relacionada con Sara. La dificultad de casarse con un hombre serio y vivir con gente de forma, tamaño y volumen convencionales, es que la vida frívola de una dama de la sociedad londinense acaba careciendo de una de las dimensiones de la realidad. Levantarse a las once, desayunar al mediodía, perder el tiempo y charlar en bata o deshabillé hasta las seis, cuando llega el almuerzo, y después prepararse para una noche en el teatro o en la sala de juego, parece reflejar una existencia de considerable duración, pequeña amplitud y ninguna profundidad.
Sí, pero Londres tiene otro aspecto. Es el lugar donde uno encuentra lo mejor de tantas y tan variadas cosas. El arte, la literatura, la ciencia, la medicina, el Intelecto puro; todo eso está aquí, y si sus representantes no hubiesen nacido aquí, vendrían de todos modos a Londres a vivir y a trabajar. En verdad, creo que es el centro del mundo. Así, aunque mi vida actual tiende más al primer aspecto que al segundo, hay compensaciones que aparecen de tanto en tanto y que no puedo dejar de considerar.
Querida, ¿cuándo vendrá Ross a Londres? Supongo que aún no ha llegado, porque me hubiera venido a visitar. Confío en que la mina haya pasado de la convalecencia a un estado de perfecta y vigorosa salud, de modo que otros mortales, menos importantes que nosotros, puedan despojarla de sus minerales.
Demelza, ¿por qué no vienes a Londres? Creo haberte oído decir que nunca estuviste aquí. Me encantaría que nos encontrásemos en esta ciudad para poder mostrarte algunas de las cosas que aquí pueden verse. Dile a Ross que te traiga. Si lo hubieses acompañado antes, te habrías sentido un tanto perdida mientras él se atareaba en Westminster. Pero ahora no sería este el caso. A mime encantaría guiarte. Más aún, a veces creo que necesito una persona como tú para que sea mi piedra de toque, de modo que no exagere nada ni le atribuya más importancia que la que tiene.
Horace se siente muy feliz en casa de mi tía y se ha hecho amigo de los dos spaniels que ella tiene. Pero creo —después de tantos celos como sintió al principio—, que ahora extraña a mi amigo, el doctor Enys…
Yo también.
Pero aún no estoy curada.
Besos a todos
Carolina
Después que Ross leyó la carta, dijo:
—Bien, ¿por qué no vienes?
—¿Adónde?
—A Londres por supuesto. Carolina tiene talento para señalar lo que es obvio, cuando los demás no lo perciben.
Demelza recogió un pedazo de lacre que había caído sobre la mesa.
—¿Cuándo piensas ir?
—Hubiera tenido que estar allí hace un mes, pero no tengo mucha prisa. Esta es mi casa. Sin embargo… si no comparezco pronto…
—En ese caso, ¿volverías por Pascua o te quedarías allí?
—Me quedaría. Como estuve ausente todo el otoño, no convendría que apareciese unas semanas y después volviera a Cornwall.
Demelza pensó en el asunto. Frunció el ceño.
—Ross, no podría quedarme tanto tiempo. Los niños.
—Podrías venir conmigo y regresar para Pascua.
Ella volvió a pensarlo. A decir verdad, la sugerencia provenía de Carolina, no de Ross. Si él la hubiese formulado, todo habría sido distinto.
—Jeremy sigue tosiendo. Sé que tal vez no tenga importancia, pero deseo vigilarlo.
—Te arriesgas a que me vea obligado a salir a la calle en busca de una trotona.
—Y que te llamen eso que tú dijiste que te habían llamado.
—Sí… ¿correrías el riesgo?
—¿Podría ir después del verano? Me gustaría mucho ir a Londres, pero en septiembre o en octubre, porque entonces la mayor parte del trabajo del huerto ya estará terminada. Y así podría quedarme hasta Navidad.
—Quizá para entonces Carolina ya haya regresado.
—Sospecho que no será así.
