Mientras la frágil niñita rubia nacida en 1798 y bautizada Sara Carolina Ana abandonaba esta vida, ese mismo año, casi sin luchar, muriendo como había vivido, pacíficamente y sin un propósito, un anciano nacido mucho antes, en 1731, y bautizado por sus padres Nathaniel Gustavus, rehusaba absolutamente irse cuando todo indicaba la conveniencia de su fallecimiento. Su médico lo había predicho, el vicario lo esperaba y él mismo se lo repetía cotidianamente. En fin, su hija metodista había creído por tres veces que su padre estaba muerto. Pero el señor Pearce, Notario y Comisionado de Juramentos, estaba hecho de un material sólido y duradero. La puerta estaba abierta, pero nada conseguía que él se decidiese a franquear el umbral. A medida que pasaban las semanas, su cuerpo, tendido en el lecho, era cada vez más amorfo. Aunque el doctor Behenna había intentado aplicarle el tratamiento de la hidropesía por dos veces, se hubiera dicho que esa masa no estaba formada por agua. Allí yacía, como una ballena varada, un tanto putrescente, el rostro y las manos color frambuesa, aferrándose constantemente el camisón bajo el cual, muy hondo, su sobrecargado corazón continuaba su labor solitaria.
Su crisis de conciencia había pasado, sumergida quizás en la lucha cotidiana por la vida. Ya no pensaba en las viudas y los huérfanos a quienes había estafado —en realidad, no había viudas y sí únicamente dos huérfanos— y recibía apreciativamente las visitas de su consejero espiritual. Si no hubiese presenciado esta manifestación final de la preocupación del reverendo Osborne Whitworth, hubiera dicho que Ossie era un joven egoísta y también engreído, engreído sobre todo en relación con sus proezas en el whist; pero se sentía tocado y conmovido por la regularidad de sus visitas. Todos los jueves, sin falta. Era cierto que Ossie sólo permanecía media hora y después se retiraba aliviado. Pero la regularidad de las visitas —ahora que ya no podían jugar whist y el vino de Canarias probablemente no era mejor que el licor que podía beber en otras casas— le conmovían e impresionaban. Había juzgado mal al robusto joven.
El señor Pearce sabía que irritaba un poco al doctor Behenna porque continuaba respirando cuando el veredicto de la ciencia decía que no debía hacerlo. Pero nada sabía de otra frustración que él mismo provocaba nada menos que en el señor Cary Warleggan, que esperaba como un titiritero con todos los hilos preparados, pero sin la posibilidad de comenzar la función. Mientras el señor Pearce viviera, no sería posible comenzar el baile de los títeres.
Entretanto, el más distinguido miembro de la familia, es decir el señor George Warleggan, continuaba invirtiendo capital en el distrito parlamentario de San Miguel. Había convencido a sir Christopher Hawkins de que se desprendiese por un buen precio de la mayoría de sus propiedades en esa región, pero las posesiones Scawen aún eran importantes; y George, hombre que nunca hacía las cosas a medias, deseaba ejercer un control total sobre ambas bancas.
Los Scawen eran una antigua familia de Cornwall que durante varios siglos habían tenido propiedades en Saint Germans y otros lugares; y aunque recientemente, gracias a una unión matrimonial con la familia Russell, de Northants, habían extendido a lugares más lejanos una proporción mayor de sus amplios intereses, James Scawen, solterón empedernido, no veía motivos para renunciar a ciertas propiedades de San Miguel que le pertenecían desde hacía varias generaciones. Sería necesario mostrar paciencia, tenacidad y habilidad para lograr que cambiase de idea. Sin hablar del dinero. Entretanto, durante una visita a Londres George había logrado conocer a los dos titulares de los escaños, interesándose sobre todo en el capitán David Howell, protegido de sir Christopher Hawkins. Aparentemente, el capitán Howell no era hombre adinerado —era nativo de Cornwall y tenía una propiedad bastante pobre cerca de Lanreath— y no parecía probable que se mostrase indiferente a ciertas propuestas financieras cuando llegase el momento oportuno.