II
Ross viajó a Londres el 28 de enero. Usó la misma ruta que había seguido para volver a su casa en mayo, en carruaje hasta Saint Blazey y después en barco de Fowey a Tilbury. Como en el Canal se libraban combates, era una ruta peligrosa, pero si soplaban vientos favorables el viaje era más rápido; y a Ross le agradaba el movimiento del mar más que las absurdas cabriolas de las diligencias.
Después que él se marchó, como de costumbre la casa pareció vacía como una tumba. En esos últimos años él se ausentaba con frecuencia a causa de su trabajo con los Voluntarios, pero durante el verano y el otoño último, y sobre todo a causa de la mina, Ross había permanecido mucho tiempo en su casa. Más de una vez Demelza lamentó su decisión de permanecer en Cornwall, pero tenía tan escasa certeza respecto de sus sentimientos íntimos acerca de este asunto que en definitiva llegó a la conclusión de que su actitud había sido la más sensata. Después de la muerte de Hugh Armitage la relación entre ellos nunca había sido cómoda. Demelza había descubierto mucho tiempo antes que el amor y la alegría podían existir en un plano que de ningún modo era superficial, pero que en todo caso no alcanzaba las profundidades del ser individual. Así había ocurrido cinco años antes, y era lo que sucedía ahora. Demelza anhelaba sobre todo la fusión total que había protagonizado en otras ocasiones. Sólo cuando esa unión faltaba se advertía la tremenda distancia existente entre esa condición y la etapa siguiente.
Tras la partida de Ross, Demelza se absorbió en las tareas del campo y la casa; y como Dwight también estaba solo, solían verse a menudo. Un día, después de caminar con Jeremy hasta la iglesia de Sawle para depositar flores en la tumba de los padres de Ross e inspeccionar la lápida puesta poco antes en la de la tía Agatha, Demelza, evitando los ajustados pantalones de Jud Paynter, resplandecientes como un planeta moribundo iluminado por los rayos del sol vespertino, caminó hasta el taller de Pally para tomar el té con Drake.
Jeremy no se interesó en la forja, que solía fascinar a la mayoría de los niños, pero se acercó inmediatamente a los gansos que Drake tenía en el patio trasero.
—Quizás un día sea granjero —sugirió Drake.
—No tenemos gansos, y para él es una cosa nueva. No teme a los animales. Y siempre los atrae. Su cuaderno de dibujo está repleto de vacas, cerdos, gallinas y caballos.
—Quizá sea pintor. Opie vivió cerca.
—Drake, cuando eras pequeño tú solías pintar. ¿Lo recuerdas? En las paredes del cottage, con un lápiz que habías encontrado.
—Y eso me valió una buena paliza. Lo cual recuerdo muy bien. ¿El capitán Ross volverá para Pascua?
—No lo sé. No lo creo. —Demelza empezó a hablar del resto de sus hermanos, de la familia que residía en Illuggan, de la viuda Carne (su madrastra), de Luke, que estaba casado y trabajaba en Saltash, de John, casado, con niños pequeños y sin trabajo, de Bobbie, cuyas heridas habían sanado, y que probablemente se casaría muy pronto.
—Y el amor de Sam terminó mal, como el mío —dijo Drake.
—De modo que te lo dijo.
—Sí. Me lo dijo.
Estaban sentados en la sala en honor de la visita de Demelza. Demelza miró alrededor con curiosidad, mientras bebía su tazón de té. Era un cuartito minúsculo y se veía que Drake no lo usaba. El lugar estaba limpio, pero las cortinas que ella le había regalado colgaban arrugadas y necesitaban un dobladillo; la silla proveniente de Nampara todavía mostraba el relleno de crin en el respaldo, las velas se ladeaban como caballeros borrachos y el mantel que cubría la tosca mesa estaba del revés.
—De modo que los dos estamos en lo mismo.
—Sí…
—Aún así, crees conveniente defender de tanto en tanto la causa del matrimonio para beneficio de mi alma.
—¿Con quién? —Entonces, ¿no hablaste con Sam?
—¿Acerca de ti? No, Drake.
—Con Rosina Hoblyn. ¿Quién sino ella podía ser?
—¿Has estado viéndola? —preguntó Demelza.
—Dos veces más, eso es todo. Una vez la acompañé hasta su casa al salir de la iglesia. Y un día que fui a vera los Guernsey pasé por su casa.
—Es buena muchacha. Te vendría bien.
—Quizás… Oh, sí, sin duda. No quiero hablar mal de ella. Jeremy gritaba afuera. Demelza se acercó a la ventana que daba al patio trasero, pero el niño se limitaba a intercambiar información con uno de los jóvenes Trewinnard, que venía trayendo una cabra díscola.
—Su padre no sabe qué pensar de mí —dijo Drake—. A veces, me sonríe como si yo fuera un viejo amigo, para después mirarme hostil como si creyera que pienso robarle la hija sin la venia del párroco.
—No debes preocuparte por Jacka. Siempre tuvo un temperamento extraño. Ross sabe manejarlo; aunque en realidad creo que es un hombre prepotente. En todo caso, intimida a las mujeres de su familia.
Drake volvió a llenar el tazón de Demelza, y luego el suyo. Demelza, a quien no gustaba la leche de cabra, aceptó un poco por cortesía.
—Entonces, hermana, crees que debo casarme con ella…
—Drake, no puedo decirte qué debes hacer.
—Pero lo has estado pensando desde mayo. ¿No es así?
Demelza sonrió.
—Ross me previno que no debía meterme en la vida ajena. Dice que es peligroso.
—Pero ¿te complacería que me casara con Rosina?
—¿Te gusta?
—Sí, mucho.
—¿Y tú a ella?
—Eso creo.
—Pero no hay amor.
—No, por mi parte no hay amor. Por lo menos lo que yo entiendo por… amor.
Demelza lo miró.
—Drake, sé lo que es. Sé cómo es… pero… eso terminó. Nadie puede devolvértelo… yo… quiero que seas feliz… y no que vivas aquí solo y triste. ¿Te agradó el almuerzo de Navidad?
—Sí. Mucho —contestó Drake.
—Bien, quiero decirte que al menos te vi alegre después de la comida con los niños. Como los dos primeros años que estuviste aquí. Quisiera verte así con más frecuencia, y no es probable que eso ocurra si la única persona que se ocupa de ti es la tía Nelly Trevail. —Se apresuró a continuar cuando vio que Drake quería interrumpirla—. Me gusta Rosina. Lo reconozco. Es… diferente de otras muchachas, de las jóvenes que trabajan en las minas y en los campos… más considerada, más inteligente, es bonita y discreta, y progresará al mismo tiempo que tú en este taller y con tus trabajos. Sería una agradable… cuñada.
—Sí, comprendo —dijo Drake.
—Y ahora, Drake, por favor, no pienses más en ello. —Sonrió y él la miró—. Un hombre no debe casarse con una muchacha sólo porque ella le conviene, y menos aún porque será una agradable cuñada de la hermana. Hermano, se trata de tu vida. Y el matrimonio es cosa permanente. Sólo que… deseo que seas feliz y que no vivas solo. Es bueno tener alguien con quien trabajar, para quien trabajar. No quiero que te acostumbres a la soledad. Y a veces… nace el amor.
Drake se puso de pie, se acercó a la ventanita y miró hacia afuera.
—Demelza, ¿fue así contigo? Lo he pensado a menudo pero nunca te lo quise preguntar.
La pregunta le oprimió el pecho.
—No. El amor estuvo siempre conmigo. Pero no fue así con Ross. En él creció… a lo largo de los años. No me amaba cuando se casó conmigo. Pero creció a lo largo de los años.