El vicario de Santa Margarita, Truro, seguía desde lejos estas maniobras como el hombre que no participa en la cacería del zorro, pero que está profundamente interesado en su desenlace. Comprendía que si George llegaba a dominar un distrito entero, su influencia sería mucho mayor que la que habría ejercido jamás como mero miembro del Parlamento.
Comunicó sus impresiones a George una noche, mientras cenaban, pero este se mostró poco comunicativo. Aunque Ossie no hubiese usado la palabra «mero» su anfitrión no lo habría alentado mucho. Pero Ossie, incólume, señaló las diferentes formas de patronazgo que podían practicarse cuando uno ocupaba esa posición de influencia, destacando sobre todo la posible ayuda a los parientes más jóvenes que hacían carrera en la Iglesia.
—La Iglesia —dijo entre bocado y bocado—, la Iglesia como profesión es una lotería. Todos lo saben, George. ¡El arzobispo de Canterbury recibe 25 000 libras esterlinas anuales! ¡El obispo de Londres 20 000! Pero hombres como yo tienen que arreglarse con 300. Hay quien recibe menos. Aún menos. ¡Y no se trata de incapaces! Las rentas de la Iglesia, las rentas totales, divididas entre sus miembros probablemente no sobrepasan las trescientas libras anuales para cada uno. De modo que uno ingresa en la profesión más o menos como compra un billete en las carreras… con la esperanza de obtener uno de los principales premios. Si los caballeros no alentasen esa esperanza, no se acercarían a esta profesión. Todos serían como Odgers: incultos, sucios, desaliñados… ¡gente que ni siquiera sabe hablar! Groseros, apenas mejores que peones del campo. Y en ese caso, ¿adónde iría a parar la Iglesia?
Nadie contestó.
Ossie bebió otro trago de vino.
—George, estuve pensando en la renta de Manaccan. Acaba de quedar vacante y sería un agregadito conveniente a mi estipendio. Los diezmos representan unas 300 libras esterlinas anuales… o por lo menos eso oí decir.
Y mientras continuaba hablando, Elizabeth miraba a Morwenna, que permanecía en silencio y apenas comía. Elizabeth y George veían cada vez menos a los Whitworth, pues George evitaba esas cenas en familia. De una vez por semana se habían reducido a una por mes. Elizabeth lo compensaba visitando de tanto en tanto a Morwenna, para tomar el té, y generalmente cuando sabía que Ossie no estaba. No alcanzaba a comprender a Morwenna. La joven jamás se quejaba, pero a menudo se mostraba extraña, distraída, desaliñada, ausente. Sus ojos oscuros a menudo parecían mirar algo que el visitante no alcanzaba a percibir. Y ciertamente era algo desagradable. A veces, su voz suave y gentil tenía resonancias duras, y entonces su fuerza era sorprendente. No contestaba cuando se le hablaba. (Tras estar Elizabeth unos minutos junto a ella su actitud solía cambiar). Rara vez escribía a su madre, y cuando la señora Chynoweth había propuesto venir a visitarla, Morwenna se había excusado diciendo que no lo consideraba conveniente. Nunca hablaba de Rowella, y si se mencionaba su nombre, Morwenna callaba.
Sin embargo, no parecía enferma. Se mostraba enérgica cuando decidía hacer algo, la casa mostraba una apariencia descuidada aunque estaba bien dirigida. Hacía muchas obras buenas y nunca rehusaba visitar a los enfermos y los moribundos. A juzgar por las apariencias, el vicario difícilmente hubiera podido desear una esposa más eficaz. Tampoco podía decirse que hubiera desmejorado. Pero tenía un aire diferente, más duro y al mismo tiempo más inestable.