III
Poco después de la partida de Ross comenzó el tiempo frío. Las tormentas de nieve se abatieron sobre Inglaterra y Demelza esperó ansiosa alguna carta que le dijese que él había llegado sano y salvo. En Cornwall no nevó mucho, pero tierra adentro hubo intensas heladas, y algunos días incluso ocurrió lo mismo en la costa. El tiempo más seco contribuyó a aliviar la tarea de la bomba de la Wheal Grace. Hasta el diecinueve de febrero no hubo noticias de Ross. Su barco había llegado a destino poco antes de que se iniciaran los temporales, pero, según decía Ross, muchos caminos estaban bloqueados y eran intransitables y Londres parecía una ciudad encantada, con el Támesis congelado y todos los edificios cubiertos de hielo y nieve.
A principios de mes el señor Odgers sufrió un grave enfriamiento y se desmayó dos veces, de modo que en la iglesia de Sawle no se celebraron servicios los primeros tres domingos de Cuaresma. El tercero de dichos domingos, que era el 24 de febrero, el tiempo mejoró bruscamente, y un día despejado y más tibio atrajo a regular número de feligreses que entraron en la iglesia o permanecieron cerca, charlando amablemente bajo los rayos del inesperado sol, como sobrevivientes después del desastre, mientras esperaban la posible aparición del predicador.
El párroco no apareció. Tampoco Ossie, a quien se había informado de la enfermedad del cura, de modo que después de unos veinte minutos la congregación comenzó a dispersarse.
Entre ellos estaban Drake Carne y Rosina Hoblyn, acompañada por su hermana menor casada, Parthesia, embarazada con otro hijo de Art Mullet, su marido, hombre de alcances bastante limitados. Drake se acercó a Rosina y los dos jóvenes volvieron juntos hacia la aldea.
Se detuvieron cerca de una de las paredes en ruinas de la Grambler. Durante los nueve años transcurridos desde el día en que la gran mina había dejado de trabajar, el viento y el tiempo habían deteriorado los cobertizos y las construcciones menores que suelen levantarse alrededor de los pozos de una mina. Pero las dos principales casas de máquinas apuntaban sus chimeneas al cielo azulado con más arrogancia y seguridad que las que mostraba el campanario de la iglesia de Sawle, del otro lado de la colina. Aún era un retazo de suelo estéril, pues durante el medio siglo precedente se había acumulado tanto desecho mineral que entre las piedras y los restos apenas crecía un poco de áspera hierba.
—Rosina, quisiera explicarte algo. Si tienes tiempo… cinco o diez minutos… no necesitaré más —dijo Drake.
—Sí, Drake. —Una respuesta sencilla e inequívoca. Adivinaba el tema que Drake quería abordar y en todo caso no fingió que no deseaba oírlo.
Drake permaneció inmóvil, alto y pálido, su expresión ya no mostraba el antiguo gesto alegre y pícaro pero había algo en los labios y los ojos que sugería que la tristeza no era propia de su carácter. Ella parecía pequeña al lado de Drake; llevaba puesto su mejor vestido, el único bueno, el mismo vestido de muselina amarilla con las botas negras, pero como era invierno, se abrigaba con una capa marrón y un bonete más oscuro con cintas amarillas.
—Rosina, si te pido que hables conmigo, debes saber por qué lo hago.
—Sí, Drake —repitió ella.
—Es porque me gustas y deseo explicar qué siento en lo más profundo de mi persona y… en mi corazón.
Y así habló de Morwenna, del tiempo en que ella era institutriz de Geoffrey Charles, de la primera vez que la había visto cuando ella y Geoffrey Charles habían sorprendido a Sam y al propio Drake cargando el mástil de roble a través del bosque, en tierras de Warleggan. Del extraño galanteo, realizado siempre en presencia del niño, sin que este lo advirtiese y durante un tiempo casi sin que ellos mismos lo comprendieran, un galanteo que se había desarrollado en etapas lentas y secretas durante todo el verano y el sombrío y sereno otoño, cuatro años y medio antes, y después durante los primeros meses tan fríos de 1795, cuando los planes del señor y la señora Warleggan habían destruido las esperanzas de Morwenna y Drake; y el fin de todo, primero con el arresto de Drake, acusado de robar la Biblia de Geoffrey Charles, y después con el matrimonio concertado entre Morwenna y el joven vicario de Santa Margarita en Truro.
—Quizá —concluyó Drake—, todo tuvo mal signo desde el principio. Ella era… hija de un deán… una joven educada, que sabe leer y escribir mejor de lo que yo jamás sabré. Quizá nunca fue para mí; pero también podía suponerse que con el tiempo eso no importaría. Yo la amaba… la amo y siempre la amaré. Es cruel decírtelo, lo sé muy bien, pero no podría decirte lo que ahora te diré si primero no te explicase toda la verdad así como está escrita en mi alma…
—Sí, Drake —dijo Rosina por tercera vez. Había inclinado la cabeza, de modo que el bonete ocultaba la expresión de su rostro, pero su voz indicó a Drake que ella no tenía ninguna duda acerca dé lo que él pensaba decirle y de lo que ella misma contestaría.
—En fin, he perdido para siempre a Morwenna. Durante tres años y medio no nos hemos hablado, y la vi una sola vez. Todo ha terminado, yo tengo que vivir mi vida y la gente me dice —y yo he llegado a creerlo— que necesito esposa. Ahora lo sabes todo, ahora sabes lo que siento y lo que no siento —y quizá lo que nunca sentiré— y pese a todo me gustas y deseo tu compañía… como amiga, como compañera y esposa, y a su tiempo quizá como madre… Tengo hogar, un oficio… quiero que pienses en todo eso… y a su tiempo me contestes.
Allí se interrumpía el muro. Muchas de las piedras habían sido usadas para construir dos cottages. Rosina apoyó la mano en el muro; era una mano pequeña, firme y segura.
—Drake, te responderé ahora, si no crees demasiado osado de mi parte pretender que pueda decidirme en este momento. Me casaré contigo y trataré de devolverte la felicidad. Lo que dices… lo sabía en parte por lo que dice la gente, pero me alegro de oírlo de tus propios labios. Drake, eres un hombre valiente y honesto, te respeto y te amo y confío y creo que nuestra… nuestra vida será buena, sincera y honesta, y espero… espero… oh, no sé cómo decírtelo…
Drake le tomó la mano y la sostuvo unos instantes. Había un hombre cuidando las vacas en un campo y un grupo de ancianos conversando a cierta distancia, de modo que Drake no hizo un gesto más explícito. Habían dicho todo lo que era necesario decir… Más aún, según las normas de la vida aldeana, donde las propuestas y las aceptaciones a menudo apenas implicaban más que una docena de palabras por cada lado, habían charlado en exceso. Pero en este compromiso era mejor no sobrentender ciertas cosas. Se trataba de una relación formal, aún un poco dura, y ambos se mostraban superficialmente serenos.
—Drake, será mejor que ahora vengas conmigo y hables con mis padres —dijo Rosina.
—Sí —replicó Drake—. Creo que será lo mejor.
Sólo entonces, cuando se volvieron para caminar hacia Sawle, Rosina hizo un pequeño gesto brusco que traicionó la excitación y el placer que sentía íntimamente.
IV
—¡Ah! De modo que así están las cosas, ¿eh? —dijo Jacka mirando hostil a Drake, como si hubiese descubierto al joven en una situación un tanto vergonzosa.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Bien, Rosie! ¡Bien, Drake! ¡Dios mio! —intervino la señora Hoblyn.
—Bien hecho, bien hecho —apostilló Art Mullet.
—¿Cuándo será? ¡Oh, todavía no! Primero debo terminar esto —dijo Parthesia, y se tocó el vientre.