Lo que había sorprendido a Elizabeth durante sus visitas era que los Whitworth no podían encontrar una buena niñera para el pequeño John Conan. La agradable joven que había estado allí dieciocho meses finalmente fue despedida, viniendo a ocupar su lugar una sucesión de extraños personajes: mujeres fuertes, de gruesas piernas, edad madura, el rostro duro, la expresión sombría, ojillos agudos, olor a almidón y a bolitas de alcanfor, y actitudes que oscilaban entre lo obsequioso y lo insolente. Elizabeth, que no las hubiera aceptado jamás en su casa, se atrevió a decir a Morwenna que le parecía que era más apropiado una joven inteligente, y que podía recomendarle por lo menos dos.
El rostro de Morwenna esbozó una mueca.
—Elizabeth, Ossie es quien las elige. Y Ossie quien las despide. Creo que no atina a encontrar la persona apropiada. O por lo menos, eso dice.
—¿Para acompañar a un niño pequeño y cuidarlo? Qué extraño.
—Elizabeth, Osborne es un hombre extraño.
—¿Por qué no traes a otra de tus hermanas? Quizá Garlanda desee aprovechar la oportunidad, además de que sería buena compañera para ti.
—Nunca volveré a traer aquí a una de mis hermanas.
II
El diez de diciembre, una semana después de que el patético y pequeño ataúd fuera depositado en la fosa, junto al ostentoso monumento que Ray Penvenen había erigido para sí mismo, Carolina Enys fue al estudio de su marido después de la cena y permaneció de pie un momento, la espalda apoyada en la puerta, contemplando el rostro demacrado y sensible de su marido y los cabellos que comenzaban a encanecer. Dwight se puso de pie y acercó una silla para que ambos pudieran sentarse uno al lado del otro, frente al escritorio. Pero ella caminó unos pasos y extendió las manos hacia el fuego. Tenía puesto un delantal verde sobre un vestido de satén blanco, como si aún contemplara la posibilidad de sentar a un niño sobre sus rodillas.
—Dwight —dijo—, creo que esto nos ha afectado excesivamente.
—Es posible.
—Todos los días mueren niños. Sabemos que la población del mundo es muy elevada, ¿verdad? Hay exceso de seres humanos. ¿Qué importa uno más? La semana pasada me hablaste de la señora Barnes, que perdió nueve hijos en diez años. El hecho de que hayamos perdido una hija y de que la apreciáramos más que a otros niños, demuestra a lo sumo una lamentable falta de sentido de las proporciones. Se ha muerto un niño y eso es todo. Si tuviese una auténtica vocación maternal… quizá lo tomaría más a pecho… Mi primer hijo, en mitad de la veintena. Pero tú… te pasas la vida observando las fútiles luchas de tus pacientes por esquivar el fin inevitable. Tú me hablas de esa persona o la otra que padece bocio o eczema escrofuloso o anemia escorbútica, y me explicas que no puedes hacer nada para ayudarles; sólo tratar de aliviar y calmar el sufrimiento universal que ves a tu alrededor… ¿Por qué te duele tanto que el fruto de nuestra unión se salve del sufrimiento de la vida y pueda refugiarse en una muerte temprana? Tu actitud me desconcierta.
Dwight sonrió apenas.
—No, no es así. Eres un ser humano, y yo también lo soy, y el castigo de esta condición —y también la recompensa— es que no nos consideramos números escritos en un tablero, sino personas para quienes el amor y el vínculo sentimental es todo. No podemos rehuir las obligaciones humanas. Y una de estas obligaciones es sufrir ante la pérdida de los que son… parte de nuestro amor y parte de nuestro ser.
Carolina apretó los labios.
—Pero Dwight, tú sabes que yo no estaba destinada a ser madre.
—¡Qué tontería! Has sido madre, y buena madre… y confío en que vuelvas a serlo.
—No… En todo caso, todavía no. —Caminó dos pasos, se detuvo detrás de Dwight, y apoyó una mano en el hombro de su marido—. Dwight, quiero abandonarte.
En el silencio el carbón chisporroteó, ardió con llama brillante y azul y al fin se agotó.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Dwight.
—Oh, nada permanente. No te alegres: no podrás librarte de mí con tanta facilidad… Pero quiero alejarme. Quiero salir de Killewarren y de Sawle y de la gente de esta región. Siento que te he fallado, que me he fallado yo misma… y todo me pesa. Como sabes, no he podido llorar… y llevo en el pecho tan tremendo peso de lágrimas no derramadas que siento que voy a estallar. Es una confesión terrible y humillante, destinada únicamente a tus oídos. Pero siento… que mientras esté aquí, en esta casa, con sus… muebles, la platería del tío Ray, los frascos de medicina, todos los criados que tratan de mostrarse amables, mis… mis caballos y la compañía de Ruth Treneglos cuando salimos a cazar, y… tu indulgencia bondadosa y dolorida, siento que no podré hacer nada para corregirme.
Dwight se puso de pie, cerró el libro sin verlo, miró el puño de su camisa, que tenía algo parecido a una mancha de tinta, y alzó los ojos para encontrar el brillo de los ojos de su esposa.
—¿Qué deseas hacer?
—No lo sé. Quizás ir a Londres y pasar un mes o dos con mi tía. No lo sé.
—¿Quieres que te acompañe, o deseas ir sola?
—¿Cómo podrías ir? Aquí hay cincuenta… cien… doscientos enfermos que dependen de ti. ¿Cómo podría apartarte de ellos? Ya me siento… bastante egoísta cuando digo que quiero irme. Tú no puedes huir así. Apenas han pasado tres años desde el día en que volviste de la prisión francesa y parecías un esqueleto; un año apenas desde que pareció que te recuperabas del todo. Ahora, te has arraigado aquí, y estás envuelto en tu dolor, la pérdida de Sara; y tu inútil y quebradiza esposa desea dejarte librado a tus propios recursos y reconfortarse en esa especie de huida. No puedo pedirte que vengas conmigo. No lo haré. Jamás podría pedirte que fueras tan egoísta. Sólo yo tengo derecho a eso.
—Podría darse una interpretación mucho más amable de tu actitud —dijo Dwight.
—No te molestes en intentarlo, porque no la creeré.
Dwight contempló el título del libro. A diferencia de la obra que inquietaba a Ross, había sido publicado poco antes y se llamaba Investigación de las Causas y Efectos de la Vacuna Antivariólica, y lo firmaba un tal doctor Edward Jenner. Una de las velas tenía cierto defecto y la cera se derretía y solidificaba como un enanito deforme, cristalizándose en una serie de rebabas: la mecha ineficiente desprendía hilos de humo.
—Si se tratase sólo de un mes, podría conseguir un locum tenens. Siempre aparecen anuncios en The British Critic.
Carolina negó con la cabeza.
—Querido, creo que será por más tiempo. Me parece mejor que nos separemos… un tiempo. Durante tres años intenté… que recuperases la salud, y creo que casi lo he logrado… —Esperó y Dwight asintió—. Pero debes reconocer que a veces mi insistencia en esto y en aquello, mi oposición a esto o aquello, te ha irritado bastante. Del mismo modo, pero con menos razón y menos elegancia yo he frenado algunos de mis… impulsos sociales, porque sabía que podían comprometerte en actividades que no te agradaban. Hemos concertado un compromiso y Sara lo afirmó. Ahora, ella ya no está y yo creo… creo que como ella existió y ahora ya no existe, nos parecerá que ese compromiso es más difícil. Puede haber fricciones, o incluso disputas… y al margen de lo que digan los tontos los matrimonios nunca mejoran cuando el marido y la mujer disputan. Por eso creo que ambos necesitamos un respiro. Y también pienso que tú… te sentirás mejor.
—Permíteme que yo mismo decida qué es lo que me conviene.
—Querido, es precisamente lo que no he podido hacer y lo que tampoco puedo hacer ahora. Dentro de tres o cuatro meses, cuando haya pasado lo peor, podremos resolver lo demás. Confío en que podremos llegar a un acuerdo.
—¿Y deseas marcharte… ahora mismo?
—Muy pronto… Perdóname. Muy pronto.