—Como Cuaresma aún no ha terminado —dijo Drake—, pensé que podría ser el domingo de Pascua. Nos dará tiempo para publicar las amonestaciones. Pero apenas he pensado en eso. Quizá Rosina…
—No —dijo Rosina—. Así está bien. Así estará muy bien.
—¿Cuánto falta para el domingo de Pascua? —preguntó Jacka, suspicaz, temeroso de una trampa.
—El 24 de marzo —dijo Drake—. Cinco semanas.
—¡Bien, bien! —dijo la señora Hoblyn—. Eso está muy bien. Tendremos tiempo de prepararnos. Rosie tendrá tiempo de arreglar todo. Drake, es tan hábil con las manos que no lo creerías. Vamos, Jacka, ¿no tienes nada bueno que decir?
—Mientras no haya necesidad de darse prisa —dijo Jacka.
—Vamos, vamos, ¡cómo puedes decir eso!
—Bien, sé cómo fue con la hermana…
—¡Eh!, usted —dijo Art—. No es necesario decir esas cosas. Tenga razón o no la tenga no hay necesidad de hablar.
Rosina sonrió a Drake.
—Drake, te acompañaré. Hasta la colina.
V
Poco después, el tiempo empeoró otra vez. La primavera de Cornwall, que normalmente llega temprano, esta vez brilló por su ausencia, y el mundo vegetal parecía paralizado. Demelza se impuso la obligación de salir todos los días con los niños, sin prestar atención a las condiciones del tiempo: Dwight tenía la manía de que el aire libre lejos de ser perjudicial, era bueno para la gente, y su idea parecía verse ratificada por esa primavera ingrata. Había mucha fiebre escarlatina en las ciudades, y en Sawle aparecieron varios casos.
Apenas se enteró de la noticia, Demelza fue a ver a Drake, acompañada sólo por el irritado Jeremy, ya que la distancia era excesiva para las regordetas piernas de Clowance. Cuando estuvo con su hermano lo besó y le deseó buena suerte. Él pareció gravemente complacido por la alegría de su hermana, y en sí mismo un poco más feliz. Había conseguido eliminar la barrera que le impedía relacionarse con otra mujer, y ahora podía hablar libremente con Demelza de los planes que había trazado. Drake explicó que Sam también se sentía feliz y preveía el retorno de su hermano a la sociedad, acompañado por una esposa que a su vez ya estaba medio salvada. Ambos rieron de la broma, pues en el dialecto de Cornwall «medio salvado» significa débil de entendederas.
Dos cartas más de Ross, la segunda para informar que había aceptado la tarea de entrenar en agosto a un grupo de miembros de la Milicia en cierto lugar de Kent. Por lo tanto, estaría fuera todo el mes. Pero en vista de este asunto, con la aprobación de lord Falmouth, no asistiría a las últimas sesiones del Parlamento, y esperaba volver a casa en abril… Había visto a Carolina, como sin duda Dwight había informado a Demelza, que parecía estar bien aunque se mostraba decidida a no volver a casa mientras no hubiese eliminado lo que ella denominaba sus «demonios». Ross agregaba que en casa de Carolina había vuelto a ver a ese individuo con quien se había encontrado por primera vez el verano pasado en el jardín de Trenwith. Se llamaba Monk Adderley. «Me dice que George piensa volver a la política para las próximas sesiones del Parlamento. Felizmente, los Comunes es un lugar donde no es difícil evitar a nuestros amigos».
Ross no era un corresponsal eficaz. Su calidez, bien conocida por Demelza, se manifestaba en el contacto personal. Cuando estaba con ella, podía decir repentinamente las cosas que conmovían el corazón de una mujer, o, por el contrario, las que lo helaban. En cambio, sus cartas tenían un carácter informativo y al mismo tiempo distante. Esa distancia física que entre ellos era casi mesurable.
Ross no mencionó la posibilidad de que en septiembre ella viajara a Londres.