III
La importante victoria del Nilo fortaleció y revivió a Inglaterra más que otros episodios de la guerra. Después de las iluminaciones, los repiques de campanas y los bailes en la calle, llegaron otras noticias que parecían presagiar un cambio en la prolongada y solitaria lucha. El general Bonaparte y su veterano ejército estaban encerrados en Egipto gracias al poder naval británico, y el dominio francés del Mediterráneo de pronto se veía limitado y paralizado. Turquía, que desde hacía un tiempo sentía desagrado ante la intervención francesa en la provincia egipcia del Imperio Otomano, había decidido al fin declarar la guerra. India estaba a salvo y las naciones menos importantes ya no temían tanto al conquistador. En un plano más personal, se decía que la esposa del general Bonaparte le engañaba, y que él, enterado poco antes de la perfidia de su mujer, había escrito una furiosa carta a su hermano; los británicos habían interceptado la misiva y la habían publicado en el Morning Chronicle de Londres. El episodio era la comidilla de la ciudad. Otro tanto podía decirse de un asunto íntimo de su antagonista, las escandalosas relaciones del almirante Nelson con la esposa del embajador británico en Nápoles.
Últimamente Ross había conversado con dos emigrados que habían conseguido escapar de Francia después de uno de los muchos alzamientos realistas abortados. Afirmaban que París era una ciudad desordenada, sucia y decrépita, con las calles atestadas de residuos, una ciudad donde todos vestían el mismo atuendo consistente en prendas sórdidas y de mala calidad. Aunque admitían que se manifestaba una alegría y una licencia desenfrenadas en los salones y los teatros. Pero Ross percibió, bajo la imagen sombría que naturalmente deseaban ofrecer, el reconocimiento renuente de que las condiciones de vida de la gente común no eran tan severas como antes. Habían comenzado a circular monedas de metal y de ese modo se había contenido la inflación, la cosecha había sido buena, los alimentos —pan, carne, manteca, vino— eran suficientes. Y bajo el Directorio la gente tenía menos miedo a opinar. Y la guerra aún no había concluido.
Dwight pasó Navidad en Nampara. Ese hombre más bien delicado poseía una firmeza íntima que le permitía afrontar los infortunios de la vida. Carolina no había ido a despedirse de los Poldark: decía que estaba excesivamente atareada, de modo que Dwight fue a Nampara y les informó que ella se había ido. El tono de Dwight no sugería crítica cuando comunicó la noticia; tampoco la indicaba el tono de Ross y Demelza cuando la recibieron. Sin embargo, Ross recordó la ocasión en que Dwight y Carolina se habían separado y el propio Ross había ido a Londres para traer de vuelta a la joven. Quizás ahora convendría repetir el intento. Por otra parte, él y Demelza se separaban ahora con más frecuencia. ¿Era conveniente? De todos modos, ya no podía interferir con la misma convicción en la vida ajena.
En Navidad, Demelza celebró una reunión que durante un tiempo la alegró mucho. Los Blamey vinieron de Falmouth, o mejor dicho de Flushing, adonde ahora se habían trasladado. Andrew, muy canoso, pero robusto y de buen aspecto, aún realizaba los peligrosos viajes a Lisboa y ahora debía permanecer un mes en tierra mientras reparaban su buque; Verity, regordeta pero más bonita que años atrás, como si la vida y el amor, que para ella habían llegado tardíamente, le hubiesen aportado un florecimiento también tardío; Andrew, de cinco años, hijo de ambos, y también James Blamey, hijastro de Verity, que había perdido dos dedos en una escaramuza frente a Brest y parte de una oreja en Saint Vincent, pero que se mostraba tan ruidoso, alegre y animado como siempre, y decidido a aprovechar lo mejor posible su breve licencia. Demelza había invitado a Sam y a Drake a participar de la cena de Navidad; y como ella rara vez los llamaba, los dos hermanos aceptaron un tanto sorprendidos.
Era la clase de reunión que ella no había podido organizar nunca. Unas veces Demelza y Ross habían estado solos; una vez, la primera, habían pasado la Navidad en Trenwith; otra, habían estado con los Blamey en Falmouth; en una sola ocasión la celebraron con Carolina, y por aquel entonces Dwight era prisionero en Francia. Pero esta ocasión era la mejor de todas. Tres niños, ocho adultos y todos personas a quienes ella quería, comprendía y con las cuales podía hablar; personas de las que nada le separaba y que creaban una atmósfera absolutamente cómoda. Al principio, Sam y Drake se mostraron reservados, pues sentían lo mismo que la propia Demelza había sentido otrora; pero pronto descubrieron que el grupo era tan cordial que ellos no podían resistir. Incluso cada uno de ellos bebió una copa de vino y charló con el resto.
James Blamey fue el éxito de la jornada. Mientras aún era de día jugaba con los niños, y al oscurecer les relataba historias de episodios del mar, con tormentas y batallas, mientras los pequeños le miraban asombrados. Su relación con Verity era extraordinaria, más la de un amante que la de un hijastro, pero con tan buen humor que todo se convertía en una broma. Demelza abrigaba la esperanza de que Jeremy llegara a ser así, por supuesto sin ser marino.
Un día después de Navidad organizaron una fiesta infantil, y a ella vinieron los amigos de Jeremy. Además de tres Treneglos, de Mingoose, invitaron a hijos de los mineros y campesinos que vivían cerca. Una lamentable consecuencia de la prosperidad era que los Poldark ya no podían dejar en libertad a veinte niños en la biblioteca reconstruida y decorada poco antes; por lo tanto, se retiró la mayor parte de los muebles del viejo salón y allí se reunió a los niños. También en esto James demostró que era muy útil, aunque Demelza y Verity también ayudaron en todo. Por supuesto, los dos Carne habían venido de visita sólo por un día y Dwight había regresado a su casa después del desayuno; así, Ross y Andrew Blamey salieron a dar un largo paseo por el lago de los arrecifes, y conversaron de la guerra, la paz, los barcos, el tiempo y la situación del mundo.
Blamey había oído decir que poco antes se había designado jefe del ejército ruso al general Suvarov, considerado como el único con la clase de dinamismo capaz de enfrentar a los franceses. Por supuesto, no había guerra entre Rusia y Francia, pero si no se preparaba nada, ¿por qué había ahora un ejército ruso en una región tan occidental como Bavaria? El Congreso de Rastatt se prolongaba, pero ¿quién creía que podrían conseguirse resultados concretos? Los ejércitos franceses en Europa estaban desintegrándose. Muy pronto la antigua coalición antifrancesa, que había fracasado por completo dos años antes, comenzaría a formarse de nuevo.
Y todo gracias a la victoria de Nelson, dijo Blamey. Bien merecía que le otorgaran el título de lord Nelson del Nilo y duque de Bronte. Se había demostrado cabalmente la importancia del poder naval. Convenía que Inglaterra mantuviese sus ejércitos fuera de Europa y acentuase el dominio del mar.
Habían llegado al comienzo de las tierras de Trenwith, ahora tierras de Warleggan. Allí se había levantado una empalizada que no bloqueaba del todo el sendero que corría próximo a los riscos, pero que apenas dejaba un paso de un metro y medio de ancho hasta el borde del arrecife. Aún no era un muro: a su debido tiempo George llegaría a eso.
Se detuvieron, y Ross apoyó la mano en la empalizada.
—Territorio enemigo.
—¿Todavía, Ross? Qué lástima.
—Demelza quería invitar ayer a Geoffrey Charles, pero yo comprendí que sufriríamos un desaire.
Blamey examinó el horizonte con mirada profesional. Sólo se veían dos velas en dirección a Santa Ana.
—Ross, en el camino de regreso a casa pasaremos por Trenwith. Verity desea ver a su sobrino… y por supuesto, a Elizabeth. Y creyó mejor hacer la visita al regreso.
—Muy propio. Lo primero tiene que ser lo primero.
La empalizada se había levantado cuatro años antes, y algunas de aquellas tablas de madera no estaban bien estacionadas. Allí, tan cerca del mar, la lluvia y el salitre habían carcomido el ancho de la madera en el lugar en que la tabla se hundía en el suelo. Ross advirtió que la tabla que él sostenía se movía un poco. Para probarla, tiró y empujó unas cuantas veces, y después presionó con fuerza. La tabla crujió. Ross tiró hacia afuera y quebró los dos soportes laterales de modo que apareció un hueco de aproximadamente un metro y medio. Con el ceño enarcado, Andrew Blamey vio que Ross se acercaba a la tabla siguiente e intentaba dispensarle el mismo trato. Esta mostró más resistencia, pero ejerciendo toda su fuerza Ross consiguió quebrarla. En pocos minutos había derribado seis tablas y la empalizada mostraba un hueco enorme. Transpirando a causa del esfuerzo, Ross recogió las tablas rotas y los pedazos sueltos y arrojó todo a la playa. Las gaviotas marinas levantaron vuelo en un coro de chillidos.
Sonrió oscuramente a Blamey.
—Me extraña que a nadie se le haya ocurrido hacer lo mismo.
—¿Hay guardias?
—Oh, sí.
—En ese caso, será mejor que nos alejemos.
—Quizá sea impropio provocar desórdenes. —Ross arrojó a la playa el último pedazo de madera—. Estamos en la temporada de la buena voluntad.
Blamey lo miró y percibió exactamente dónde comenzaba y terminaba la buena voluntad de Ross. A veces, la relación con Ross no era cómoda, y precisamente ahora la rebelión contenida estaba muy cerca de la superficie. Se acercaba mucho, pero nunca sobrepasaba el límite de la sinrazón.
Cuando llegaron a Nampara, los jóvenes estaban saliendo. En mangas de camisa, James Blamey había conseguido un poco de elástico y usaba como catapulta su mano mutilada. Demelza y Verity tenían los cabellos en desorden y estaban agotadas, Clowance chupaba una golosina y tenía el rostro sucio de azúcar pegajosa; Jeremy se había excitado demasiado, y Jane Gimlett quería llevárselo a la cama. Ross se sintió avergonzado. ¿Quizás él tenía demasiada edad para representar el papel que le correspondía? Blamey tenía cincuenta años y su situación era distinta. Se acercó a Demelza.
—Querida, ¿conseguiste sobrevivir?
Ella lo miró, sorprendida.
—Por supuesto, Ross. Fue encantador. Así es la vida… tener hijos… y cuidarlos.
—Lo sé —dijo él—. Hubiera tenido que ayudarte más.
—Hiciste tu parte. Es lo único que importa.
—¿Lo crees? No siempre. No siempre.
Clowance se aferraba a las piernas de Ross y exigía que la alzara. Ross la tomó en brazos, la niña todavía era una pequeña muy regordeta. De pronto, su enorme rostro, con los cabellos en desorden y las mejillas manchadas de azúcar, estuvo muy cerca de la cara de su padre. Clowance le besó y le dejó en la mejilla una gran mancha.
—Papá, no estabas.
—No, querida, soy un haragán. Mañana saldré con los dos.
—¿Adónde, papá, adónde?
—No sé. Ya veremos.
—¿Aunque llueva?
—No lloverá si yo le digo al cielo que no llueva.
—Oh, no es cierto, no es cierto —dijo Clowance mirándole con los ojos muy grandes.
—Tienes razón. Eres como tu madre. Siempre sabes lo que pienso.
—Ross, tampoco eso es cierto —intervino Demelza.
—Bien, medio cierto.
—Yo sí lo creo: Demelza adivina muchas cosas, pero sobre todo ve lo bueno de cada uno —dijo Verity.
IV
Antes de abandonar la casa, Verity se acercó a Ross, que estaba solo en la habitación, y le dijo:
—Querido, lo hemos pasado muy bien. Te agradezco la invitación. Ha sido muy grato volver a vernos.
—También a nosotros nos ha alegrado esta reunión.
—Ross, ¿te complace tu nueva vida?
—¿Mi nueva vida? Ah, te refieres al Parlamento… No estoy seguro. De todos modos, pienso continuar así un año o dos. Si creyera que soy útil al país o al condado con mi presencia en los Comunes, creo que sería feliz.
—¿Y tu vida… con Demelza?
Ross encontró la mirada de Verity y después volvió los ojos hacia los libros que había estado ordenando.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Querido, sencillamente porque deseo saberlo.
—¿Crees que hay alguna razón en particular que justifique tu pregunta?
—No, a menos que tú lo afirmes así. Pero ya hemos compartido muchas veces nuestros tropiezos y dificultades.
—Entonces, ¿supones que afronto dificultades o tropiezos? ¿Te lo dijo Demelza?
—Claro que no. Nunca lo haría. Pero percibo, o creo percibir cierta… tensión. Creo… —Palmeó el brazo de Ross y ella misma puso un libro o dos sobre la mesa—. Por ejemplo, tú mismo, Ross. Te veo más… inquieto que lo que estuviste durante muchos años. Es como si la antigua rebeldía que solías mostrar… como si parte de eso hubiese retornado. Me refiero a los tiempos anteriores a tu matrimonio con Demelza.
Ross rio.
—Quizá se trata de que el leopardo no puede perder las manchas. Vístelo con chaqueta de satén y calzón corto y se comportará con toda la circunspección que los demás esperan. Pero esa conducta no puede ser eterna. De tanto en tanto su naturaleza se rebela, y quiere salir a matar corderos.
—¿Los leopardos matan corderos?
—Bien, ya sabes a qué me refiero.
—Sí… oh, sí. Comprendo. Si eso es todo, puedo decir que comprendo. Pero ¿es ese el único problema en tu vida con Demelza? Por mi parte, no diría que un carácter como el tuyo deba contradecir el espíritu de Demelza.
—Preguntas demasiado.
—Quizá soy la única que tiene derecho a hacerlo.
—¿Derecho?
Ella sonrió.
—Bien, por lo menos la única que se atreve.
—Verity, deberíamos vernos con mayor frecuencia. Es monstruoso que treinta kilómetros nos separen tan absolutamente. Vuelve a vernos y trae al pequeño Andrew. Es un hermoso niño.
—Ross, buscar la perfección…, en la vida, es peligroso, porque entonces uno cree que lo imperfecto no es suficiente. No disponemos de tiempo infinito. Este año cumplí cuarenta…
Ross depositó algunos libros en un estante. Eran libros viejos y contrastaban de un modo ingrato con el estante nuevo.
—Verity, ¿sabes cuándo nací?
—¿Tú? ¿En serio? Más o menos. ¿Tú no lo sabes?
—No, no he podido hallar el registro. Me bautizaron a fines de enero de 1760, pero no sé si nací en enero de ese año o en diciembre de 1759.
—Siempre creí que yo tenía dieciocho meses más que tú.
—Cualquiera diría que tienes veinticuatro años.
—Bien, gracias. Confieso que a veces me siento así; y otras, todo lo contrario. Pero aprovecho lo mejor posible los buenos momentos. Como mis dos hombres viven en peligro…
—Querida, seguramente la vida es difícil para ti.
—No hablo de mí, Ross, sino de ti. De la incapacidad de muchos Poldark para aceptar compromisos. Esa fue la causa real de la destrucción de Francis.
—¿Y podría ocurrirme lo mismo?
Verity volvió a sonreír.
—Sabes que no me refiero a eso. Sabes muy bien a qué me refiero.
—Sé muy bien a qué te refieres —confirmó Ross—. Pero, Verity, ocurrieron una o dos cosas. Oh, sé que son pequeñeces —comparadas con los hechos que realmente importan— y que es mejor que ambos las olvidemos; y en efecto, a menudo olvidamos. Pero de tanto en tanto uno descubre que no controla demasiado bien sus propios sentimientos… y en ese caso aparecen pensamientos y sensaciones que son… como una marejada. Y es difícil, a veces es difícil controlar la marea.